KERIGMA
Seminario de Vida en el Espíritu
8ª Semana: El Espíritu les convencerá de pecado
Os conviene que yo me vaya, pues si no me fuere, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy os lo enviaré. Y cuando él venga convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado: porque no creen en mi; de justicia: porque me voy al padre y ya no me veréis más; de juicio: porque el príncipe de este mundo ya ha sido condenado. Jn 16, 7-12)
CRISTO, NUESTRA JUSTICIA
Este es un tema que me encanta. Me gustaría dar rienda suelta y escribir
un capítulo libre sin cortapisas de ninguna clase. Voy a hablar de uno de
mis kerigmas preferidos si no el más. En él se da, a mi parecer, lo más
profundo de la teología carismática, mejor dicho cristiana, que yo no la he
oído predicar nunca a nadie. Este kerigma es del evangelio de San Juan y
dice así: Os conviene que yo me vaya, pues si no me fuere, no vendrá a
vosotros el Paráclito; pero si me voy os lo enviaré. Y cuando él venga
convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado:
porque no creen en mi; de justicia: porque me voy al padre y ya no me
veréis más; de juicio: porque el príncipe de este mundo ya ha sido
condenado (Jn 16, 7-12).
Tengo que confesar que este párrafo siempre lo he leído como si fuera
un reproche, como si el Espíritu Santo nos fuera a juzgar y afear nuestro
despiste. No tiene por qué ser así. La tarea del Espíritu no es la de
juzgamos ni reñimos sino la de iluminamos y enseñamos y guiamos
hasta lo profundo de la voluntad de Dios. Por eso, hermano, quien quiera
que seas, si estás muy culpabilizado no proyectes tus miedos y fantasías
sobre esta Palabra de Dios. Estés como estés y seas como seas, te está
hablando con todo cariño.
Jesús, en el texto, promete a sus discípulos el Paráclito o Espíritu Santo
que tendrá como tarea revelamos a Jesús y guiamos hasta la verdad
completa. Se trata de abrir los ojos a los discípulos y que entiendan con
quién han estado tratando durante tres años. Siempre creyeron que era un
hombre único pero ahí se quedaron. Resucitado y todo, no fueron capaces
con sus ojos humanos de distinguirlo de un hortelano. La misma labor
sigue haciendo el Espíritu actualmente: muchos hablamos de Jesús, pero
tenemos el peligro de hablar del hortelano cuando no somos
profundamente iluminados por el Espíritu Santo. El cambio de ojos que
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se necesita para este descubrimiento no está a nuestro alcance; es más, ni
siquiera sospechamos que pueda existir.
En la Renovación carismática se vivencia de una manera tan fuerte al
Espíritu Santo que a veces nos podemos quedar en un cristianismo del
Espíritu. Grave equivocación porque de lo que se trata es de que seamos
iluminados sobre el significado y la realidad del hombre Jesús, ese que
pasó en medio de nosotros y después murió y resucitó. El Espíritu será
enviado con este cometido. Es un curioso misterio cómo el Espíritu que
necesitamos para conocer a Jesús y saber toda su verdad, nos lo tiene que
enviar el mismo Jesús. Sería bonito estudiar este tema pero ahora no
vamos a entrar en ello.
Y o, en algún momento, llegue a sentir que con la experiencia del
Espíritu se agotaba mi relación con Dios. Con lo cual me hacía muy
espiritual pero saliéndome de la Iglesia que se fundamenta en Jesucristo y
de él recibe los sacramentos y toda la plenitud. No, el Espíritu nos es
enviado para que nos revele al hombre Jesús, que además descubrimos
que tiene personalidad divina por la unión hipostática, un hombre que el
Padre eligió para que fuera nuestro Salvador. La tarea del descubrimiento
de Jesucristo y de su posterior seguimiento se nos puede aumentar
grandemente meditando en las palabras de San Juan que hemos citado
más arriba.
