MEDICAMENTOS
QUE MATAN
Y CRIMEN
ORGANIZADO
Cómo las grandes farmacéuticas
han corrompido el sistema de salud
Institute for Scientific Freedom
PRESENTACIÓN A LA EDICIÓN EN LENGUA ESPAÑOLA
Que no te compren por menos de nada,
que no te vendan amor sin espinas,
que no te duerman con cuentos de hadas,
que no te cierren el bar de la esquina.
«Noches de boda» Joaquín Sabina, 1999
El título de este libro no es una exageración. Personas que lo han leído han experimentado una ira creciente a medida que avanzaban por la clarividente e implacable descripción del profesor Peter Gøtzsche sobre prácticas reiteradas de la industria farmacéutica: extorsión, ocultamiento de información, fraude sistemático, malversación de fondos, violación de las leyes, obstrucción a la justicia, obstrucción a la aplicación de la ley, falsificación de testimonios, compra de profesionales sanitarios (alquiler, dicen los cínicos), manipulación y distorsión de los resultados de la investigación, alienación del pensamiento médico y de la práctica de la medicina, divulgación de falsos mitos en los medios de comunicación, soborno de políticos y funcionarios, y corrupción de la administración del Estado y de los sistemas de salud.
El resultado: centenares de miles de muertes cada año atribuibles a los efectos adversos de unos medicamentos que no era necesario tomar y al despilfarro de recursos públicos (públicos por ahora, en España). Uso este lenguaje fuerte porque este libro cuenta cosas fuertes, que deben ser conocidas. Además, las documenta con precisión.
La industria farmacéutica es el tercer sector de la economía mundial, por detrás del armamento y el narcotráfico. En Estados Unidos tiene unos beneficios cuatro veces más elevados que los demás sectores industriales. Sus directivos cobran sueldos obscenos, y no son responsables de nada que tenga que ver con la salud. En algún lugar he leído que el yate del vicepresidente de Pfizer no cabía en ningún puerto, por lo que... tuvo que comprar un puerto.
Pfizer es responsable —convicta— de delitos y crímenes que han costado la vida a miles de pacientes. En esto no se diferencia de las demás grandes. ¿Cómo ejerce su poder la industria farmacéutica en el mundo? En primer lugar, ejerce presión sobre legisladores —en Washington hay más cabildeadores de la big pharma que de cualquier otro sector industrial, y quien dice Washington dice el mundo— para promover o bloquear leyes. También ejerce presión sobre la Organización Mundial del Comercio, directamente y a través del Gobierno de Estados Unidos, para que se apliquen a rajatabla sus injustos derechos de exclusividad sobre medicamentos esenciales que podrían salvar millones de vidas si tuvieran un precio asequible.
Los precios de algunos de estos fármacos sólo se justifican por el monopolio de ventas que otorga la patente. ¿Imaginan la satisfacción del Sr. John C. Martin, director de Gilead, que ganó personalmente 180 millones de dólares en 2013, cuando anunció en 2014 que la FDA había aprobado su nuevo fármaco sofosbuvir, que «puede curar la hepatitis C» y para el que ha fijado un precio de más de 80.000 dólares? ¿Pueden imaginar su gozo cuando añadió que en el mundo hay centenares de millones de personas que necesitan este medicamento?
El Sr. Martin se dirige a los accionistas, que son los únicos a quienes rinde cuentas (y les confunde, porque la mayoría de los centenares de millones de afectados por la hepatitis C son pobres, y precisamente por ser pobres no tienen acceso al fármaco). Y, sin embargo, el precio de los medicamentos no refleja costes, es pura política.
El propio Obama lo reconoció cuando anunció junto al presidente golpista de Egipto que en este país, especialmente castigado por la hepatitis C, sofosbuvir costará sólo 100 dólares. Canje siniestro, el de centenares de penas de muerte por una rebaja aplicada a un precio injustamente exorbitante (se calcula que el coste de producción del medicamento es de 68 a 136 dólares). La industria farmacéutica ha conseguido ser el principal actor de su propia regulación.
Los hechos demuestran que el sistema actual de regulación de medicamentos, inspirado por un organismo (la ICH, por sus siglas en inglés) —constituido por el «sindicato» de las grandes compañías y las autoridades reguladoras de los principales países consumidores (y a la vez fabricantes:
Estados Unidos, Unión Europea, Japón), y en el que ni siquiera la OMS tiene voto—, constituye una amenaza para la salud pública. En los países ricos las enfermedades causadas por medicamentos son ya la tercera causa de muerte, detrás del infarto y el cáncer. En los países menos ricos, ni se sabe. Las agencias reguladoras se han convertido en servidoras de la industria; a pesar del fraude generalizado de las compañías farmacéuticas en los ensayos clínicos y otros estudios, dan como buenos los resultados evidentemente maquillados que se les presentan.
La industria farmacéutica dedica enormes recursos a influir en los grandes medios de comunicación, con la complicidad de expertos retribuidos directa o indirectamente por las compañías. Recuérdese la alarma social sistemática sobre plagas fantasma como la gripe A, la osteoporosis o el colesterol. La industria farmacéutica exagera de forma generalizada los supuestos efectos beneficiosos de sus medicamentos, ante los reguladores y ante los profesionales médicos. Para ello comete fraude en el diseño, en el análisis, en la interpretación y en la presentación de los resultados de los ensayos clínicos; y si conviene, oculta sus resultados. Como han reconocido los propios exdirectores de New England Journal of Medicine, British Medical Journal, JAMA y otras publicaciones, compra y corrompe el contenido de las revistas médicas. Oculta o minimiza la incidencia y la gravedad de los efectos indeseados de los fármacos. Mientras su patente está vigente, promueve el uso de sus medicamentos en indicaciones que, por falta de pruebas, no están autorizadas.
