James Rhodes
y la música como salvación
y la música como salvación
El pianista James Rhodes publicó su primer libró en el que denuncia VIOLACIONES durante su infancia. Retrato de un artista que tocó fondo y volvió para contarlo.
El británico ha escrito sobre el poder sanador de los compositores clásicos y su traumático pasado en un polémico libro, ‘Instrumental. Memorias de música, medicina y locura’.
La vida de James Rhodes podría haber sido genial. Hijo de una familia de clase media alta británica, hubiese tenido vacaciones en playas de Ibiza y el Sudeste asiático, y amigos de alcurnia con los que intercambiar ironías entre rondas de gin tonics. Y todo complementado con una facilidad para tocar el piano que nunca está de más para sumar posibilidades de éxito dentro del ecosistema de la sofisticación cool.
Pero el destino de gloria se le torció cuando tenía apenas cinco años, en el gimnasio de uno de esos colegios onda Pink Floyd The Wall, donde fue abusado brutal y sistemáticamente por un profesor siniestro que le destrozó el cuerpo y el alma. Mientras en su país discurrían los tiempos claroscuros del thatcherismo y la explosión del punk, el pequeño James se vio forzado a vivir en el secreto, la vergüenza, el dolor y la confusión.
Incapaz de hablar con nadie de esta experiencia nefasta, inició un devenir autodestructivo signado por las drogas (todas las conocidas y algunas por conocer), el alcohol, las relaciones brutales y el odio por sí mismo. En los pocos períodos de paz que pudo hallar breves oasis entre internaciones psiquiátricas y cabalgatas por el lado salvaje fue capaz de tener una relación más o menos sana de la que nació su hijo y abrazarse a la pasión por el piano. Pero, inevitablemente, cada momento de calma era seguido por una caída cada vez más profunda. Se aficionó a cortarse los brazos con hojas de afeitar marca Wilkinson y los intentos de suicidio empezaron volverse cada vez menos intentos. Hasta que la música lo salvó.
Bach me salvó la vida
La tremenda y sugestiva reflexión autobiográfica de Rhodes, hoy un notable conferenciante y concertista de piano enamorado de la música que ejecuta y gran divulgador de ella, se convierte en un potente alegato contra la corrupción de menores en su manifestación extrema que es la pederastia. Y en paralelo, un canto de amor a la música que le ha salvado de la locura y el suicidio, comenzando por la chacona, una de sus obsesiones musicales, que glosa así, apasionadamente, hablando de Bach, su autor:
“Cuando murió su mujer, el gran amor de su vida, compuso una pieza musical en su memoria. Es para un violín solo y se trata de una de las seis partitas (cómo no) que compuso para dicho instrumento. Aunque no solo se trata de una composición. Es una puta catedral musical erigida para recordar a su mujer, la torre Eiffel de las canciones de amor. Y el punto culminante de esta partita lo constituye el último movimiento, la chacona. Quince minutos de desgarradora intensidad en la conmovedora clave de re menor.
Imaginad todo lo que os gustaría decirle a alguien a quien queréis si supierais que va a morir, hasta las cosas que no podéis expresar con palabras. Imaginad que condensarais todos esos sentimientos y emociones en las cuatro cuerdas de un violín, que los concentrarais en los en quince minutos llevados al límite. Imaginad que de un modo u otro descubrieseis la forma de construir todo el universo de amor y dolor en que existimos, que le dieseis forma musical, que lo pusieseis negro sobre blanco y se lo regalaseis al mundo. Eso es lo que él logró, con creces, y todos los días esta pieza basta para convencerme de que en el mundo existen cosas que son más grandes y mejores que mis demonios.
