EL Rincón de Yanka: LIBRO "EL HOMBRE ETERNO" (The Everlasting Man) POR CHESTERTON

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domingo, 6 de septiembre de 2020

LIBRO "EL HOMBRE ETERNO" (The Everlasting Man) POR CHESTERTON

EL HOMBRE ETERNO
"Nadie puede usar la palabra progreso si no tiene un credo definido y un férreo código moral. Porque la misma palabra "progreso" indica una dirección; y en el mismo momento en que, por poco que sea, dudamos respecto a la dirección, pasamos a dudar en el mismo grado del progreso".
“En el mundo moderno, la libertad es lo contrario de la realidad; pero es sin embargo su ideal.”
“Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo.”
“Loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo, todo, menos la razón.”
“La gente hace cosas que no define o no defiende.”
"En el fondo de toda civilización moderna late la barbarie, porque es barbarie todo lo que sea sublevación contra los principios morales y religiosos". V. de Mella

El hombre eterno (The Everlasting Man) es un ensayo histórico en dos partes sobre la humanidad, Cristo y el Cristianismo, de G. K. Chesterton, publicado en 1925. Es hasta cierto punto una consciente respuesta al libro de H. G. WellsOutline of History, que envuelve ambos, el origen evolutivo de la humanidad y la mortalidad humana de Jesús. Mientras que en Ortodoxia Chesterton destaca su propio viaje espiritual, en este libro trata de ilustrar el viaje espiritual de la humanidad.
Chesterton comienza de la siguiente manera: Hay dos formas de llegar a casa, una de ellas es permanecer en ella y la otra es caminar a través de todo el mundo hasta que volvamos al mismo lugar, El Hombre Eterno está dirigido para aquellos que no han logrado llegar a casa de la primera forma, invitándolos a que se aproximen a casa de la segunda manera.
El objetivo de este libro, en otras palabras, es que la mejor cosa siguiente a estar realmente dentro de la cristiandad es estar realmente fuera de ella. Y un punto particular es que los críticos populares del Cristianismo no están realmente fuera de él […] La mejor relación con nuestro hogar espiritual es estar lo bastante cerca como para amarlo. pero la segunda mejor relación es estar lo bastante lejos como para no odiarlo. Es el argumento de estas páginas que, si bien el mejor juez de la cristiandad es un cristiano, el juez siguiente mejor sería algo más parecido a un confuciano. El peor juez de todos es el hombre más preparado con sus juicios, el cristiano débilmente educado que se convierte gradualmente en un agnóstico de mal carácter, enredado en el final de una riña de la que nunca entendió el principio, azotado por una especie de aburrimiento heredado de no sabe qué, cansado de escuchar algo de lo que nunca había oído hablar. Para aquellos para los que una mera reacción se ha convertido en una obsesión, yo recomiendo el serio esfuerzo imaginativo de concebir a los Doce Apóstoles como chinos. En otras palabras, recomiendo a estos críticos a tratar de hacer tanta justicia a los santos cristianos como si fueran sabios paganos. Pero […] intentaré demostrar que cuando hacemos el esfuerzo imaginativo de verlo todo desde fuera, realmente se ve como aquello que tradicionalmente se ha dicho desde el interior.

De acuerdo con los esquemas evolucionistas de la historia propuesta por Wells y otros, la humanidad es simplemente otro tipo de animal, y Jesús fue un extraordinario ser humano, y nada más. La tesis de Chesterton, como se expresa en la primera parte del libro (‘Sobre la Criatura llamada hombre “) es que si el hombre es realmente visto simplemente como otro animal, uno se ve obligado a concluir que es un animal extrañamente inusual. En la Segunda parte del libro, (“Del Hombre Llamado Cristo”), Chesterton sostiene que si Jesús es realmente visto como simplemente otro líder humano, y el Cristianismo y la Iglesia son simplemente otra religión humana, uno se ve obligado a la conclusión de que él era un líder extrañamente inusual, cuyos seguidores fundaron una atípica y milagrosa religión e Iglesia. “No creo”, dice, “que el pasado sea verdaderamente representado como una cosa en la que la Humanidad simplemente se desvanece en la Naturaleza, o que la civilización se desvanezca en barbarie, o que la religión se desvanezca en mitología, o que nuestra religión se desvanezca en las religiones del mundo. En resumen, no creo que la mejor manera de producir un resumen de la historia sea borrar las líneas”