Nos convencerá de pecado
Cuando venga el Espíritu Santo nos convencerá a todos de que somos
pecadores y la razón es porque no creemos en él. Sabemos que somos
pecadores, nos confesamos cada poco, recitamos con sinceridad aquello
de pecador me concibió mi madre, la conciencia nos acusa con frecuencia
y podemos, incluso, tener miedo a la condenación. Estas son vivencias
muy comunes, incluso, entre los que quieren caminar muy cerca de Dios.
Nos sentimos culpables de que no hacemos lo que debemos, de que en
nuestra lucha contra el pecado somos indolentes, de que ponemos una
vela a Dios y otra al diablo.
Unimos también las ideologías del momento para aquietamos diciendo
que el infierno no existe, que Dios es bueno, que hoy la gente no cree,
que los curas han predicado el infierno para reprimimos y dominar la
sociedad, que la religión es oscurantista y retrógrada. Dirán los más
maestros que Dios no existe, que ha muerto, que es un invento del
pasado. Nos apoyamos en las encuestas y vemos que hay mucha gente
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que deserta de la Iglesia, que no va a misa los domingos ni bautizan a sus
hijos. Si las encuestas son favorables a nuestros deseos nos dan un poco
de seguridad aunque es más bien fachada externa.
Pues bien, el Espíritu Santo cuando venga a ti, cuando te encuentres
con él, no te va a hablar de estos miedos y temores y subterfugios con los
que sueles jugar. Es más, si algún día te condenas no será tampoco por
obras o hechos que has cometido sino porque no has creído en él. Lo que
te va a decir es que no crees que ya estás salvado, no crees que Cristo
murió por ti y que su sangre ha limpiado todos tus pecados. Si Cristo te
ha perdonado todo, el único pecado que puede existir es no creer en eso.
Si crees ya estás perdonado. La raíz de cualquier condenación es no haber
creído en él. Alguno dirá: ¿cómo que no he creído? Toda mi vida he
intentado conocerlo y seguirlo. No sé pero Jesús dice que el Espíritu
Santo te acusará de pecado porque no has creído en él, es decir, en Jesús y
en la obra que el Padre le ha mandado cumplir respecto a ti. Es una
acusación directa y personal: No crees en mi. Pero Señor, ¿cómo dices
eso, si siempre he estado en todo lo tuyo?
El juicio en este contencioso se dirimirá mediante la gratuidad. Jesús te
ha salvado gratuitamente cuando eras enemigo, cuando estabas en
pecado, lleno de amor por ti. El capítulo quinto a los Romanos nos lo dice
muy claro. El murió una muerte ignominiosa en la cruz para eliminar
todos tus pecados. Es una obra de infinita misericordia y la respuesta que
él espera es la acogida de esta acción gratuita e infinitamente amorosa.
Tú, sin embargo, te pasas la vida siendo bueno para salvarte por ti mismo,
luchando contra el pecado o tratando de negarlo para aquietar tu
conciencia. ¡Pero si ya estás libre de él!
¿Quién te separará del amor de Cristo, si es él el que te lo está
regalando? Yo te lo digo: te separa tu culpabilidad que no te deja creer. Si
vas a un bar a tomar una cerveza y, al ir a pagar, el dueño te dice que ya
esta pagado, que la ha pagado su hijo: ¿Quién te acusará de no haber
pagado? Es muy importante que venga el Espíritu Santo y te aclare sobre
lo que es pecado porque si no nunca te enterarás. Seguirás salvándote tú a
ti mismo todos los días de tu vida, dejando a Cristo solo con las manos
llenas de un amor malgastado. No hay teología vivencia! más honda que
esta porque afecta a las raíces de tu propio ser. Buscas la paz, la tienes en
Cristo; buscas la seguridad de tu salvación, la tienes en Cristo; preguntas
qué tienes que hacer y la Palabra te responde: «Ya está hecho todo,
acógelo y disfrútalo».