En treinta años de investigación sobre el uso de medicamentos en Cataluña, en España y en el mundo, en la Fundació Institut Català de Farmacologia hemos comprobado y documentado repetidamente este consumo exagerado, innecesario e inmoderado, y hemos documentado asimismo sus efectos perjudiciales sobre la salud pública. Aparte de una mención a la ridícula demanda de MSD contra Butlletí Groc por un artículo que contaba verdades sobre el medicamento Vioxx, Gøtzsche no describe escándalos ocurridos específicamente en España. Puede dar la impresión de que en España las actividades de promoción de la industria farmacéutica son éticas, se rigen por el rigor informativo, dan una imagen equilibrada del medicamento y nunca promueven el uso en indicaciones no autorizadas. Puede dar la impresión de que las compañías no influyen en las sociedades científicas, los comités redactores de guías de práctica clínica, los departamentos universitarios y grupos de investigación ni en los cargos públicos. No es así, España es un paraíso para esta industria. De hecho, España es uno de los países que más despilfarra en medicamentos, principalmente a cargo del erario público.
En contra de lo que nuestros cargos públicos afirman de forma repetida, desde 2010 el gasto farmacéutico ha seguido aumentando, porque la factura de los medicamentos hospitalarios crece a tasas del 20% anual y ya supone un tercio del gasto total en farmacia. España es el país europeo que dedica un porcentaje más alto de su gasto sanitario a farmacia. España es el país europeo en el que los nuevos medicamentos —protegidos por patente, más caros, no necesariamente mejores, y de seguridad incierta— son captados con mayor rapidez por el sistema sanitario.
Nuestro sistema de salud no selecciona medicamentos según su eficacia, efectos indeseados, comodidad y precio. Es un comprador bobo de humo a precio de oro en el mercado global de las tecnologías. Las relaciones de la industria con las sociedades médicas y con los médicos prácticamente no están reguladas.
Las encuestas indican que tanto los médicos como sus colegas universitarios, investigadores, gestores y directivos, no tienen mayoritariamente conciencia del sufrimiento que ocasionan y de los recursos que despilfarran.
Lean este libro y verán que no exagero. Se lo recomiendo especialmente a legisladores, políticos, gestores, directivos, profesionales sanitarios y estudiantes de ciencias de la salud. Lo pueden leer seguido o saltando capítulos. Espero que les ayude a potenciar su autonomía de pensamiento y a alejarse del pensamiento único que las compañías farmacéuticas imponen a la medicina y a la salud pública. Aprendamos todos a decir simplemente: No, gracias.
Joan-Ramon Laporte
Profesor de Terapéutica y Farmacología Clínica,
Universitat Autònoma de Barcelona
Junio de 2014
QUIEN RÍE EL ÚLTIMO RÍE MEJOR
En este libro he contado casos y hechos tan trágicos que sentía que debía acabar con algo de humor. Empezaré por contarles una historia tragicómica que viví en un encuentro financiado por la industria farmacéutica. En 2011, el vicepresidente de la Asociación Danesa de Médicos, Yves Sales, y un servidor fuimos invitados a dar una charla en un encuentro organizado por la Sociedad Danesa de Reumatología. El tema de la charla era: «La colaboración con la industria farmacéutica ¿es realmente TAN peligrosa?».
Uno de los jefes de área de mi hospital fue quien propuso el tema, pero hubo algunas críticas por el título que en principio se había pensado que fuera: «La colaboración con la industria farmacéutica ¿es realmente peligrosa?».
Algunos miembros del comité de dirección del centro tenían una estrecha relación con la industria, cuando lo habitual en su área era justo lo opuesto, es decir, no tener ningún tipo de contacto con los equipos de venta de las farmacéuticas. Hubo división de opiniones en cuanto a si el centro debía o no seguir celebrando charlas financiadas por farmacéuticas, pero al parecer sentían la necesidad de información y cierta polémica. La Asociación Danesa de Empresas Farmacéuticas en un primer momento había declinado la invitación, pero finalmente mandó a su vicepresidente, Henrik Vestergaard.
Me contaron que entre los asistentes habría representantes de la industria, y sin embargo no vi a ninguno en la lista de los 115 participantes. Ah, espera... Si eso es lo normal. Una asociación llamada Young Rheumatologists acababa de celebrar otro encuentro con 30 reumatólogos y 60 representantes de la industria farmacéutica; ya saben, de tal palo tal astilla. Durante una cena previa al inicio del encuentro, uno de los encargados de presentar las charlas me pidió que por favor no fuera excesivamente duro en mis críticas a la industria. Mi respuesta, entre sonrisas, fue que ya era demasiado tarde para cambiar mi charla. No voy nunca a charlas patrocinadas, a menos que crea que tengo una oportunidad de cambiar aunque sea mínimamente las ideas de los médicos de hoy. Y este encuentro me ofrecía esa oportunidad. Durante mi charla hablé de todos y cada uno de los patrocinadores: Merck, Pfizer, UCB, Abbott y Roche. Uno por uno, por orden inverso a sus actividades delictivas:
- Roche es un camello farmacéutico que ha amasado su fortuna vendiendo heroína ilegalmente en Estados Unidos; que ha enganchado a millones de personas al Librium y al Valium a la vez que negaba que crearan dependencia; que ha engañado a los Gobiernos europeos para que gastaran miles de millones de euros en Tamiflu, lo que en mi opinión es la mayor estafa de la historia de Europa.