C. S. Lewis dijo que El hombre eterno “bautizó” su intelecto, tanto como los escritos de George MacDonald bautizaron su imaginación, haciendo que se aproximara más al Cristianismo, antes de que lo abrazara por completo. En una carta a Sheldon Vanauken (14 de diciembre de 1950). Lewis llama al libro “el mayor libro de apologética que conozco,” y a Rhonda Bodle escribió (31 de diciembre de 1947) “la [verdadera] defensa popular que mejor he conocido, respecto de la posición completa del Cristianismo, es de G. K. Chesteron El hombre eterno. El libro también fue citado como uno de los 10 libros que “marcaron mi vocación y mi actitud hacia la filosofía y la vida “.


1. Un primer nivel de lectura es el que podríamos llamar manifiesto, relacionado con la doble ruptura que plantea GK: el ser humano no es un animal como el resto, fruto de la evolución; y el cristianismo es manifiestamente diferente a todo el resto de religiones y filosofías existentes en el mundo a lo largo de la historia.
2. En nuestro trabajo nos hemos empeñado en una lectura metodológica, en tratar de aprehender cómo funciona el método de GK, para ver cómo podemos hacer y argumentar de la manera en la que él lo hacía. Chesterton no es meramente un crítico de la cultura, sino que plantea cuestiones de gran calado metodológico, que se introducen en la sociología del conocimiento y de la religión.
3. Por fin hallamos una lectura antropológica. Para Chesterton, la clave es siempre el hogar del hombre y la forma en la que se siente en él. Y por lo mismo, necesitamos sentirnos parte de algo más grande que nosotros. Cuando se pierde la visión cristiana de la vida -es decir, del hogar de los hijos de Dios- entonces parece que la naturaleza nos puede servir como casa. Pero ese hogar es un falso hogar. Y la creencia en él no es inocente, sino que está vinculada a las nuevas autoridades del mundo de hoy, científicos y medios de comunicación. Por eso, con GK se aprende a desmontar sistemas de creencias y de representaciones sociales comúnmente aceptadas.

En el capítulo "Las cinco muertes del cristianismo",  muestra un interesante ejercicio de filosofía de la historia. La idea principal es que, dada la capacidad del cristianismo de insertarse en la sociedad y pertenecer a una época determinada de la sociedad, lo suyo es que hubiera muerto, con el resto de elementos de su época: así pudo pasar en la época romana y tras la Edad Media. Y no sólo eso, si no que a veces ha habido quien ha intentado matar al cristianismo, dada la fuerza que presentaba. E incluso peor aún: parecía que el cristianismo moría por sí mismo, por la debilidad de sus miembros. Sin embargo, lo que ha sucedido es algo tan inesperado como la resurrección de Jesucristo: ha vuelto a renacer, siempre mostrando nuevas facetas.
Muchas veces hemos oído decir que el cristianismo es algo viejo, casi medieval, de la época de las catedrales, que ya está a punto de desaparecer, como un río que llega al estuario y se funde con el mar, tras hacer su aportación a la historia de la humanidad. Pero el cristianismo no despareció con la llegada de la modernidad. Nietzsche predicó la muerte de Dios. Pero “fue una sorpresa y un rompecabezas, porque a la mayoría de la gente le pareció como un río retornando desde el mar e intentando subir nuevamente hacia las montañas”.
¿Vivimos hoy una época parecida, de muerte del cristianismo? Además de sus metáforas brillantes, GK ofrece argumentos y ejemplos. en este capítulo se encuentran las palabras que un blog amigo, Siguiendo a Chesterton, tiene como subtítulo: “Una cosa muerta puede ser arrastrada por la corriente, pero sólo algo vivo puede ir contra ella”. GK hace también de profeta en este capítulo, como tendremos ocasión de ver. Pero el mérito de GK este capítulo no está en anticipar determinados acontecimientos, sino en mostrar la forma concreta en que a lo largo de los siglos han ido tomado las palabras de Jesús: ‘Los cielos y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán’.