No es fácil aceptar esta teología porque estamos educados de una
manera distinta. No aceptas que a ti se te pueda querer de esa manera. No
tienes experiencia de que nadie te haya querido así. El hombre se
encuentra culpabilizado desde el nacimiento, arrastra un pecado original
por los siglos de los siglos, un pecado de trasmisión que nos llega a través
del inconsciente colectivo de la humanidad pero que en determinados
momentos cuando te pones a actuar te carga de reminiscencias
ancestrales. Si tus abuelos se llevaban mal se te nota y lo dejas escapar sin
darte cuenta en tus juicios o acciones. Son heridas de pecado muy
anteriores a nuestro conocimiento y a nuestra capacidad de prevención.
Notamos este pecado cuando vemos el mal que hay en el mundo; cosas
horribles y con frecuencia muy conscientes. En ocasiones decimos,
¿cómo puede actuar así la humanidad? Los pueblos, naciones y
comunidades se encuentran inmersos a veces en duros pecados de
trasmisión de generación en generación. ¿Dónde has nacido tú? ¿Qué
respiraste desde el primer minuto de tu vida? Hay racismos, xenofobias,
nacionalismos, revanchismos, que hacen que la gente pase parte de su
vida o toda entera sin pensar en la salvación limpia que nos ha traído
Jesús. A muchos niños desde el momento de nacer ya se les inyecta odio
contra tal familia, país o raza. ¿De qué les acusará el Espíritu Santo? Tal
vez no te acuse de ser nacionalista o racista pero sí de haber malgastado
la salvación de Jesús porque sólo has estado en tus cosas. Algunos dicen
que el Espíritu está en todas las culturas, tiempos y lugares. Y o no lo
niego, pero cuando se ponga a hablar nos convencerá de que no creemos
en Cristo y en su amor infinitamente gratuito.
La teología que se vive en la Renovación da aquí un segundo paso: se
necesita Espíritu Santo. Porque tú dices que estás de acuerdo y que crees
que Jesucristo nos ha salvado y nos amó siendo enemigos, y añades:
¿pero algo tendremos que hacer nosotros, algo se nos exigirá?, ¿no es
verdad? Si razonas así, es que no crees; tendrás creencias pero no fe.
Tendrás creencias culturales e incluso religiosas pero no crees en
Jesucristo, no crees que te ha salvado ya. No conseguirás amarle
totalmente porque no le dejas que sea totalmente bueno para ti. Lo
encuadras en tus prejuicios y tratarás de hacer algo. Pues bien, lo que
pongas de tu parte es lo que más te separa de Cristo, más que la debilidad
o el pecado. Mientras tú tengas que hacer algo para salvarte no te
inundará la alabanza, porque seguirás siendo responsable de tu salvación
y lo verás todo con aprensión. Es más, todas tus obras buenas te afirman
sobre ti mismo contra la sangre de Cristo.
Jesucristo sólo te exige tu fiat, tu sí a su obra; todo lo demás es robarle
la gloria. Ahora bien, para superar las creencias y entrar en la fe se
necesita mucho Espíritu Santo. Hay una diferencia cualitativa entre la fe y
las creencias, lo mismo que la hay entre las virtudes y el don. La fe
pertenece al nivel del don. Para creer que Jesús es el Señor y por eso es
capaz de salvar gratuitamente, se necesita el Espíritu Santo. No bastan las
buenas intenciones y las bondades. El buenismo es un peligro porque
tiende a contentar a todo el mundo y a no dejar que cada cosa sea lo que
es.
Nos convencerá de justicia
He aquí una buena pregunta: ¿Quién o qué es lo que me justifica a mí
delante de Dios? Para esto hay muchas respuestas: algunos pensarán que
no están justificados, otros pondrán su confianza en las obras, otros
pensarán que Dios es bueno y todo lo perdona, muchos no entenderán
siquiera la pregunta. La podemos formular de otra forma: para ir al cielo
es necesario ser justo, ¿cómo se puede hacer uno justo? Tal vez la
mayoría diga, como en las confesiones: «yo ni mato ni robo ni hago mal a
nadie». Con eso ya se consideran suficientemente buenos con lo que
siguen su vida con la sensación de cumplir su deber.
