Cuando 12.000 sin papeles españoles
llegaron a la próspera Venezuela
de los años 50
Más de 120 barcos canarios ilegales cruzaron el Atlántico entre 1948 y 1952 en búsqueda de una vida más próspera. Los últimos supervivientes relatan un viaje lleno de penurias, sin agua ni comida y a merced de los temporales. Debían pasar la cuarentena en La Orchila, pero en pocos meses ganaban “fortunas” y se adaptaban con gran facilidad al país donde “todo era demasiado barato”.
Hace 65 años 12.000 españoles se lanzaron al mar y llegaron a Venezuela
Es la misma historia pero contada en dirección contraria. Sucedió hace 65 años cuando los españoles se lanzaron al mar, aprovechando los alisios, los mismos vientos que ayudaron a Colón, para alcanzar una mejor vida. Bordeaban la costa africana hasta Cabo Verde y de allí se internaban en el océano hasta llegar a Venezuela.
Casi siempre a La Guaira y Carúpano, aunque también llegaron a Margarita y a Trinidad. Era un mes de viaje que costaba unas 5.000 pesetas, una fortuna para la época. Sabían que pasarían trabajo, que casi siempre era suficiente para todos y que probablemente serían detenidos por la policía venezolana al llegar a tierra firme.
Pero el riesgo valía la pena. La dictadura de Francisco Franco en España atravesaba su peor momento y en Canarias no había trabajo, ni mucho menos dinero. Muchas familias vivían del autocultivo y también llegaron a pasar hambre. Ajena a esa realidad de profunda depresión y miseria, Venezuela era entonces un país en el que la prosperidad estaba garantizada. Lo decían los primos, lo repetían los vecinos en las siete islas canarias. Apenas con un mes de trabajo, podían recuperar las 5.000 pesetas que debían pagar por el pasaje. El bolívar entonces tenía una cotización casi paritaria con el dólar estadounidense y la economía gozaba de un crecimiento interanual del 10%.
Hace 65 años 12.000 españoles se lanzaron al mar, aprovechando los alisios, los mismos vientos que ayudaron a Colón, para alcanzar una mejor vida
Venezuela no era otra cosa que la tierra prometida y por eso los marineros y pescadores de las islas comenzaron a ver negocio en la organización de los viajes transoceánicos con hasta 200 personas a bordo de motoveleros. Los viajeros embarcaban con comida y agua calculada para 30 días. Casi todos llevaban sólo una pequeña maleta. Después de más de un mes de travesía, durante la cual muchos de ellos llegaron a afrontar peligrosos temporales, llegaban a Venezuela, la tierra de la que todos hablaban en Canarias, el país desde donde los emigrados enviaban grandes cantidades de dinero a sus familias.
El Gobierno venezolano entendió las ventajas de la mano de obra española, dispuesta a trabajar en los campos en los que no querían operar los campesinos nacionales. Por ello, firmó un convenio con el Gobierno del dictador Francisco Franco para permitir la inmigración legal a partir de 1952. Pero hasta esa fecha, la clandestinidad era el único camino para alcanzar tierra venezolana. Fueron más de 120 barcos los detenidos. En Canarias se calcula que, por todas las vías, más de 12.000 canarios llegaron sin papeles a Venezuela.
La dictadura de Francisco Franco atravesaba su peor momento y en Canarias no había trabajo
“Venían por los pueblos. Iban diciendo: pasaje a Venezuela por 5.000 pesetas. Allá consigues trabajo fácil y ya empiezas a mandar dinero rápido”, nos cuenta José Hernández, un canario que partió de La Gomera el 9 de agosto de 1950 en el barco El Telémaco hacia Caracas en conversación telefónica hace un par de años. José, con sólo 17 años, viajó con su padre y otros 169 inmigrantes. “Mi padre vendió una finca buena que tenía. Le pagaron 10.000 pesetas. Y dio 5.000 por su pasaje y 4.500 por el mío”, recordaba José, el más joven de los tripulantes de El Telémaco, en diciembre pasado, en Los Teques, donde vivió gran parte de su vida.
Una dura travesía
Santiago Jerez, patrón del barco, aceptó llevarlo a Venezuela a pesar de no haber surcado nunca el océano. Se guiaba por su instinto y por las pobres indicaciones que recibía de pescadores que ya habían hecho la misma travesía.