- Abbott y su matón farmacéutico, un cardiólogo danés (véase el capítulo 11), nos negaron el acceso que la Agencia Danesa del Medicamento había autorizado a los ensayos no publicados sobre la sibutramina, sus pastillas adelgazantes, que más tarde fue retirada del mercado debido a su peligrosidad cardiovascular.
- La sucursal de UCB en Bélgica mandó una carta a todos los médicos defendiendo su integridad moral y alegando que todos los datos de sus estudios eran propiedad exclusiva de la farmacéutica, y que tenían el derecho a hacer lo que quisieran con ellos. En ese sentido, apunté que es una gilipollez defender la moralidad de una empresa a la vez que se ocultan datos de sus ensayos. Realizamos un metaanálisis de la somatostatina, su hormona natural destinada a detener las hemorragias (y cuyos supuestos efectos positivos son más que dudosos), y descubrimos que el mayor ensayo clínico realizado hasta el momento no había sido publicado.
- Pfizer mintió a la FDA durante una audiencia acerca de los daños cardiovasculares producidos por el celecoxib; había aceptado pagar una multa de 2.300 millones de dólares por las acusaciones de promoción ilegal de indicaciones no aprobadas de cuatro de sus fármacos, y recientemente había firmado un acuerdo de integridad empresarial que probablemente incumpliría, porque era nada menos que el cuarto que firmaban, y aún no habían cumplido ninguno. También expliqué que el motivo por el cual Pfizer era la mayor farmacéutica del mundo se debía simplemente a que era aún más criminal que el resto de sus competidoras.
- Merck había provocado la muerte innecesaria de decenas de miles de pacientes con problemas reumatológicos por culpa de su comportamiento despiadado; había hecho una lista de los médicos más críticos con sus fármacos; había ocultado el riesgo cardiovascular asociado a sus productos tanto en sus publicaciones como en sus campañas de marketing, y con todo eso lo único que habían logrado es que su director ejecutivo, Raymond Gilmartin, se hiciera asquerosamente rico.
Tras esta introducción, lancé otras bombas acerca de la práctica delictiva y criminal que impera en la industria, y las devastadoras consecuencias de sus actos en los pacientes. Para acabar mi charla, cité a la editora de la revista BMJ, Fiona Godlee: «Simplemente, digan no». Mi conclusión fue muy breve: dije a los asistentes que si, después de esto, aún creían que no pasaba nada por aceptar dinero proveniente de actividades parcialmente delictivas, no deberían tener reparos en pedir financiación a los Ángeles del Infierno. Yves Sales apoyó mis argumentos durante el turno de preguntas, aunque más tarde me comentó que quizás el hecho de que hubiera sido tan directo en mi exposición podría hacer que algunos indecisos de entre el público sintieran más bien rechazo. El presidente de la sociedad se defendió alegando que las reuniones, charlas y eventos que organizaban resultarían imposibles de sufragar sin la ayuda económica de la industria farmacéutica, a lo que Sales respondió abruptamente que no era necesario rasgarse las vestiduras si algún día se prohibían los patrocinios de la industria, y que era una pena que una sociedad no pudiera organizar estos eventos sin su apoyo.
Quise llamar la atención sobre el hecho de que existen académicos que siguen formándose sin el dinero de la industria, y recalqué que los médicos de cabecera se habían dado cuenta de que los costes de los actos organizados por su asociación habían aumentado muy poco desde que se prohibió que las farmacéuticas contribuyeran económicamente a sus encuentros anuales. Henrik Vestergaard estaba hecho una furia. Dijo que mis acusaciones eran indignantes e insultantes, algo muy típico de la charlatanería de la industria farmacéutica.
¿Desde cuándo los hechos probados son acusaciones? Son las farmacéuticas las que han cometido estos delitos, y si ahora resulta que es ofensivo contar la verdad, igual deberían plantearse seriamente cambiar el cariz de sus actos. Vestergaard estaba tan enfadado que se negó a responderme cuando le pregunté si no sería mejor para su organización que las multas por cometer actividades ilegales fueran mucho más elevadas. Así, las empresas se verían obligadas a competir a un nivel ético más elevado, lo que a su vez beneficiaría a quienes trabajan para ellas, pues esos trabajos serían también mucho más atractivos desde el punto de vista de los empleados. Vestergaard hizo lo de siempre: apuntar a la manzana podrida del cesto, y afirmó que cuando el erario público no financia la educación de posgrado, acaba siendo la industria quien tiene que hacerse cargo. Era tanta la hipocresía de sus palabras, que un reumatólogo que se hallaba entre el público se levantó para decir que si la industria pagaba esos estudios a sus empleados era porque les salía muy a cuenta y no porque fuese un acto altruista.
Los ánimos empezaron a caldearse rápidamente. Merete Hetland, una reumatóloga con estrechos lazos con la industria, alegó que mi presencia allí no tenía otro objetivo que el de polemizar, y que lo único que había hecho era lanzar acusaciones; puso el ejemplo, además, de que hoy a nadie le molestaba trabajar con alemanes a pesar de que durante la Segunda Guerra Mundial fueran nazis. Todo palabrería típica y tópica de la industria. Insisto: explicar los hechos probados de la industria farmacéutica no es lanzar acusaciones. Todo lo que hacen las farmacéuticas como respuesta es negar los hechos más negativos diciendo que son cosa del pasado y que hoy todo es mucho mejor. Pero eso también es mentira, como les acababa de demostrar con mi charla. Un año después, eché un vistazo a la web de esa misma sociedad. Seguía celebrando charlas y eventos financiados por la industria, y aún se permitía a las empresas ser miembros de ella. Eso sí, siempre y cuando pagasen una cuota diez veces superior a la de un médico.