PRÓLOGO

En algún pasaje de su suculenta Autobiografía. Chesterton nos confiesa que su acercamiento a la Iglesia católica fue primeramente una expresión de curiosidad. La execración de la Iglesia se había convertido en el pasatiempo predilecto de los intelectuales de su época: tanta unanimidad en el vituperio acabó provocando en su temperamento inquisitivo un movimiento de rechazo. Una institución humana que concitaba tan ardorosos ataques y, sin embargo, lograba revestirlos debía, sin duda, estar animada por un fuego divino. Chesterton se preocupó de indagar la naturaleza de tales ataques, descubriendo en todos ellos un fondo de enconada falsedad: también descubrió —al principio con perplejidad, luego con rendido entusiasmo— que en la naturaleza íntima de la Iglesia latía un meollo de Verdad que en el transcurso de los siglos no había logrado agostar, un meollo de Belleza antigua y eternamente renovada que acabaría subyugándolo. Chesterton descubre que la única herejía que su época no admite es la ortodoxia: descubre que el catolicismo es la única religión que nos libera de la «degradante esclavitud de ser hijos de nuestro tiempo», esto es, de sus modas perecederas y de su tumulto de banalidades y tópicos enquistados. 

Y esa curiosidad hacia lo que sus contemporáneos denigraban sumariamente, incapaces de taladrar la mugre de los prejuicios, acabaría convirtiéndose en un deslumbramiento. Los hombres de su tiempo coincidían en caracterizar la Iglesia como una suerte de cárcel del intelecto: Chesterton no tardaría en comprobar que, más bien al contrario, era un ameno prado donde la libertad del hombre podía retozar a su gusto con alborozo casi infantil. Así, lo que había empezado siendo una suerte de desplante o insumisión ante el pensamiento dominante de su época acabaría convirtiéndose en una jubilosa expedición en pos de la Verdad. Y la crónica de esa expedición, narrada en un puñado de libros que concilian la intención apologética con el esplendor verbal y los primores del ingenio y la paradoja, conforma uno de los edificios más imperecederos de la literatura del siglo XX. 

Este libro que ahora acometes, querido lector, quizá sea el pináculo que remata tan hermoso edificio: pero es, al mismo tiempo, el basamento en que se funda su robusta piedra angular. En Chesterton, la gracia de la expresión nunca se alcanza en detrimento de la hondura del pensamiento: ambas forman una aleación que hace de su escritura un festín de la inteligencia y una exultante experiencia estética. En Chesterton descubrimos, en fin, que belleza y Verdad constituyen una amalgama indisociable: y alcanzar esa íntima comunión, que es la exigencia máxima del artista, es también la exigencia máxima del católico. El hombre eterno, publicado originariamente en 1925, nace de la vocación polemista que incendió los días de Chesterton. Unos pocos años antes, Herbert George Wells había entregado a las imprentas un muy voluminoso ensayo titulado Esquema de la Historia (The Outline of History), que, como casi todos los suyos, obtuvo un éxito instantáneo y multitudinario. En ese ensayo, Wells considera al hombre un resultado casi aleatorio de la evolución; al reparar en la figura de Jesús. Wells lo caracteriza como una criatura mortal, sin duda determinante para el destino posterior de la Humanidad, como en otras épocas lo serían Mahoma o Buda, fundadores de religiones que se habrían limitado a dar forma a un impulso humano que, para Wells, es quimérico y prescindible. Las tesis materialistas de Wells ya habían sido combatidas en la prensa por escritores católicos de la talla de Bellos: pero sería Chesterton quien se encargaría de elaborar una refutación en toda regla, proponiendo su propio «bosquejo de la Historia» en un libro que, rehuyendo las erudiciones de enciclopedia o almanaque que lastraban el mamotreto de Wells, fundaba su argumentación sobre dos tesis subversivas para la época (en realidad, subversivas para cualquier época, de ahí la eterna novedad del cristianismo): la unicidad de la criatura llamada hombre y la unicidad del hombre llamado Jesús. 