Su sobrina, Teresa García, era la única mujer entre 170 hombres. A los 10 días de haber emprendido el viaje, una noche, una tormenta sorprendió a la tripulación. Teresa, también en conversación telefónica desde Caracas, cuenta la gran aventura de su vida a la que se sumó muy joven, poco consciente de los peligros que conllevaba cruzar el océano con tan escasos recursos. Pensaba que el viaje era mucho más corto y que se lo pasaría bien. Era la gran ingenuidad de quienes abordaron El Telémaco con muchas esperanzas y casi sin miedo.
Después de más de un mes de travesía, llegaban a Venezuela, la tierra de la que todos hablaban en Canarias, el país desde donde los emigrados enviaban grandes cantidades de dinero a sus familias
“Esa noche nos sorprendió una marea muy brava. Entraba agua por las escaleras. Con el temporal, no se podía ni ver la proa del barco. La gente se tuvo que refugiar en los camarotes. Las olas eran tan grandes que casi se llevaron a Cristóbal Suárez, que manejaba el barco, porque el timón estaba al aire libre. Los tripulantes tuvieron que amarrarlo para que el mar no se lo llevara mientras domaba ese barco”, recuerda Teresa desde su residencia en Caracas.
La tripulación había llevado carne, patatas, arroz, garbanzos, gofio y bidones de agua dulce, pero casi nada sobrevivió al temporal. Entonces, el racionamiento que sufrían los tripulantes se hizo aún mayor. Uno de los viajeros de El Telémaco, Manuel Navarro, que años más tarde obtendría gran reconocimiento en La Gomera por el relato de su aventura, escribió unas décimas que recitaba de memoria durante muchos veranos a sus paisanos interesados por aquella aventura:
“Seis patatas, no muy buenas,
eran y no bien contadas,
la comida destinada
para el almuerzo y la cena,
dejando profunda pena
cuando fueron terminadas;
pero en la desesperada,
comimos sin poner freno
gofio de gusanos lleno
y platos de agua salada”.
Después de la tormenta, adquirió tintes de tragedia. Los tripulantes comenzaban a enfermar y muchos de los viajeros comenzaban a tener diarreas y a vomitar sangre. Eran las consecuencias de la mala alimentación y la hidratación con agua salada.
Cuando la situación comenzaba a ser trágica, El Telémaco vio la salvación. En medio de la ruta, coincidió con un petrolero que provenía de Venezuela. Hicieron señales de auxilio y gritaron por ayuda hasta captar la atención de la embarcación que les salvó la vida. Les regalaron varias garrafas de agua. Sabía a agua limpia, pura, no como la que traían de Canarias que sabía a gasolina porque los bidones no habían sido bien lavados. Los tripulantes del carguero le indicaron al patrón, perdido y desorientado, la ruta hacia las Antillas. En pocos días llegaron a Martinica, donde los locales, sorprendidos por la aventura de aquellos españoles famélicos, acudieron en su ayuda. “Aquellos negros nos salvaron la vida. Se corrió la voz de que andábamos casi sin rumbo y que escapábamos de la miseria en España y llegó media isla a ayudarnos y a llenarnos de comida, de fruta y de agua”, recuerda Teresa desde Caracas.
Ahora son sus hijos y nietos quienes se marchan en busca de libertad y prosperidad
El final del viaje ya parecía garantizado, y El Telémaco surcó un mar mucho más calmado hasta llegar a La Guaira. Allí, como ya muchos esperaban, los tripulantes fueron detenidos. Los acusaron de tráfico ilegal de personas mientras que la mayoría de los pasajeros fueron puestos en cuarentena en la isla de La Orchila.
El gobierno del dictador Marcos Pérez Jiménez se quería cerciorar de que ninguno de los famélicos inmigrantes portara alguna enfermedad contagiosa. La prensa trababa las noticias en portada, “5 mil pesetas por venir a Venezuela pagaron 112 españoles a una organización fantasma”, publicaba El Nacional el 10 de enero de 1950 y “Con la libertad por brújula, popa a Franco y rumbo a Venezuela”, titulaba el mismo diario el 8 de septiembre de 1948.
Venezuela, “la octava isla”
Pasado el período crítico, todo resultaba muy sencillo en la Venezuela de aquellos días. “A mí todo me parecía baratísimo para la cantidad de dinero que se ganaba. El país era inmensamente rico. Yo ahorré en muy poco tiempo 10.000 bolívares, que eran casi 200.000 pesetas, una fortuna en España”, cuenta Teresa. Una fortuna con la que su compañero de viaje José podía comprar 20 fincas en La Gomera.