El Espíritu Santo, al convencerte de justicia, vuelve tus ojos a Cristo y
te dice: «Él es tu justicia». Iba yo conduciendo, en cierta ocasión, por una
autopista de pago, apenas sin tráfico. Escuchaba una canción que se titula
«Cristo, justicia de Dios». No sé que me pasó pero lo entendí. Allá en lo
profundo de mí mismo entendí que a Dios no le interesan otras justicias
ni otras obras ni otros méritos, entendí que la justificación, el hacerte y
ser justo, es una obra de Dios ligada a Jesucristo. El que recibe el don de
entender a Cristo así, no necesita hacer más cosas porque la más bella
cosa que puede hacer en la vida es disfrutar de ello.
Una moción del Espíritu así, aunque esporádica, te deja grabada esa
verdad en el alma y ya nunca la podrás perder. Es de tal índole que está
en la línea de la alta contemplación de modo que si sigues te santificará
grandemente pero, si abandonaras, tu separación sería más dura. Si te
condenaras después de una experiencia así, el demonio te volvería loco en
el infierno tratando de chupar en ti ese trocito de cielo que un día te
marcó. La razón es porque estas verdades marcan con el sello del Espíritu
Santo. Y o no sería capaz de hablar de lo que estoy hablando si no fuera
por la certeza de lo que aquel día se me dio. Después de esa experiencia
cualquier teología racional contraria no conmueve ni una brizna de tu
inteligencia. Las verdades de Dios se marcan a fuego.
Aunque tenía que salirme de la autopista para coger una carretera
secundaria, seguí bastantes kilómetros por ella para disfrutar de lo que me
estaba pasando. No quería distraerme pasando camiones, atendiendo a las
curvas y vigilando a los que venían de frente. Más abajo, empalmé con mi
destino. Sólo podía alabar, cantar, levantar los brazos y regocijarme
grandemente. Fue un toque del don de inteligencia que no sólo agradeceré
siempre sino que es base y fundamento de mi vida espiritual.
Saco esto a colación al hablar de una teología carismática porque en la
Renovación se dan muchas mociones espirituales semejantes y a veces se
pierden por no estar suficientemente aclarados. Para entender lo que
dijimos del pecado, lo que decimos ahora de la justicia y diremos después
del juicio, se necesita el sello del Espíritu. Esto no es racional ni se
entiende con la cabeza. El cofre donde estas perlas se pueden guardar a
buen recaudo para los que son llamados a la Renovación es la comunidad
carismática. Es bueno conocer los tesoros que guarda el cofre.
Es más, yo puedo decir que desde ese día comencé a predicar sobre el
texto de San Juan que estamos comentando. Hasta ese momento nunca lo
había entendido y me sonaba más bien a rareza. Después de eso, es uno
de los párrafos bíblicos que alimentan al máximo y regocijan mi vida
espiritual. Si Cristo es mi justicia, ¿dónde pueden estar mis
preocupaciones? Nadie me va a pedir cuentas porque ya estoy justificado
por él. El creérmelo le da a él una inmensa gloria. Sé que soy pobre y
pequeño, sé que no habita en mí nada bueno, se que por mí mismo no
puedo alcanzar ninguna perfección, mas todo eso no me preocupa, mi
perfección está en Cristo, él es todo para mí. San Pablo dijo que Dios nos
había dado a Jesús como sabiduría, justicia, santificación y redención (1
Co 1, 30). Nos cuesta creerlo porque seguimos dependiendo de nuestras
obras, pero aquí lo grave es no creer en ello.
Siempre hemos entendido la religión como una serie de cosas que
tenemos que hacer por Dios que al final nos someterá a la reválida para
ver si aprobamos o no. Pues bien, el cristianismo es una religión de
gracia, de llamada, de elección, es él el que te quiere primero, es él el que
toma la iniciativa y te salva. Ahora bien, aquí debemos profundizar un
poco porque dicho así, tal como lo vengo diciendo, a alguno le puede
parecer que está perdiendo el tiempo con la lectura de unos iluminados o
gente que ha hecho de la gracia una baratija.