Es bastante deprimente. Otro médico que está en contra del patrocinio farmacéutico lo reflejó mejor de lo que lo hubiera hecho yo: El público [...] parecía estar muy interesado y muy consciente de la rareza de una situación en la que se cuestionaba la relación entre la medicina y la industria farmacéutica [...]. Justo después de mi charla, un representante farmacéutico se acercó al organizador del evento para informarle de que su empresa no iba a patrocinar más sus encuentros anuales. Otro recogió sus cosas y se fue. Otros representantes hablaban entre susurros de enfado por sus teléfonos móviles, aunque es imposible saber con certeza si estaban discutiendo sobre si empezar a boicotear el evento. Al día siguiente sólo apareció un representante. Al verle, uno de mis colegas no pudo evitar comentarme: «Puede que ayer se perdiera tu charla». En 2010, el presidente de la Sociedad Danesa de Medicina Pulmonar invitó a varios conferenciantes para que participaran en una mesa redonda sobre los ensayos clínicos en Dinamarca. Se esperaba a cerca de 80 personas. El encuentro duraría unos 75 minutos, y estaba patrocinado por GlaxoSmithKline. Pues bien, los honorarios para una charla de cinco o diez minutos eran de 1.000 dólares. La invitación añadía que «es necesario firmar un contrato antes del encuentro». Pregunté a Glaxo por qué hacía falta firmarlo, y les dije que quería verlo. No me lo enviaron, pero sí me explicaron que, según las directrices de la industria, era necesario firmar un contrato cada vez que escogían a un médico como asesor. Pero ¿para qué hace falta firmar un contrato cuando pides a alguien que hable durante diez minutos? ¿Y por qué se espera que asistan 80 personas a una charla de una hora sobre ensayos clínicos farmacéuticos?
Sospecho que el objetivo real del encuentro era ayudar a que Glaxo promocionara sus productos para el asma. De hecho, la persona encargada de las invitaciones era un «coordinador de marketing», y el encuentro llevaba por título: «Curso exclusivo. Foro Científico Respiratorio».
En la invitación se especificaba que el lugar donde se celebraba estaba a una hora en coche de Copenhague, pero que todos los asistentes podían hacer noche en un hotel y que Glaxo les pagaba la estancia. A todos. A las ochenta personas. Qué derroche para una nimiedad así. A menos, claro está, que quisieran comprar a los médicos. Los médicos que permiten esto deberían estar avergonzados.
En 2001, Bayer invitó a los médicos alemanes a participar en unas jornadas científicas que duraron diez minutos. El resto era todo tiempo libre. Otra opción que se les ofreció a los médicos era que recetaran a veinte de sus pacientes uno de los fármacos de Bayer, a cambio de un viaje de tres días a París con todos los gastos pagados y entradas para ver la final del Mundial de Fútbol. De escoger esa opción, los médicos no tenían que perder diez minutos de su valioso tiempo en una conferencia. El dinero no huele mal No estoy demasiado expuesto a los anuncios de medicamentos, la verdad.
Aunque hay una farmacéutica que, dos veces al año, me manda por error un sobre con publicidad. Y cuando digo por error me refiero a que no se me ocurre otro motivo, puesto que mi nombre está en todas las listas negras de las farmacéuticas. Por ejemplo, recibí una circular publicitaria de Meda en la que pude leer que «cerca de 300.000 daneses padecen de vejiga hiperactiva». En la parte de atrás de la circular aparecía una referencia a esta cita: «Continence News no. 4 - 2010». Una referencia excesivamente científica para una afirmación que decía que el 6% de la población danesa, incluyendo los niños, o iba demasiado al baño o bien sentía la urgencia de ir a menudo.
La solución era tomar cloruro de trospio (Sanctura, nombre que quizás hacía referencia a un santuario para los que orinan en exceso), un fármaco anticolinérgico con un precio equivalente a dos cervezas al día, cervezas que probablemente sólo empeorarían el problema miccional. Antes de que los expertos en marketing rebautizaran este problema como vejiga hiperactiva, todo el mundo lo conocía simplemente como incontinencia. Me parece una intromisión el hecho de que las farmacéuticas incluso tengan poder para modificar el nombre con el que siempre hemos conocido las enfermedades y dolencias. No es cosa suya, ¿no creen? Aunque el problema real es que los médicos han sucumbido a la presión y lo llaman también por ese nombre, vejiga hiperactiva.
Pfizer coqueteó asimismo con el nombre de lo que durante siglos hemos llamado impotencia. Cuando descubrió que un fármaco creado para tratar la hipertensión arterial tenía el efecto secundario de causar erección, la impotencia pasó a llamarse disfunción eréctil, un nombre eufemístico mucho más aceptado socialmente que el de impotencia: —Me han encontrado una disfunción fisiológica. —¿Ah, sí? ¡Lo siento! Y ¿cuál es el problema? —No sé muy bien cómo decírtelo, pero por suerte hay un medicamento que lo soluciona.