Ahora sus hijos y nietos son quienes se marchan huyendo de las colas, la escasez y la inseguridad. En el fondo, es la misma búsqueda: de la libertad y la prosperidad que también perseguían sus abuelos
Algunos viajeros de aquellos barcos regresaron a su tierra después de haber acumulado una buena cantidad de ahorros. A la vuelta, lograron construir una admiración colectiva en las Islas Canarias y si alguno regresaba tenía que recorrer todas las casas para contar la aventura. Eran los días en que Venezuela fue bautizada como “la octava isla”.
Pero muchos otros como José Hernández y Teresa García, decidieron afincarse en Venezuela, formar sus familias y sus nuevas vidas. Fueron conquistados por aquella tierra moderna, en pleno desarrollo, y llena de gente amable, un país que, 65 años después, ya pocos reconocen. Ahora sus hijos y nietos son quienes se marchan huyendo de las colas, la escasez y la inseguridad. En el fondo, es la misma búsqueda: de la libertad y la prosperidad que también perseguían sus abuelos. Ellos forman parte de la nueva generación que regresa a sus orígenes para recordar que la vida también es un viaje de ida y vuelta.
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En las décadas 40 y 50 del siglo XX miles de canarios se embarcan en veleros rudimentarios que viajan clandestinamente hacia Venezuela. A pesar de las penurias de la navegación y los accidentes, muchos llegan a las costas venezolanas. Unos triunfaron económicamente, otros subsistieron en condiciones muy pobres, todos ellos rememoran sus vicisitudes, reconstruyen su aventura y reflexionan sobre el fenómeno migratorio de las pateras Subsaharianas que llegan a Canarias en la actualidad.
Gonzalo Morales recrea lo que bien podría ser el relato de uno de los miles de subsaharianos que han arribado en patera a las Islas en los últimos 14 años. El escritor cuenta, por ejemplo, que los sin papeles canarios pasaban casi todo el día en la bodega del barco, “donde sólo cabían tumbados y apretados como sardinas en lata”. “Hacían sus necesidades tras unos tablones, vomitaban unos sobre otros y pronto se llenaron de piojos. El ácido de los vómitos y el salitre del mar desgastaron sus ropas, que se convirtieron en harapos. Con aquellos jirones, las mujeres hicieron compresas cuando se les presentó la regla. La Elvira hedía como una cloaca”, denota Morales.
El balandro, de apenas 19 metros de eslora, pasó más de 35 días en alta mar, hasta que la Guardia Nacional lo detectó a unas pocas millas de Carúpano. De ahí, según algunas de las personas que participaron en aquella travesía, los irregulares canarios fueron trasladados hasta un centro de inmigración de Caracas, donde iniciaron un periplo que los llevaría por distintos estados del país. La mayoría, no obstante, pudo reiniciar su vida en Venezuela, e incluso alguno regresó con los años a su tierra.
El suplicio de todos aquellos isleños que partieron el siglo pasado hacia países como Cuba, Argentina y, sobre todo, Venezuela, guarda numerosas similitudes con el actual movimiento de las pateras y los cayucos africanos. Captados igualmente por mafias, aquéllos empeñaban sus escasos bienes contrayendo deudas en condiciones leoninas. Como norteafricanos y subsaharianos, se jugaban la vida en el mar por poco más de 20 bolívares diarios, unas 400 pesetas que se suponía iban a cobrar por maratonianas jornadas de trabajo.
Los barcos de entonces no llevaban motores ni GPS, pero los inmigrantes también eran perseguidos por la Guardia Civil, y transportaban casi siempre a más personas de las que cabían. Incluso, para evitar contratiempos, las rutas se hacían cada vez más complejas, lo que originaba travesías muy largas en condiciones infrahumanas. Se calcula que, sólo en la década de los cuarenta, de las Islas salieron 128.000 canarios hacinados en barcos de vela.
