El humanismo crítico de George Steiner
El pasado lunes falleció a los 90 años el autor de 'Nostalgia del absoluto', uno de los instigadores literarios más importantes de la segunda mitad del siglo XX
Lo que no se nombra no existe. G.S.
"Mi patria más segura es una mesa con un buen café y un buen libro", proclamaba George Steiner (París, 1930-Cambridge, 2020), que falleció el pasado lunes en su domicilio de la ciudad universitaria británica, donde impartió clases de Literatura Comparada durante décadas. Definía su oficio de crítico lector de fondo como el de "un cartero de melodías", que trabajaba en "la interfaz de la filosofía y la poética", y afirmaba que la literatura es "la gramática de lo insondable".
Con la desaparición de Harold Bloom, hace apenas tres meses, se extinguen así dos de los más grandes teóricos y críticos, instigadores del rigor literario, en la segunda mitad del siglo XX. Unidos por su condición de judíos errantes, que hallaron refugio en universidades de prestigio de la órbita anglosajona -Bloom en Yale y Steiner en Cambridge-, compartieron ciertas cuitas ante la progresiva devaluación de la escritura ambiente, frente a la titánica labor de criba que se encomendaron para ellos mismos, con títulos tan sintomáticos como La agonía de las influencias o Nostalgia del absoluto -o Los libros que nunca he escrito-, respectivamente. Más pusilánime e histriónico, y con mayor afán de notoriedad, el crítico neoyorquino (véase El canon occidental), una de las grandes diferencias entre ambos es el humilde papel subsidiario que Steiner concede a los críticos, amén de sus recurrentes invectivas contra el anquilosamiento del mundo académico. Aun habiendo sido el crítico estrella de The New Yorker, de 1966 a 1997, Steiner reconocía, con infrecuente humildad, que la critica implica una creatividad de "segunda mano", referida a las grandes creaciones de autores singulares, argumentando, con suma melancolía, que "al mirar hacia atrás, el crítico ve la sombra de un eunuco. ¿Quién sería crítico si pudiera ser escritor?", para agregar: "La crítica literaria suele proceder de déficit de amor".
De ahí que combatiera con dureza ciertas corrientes en boga en su madurez, desde el posestructuralismo a la deconstrucción, acusando a sus más reconocidos mentores -Barthes, Derrida, Paul de Man...- de apropiación indebida de las obras de los grandes genios de la literatura, malinterpretándolas ( "misreadings") a conveniencia de sus propias hormas, como meras ilustraciones de sus tesis filosóficas y lingüísticas. Propugnaba, por contra, una crítica literaria cara a cara, humanista y no exenta de cierto romanticismo, que enfrentara los textos de valía como irrepetibles y, sobre todo, sagrados.
"La orfandad respecto a Dios no nos exime de la pregunta sobre Dios, y la auténtica literatura se sitúa en ese vacío; sin esa pregunta, el arte desciende a lo trivial", aseveraba. Para el autor de Presencias reales, el arte es, justamente, la única baza humana para "la negación de la mortalidad". En un mundo secularizado, es la única apuesta por la trascendencia posible en pos de la perdurabilidad. Significa, a su juicio, el máximo vínculo entre la expresión subjetiva y la totalidad de la especie humana, proyectada tanto hacia el futuro como a los primeros tiempos de la creación. El arte, en general, y la poesía y la música en particular, es lo que concentra ambos planos temporales, pues la creación artística es lo que sigue al acto creador del que procedemos. Se trata en realidad de dos planos indisociables, pues lo que el arte nos revela es que "toda profecia -definía Steiner- es necesariamente retrospección", pura memoria activa, sin que nada se pueda prever.