El amigo de ese pobre chico debe creer que lo que le pasa es que tiene problemas de tiroides, o diabetes tipo 1, diarrea fétida crónica o algo aún peor. No niego que hay gente que lo pasa mal por sentir la necesidad de orinar con frecuencia, pero siempre he sabido que el efecto de los anticolinérgicos es más que dudoso. Y las revisiones Cochrane me dan la razón. Sí es verdad que sus efectos son estadísticamente relevantes. Ahora bien, puesto que todo puede ser estadísticamente relevante (por pequeño que sea el efecto real) a condición de que haya el número suficiente de participantes, deberíamos analizar siempre los datos. En el ensayo con mayor número de pacientes, el número de episodios de incontinencia urinaria era de 3,2 para el grupo del fármaco y de 3,3 para el de placebo, y el número de micciones (como las llamamos en el argot médico) era de diez con el fármaco y de once con el placebo en los dos ensayos que notificaron esos datos.
No es precisamente un efecto que realmente merezca la pena, ¿no creen? Menos aún cuando tenemos en cuenta que todos los fármacos son nocivos. Entre los efectos secundarios más habituales y preocupantes encontramos: sequedad bucal, visión borrosa, estreñimiento y desorientación. Y he citado sólo los más comunes, pero hay muchísimos más, como sequedad ocular, dolores de cabeza y gases. Algunos de los daños pueden ser de especial gravedad y requerirán la inmediata visita al médico: dificultades al orinar, erupciones cutáneas, ronchas, picazón, dificultades para respirar o tragar. Esta información sobre los fármacos está disponible en inglés en la web de la Biblioteca Estadounidense de Medicina.
Por cierto, ¿cómo sabe una persona si cuatro gotas de orina se consideran incontinencia o no? Viendo los importantes efectos secundarios de los fármacos, lo más probable es que la mayoría de pacientes que participan en el ensayo se den cuenta de que lo están tomando, rompiendo así el enmascaramiento. Y eso tiene un evidente efecto de sesgo en los resultados a favor del fármaco y en detrimento del placebo (véase el capítulo 4). Además, un enfermo que es consciente de que está tomando el fármaco activo puede querer evitar ir al baño; y si eso pasa más de una vez al día en comparación con los pacientes del grupo con placebo, esto equivale a la diferencia apreciada en los ensayos. Así que, quizás, estos fármacos no tienen en realidad efecto alguno. En mi opinión, eso es más que probable.
Cuando el emperador romano Vespasiano empezó a recibir críticas por el impuesto sobre los urinarios públicos, dijo que el dinero no huele mal. Hoy en día, la manera en que las farmacéuticas se lucran de los problemas de orina apesta tanto que debería considerarse mala praxis científica. En 2005, Yamanouchi, que más tarde se convirtió en Astellas, presentó para su publicación un ensayo comparativo firmado por Gunnar Lose, un profesor danés. El problema, sin embargo, es que Lose nunca había visto el manuscrito, los datos brutos o el informe completo del ensayo clínico, que no fue redactado hasta meses más tarde.
El artículo demostraba la superioridad del fármaco de Yamanouchi frente al de Pfizer, pero Lose no creía que el análisis estadístico que aparecía en el artículo fuera justo y equilibrado, por lo que pidió que fuera retirado. Yamanouchi se negó a retirar el artículo, y tampoco quiso mostrar los datos a Lose. Poco después también rehusó enseñarle el informe del ensayo clínico, a pesar de que en el contrato que firmó con la farmacéutica se estipulaba que tenía derecho a verlo. Lose se dio cuenta de que el análisis de los datos era tan dudoso que decidió retirar su contribución como autor. Yamanouchi presentó el informe del ensayo a la Agencia Danesa del Medicamento, como exige la ley, pero la agencia no comprobó que los datos publicados fueran fiables, e incluso se negó a enseñar el informe a Lose. Pero Lose estaba en lo cierto.
El informe que se publicó no sólo era malo, sino insultantemente malo, todo un ejemplo de cómo no redactar un informe de este tipo. Muchos investigadores lo criticaron, y con razón. Como ejemplo, les diré que los porcentajes se presentaban con dos decimales (es decir, como 3,58%) cuando no había ninguna desviación estándar u otros métodos de incertidumbre en los datos. No tengo dudas de que en realidad era un ensayo promocional. Que el número de participantes para un ensayo sobre micción sea de 1.177 ya es excesivo, pero es que además involucraba a 117 centros de investigación de 17 países distintos, es decir, sólo 10 pacientes por centro. Si realmente se pretende obtener datos fiables, es mucho mejor escoger pocos centros importantes que cuenten con investigadores expertos.
Este caso también demuestra que las agencias del medicamento no saben priorizar. Durante el ensayo, Lose recibió la visita de un empleado de la agencia responsable de comprobar si las firmas se correspondían con las fechas correctas; ahora bien, que se engañara a la sociedad sobre los beneficios de un nuevo fármaco parece que no era de su interés. Según el Defensor del Pueblo europeo, los informes de los ensayos clínicos no son propiedad de la empresa que los financia, sino de toda la sociedad. Por lo tanto, no tiene ningún sentido que la agencia se negara a entregar una copia del informe a Lose. Por si esto no fuera suficiente, es completamente absurdo denegar el acceso al informe a Lose cuando teóricamente él era uno de sus autores.