Como suele ocurrir en Chesterton, su capacidad persuasiva disuelve sofismas y especulaciones con una fuerza irradiadora fundada en el sentido común. En su narración de los acontecimientos que jalonan la existencia del hombre sobre la tierra. Wells había actuado como un novelista a quien desagrada el protagonismo de su relato y no llega a penetrar su naturaleza más íntima. El hombre, según Chesterton, no es el fruto de una evolución, sino de una revolución: y para mejor explicar este aserto, nos lleva de la mano al interior de las cavernas que habitaron nuestros antepasados. Lo que encontramos en dichas cavernas —unas pinturas rupestres realizadas no sólo por la mano del hombre, sino por la mano de un verdadero artista — rebate esas hipótesis evolucionistas que lo enmarañan y complican lodo para que no podamos comprender la verdad, la sencilla y escueta verdad. Aunque hubiésemos sido adoctrinados en las más ortodoxas teorías evolutivas, llegaríamos a la conclusión de que esas mismas pinturas nunca las habría podido concebir ni realizar un animal. Podríamos fatigar el entero atlas, pero jamás encontraríamos una línea trazada con intención artística por la garra de un animal. Resulta chocante que los hombres de las cavernas, tan alejados de nosotros en el tiempo, sean al mismo tiempo tan cercanos a nosotros; y que bestias tan cercanas a nosotros en el tiempo, como el chimpancé o el gorila, sean a su vez tan lejanas. El arte es la firma del hombre, el rasgo exclusivo de su personalidad. 

El hombre —sostiene Chesterton— no puede ser considerado sino como una criatura absolutamente independiente y singular respecto a las demás criaturas. La señal más evidente de su misteriosa singularidad, la prueba de que no es el producto de un mero continuo evolutivo, es el impulso artístico. 

El hombre es único y diferente del resto de animales porque es creador además de criatura. La inteligencia humana no existía; y de pronto comenzó a existir. Y ligado a la irrupción de la inteligencia humana, Chesterton sitúa el reconocimiento del misterio: el hombre que se sabe singular respecto a las demás criaturas se sabe también depositario de un don divino, se sabe elegido por Dios. Con el tiempo, llegará a perder el sentido de esa singularidad, llegará a extraviar su innato sentido religioso, hasta que en la historia humana irrumpe Dios mismo: las manos que habían modelado el mundo se convierten en las manos desvalidas de un niño que asoma a la vida. De nuevo, el milagro acontece en una cueva; pero esta vez quien nos invoca desde el interior de esa cueva ya no es un mero hombre, ni siquiera un hombre excepcional. 