El resultado literario y comunicativo es muy convincente. Escrito con pasión, puede pasarse cuanto quiera en la expresividad, pero hace llegar al lector hasta el hondón del drama. En otras ocasiones, es más analítico:
“La vergüenza es el legado que dejan todos los abusos. Es lo que garantiza que no salgamos de la oscuridad, y también es lo más importante que hay que comprender si queréis saber por qué las víctimas del abuso están tan jodidas. El diccionario define la vergüenza del siguiente modo: ‘Una dolorosa sensación de humillación o congoja causada por la conciencia de haber actuado mal o con insensatez’. Y esta definición me parte un poco el corazón. Todas las víctimas consideran en determinado momento que lo que les han hecho son actos malos e insensatos que ellas han cometido. A veces, si tienen muchísima suerte, pueden darse cuenta y aceptar a un nivel profundo que se equivocan, pero normalmente se trata de algo que en el fondo siempre creen, que siempre creo, que es cierto. La primera amiga de la familia a la que le conté lo de los abusos me conocía de toda la vida. Yo tenía treinta años cuando se lo dije, y, literalmente, lo primero que soltó fue: ‘Bueno, James, eras un niño preciosísimo’. Más pruebas de que esto lo causé yo. Eran mis coqueteos, mi belleza, mi dependencia, mi libertinaje, mi maldad, lo que les obligaba a hacerme esas cosas.
“…llegaron a la conclusión de que sufría todo lo siguiente: trastorno bipolar, estrés postraumático agudo, autismo, síndrome de Tourette, depresión clínica, ideación suicida, anorexia, trastorno disociativo de la personalidad y trastorno límite de la personalidad. Me medicaron “en consecuencia”.
La medicación es una putada. No os hacéis una idea. Clonazepam, diazepam, alprazolam, quitiapina, fluoxetina, trimpramina, citalopram…
Y otro etcétera más, endiablado laberinto: “Estaba atrapado en un extraño
círculo del infierno patrocinado por las grandes empresas farmacéuticas. Y no
podía escapar.” (p.140).
Y en el Tema 11, justo en mitad del largo relato y testimonio apasionado y
verdadero – gran literatura de avisos, como la de los grandes espías para todos –
un atisbo de salvación no menos novelística que el conjunto total. En una de sus
enésimas hospitalizaciones, después de remontadas y recaídas a cual más
dramática y dolorosa, un colega músico le mete a escondidas una de sus tablas
mayores de salvación.
“Era un viejo amigo al que llevaba mucho tiempo sin ver.
Un tipo torpe, algo autista, frágil. Fanático del piano
(nos habíamos conocido porque en cierta época a los dos nos la ponían igual de dura
las grabaciones piratas de Sokolov) Se había enterado de dónde estaba
y quería darme apoyo. Y música.
Al llamar para organizar la visita, le habían dicho que solo se podían regalar
artículos de aseo (para entonces ya no podía recibir envíos
porque me habían interceptado cuchillos y cuchillas).
Me dio una botella enorme de champú y me guiñó un ojo.
Sin que los enfermeros lo pudieran oír, me pidió que la abriera
cuando me quedara solo. Cosa que hice.
En el interior de la botella vacía había una bolsita de plástico.
Y, dentro de la bolsita de plástico, el flamante y recién lanzado iPod Nano,
del tamaño de una chocolatina After Eight.
Los cascos estaban enrollados en torno a él con gran mimo.
Lo había llenado con gigas de música.
Y todo cambió.”
(p. 147).
Y ya está bien del asalto desmesurado al texto de James Rhodes, que a partir de
este Tema 11 no hará más que remontar el vuelo hacia la luz, hacia la lucidez y
la superación de los dificultades para convertirse en lo que en realidad “más se la ponía dura”, como él diría con total descaro postpunky, ser concertista de la
música amada y romper los moldes del concierto clásico para un público clásico
al que no deja de vapulear, militante peculiar de un objetivo de alguna manera
también obsesivo, el “de liberar la música de la tiranía de los imbéciles” (p.
259).
"La música clásica
está llena de gilipollas"
Todo en Rhodes es compulsivo y verdadero, entusiasta y contagioso, estupendo,
aunque en las páginas finales a veces se pierda en consejos de libros de
autoayuda o en efusiones cariñosas de literatura rosa o del corazón, de donde de
improviso vuelve de nuevo con toda su fuerza y su verdad a poner las cosas en
su sitio. Como en ese apéndice final en el que comenta el escándalo del
pederasta Jimmy Savile:
“La cultura de las celebridades se envuelve en el mismo manto de silencio, poder y
autoridad que la Iglesia. ¿Se puede saber por qué nos sorprende que en esos círculos se
cometan abusos sexuales? A mí lo único que me sorprende es que a la gente le
sorprenda. En todo entorno en el que hay poder, se acaba dando un abuso de ese poder.”
(p. 268)
Una reflexión vieja como el hombre y la cultura, plenamente cervantina.
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