No. Ha quedado claro que la justicia le pertenece a Jesucristo ya que es
el único justo pero su justicia no nos viene por una simple imputación
extrínseca o forense como diría Lutero, sino que tiene que suceder en
nosotros mediante el Espíritu Santo o gracia santificante. La palabra
suceder es muy importante para entender la teología carismática que yo
propugno. Con esta palabra se acepta que nuestra justicia es un don y se
excluye que nos venga por nuestros méritos u obras. Nosotros nunca
llegaríamos a ser justos delante de Dios hiciéramos lo que hiciéramos. La
justicia se nos regala pero no de una forma barata sino haciéndonos
partícipes de lo que costó a Cristo llegar a ella.
El Espíritu Santo, después de justificarte gratuitamente, te va
configurando con Cristo. Él es el que lo hace con tu sí y acogida. Poco a
poco, mediante un largo proceso. La santidad es un proceso. De lo
contrario las cosas que van a ir sucediendo en ti romperían tu equilibrio
humano. San Pablo te lo explica muy bien en la carta a los Romanos
capítulos cinco, seis y siete. Dice que después de haber quedado sin
pecado por creer en Jesucristo que te ha perdonado, ahora para entrar en
la justicia de Dios, el Espíritu va haciendo que dejes tu pecado y tu vida
vieja sepultándola con Cristo. Sepultar tu pecado quiere decir no querer
vivir más de él, no buscar tu felicidad en algo distinto de Cristo. Esto va
sucediendo dentro de ti casi sin notarlo. De repente te das cuenta de que
ya no te gustan las conversaciones de antes, ni las reuniones, ni las
diversiones ni los libros que leías, incluso, comienzan a tambalearse las
viejas amistades. En cambio te gusta reunirte con los que hablan tu
lenguaje, tienen tus mismas experiencias y tus mismos gustos. Entras por
un camino extraño porque no es el del mundo pero te satisface. Algo ha
sucedido en ti muy importante.
Empiezas a gustar de la vida espiritual. El problema que te vendrá y te
hará dudar acerca de la verdad de que Cristo te haya hecho justo es que
sigues siendo débil y pecador aunque ya no lo quieres. Pero las pasiones y
los hábitos antiguos van a permanecer largo tiempo en ti. San Pablo te
dice: No escuches esas insinuaciones, no tengas miedo a tu debilidad; si
has muerto con Cristo estás bajo el dominio de la gracia y, el pecado,
aunque lo cometas, ya no tiene dominio sobre ti, se le han cortado las
raíces, algún día se secará. Tú ya estás en la justicia de Jesucristo. El
mismo Pablo, aquejado, de esta duda dice: En cuanto a mi, no me
gloriaré sino de mis debilidades. Y añade: Para que no tenga soberbia se
me clavó un aguijón en la carne. Pedi al Señor que se apartara de mi este
aguijón. Pero él me dijo: «Te basta mi gracia pues mi poder se
manifiesta en tu flaqueza». Muy a gusto, pues, me gloriaré de mis
flaquezas (2Co 12, 5-10).
La búsqueda de la justicia en el hombre siempre es, pues, subsidiaria
de la acción del Espíritu que te llevará a donde él quiera y a la altura que
has de tener según la medida del don de Dios. La justicia, aunque es un
regalo y totalmente gratuita, exige tu fidelidad. Y no es fácil ya que, al
hombre viejo que habita en ti, le gusta el pecado y todo lo que le ofrece el
mundo. No quiere para nada sepultarse con Cristo. Por eso muchas veces
la fidelidad a la justicia gratuita te hará sufrir grandemente porque al
suceder en tu encamación, en tu día a día, en tu carne débil, te hará
padecer.
Aquí se inserta también en una teología carismática la dimensión de la
cruz. Todos los padecimientos sufridos desde ti mismo, todas las
enfermedades y tribulaciones vividas a nuestra cuenta, no nos consiguen
ni un gramo de justicia, pero si las vivimos desde la fe en Cristo, desde la
certeza que todo es don y gracia nos ayudarán muchísimo a identificamos
con Cristo. No le robamos ni un gramo de su gloria gratuita ni
malgastamos una pizca de su amor oblativo por nosotros. Todo lo
contrario, dejamos que su dolor suceda en nosotros y ahuyente el poder
del mal en nosotros y en su cuerpo que es la Iglesia. Ahora me alegro,
dice Pablo, de mis padecimientos por vosotros. No nos servirán para
compensar nuestros pecados porque en ese terreno toda la gloria es de
Jesucristo, mas el vivir en ti sus sufrimientos engendra un amor inaudito
hacia él y una identificación de enamorado.