Enfermedades inventadas
¿Cuántas enfermedades puede uno tener sin saberlo? Un periódico danés llevó a cabo un divertido experimento. A lo largo de tres meses recopiló noticias acerca de las dolencias y enfermedades que aquejan a los daneses y llegó a la conclusión de que, de media, cada uno de sus habitantes presentaba dos enfermedades. De hecho, la investigación se quedó muy corta, porque únicamente buscaron la frase «los daneses sufren de» y no otras frases parecidas, por lo que muchas enfermedades no aparecieron entre los resultados. Quizás el motivo por el cual los daneses tenemos la fama de ser uno de los países más felices del mundo en todas y cada una de las encuestas que se hacen es que simplemente desconocemos que estamos todos tremendamente enfermos. Los 300.000 habitantes que al parecer presentaban vejiga hiperactiva no aparecían en la lista de los doce millones de enfermedades en Dinamarca, así que también deberíamos añadirlos al total. Es bueno saber que se puede reducir el sufrimiento humano evitando preguntar a la gente si tienen problemas al orinar y no tratándolos con los fármacos esos del santuario que antes nombré.
En 2007, la Asociación Danesa de Empresas Farmacéuticas presionó a los miembros de nuestro Parlamento y logró convencerles de que sería buena idea realizar regularmente chequeos médicos para evitar enfermedades. El portavoz de la asociación, cuando le preguntaron sobre ello, tuvo que acabar reconociendo que se trataba de vender más fármacos para la hipertensión o el colesterol. En 2011, el nuevo Gobierno tenía pensado implantar los chequeos regulares, por lo que solicité una reunión con la ministra de Sanidad para contarle que acabábamos de finalizar una revisión Cochrane de dieciséis ensayos (con un total de 250.000 participantes y 12.000 muertes) y descubrimos que los chequeos regulares no tenían ningún efecto en la mortalidad total, las muertes por cáncer o por problemas cardiovasculares. Uno de mis compañeros le contó también el caso de un ensayo de grandes dimensiones realizado entre los daneses, que tampoco encontró efecto alguno.
Los chequeos médicos provocan un aumento en el diagnóstico de enfermedades y factores de riesgo, que a su vez conlleva niveles de medicación y daños superiores en las personas. La conclusión a la que ambos habíamos llegado era clara: los chequeos regulares no son beneficiosos. La ministra estuvo de acuerdo con nosotros y nos dijo que era la primera vez que un nuevo Gobierno iba a incumplir una promesa electoral basándose en la evidencia. Pero nuestras revisiones sirvieron para ahorrar a todos los daneses un montón de dinero en impuestos, y lo más importante, mucho sufrimiento innecesario. Dejen que les ponga un claro ejemplo de los daños que puede provocar un chequeo médico en apariencia inofensivo. Un prolífico escritor había perdido de repente todas las ganas de seguir con su frenética existencia. Los días se le hacían eternos y tan horribles que había pensado en el suicidio como única salida.
Estaba convencido de que era demasiado viejo para esa vida y que no tenía las fuerzas suficientes para seguir adelante. Pasado un mes, se le ocurrió repentinamente que igual era cosa de las pastillas que le habían recetado. Tomaba bloqueadores beta, y a sus médicos se les olvidó mencionarle que podían causar depresión. Así que dejó de tomarlas. ¿Y saben qué pasó? Pues que volvió a ser el de siempre. Esta historia no empezó a raíz de un chequeo médico regular. Pero podría haberlo hecho. A los enfermos no se les ocurre casi nunca que el empeoramiento pueda deberse a las pastillas que toman. Desgraciadamente, puede que sus médicos no se den cuenta de que los nuevos síntomas sean efectos secundarios de su medicación y que les receten un segundo medicamento para esos síntomas, y así sucesivamente. La industria farmacéutica y los médicos a quienes paga no dejan tranquilos ni siquiera a la gente joven, fuerte y saludable. Al aplicar las directrices europeas sobre enfermedades cardiovasculares en la población de Noruega, los investigadores descubrieron que el 86% de los varones tenían un riesgo elevado de desarrollar enfermedades cardiovasculares a partir de los 40 años.
Esto no deja de ser irónico, pues Noruega es uno de los países con mayor esperanza de vida del mundo. En otro estudio, los investigadores descubrieron que el 50% de la población noruega menor de 24 años tenía valores de colesterol y de presión sanguínea por encima del nivel estipulado para su tratamiento. ¡Atención! ¡He dicho menores de 24 años! El caso de la osteoporosis es parecido. En 1994, un pequeño grupo de estudio asociado con la OMS definió como densidad mineral ósea estándar la que presentaban las mujeres jóvenes. Valiente tontería, ya que prácticamente todo nuestro cuerpo se va deteriorando con los años. Porque vaya, todos nosotros excederemos los límites posibles si nos comparamos con el cuerpo de una mujer joven.
El grupo (totalmente arbitrario) determinó que se padecía osteoporosis si la densidad mineral ósea presentaba una desviación estándar de 2,5 por debajo del nivel de una mujer joven. Y no conforme con eso, también se estipuló que padecían osteopenia las que presentaran una desviación estándar de 1,0 a 2,5 inferior a la media. Estos criterios debían ser aplicados en las investigaciones epidemiológicas, pero eran una mina de oro para la industria farmacéutica, pues permitían considerar que los niveles de densidad de la mitad de las mujeres de edad avanzada eran «anormales». Puede que en ello tenga que ver el hecho de que estas definiciones y pautas fueron creadas en un acto financiado por la industria farmacéutica. Los estudios de densidad mineral ósea sólo permiten predecir una de cada seis futuras fracturas de cadera; ahora bien, a pesar de este sobrio porcentaje, hoy en día estas pruebas están consideradas como el método estrella para determinar a qué pacientes tratar.
