EL Rincón de Yanka: CUENTO "EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD" por EDGAR ALLAN POE y COMENTARIO DE JUAN MANUEL DE PRADA 👥 👿💀 y TEOLOGÍA "TRANS"

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miércoles, 25 de octubre de 2023

CUENTO "EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD" por EDGAR ALLAN POE y COMENTARIO DE JUAN MANUEL DE PRADA 👥 👿💀 y TEOLOGÍA "TRANS"

EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD

Siempre me ha impresionado mucho cierto pasaje de "El demonio de la perversidad", una de las 'narraciones extraordinarias' de Edgar Allan Poe que acaso no se cuente entre las más memorables literariamente hablando; pero que, desde luego, nos ofrece un diagnóstico escalofriante sobre la enfermedad que gangrena nuestra época, que no es otra sino el apetito autodestructivo. Permítaseme reproducir por extenso a Poe: 

«Nos hallamos al borde de un precipicio. Contemplamos el abismo. Sentimos vértigo y malestar. Nuestra primera intención es retroceder ante el riesgo. Pero, inexplicablemente, no nos movemos de allí. Paulatinamente, el malestar, el vértigo y el horror se confunden en un nebuloso e indefinible sentimiento. De forma gradual, [...] adquiere forma un sentimiento que hiela hasta la propia médula de nuestros huesos y les inculca la feroz delicia del horror. Nos asalta esta idea: ¿cuáles serán nuestras sensaciones durante el transcurso de una caída verificada desde tal altura? Y por la sencilla razón de que esta caída implica la más horrible, la más odiosa de cuantas odiosas y horribles imágenes de la muerte y del sufrimiento puede nuestra mente haber concebido, por esta sencilla razón, la deseamos con mayor intensidad. Y porque nuestro raciocinio nos aleja violentamente de la orilla, por esta misma razón nos acercamos a ella con mayor ímpetu. En la Naturaleza no hay pasión más diabólicamente impaciente que la del hombre que, temblando ante el borde de un precipicio, piensa arrojarse a él. Permitírselo, intentar pensarlo un solo momento, es, inevitablemente, perderse, porque la reflexión nos ordena que nos abstengamos de ellos, y por esto mismo, repito, no nos es posible».

Poe no está hablando de la pulsión suicida propia del desesperado, ni tampoco del trastorno propio de quien considera placentero o regocijante arrojarse al abismo. Se refiere a un impulso mucho más monstruoso que, sin interferencia de la angustia ni embotamiento alguno del discernimiento, nos impulsa a anhelar nuestro mal, a sabiendas del daño que nos va a ocasionar, a sabiendas del horror y la desdicha que traerá a nuestras vidas. Cuando se habla de posesiones demoníacas (no digamos cuando tales posesiones se representan en el cine) solemos recurrir a parafernalias de espumarajos, contorsiones y otros efectismos grimosos. Poe, mucho más lúcidamente, nos habla de la «delicia del horror» que paraliza nuestro raciocinio, nuestra voluntad, incluso nuestro instinto de supervivencia; y que finalmente nos empuja a arrojarnos al abismo. Creo que es ahí, exactamente ahí, donde nos hallamos, tanto a nivel personal como colectivo. 

Es como si la conciencia humana hubiese resuelto monstruosamente anhelar y codiciar el mal; pero no un mal que se confunde con el bien, sino un mal cuyas consecuencias asumimos con esa «pasión diabólicamente impaciente» a la que se refiere Poe. Sólo así se explican muchos de los fenómenos que se desenvuelven ante nuestros ojos: desde la paulatina 'normalización' de las drogas al belicismo frenético, desde la quimera 'trans' hasta la aceptación estólida de amnistías que ponen la supervivencia de la comunidad política en manos de sus más enconados enemigos, desde la adopción sumisa de religiones cientifistas que acabarán convirtiéndonos en esclavos hasta el harakiri insensato que se están haciendo urbi et orbi instituciones milenarias como la Iglesia católica.

Es como si una Humanidad descentrada, hastiada de vivir, devorada por un apetito nihilista, hubiese decidido adelantar el final de la Historia. Desde luego, en otras épocas se han repetido estos arrebatos autodestructivos; pero estaban causados por la angustia de situaciones extremas. Ahora nos hallamos ante la apoteosis de ese demonio de la perversidad que describía Poe: estamos tranquilos y somos conscientes del mal que nos aguarda si no nos detenemos; pero hemos decidido entregarnos a él, embriagados por el abismo de horror y muerte que se abre a nuestros pies, deseosos de saborear esa experiencia última de la aniquilación personal y colectiva, en volandas del demonio de la perversidad. «Bajo su influjo –volvemos a citar a Poe–, obramos sin una finalidad inteligible, por la simple razón de que no deberíamos hacerlo. Teóricamente, no puede existir una razón más irrazonable; pero, en realidad, no hay otra más poderosa. En condiciones determinadas, llega a ser absolutamente irresistible para ciertos espíritus. La seguridad del error que trae consigo un acto cualquiera es, frecuentemente, la única fuerza invencible que nos impulsa a ejecutarlo».
Estamos endemoniados. Y, si Dios no lo impide, vamos a consumar nuestra autodestrucción, a sabiendas de lo que nos aguarda.