La experiencia que me han dado mis largos años de cáncer me
cercioran de la verdad de lo que digo. Nunca he vivido mis sufrimientos
para ganarme el cielo o para aumentar en gracia; los he vivido para dejar
a Cristo que suceda en mí, para que viva en mí su pasión, para que le
pueda querer más. El tema de mi salvación o santidad no entraba en mis
apetencias porque lo tenía regalado en Cristo por la bondad de Dios, pero
el don de vivir con Cristo mi enfermedad sí me interesaba mucho porque
me hacía conocerlo mejor y amarle mucho más. Aquí ya entra el mérito
porque al suceder en mí, la fidelidad aumenta la calidad. Esto también es
gracia, como en la Virgen María, pero en ella, sobre todo, y en mí
también, se imputa como mérito, al menos, eso dice el Concilio de
Trento. De ahí que ella, que se abrió más que nadie, es una criatura más
excelsa que nadie. Dios pudo derramar en ella una justicia inaudita.
Nos convencerá de juicio
Dice San Juan: Nos convencerá de juicio porque el príncipe de este
mundo ya ha sido juzgado o condenado (Jn 16, 12). ¿Qué tiene que ver
conmigo el príncipe de este mundo? Según el Apocalipsis el diablo es el
acusador de nuestros hermanos, el que los acusa ante Dios día y noche.
Dice Apocalipsis 12, 10: Ahora ya llegó la salvación y el poder y el reino
de nuestro Dios y el imperio de su Cristo. Porque ha sido arrojado el
acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba dia y noche ante
nuestro Dios. Pero ellos lo han vencido por la sangre del cordero y por
el testimonio que dieron. Por esto estad alegres, cielos, y los que moráis
en sus tiendas.
No cabe la menor duda de que el diablo favorece a todos los
anticristos: racionalismo, materialismo, consumismo, todo lo que desvía
nuestra fe de Cristo y de su salvación. Me parece magnífico que en este
kerigma tan bello que estamos comentando introduzca San Juan al
demonio como efecto directo de la venida al mundo del Espíritu Santo
después de la muerte de Cristo. El Espíritu nos convencerá de que nuestra
relación con el demonio no puede ser la del miedo porque ya ha sido
vencido. ¿Por qué Santa Teresa le ahuyentaba con unas gotas de agua
bendita? Porque ha sido ya vencido, aunque siga molestando. Ya no tiene
dominio sobre la humanidad a no ser que tu le entregues ese dominio.
Cuánto tendría que pasar y experimentar San Juan para poder
condensar en este pequeño kerigma la esencia del cristianismo.
Cuánto
tuvo que ahondar en él el Espíritu Santo para poder redactarlo con tres
palabras:
pecado, justicia y juicio. Este análisis y resumen tuvo que pasar
largos días por su carne haciéndolo sufrir hasta que pudo parir una
formula tan decisiva. Es una gracia de Dios estupenda que muriera tan
viejo cuando ya muchas cosas de la Iglesia iban tomando la forma casi
definitiva. Jesucristo les diría cosas maravillosas pero cada enseñanza de
Cristo tuvo que somatizarse y encarnarse en la historia de cada uno de los
apóstoles.
Nosotros no tenemos una experiencia directa de los diálogos que tenía
el demonio con Dios para acusamos con tanto furor día y noche. Sí
sabemos cómo acechó ya desde el principio a nuestros primeros padres y
les venció con astucia. San Juan nos dice que el mundo está sometido al
poder del maligno pero que nosotros lo vencemos fácilmente con la fe.
Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe (Un, 5, 4).