Las webs de las asociaciones de enfermos a menudo están patrocinadas por empresas farmacéuticas, y en ellas se dice que esta prueba es eficaz y permite predecir el riesgo de fracturas, mientras que las empresas de evaluación de tecnologías sanitarias dicen exactamente lo contrario. El efecto de los medicamentos es mínimo, incluso para las mujeres con un alto riesgo de fracturas. Porque si se trata a cien mujeres que anteriormente han sufrido fracturas vertebrales, quizá se logre evitar una sola fractura de cadera. Y si utilizo la palabra «quizá» es porque existen varios estudios que sugieren que los tratamientos de larga duración provocan precisamente el resultado contrario: el incremento de los casos de fracturas de cadera, probablemente debido al hecho de que el nuevo hueso producido con ayuda de los fármacos no es igual que el hueso que se había formado de manera natural.
Además, las personas diagnosticadas de huesos frágiles seguramente dejarán de realizar ejercicio físico, y eso es malo porque precisamente deberían ejercitar y fortalecer sus huesos. Una amiga mía, que yo sabía a ciencia cierta que tenía una salud de hierro, se sometió a una gammagrafía ósea sin motivo aparente y su médico le dijo que tenía fragilidad ósea. Era una mujer muy deportista, pero dejó de practicar deporte por miedo a caerse y romperse algún hueso. Así que el solo diagnóstico le fastidió su ritmo de vida e hizo aumentar el riesgo de que sufriera alguna fractura, porque el ejercicio ayuda a evitarlas. Uno de los grandes males de la medicina es el de examinar a personas completamente sanas sin que haya ensayos aleatorizados que determinen si esos exámenes son más beneficiosos que perjudiciales. Y éste no es el caso de la osteoporosis, porque no hay ningún ensayo acerca del efecto de las pruebas y exámenes para diagnosticarla.
No estoy diciendo que no se deba tratar a nadie, sino que se trata a un número excesivo de personas. La industria debe estar inmensamente agradecida a ese grupo de asistencia de la OMS, ya que vende también fármacos para la osteopenia, con un mercado de alrededor de 400 millones de mujeres. Esta locura con la osteoporosis y la osteopenia es objeto de muchas bromas. ¿Acaso todas esas personas con riesgo a estar en riesgo (es decir, con una osteopenia que puede acabar desembocando en osteoporosis a medida que pasan los años) deberían ser tratadas?
Recuerdo que un médico amigo mío, un día que se iba a esquiar en la montaña, me dijo que desde que había salido de casa «ya sufría de prefractura». Otra ironía imperante, que desgraciadamente mucha gente se toma en serio, son las conferencias organizadas sobre la prehipertensión arterial, que al parecer es una dolencia que empieza cuando la presión sanguínea diastólica supera los 80 mmHg. Y lo trágico del caso es que la American Heart Association recomienda que es necesario examinar a los niños para determinar si tienen la presión arterial elevada a partir de los tres años. Nuestra revisión Cochrane sobre las revisiones médicas ya mostraba que el cribado para la hipertensión arterial (sea cual sea la edad del paciente) no es beneficioso. Bueno, y después tenemos la prediabetes. Se han realizado ensayos clínicos para demostrar que en personas sanas los fármacos hipoglucemiantes pueden disminuir el riesgo de desarrollar diabetes. ¡En este punto ya no puedo aguantarme las carcajadas! Y es que, puesto que el diagnóstico depende de los niveles de glucosa en sangre, es totalmente innecesario realizar ensayos, ya que se dispone de los resultados. Vamos, lo único que se obtiene es una especie de evidencia circular. Por lo tanto, una vez se abandona el tratamiento, no se aprecian diferencias en la incidencia de diabetes. Es decir, el fármaco no ha evitado nada de nada. Todo esto tenía la finalidad de aumentar las ventas de medicamentos como la rosiglitazona, que fue analizado en otro ensayo parecido, el ensayo DREAM.
Más que «dream» [sueño] lo podrían haber llamado directamente pesadilla, porque la rosiglitazona mata a las personas. La pregunta que deberíamos hacernos, llegados a este punto, es: ¿cómo pueden encontrar gente sana para que inicien un tratamiento? Esto sólo es posible si antes se han sometido a un examen, y como también determinamos en nuestra revisión, los exámenes para el diagnóstico de la diabetes no dan resultado. No reducen la morbilidad ni la mortalidad. La idea de convencer a personas sanas para que empiecen a tomar un medicamento que no necesitan para una enfermedad que no tienen es tentadoramente fácil. Justine Cooper, una artista australiana, se inventó una broma graciosísima que pueden encontrar en Youtube. Cooper grabó un vídeo parecido a un anuncio de televisión en que se promociona Havidol («have it all» [tenlo todo]) y cuyo nombre químico es avafynetyme HCl («have a fine time» [pásalo bien] combinado con ácido clorhídrico, un producto muy fuerte que a nadie se le ocurriría nunca añadir a una pastilla). Este producto inventado, el Havidol, es eficaz para las personas con trastorno de ansiedad con atención disfórica y déficit de consumo.
¿Se siente usted vacío tras un largo día de compras? ¿Disfruta más con los objetos nuevos que con los antiguos? ¿Es usted más feliz cuando tiene más cosas que el resto de la gente? Pues entonces es evidente que padece este trastorno, pero no se preocupe, porque más del 50% de los adultos de todo el mundo lo sufren. El anuncio también dice que el Havidol debe tomarse de por vida, y que entre sus efectos secundarios se encuentran: capacidad de raciocinio extraordinaria, piel reluciente, importante retraso en el clímax sexual, comunicación con otras especies animales y sonrisa de enfermo terminal.