El perfil del emigrante era similar al que encontramos ahora. Predominaban los jóvenes solteros en edades tempranas, la mayoría agricultores, que como ocurre en la mayor parte de África, debían escapar del Archipiélago para poder dar a los suyos la estabilidad que las Islas no podían ofrecerles. Eso sí, a diferencia de ahora, de aquella época no hay documentado un solo naufragio, ni una muerte, aunque varios historiadores aseguran que sí las hubo. Su única herramienta para orientarse era un sextante y, aunque los patrones de los barcos eran buenos navegantes, nunca antes habían cruzado el océano. Como asegura el profesor y ex senador herreño Venancio Acosta, hijo de uno de los viajeros de aquel barco, “fue un milagro que llegase a Venezuela”.
El periplo de La Elvira bien podría convertirse en guión cinematográfico, aunque huelga decir que la realidad supera a la ficción. Como narra el escritor Gonzalo Morales, “los inmigrantes permanecieron durante varios días ocultos en casas particulares. Juan Azcona, uno de los organizadores del viaje, declaró que alojó en su vivienda a más de 20”. Si le hubieran aplicado la actual Ley de Extranjería habría pasado un mínimo de tres años en la cárcel por tráfico de personas. De ese mismo delito habría podido ser acusado Ramón Redondo, que un mes antes había pagado 250.000 pesetas por La Elvira, que durante 96 años había sido empleada para la pesca en las costas de África. “Redondo pensaba amortizar la compra con el precio de los pasajes y con la venta del lastre de sal que llevaba el barco”, cuenta el libro Fugados en velero.
Antonio Domínguez, apodado El Puro por su afición al tabaco, era el capitán costero encargado de sacar el balandro de Canarias. Luego debía pasarle el mando a Antonio Cruz Elórtegui, capitán de altura. Pero Elórtegui había mentido: “Soy un perseguido político vasco. No tengo dinero y presentarme como capitán era la única forma de embarcar”, confesó. Intentaron lincharlo, pero el armador, el costero y los cinco marineros lo evitaron. “Tenemos que volver”, anunció El Puro al ver que carecían de capitán. Pero un pasajero llamado Regino Camacho, que antes de la Guerra Civil había sido acusado de asesinato, armó un motín y, pistola en mano, le persuadió de que se hiciera cargo de la nave. No era Camacho el único homicida que viajaba en el barco, ni el suyo el único revólver a bordo. De hecho, al final de la travesía las autoridades venezolanas intervinieron tres armas de fuego en La Elvira.
Las contradicciones en los testimonios de aquellos sin papeles, unido al inexorable paso del tiempo, han propiciado que no exista certeza sobre algunos datos de la expedición clandestina. Así, la información del diario Agencia Comercial habla de que “en La Elvira llegaron 95 hombres, 10 mujeres y un niño tras 26 días de travesía. Todos carecían de documentación. Dos de los tripulantes del balandro se fugaron en San Juan de Unare, donde pocos meses antes había sido apresado el velero Rafaela Orive con 57 inmigrantes canarios a bordo”. Los dos barcos, reseña el artículo, “permanecen en el puerto de Carúpano, ignorándose que habrá de determinar el Gobierno con estos numerosos inmigrantes que, según parece, en su mayoría son hombres de trabajo y padres de familia”. El libro de Gonzalo Morales, en cambio, habla de 36 días de viaje hasta Carúpano y posiblemente más pasajeros que los 106 que arribaron a puerto, tras una travesía donde sólo la suerte y la destreza de El Puroles permitió esquivar una tragedia segura.
Más emigrantes que inmigrantes
Juan Francisco Martín Ruiz, catedrático de Geografía Humana de la Universidad de La Laguna y experto en movimientos de población, deja claro que “en términos comparativos, salían más emigrantes de Canarias en determinadas épocas de la historia que los que llegan ahora a nuestras costas”. Por este motivo, asegura que debe existir “un principio de solidaridad entre las poblaciones que hay que respetar” y no debe perderse la “memoria histórica”. Martín incide en que “el carácter eminentemente migratorio de los canarios se refleja en determinados periodos de la historia”. “La llegada de veleros clandestinos a Venezuela y otras repúblicas de América latina era muy frecuente y similar a la que se está produciendo ahora con los cayucos. Así, nos encontramos una Canarias emigratoria desde el siglo XVIII, e inmigratoria sólo desde 1980”, concluye el profesor Martín Ruiz.
Publicado en el Diario de Avisos
EL EMIGRANTE CANARIO - ALBERTO RAFAEL
MALAGUEÑAS DEL EMIGRANTE
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