Esta es la fe que se necesita muchas veces en la Renovación
carismática. Al demonio se le da mucha rienda entre nosotros
dependiendo de la teología que tenga cada uno de los grupos y de la
formación e idiosincrasia de los dirigentes. Procedemos de grupos
pentecostales y evangélicos en los que, en algunos de ellos, se vive de una
manera dramática la lucha con el demonio. En el catolicismo mucho
menos pero también se pasan algunos. Hay gente sin ninguna teología
pero que campan por sus fueros.
Los que tienen mucho miedo al demonio es que no aman y les falta fe.
San Juan dice que el amor culmina entre nosotros cuando tenemos plena
confianza en el día del juicio. No hay temor en el amor, sino que el amor
perfecto echa fuera el temor ya que éste mira al castigo y el que teme no
es perfecto en el amor. Nosotros amamos porque él fue el primero en
amamos (Un 4, 17-19). Nosotros somos perfectos en el amor si creemos
que Cristo es el que nos ha quitado el pecado, nos proporciona la justicia
y ha vencido al juicio del mal.
El demonio lo que quiere es que sintamos que nuestro pecado es más
importante que la misericordia de Dios. Eso le dice el Señor a Santa
Catalina de Siena O.P. en sus diálogos: Reprocharé al mundano sus
injusticias con los demás pero, sobre todo, consigo mismo, al haber
creído que su miseria es más grande que mi misericordia. Este es el
pecado que no se perdona ni aqui ni allá, pues por menosprecio no ha
deseado mi misericordia. Este pecado es más grave para mi que todos los
demás que cometió (Diálogos, 118, cap. 37). El demonio ataca a fondo la
gratuidad de la salvación. Quiere que tu pienses que tu pecado tiene
fuerza para inutilizar la redención de Cristo. Si lo vives así estarás
preocupado por justificarte delante de Dios y te sentirás acusado día y
noche. Si te justificas es que no crees, no te sientes salvado. Rechazamos
la justificación de Jesucristo y vivimos de la nuestra.
Decía una amiga:
«No me importa morirme, lo que me preocupa es el encuentro en el más
allá». A esta mujer le falta mucho para creer en lo que nos dice San Juan.
La paz profunda al pensar en el más allá en medio de tus debilidades es el
signo de que crees de verdad en Jesucristo.
Pero el demonio te dice: «Eso vale para los demás, para ti, no. Tú
sabes muy bien quién eres, lo que has hecho, lo que has pensado y vivido.
Tú conoces tu malicia y tus malos deseos contra todo y contra todos». Te
hace dudar y sentirte mal porque las actuaciones del demonio siempre
llevan a la desesperanza y a la desesperación. No es el demonio de
halloween el que nos rodea, va muy profundo en su acusación. El
desprecia las mascaradas, incluso de las sectas y misas satánicas, él te
lleva hacia lo profundo de la desesperación.
En la Renovación se lucha mucho contra los demonios de halloween
pero no contra los de la gran soberbia y sus anticristos que aparecen en
las grandes ideologías y materialismos vitales que arrasan la raíz de
cualquier inocencia. Falta filosofía profunda entre nosotros. Las sectas
satánicas y demás ralea manifiestan a un demonio tonto y bananero,
superficial y populachero, cuando es una criatura extremadamente
inteligente, perverso y pervertidor como dijo Pablo VI.
Los que estamos bajo el Espíritu y creemos en Cristo no debemos tener
miedo al demonio, como tampoco al pecado y a la injusticia porque ya
están vencidos. Sin embargo, frente al demonio sí debemos ser cautos
porque domina en el mundo y en muchos cristianos mediocres. En
beneficio de nuestros hermanos debemos desenmascararlo. Lo que no es
bueno es que los carismáticos, ya crecidos, sigan con esos temores que
rebajan su fe en el amor victorioso de Cristo. A esos les viene mejor lo
que dijo Santo Tomás de Aquino o no sé quién, que deberíamos estar
agradecidos a los demonios porque las pruebas a las que nos someten
redundan en mérito para nosotros y en gloria para Nuestro Señor
Jesucristo.
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