«En caso de duda, consulte con su médico de cabecera». Lo curioso es que hubo quien creyó que era un medicamento de verdad y empezaron a recomendarlo en webs sobre medicina como un buen remedio para la depresión, los ataques de pánico o la ansiedad. En otro vídeo aún más gracioso en Youtube aparece Ray Moynihan (el periodista que, junto con Alan Cassels, escribió el libro Selling Sickness) haciendo de víctima. El vídeo va sobre una enfermedad (llamada trastorno del déficit de motivación) cuya existencia salió a la luz por primera vez en el número de abril de 2006 de la revista BMJ. Al igual que con el Havidol, hubo gente que se tomó esta broma muy en serio. Según el vídeo, la gente que presenta este trastorno en su forma más leve es incapaz de realizar acciones como irse de la playa en verano o levantarse de la cama por las mañanas.
Cuando el trastorno es ya más grave puede ser letal, pues los pacientes van perdiendo la motivación para respirar. En el vídeo, Moynihan afirma: «Durante toda mi vida la gente me ha llamado vago. Pero yo sabía que se equivocaban. Lo que realmente me pasa es que estoy enfermo». El medicamento para este trastorno se llama Indolebant, y la persona que lo inventó es el neurocientífico Leth Argos, quien explica que la mujer de uno de sus pacientes le llamó entre lágrimas de felicidad contándole que desde que su marido lo tomaba había cortado el césped, había arreglado el canalón y había pagado una factura de electricidad atrasada, todo en una sola semana. Voy a permitir que sean las grandes farmacéuticas las que tengan la última palabra en este libro, así que ahí va una última anécdota.
Se trata de la carta de respuesta de Stephen Whitehead, director ejecutivo de la Asociación Británica de Empresas Farmacéuticas, a un artículo publicado en el BMJ en octubre de 2012 donde se criticaba a la industria farmacéutica. La transcribo entera: McCartney hace varias afirmaciones disparatadas sobre la industria farmacéutica. En su artículo, la señora McCartney afirma que los vínculos económicos entre las organizaciones benéficas y la industria son «poco claros» e implica que esto causa una influencia indebida en las actividades diarias del sector no lucrativo. Pero lo cierto es que el código de buenas prácticas de la Asociación Británica de Empresas Farmacéuticas obliga a las empresas a declarar públicamente toda transacción económica con las organizaciones benéficas, así como la naturaleza de dichas transacciones.
Quien incumpla dicha obligación será multado según el Código de Autoridad Práctica de los Medicamentos con Receta, el órgano competente de regulación de este código. Las organizaciones benéficas son muy celosas de su independencia y están totalmente comprometidas a servir a los pacientes. Cualquier intento de ejercer una influencia negativa topará con su firme oposición. En segundo lugar, los visitadores médicos pretenden, con sus visitas, poner en conocimiento de los médicos los tratamientos más novedosos del mercado. Y existen normas muy estrictas sobre cómo debe realizarse este trabajo.
Creo que es importante que los médicos tengan la oportunidad de conocer qué fármacos nuevos e innovadores aparecen en el mercado, para que puedan decidir si son o no adecuados para sus pacientes. Por último, quiero recalcar que la cooperación y los vínculos entre la industria farmacéutica y la totalidad de la comunidad médica tienen un gran valor, a pesar de los prejuicios que puedan existir. Trabajando de manera conjunta seremos capaces de mejorar los resultados sanitarios, seguir innovando, y ahorrar tiempo y dinero al sistema público de sanidad británico. Esta tarea debe realizarse, y así se realiza, de acuerdo con unas pautas estrictas que garanticen que las necesidades de los pacientes estén siempre por delante de los intereses comerciales.
Este impulso de trabajar conjuntamente no ha sido impuesto por la industria farmacéutica, sino por el conjunto de los protagonistas del ámbito sanitario. A principios de este año diversas personalidades, entre los cuales se encuentran los miembros del Ministerio de Sanidad británicos y los colegios reales de medicina, han aprobado una serie de principios para que la relación entre todas las entidades del sector de las ciencias humanas tenga un efecto positivo en la vida de los enfermos. Puede que hoy en día esté de moda criticar a la industria farmacéutica, pero no podemos olvidar todo el buen trabajo que ha hecho este sector para mejorar el estado de las personas y contribuir a que gocen de una vida más sana.
¡Qué grado de ironía se da en los más altos niveles de la industria farmacéutica! Hablar de códigos de conducta, normas estrictas y directrices como la panacea para la industria más nociva que existe, con empresas que cometen delitos día tras día y que incumplen la ley con tanta frecuencia como para ser consideradas un miembro más del crimen organizado y que son las causantes de la muerte de tanta y tanta gente inocente, es ridículo. Todo esto va mucho más allá de ser considerado como un parche provisional o una solución temporal. Estamos hablando directamente de la broma definitiva.
Antes de poner el punto y final, me gustaría decirles que tras una de mis charlas sobre la delincuencia generalizada en la industria farmacéutica en el encuentro de la revista Prescrire, celebrado en París en enero de 2013, tuve una conversación con Alain Braillon, que fue quien me dio la idea de acabar este libro con la siguiente viñeta. Espero que les guste.
Dr Phillip Altman. Farmacólogo, Doctor en Filosofía. Con + de 40 años de experiencia en el diseño, gestión y elaboración de informes sobre ensayos clínicos.
- “Hemos sido engañados repetidamente por nuestros burócratas de la salud, que ha resultado en serias consecuencias sociales y de salud… y estos “expertos” todavía tienen sus trabajos”.
- “Los medios son cómplices, la censura orquestada de los medios masivos, permite que la desinformación avance sin discusión”.
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