Para perpetuarse en esa austera y fértil patria de su biblioteca, confesaba que, en los últimos tiempos, cada mañana repetía el mismo ejercicio de memoria: leer un fragmento al azar y traducirlo a los seis idiomas que domeñaba con naturalidad: el francés, por su procedencia parisina; el alemán, por sus orígenes austriacos; el inglés de adopción, tras el exilio a Nueva York de su familia, huyendo del nazismo, y su afincamiento en Gran Bretaña, más el italiano, el griego y el latín. Su erudición no le impedía, empero, un humanismo mundano, conmiserativo y asombrado por lo irrepetible de cada ser humano, y con notable aversión, por eso mismo, a las torres de marfil. "Babel es tal vez una bendición misteriosa e inmensa", profería; "las ventanas que abre una lengua dan a un paisaje único. Y adentrarse en nuevas lenguas y nuevas culturas es entrar en otros tantos mundos nuevos".
"Fábrica de incultos"
Su otro caballo de batalla era, decíamos, el propio ámbito académico que le rodeaba. "Creo que ni en Alemania ni en Europa la vida universitaria volvió a ser la misma tras el exterminio de los judíos", diagnosticaba, para opinar punzante que "entre los profesores universitarios, en general, hay demasiada vanidad; les sienta mal que se les diga que no son sino parásitos en la melena del león". Y arremetía, asimismo, contra las escalas anteriores de la docencia: "La educación escolar de hoy es una fábrica de incultos. Considero perjudicial que ya no se le dé importancia al valor de la memoria, que lo es todo. La memoria exige lentitud y aprendizaje en silencio; es un proceso que surge a partir del error. No se puede inculcar comprenderlo todo desde el principio, y de una vez por todas, cuando el error es el punto de partida de la creatividad. Particularmente, me da miedo el miedo de los niños al silencio y a la equivocación, y que los jóvenes no tengan tiempo de tener tiempo".
A su juicio, las religiones y los nacionalismos -"la voluntad de villorrio", satirizaba- han sido los causantes de las peores tragedias contemporáneas. Y, al tiempo que criticaba la creciente desafección política, echando mano del clásico precepto de Aristóteles -"Si no quieres estar en política, en el ágora pública, y prefieres quedarte en tu vida privada, luego no te quejes si los bandidos te gobiernan"-, Steiner alertaba también del progresivo fetichismo de la ciencia y la tecnología en detrimento de la literatura y el pensamiento artístico. "La ciencia no piensa, sino que se limita a acumular y cuantificar, sin investigar los significados", señalaba. Lo relevante es la conciencia y, desde su asumido agnosticismo, confesaba que nada alcanzó a vivir de un modo tan intenso, y hasta religioso, como el problema de la ausencia de Dios, la matriz de su obra. "El vacío que yo siento tiene un poder enorme. Reduce mi temor a la existencia y excusa mis lamentables intentos de conceptuar la muerte en los confines de mi mente y mi conciencia: un espacio muy pequeño. Pero este sentimiento no me deja farolear. Se relaciona con la tristeza, con el abismo que hay en el centro mismo del amor", expresa el autor de Nostalgia del absoluto.
Frente a esas fricciones y segregaciones, entre ciencia y poesía -o también entre alta y baja cultura, que consideraba nocivo: "Shakespeare habría escrito hoy guiones para la televisión", profería-, Steiner consideraba la irrupción de James Joyce como uno de los acontecimientos más importantes -y, al respecto, "sintomáticos"- de la literatura contemporánea, marcando un antes y un después. El autor irlandés ocupa un lugar preferente en ese panteón del nihilismo fértil y del vacío de Dios, tan caro a nuestro crítico, siempre a la caza y captura de "los idiolectos del pensamiento" y de "las privacidades de lo no dicho" como fundamento de la escritura.
"No cabe duda de que el contraataque más exuberante lanzado por escritor alguno contra la reducción del lenguaje es el de James Joyce. Después de Shakespeare y de Burton, la literatura no había conocido semejante goloso de las palabras", expresaba. "Como si se hubiera dado cuenta de que la ciencia había arrebatado al lenguaje muchas de sus antiguas posesiones, de sus colonias periféricas, Joyce quiso anexionarle una nuevo reino subterráneo", señalaba, para diseccionar así a uno de sus escritores predilectos: "El Ulises pesca en su red luminosa la confusión viva de la vida inconsciente; Finnegan's Wake destruye los bastiones del sueño; Joyce, como nadie había después de Milton, devuelve al oído inglés la vasta magnificencia de su ancestro. Comanda grandes batallones de palabras, recluta nuevas palabras hace tiempo olvidadas u oxidadas, llama a filas otras palabras nuevas convocadas por las necesidades de la imaginación".