Teología 'trans'

No hay anhelo más humano que el de abandonar este cuerpo que la naturaleza nos asignó, cambiándolo por otro más hermoso o idóneo. Este anhelo nace de nuestra nostalgia de divinidad, pues –aunque nuestra razón se resista a aceptarlo, o incluso lo niegue furiosamente– nuestra alma sabe (al modo de una 'memoria genética') que nos aguarda una existencia eterna y 'transhumanada', una metamorfosis misteriosa que nos hará resplandecientes e inmortales, sin renunciar a nuestros cuerpos.
En el fondo de la ideología 'trans' subyace la vieja y errónea idea de considerar el cuerpo una cárcel que debe ser descerrajada
Esta vocación plenamente humana, alimentada de promesas divinas, encontró su parodia en aquella otra promesa que la antigua serpiente hizo a Eva en el Edén: «Seréis como dioses». Es decir, podréis rebelaros contra el acto creador de Dios, rechazar los beneficios de la Redención y anticipar el disfrute de una naturaleza gloriosa. Todas las triquiñuelas de la antigua serpiente se resumen, a la postre, en la promesa de un Paraíso en la Tierra que anticipe los gozos ultraterrenos y glorifique nuestra carne mortal. Y entre todas estas triquiñuelas ninguna tan sugestiva como 'hacernos como dioses', desembarazándonos de los límites biológicos de nuestra naturaleza. Así, el hombre deja de ser criatura, para convertirse en creador de sí mismo.

Fue Dante Alighieri en el canto primero del Paraíso quien primero habló de 'transhumanarse' para referirse a la meta última del hombre, que no es otra sino alcanzar tras la muerte la plenitud del ser, pasando de la condición de gusano a la de mariposa (como también leemos en el canto décimo del Purgatorio). Este concepto empleado por Dante lo rescataría muchos siglos después, en un sentido radicalmente contrario, el biólogo y eugenista Julian Huxley, hermano del célebre escritor, quien en un texto titulado significativamente Religion Without Revelation escribía: «La especie humana puede, si lo desea, trascenderse –no sólo esporádicamente, un individuo aquí de una manera, otro allí de otra forma– sino en su totalidad, como humanidad. Necesitamos un nombre para esta nueva creencia. Quizás Transhumanismo pueda servir: el hombre sigue siendo hombre, pero transcendiéndose, a través de la realización de nuevas posibilidades».

Huxley se inspira en el término de Dante para convertirlo en una parodia perversa, como la antigua serpiente convierte también en parodia perversa la alianza de Dios con los hombres, prometiéndoles ser como dioses mientras dure su andadura terrenal. La 'transhumanación' deja de ser una recompensa divina que permite al hombre dejar atrás las infelicidades y padecimientos propios de su vida mortal; y se convierte en una obra meramente humana, que puede superar las limitaciones de su naturaleza a través de la química, de la cirugía o de la tecnología, convertidas en sucedáneos chuscos de la Redención, atajos a través de los cuales se puede alcanzar en esta vida la metamorfosis en cuerpo glorioso. Se trataría, en definitiva, de parodiar grotescamente el acto creador de Dios, los beneficios de la Redención y las promesas de una vida futura de una tacada, en una compota teológica lograda a través de hormonas y bisturíes.

Pero esta parodia grotesca está más vista que el tebeo. Ya en sus Conclusiones filosóficas, cabalísticas y teológicas (1486), Pico della Mirandola escribe, poniendo sus palabras en la boca del mismísimo Dios (pero dando voz, en realidad, a la antigua serpiente): «No te he dado una forma ni una función específica, Adán. Por tal motivo, tendrás la forma y función que desees. La naturaleza de las demás criaturas la he dado de acuerdo a mi deseo. Pero tú no tendrás límites. Tú definirás tus propias limitaciones de acuerdo con tu libre albedrío. Te colocaré en el centro del universo, de manera que te sea más fácil dominar tus alrededores. No te he hecho mortal, ni inmortal; ni de la tierra, ni del cielo. De tal manera que podrás transformarte a ti mismo en lo que desees. Podrás descender a la forma más baja de existencia como si fueras una bestia o podrás, en cambio, renacer más allá del juicio de tu propia alma». Leyendo este pasaje, precursor de la ideología 'trans', advertimos que lo que nuestra época llama ideas nuevas no son más que las viejas herejías de siempre, convenientemente reformuladas.

En el fondo de la ideología 'trans' subyace la vieja y errónea idea de considerar el cuerpo una cárcel que debe ser descerrajada, para que nuestra humanidad alcance su plenitud. Contra esta vieja herejía, que ha destruido tantas vidas prometiendo mejorarlas, sólo se alza la nueva idea cristiana, más escandalosa y subversiva hoy que nunca: nuestro cuerpo, acechado por la decrepitud y la muerte, será 'transhumanado' a la vuelta de la esquina y para siempre. 



En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictare propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que, entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la idealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han' hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.

Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?

La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental.

Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; ¿y por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde! desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!

Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.

Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio sí no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaron por qué estoy aquí, puedo mostraron algo que tendrá, por lo menos, una débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubiérais comprendido, o, como la chusma, me hubiérais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad.

Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de, su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios».

Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena y el aria de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».

Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.

Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.

Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?