Una lectura puramente «racional» de los Evangelios nos desvela que Cristo era alguien que odiaba el exhibicionismo; nada le repugnaba tanto como hacer alarde de sus dotes sobrehumanas. Cuando se ve en la tesitura de demostrar su capacidad para obrar milagros, siempre se muestra reticente, recordemos, por ejemplo, el pasaje de las bodas de Caná: cuando su madre le solicita una intervención, Jesús trata de escaquearse: «Aún no ha llegado mi hora», responde, antes de ceder a la insistencia materna. Más tarde, una vez iniciada su vida pública, comprobaremos que su aversión al exhibicionismo se mantiene incólume; son con frecuencia sus discípulos o seguidores quienes, después de muchos requerimientos, logran torcer su resistencia a curar enfermos, a devolver muertos a la vida o, en general, a obrar maravillas. Diríase que le molestara aparecer ante los hombres como un mero «hacedor de milagros». De hecho, el más portentoso de todos ellos, el de su propia Resurrección, decide culminarlo en secreto, y desvelárselo a unos pocos elegidos. Esta repugnancia al exhibicionismo revela, desde luego, al hombre de distinción intelectual. Sin embargo, ese mismo hombre que esconde o sólo utiliza a regañadientes sus facultades milagrosas no tiene rebozo en repetir una y otra vez, sin circunloquios ni eufemismos, que es el Hijo de Dios. Incluso cuando sabe que esta declaración puede costarle la vida vuelve a formularla sin que le tiemble la voz. ¿Cómo puede explicarse esta contradicción? Cuanto mayor es la grandeza de un hombre, mayor es también su repugnancia a los alardes ningún gran hombre se atrevería a proclamarse Hijo de Dios: sólo los hombres ínfimos y los energúmenos pueden incurrir en semejante rapto de vanidad. No podríamos imaginar a Sócrates afirmando que es Hijo de Dios. 

Por el contrario, no nos sorprendería que cualquier venado se atreviera a postularse como tal; los manicomios, de hecho, siempre han estado abarrotados de opositores a la divinidad. Sócrates, en medio de una vasta sabiduría, sólo sabía que no sabía nada: en cambio, un tarado como Calígula no tenía empacho en investirse de una naturaleza divina, y aun de hacerla extensiva a su caballo. Ni siquiera sus más furibundos detractores se atreverían a afirmar que el hombre que pronunció el Sermón de la montaña, el hombre que acuñó las más perdurables y hermosas parábolas fuera un demente al estilo de Calígula. Entonces, ¿cómo explicar el desparpajo con el que se proclama repetidamente Hijo de Dios? Sólo un loco se atrevería a tanto. Pero Jesús, que a la vez que se proclama Hijo de Dios no procura tantas muestras de un juicio y discreción supremos, no puede tratarse de un loco. ¿No será, pues, que es algo más, mucho más, que un mero hombre? Las delicadezas del pensamiento chestertoniano alcanzan en El hombre eterno su expresión más acendrada. Mientras avanzamos en su lectura descubrimos que la historia de la humanidad es en realidad una epopeya de salvación en la que Dios y el hombre caminan juntos de la mano sobre un jardín recién estrenado, como en el primer día de la Creación. 

El hombre eterno es, desde luego, una obra maestra de la literatura, pero también algo mucho más vertiginoso: es la gracia divina hecha escritura, transmutada en frases gozosas, de una belleza y un ardor intelectuales tales que quienes las leen tienen la sensación de haber sido bautizados de nuevo. Esta es la honda impresión que su lectura dejó en C. S. Lewis, quien algún tiempo después reconocería en Cautivado por la alegría que este libro fue la levadura de su conversión: «Entonces leí El hombre eterno de Chesterton, y por primera vez me fue deparado contemplar un completo bosquejo cristiano de la historia, expuesto de tal modo que me resultaba pleno de sentido… Ya entonces pensaba que Chesterton era el hombre más razonable de su tiempo, “aparte de su cristianismo”. Ahora que verdaderamente creo pienso que el cristianismo en sí es muy razonable». Ojalá, querido lector, después de paladear cada razonamiento, cada fulguración de la inteligencia que alberga ese libro irrepetible puedas hacer luyas las palabras de Lewis, puedas sentirte partícipe de la hermosa epopeya eterna y siempre renovada que Chesterton aquí nos narra con palabras imperecederas. 

JUAN MANUEL DE PRADA

Chesterton G K - El Hombre ... by LuisAlejandroMoraLopez