En uno de sus últimos libros, bajo el elocuente título de Los libros que nunca he escrito (editado por el Fondo de Cultura Económica, 2008), donde aglutina buena parte de sus fijaciones, Steiner remarca su convicción de que la crítica debe ocupar un segundo plano y que la primacía la ostenta la obra literaria. Así, al tiempo que da cuenta de la usurpación acometida por multitud de escuelas y corrientes a lo largo del siglo XX, en el afán de colocar sus propias carretas por delante de los bueyes literarios, advierte, por ejemplo: "Por el estilo de su prosa y sus propuestas innovadoras, algunos críticos han sido incluidos en la literatura misma. Pero sigue en pie el hecho fundamental: años luz separan el poema o la ficción imperecederos del mejor discurso crítico".
Muchos críticos no le perdonaron que tirara piedras contra el propio tejado del gremio; pero sus múltiples reconocimientos (entre ellos el premio Príncipe de Asturias) no le disuadieron de airear confesiones tan lacerantes como las del capítulo Invidia: "En el Instituto de Princeton, la casa de Einstein y de Gödel, y luego en Harvard y en Cambridge, he sentido de cerca el olor de la gloria. Dos veces he oído que llamaban de Estocolmo en el despacho de al lado. Y he sido invitado a participar en las celebraciones de esa tarde. Y hasta me he sentido parte del equipo como crítico o publicista. Es un privilegio, sí, pero también es algo subordinado, auxiliar".
No le bastaba con enfrentar y descomponer textos literarios, sino que buscaba rastrear en ellos las más severas contradicciones de la condición humana. La solera de las alfombras y los mobiliarios caoba de Cambridge no le amedrentaban para argumentar, por ejemplo: "No se trata sólo de que los vehículos convencionales de la civilización -las universidades, las artes, el mundo del libro- sean incapaces de presentar resistencia apropiada a la brutalidad política; a veces se levantaron para acogerla y tributarle sus ceremonias y su apología. ¿Por qué? ¿Cuáles son los nexos, hasta ahora apenas conocidos, entre las pautas intelectuales, psicológicas, del alto saber literario y las tentaciones de lo inhumano?".
Ironizaba con que le debía a Hitler -a la necesidad de salir disparado del nazismo- la totalidad de sus inquietudes culturales y su carrera docente y crítica. Y escribió por ello con irresoluble asombro: We know now that a man can read Goethe or Rilke in the evening, that he can play Bach and Schubert, and go to his day's work at Auschwitz in the morning ("Ahora ya sabemos que un hombre puede estar leyendo a Goethe o Rilke por la noche, tocar piezas de Bach y Schubert por la mañana, y acudir por la mañana a su jornada laboral en Auschwich").
Humano, demasiado humano, George Steiner, el cartero de melodías, defensor incansable de la comunión entre el texto y el lector (idéntica, para él a la de las más íntimas relaciones entre personas: "El amor más intenso, quizá más débil que el odio, es una negociación, nunca concluyente, entre soledades", señaló), escribió también esta sentencia realmente sobrecogedora por su quirúrgica franqueza: "No basta con triunfar, es necesario ver fracasar a alguien, ojalá a un amigo. Que niegue esta molesta verdad quien se atreva. Los campeones de ajedrez son francos: el sabor del triunfo es inseparable del placer de la humillación que se le inflige al derrotado". No por nada, nos dejó avisados de que "la inhumanidad es imperecedera".
George Steiner, el discurso del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2001
Cuando un idioma es arrasado o reducido a la inutilidad por el idioma del planeta, tiene lugar una disminución irreparable en el tejido de la creatividad humana, en las maneras de sentir el verbo esperar. No hay ninguna lengua pequeña. Algunas lenguas del desierto del Kalahari tienen más matices sobre el concepto de futuro, del subjuntivo, que aquellos de los que disponía Aristóteles.
Los sueños son el campo neutral
de las contradicciones.
El sueño de una lengua común hablada y entendida por todos los seres humanos de este pequeño y frágil planeta es tan antiguo como la historia misma. Encontramos el leitmotif de una lengua adánica en incontables versiones, desarrolladas en la teología, en la liturgia, en los mitos. En el momento de su creación, el hombre hablaba una lengua de origen divino. Esta lengua era tautológica, o sea que las palabras se correspondían con lo que designaban y comunicaban sin la menor posibilidad de equívoco o ambigüedad. El habla era idéntica a la realidad. Por lo tanto, existía la posibilidad de la comunicación directa con Dios, de la comprensión directa de Su discurso. En el principio era el verbo (logos), común al hombre y al Creador. Esta lengua única, es de suponer, habría sido suficiente para toda la humanidad, si los hijos de Adán y Eva hubiesen vivido en el Paraíso, si no hubiera existido el pecado original y la expulsión del Edén. Durante algún tiempo, se siguió hablando este idioma primario, aunque estaba adulterado por la posibilidad de error y falsedad. Llegó la segunda caída en Babel, con la desintegración de una lengua adánica y unificada en un sinfín de lenguas incomprensibles entre sí. Apenas existe una mitología o leyenda cultural conocida que no incluya alguna versión de la historia de Babel. Las causas del desastre se narran de muchas maneras diferentes: un crimen contra los dioses, un descuido fatídico, un accidente misterioso. Pero el acuerdo es universal en cuanto a las consecuencias: de ahí en adelante, las comunidades humanas y las personas están divididas por barreras lingüísticas, por una sordera mutua o una falta de entendimiento. Cada acto de traducir lleva aparejado un rasgo de esta catástrofe primaria.
El sueño de reparar los daños, de restablecer la condición humana de la unidad prebabélica no ha cesado nunca. En diferentes momentos de la historia, distintas lenguas han reclamado su universalidad original. El hebreo nunca ha renunciado a un aura de privilegio original y originario. El griego clásico aspiraba a la singularidad y supremacía, en contraste con el “chapurreo bárbaro”. Con el Imperio Romano y la iglesia Católica, el latín se esmeró en demostrar lo obvio que era su derecho a la universalidad, a la auctoritas legislativa sobre la humanidad. Los teólogos calvinistas argumentaban la pureza y la proximidad del holandés a los orígenes predestinados del hombre. De modo perenne han albergado los franceses la sospecha de que Dios habla francés. Carlos V expresó la misma creencia en cuanto al castellano.
Sin embargo, según iba quedando claro que ninguna lengua natural iba a restaurar la armonía y el acuerdo universal, se empezó la búsqueda de una interlingua artificial, de un sistema lingüístico que todos los hombres desearan compartir. Desde el siglo XVII, este sueño ha ocupado grandes mentes y energías. Entre ellas, a Commenius, a Leibniz, y a todos aquellos que, como Spinoza, estaban convencidos de que las discrepancias y errores humanos acabarían si todos los hombres se comunicasen entre sí con un lenguaje compartido. El esperanto es uno entre una docena de construcciones sistemáticas de una lengua mundial. Hoy, por primera vez, esta lengua mundial inunda el planeta. Es el angloamericano, que –en virtud de su dominio económico, comercial, tecnológico y de los medios de comunicación– pronto hablarán tres quintas partes de la especie humana como primera o segunda lengua. Todos los ordenadores se basan en el angloamericano, lo cual refuerza enormemente la codificación de todas las otras lenguas en un angloamericano básico.
Los beneficios son evidentes. Se facilitan enormemente el comercio internacional, el progreso conjunto de la ciencia y de la tecnología, el almacenamiento y accesibilidad de la información, la organización del ocio y del deporte a escala global y el viajar. Un piloto turco aterriza sin problemas cuando habla el angloamericano con un controlador aéreo japonés. En la India, los especialistas en oncología, divididos de otro modo por unas cuatrocientas lenguas, pueden trabajar juntos hablando inglés. Mediante el angloamericano los satélites de comunicación pueden contribuir a superar el fanatismo político e ideológico y la censura de regímenes retrógrados y despóticos. La reclusión en solitario del espíritu humano se está convirtiendo en algo cada vez más difícil de imponer.
No son menos evidentes los peligros, las pérdidas. Cuando muere un idioma, muere con él un enfoque total –un enfoque como ningún otro– de la vida, de la realidad, de la conciencia. Cuando un idioma es arrasado o reducido a la inutilidad por el idioma del planeta, tiene lugar una disminución irreparable en el tejido de la creatividad humana, en las maneras de sentir el verbo esperar. No hay ninguna lengua pequeña. Algunas lenguas del desierto del Kalahari tienen más matices sobre el concepto de futuro, del subjuntivo, que aquellos de los que disponía Aristóteles. Lejos de ser una maldición, Babel ha resultado ser la base misma de la creatividad humana, de la riqueza de la mente, que traza los distintos modelos de la existencia. (He intentado demostrar esto en toda mi obra). De modo incluso más drástico que la actual destrucción de la flora y de la fauna, la eliminación de las lenguas humanas –se calcula que podrían quedar unas cinco mil de las veinte mil que existían hasta hace poco– amenaza con vulgarizar, con estandarizar los recursos internos y sociales de la raza humana.
Por lo tanto, no me consta que haya un problema más urgente que el de la preservación del don de lenguas del Pentecostés, el de la défense et illustration, por usar una expresión conocida del Renacimiento, de cada idioma sin excepción, por muy reducido que sea el número de sus hablantes, por muy modesta que sea su matriz económica y territorial. Aprender un idioma, leer sus clásicos, contribuir a su supervivencia, aunque sea en modesta medida, es ser más que uno mismo.
Y sin embargo aquí subyace una contradicción. La autonomía lingüística, la determinación de sus hablantes de preservar su identidad, de mantener vivo su patrimonio presionado por un orden planetario cada vez más estandarizado, también es fuente de odio y de violencia. Poco más de medio siglo después de las masacres y barbaridades suicidas de dos guerras mundiales, cunden los conflictos étnicos en nuestra Europa. En ellos, los idiomas juegan un papel decisivo y atávico. La limpieza étnica –una expresión espantosa– a menudo es organizada y desencadenada alrededor de la limpieza lingüística. Los intereses racistas y totalitarios prohíben la enseñanza, la publicación en lenguas minoritarias. Intentan arrancar de cuajo la fuerza de los recuerdos y de la esperanza inherentes a un idioma. No es en Oviedo donde debo decir más sobre los Balcanes, sobre Irlanda del Norte o sobre tragedias más cercanas a este lugar.
¿Cómo resolver estas contradicciones fatídicas? ¿Cómo conciliamos el instrumento imprescindible de la creatividad humana y de la dinámica de la historia, implícita en un idioma, con la necesidad igualmente imprescindible de la convivencia, de la tolerancia étnica y de la cooperación? Solo la educación, solo el multilingüismo permitido, alentado en la primera infancia, en las escuelas primarias, ofrece alguna posibilidad de solución. Esta paradoja y problema inextricable tiene una especial importancia inmediata aquí, precisamente, porque el español solo es superado hoy en día por el angloamericano en cuanto a su carácter expansionista –he ahí el ejemplo de los Estados Unidos Hispanos– y, sin embargo, sufre a la vez amargos conflictos internos y reivindicaciones independentistas locales y el apartheid.
No tengo ninguna solución. Un idioma criollo global de los medios de comunicación basado en el inglés americano es una perspectiva demoledora. Igual de demoledora es la continuación de los regionalismos encendidos y odios lingüísticos. Que los que son más sabios que yo traten esta cuestión. Es urgente.
Bajo las circunstancias actuales, quiero decir que algunos problemas son más grandes que nuestros cerebros. Eso puede ser una preocupación, pero también es una fuente de esperanza.
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