Democracia sin ideal
La vulgaridad estética y moral
parece dar el tono a nuestra época.
Impera una orgía de criticismo destructivo y errático
¿La causa de nuestro actual descontento?
El dolor que la crisis ha derramado por el reino, la corrupción que a nadie respeta, el desprestigio de los políticos y del sistema de partidos, el desgaste de las instituciones públicas, la desmoralización de la ciudadanía, la banalidad de los medios de comunicación. En suma, la vulgaridad estética y moral que parece dar el tono a nuestra época creando un malestar en la cultura española. Cierto que una democracia consolidada acaba perdiendo con el paso del tiempo la sublimidad de su momento fundacional (en nuestro caso, la Transición) y rutiniza su funcionamiento: madurar es reconciliarse con la imperfección propia y ajena y aprender a convivir con ella. Una porción de vulgaridad es, sin duda, consustancial a lo humano. Pero la que ahora nos rodea ha alcanzado, en el sentir de muchos, un término insoportable. El programa de reforma de la vulgaridad colectiva —que se ha constituido en la primera urgencia nacional— sólo puede llevarse a cabo mirando hacia un ideal compartido y transformador. Y España, que es una democracia consolidada, carece de un ideal cívico bien definido y, en consecuencia, corre el riesgo de sufrir los problemas propios de una democracia sin ideal.
¿Qué es un ideal?
Una propuesta de perfección humana, que señala una dirección al ciudadano, ilumina su experiencia individual con una oferta de sentido y moviliza las energías latentes en una sociedad. También puede presentarse como la enunciación personalizada (prototipo) de los valores que se estiman deseables y excelentes en una cultura. El ideal no describe el presente estado de cosas sino prescribe otro de rango superior; no pertenece al orden del ser —el funcionamiento real de las instituciones, siempre bajo el signo de la imperfección— sino al del deber-ser. En el mundo de nuestra experiencia, ambos órdenes conviven: una realidad sin deber-ser está condenada a ser unidimensional, previsible, resignada; pero, por otro lado, el ideal no es, propiamente no existe con la realidad de una cosa, sino que se propone como innovación y apremio a dicha realidad, en permanente relación dialéctica con ella. El ciudadano culto no es tanto un idealista como un realista con ideal: sabe que la realidad es estructuralmente imperfecta y al mismo tiempo no se conforma con ese estado de cosas sino que aspira a reformarlo con arreglo a un ideal de perfección que moviliza pero que no se realiza históricamente y que, como el horizonte, se aleja a medida que uno avanza en el camino.
La España de hoy, de tendencias escépticas y cínicas, descree de la posibilidad misma de un ideal. La complejidad de los intereses en juego, el especialismo científico y técnico, el multiculturalismo y la postmodernidad —que niega legitimidad a los grandes relatos— argumentarían contra la mera hipótesis de un ideal unitario. Y, sin embargo, todas las culturas dignas de ese nombre, a lo largo de la historia universal, proponen uno: el ideal grecorromano, el medieval, el renacentista, el ilustrado, el romántico… ¿Sólo la democracia liberal carecerá de él? Si fuera así, pasará a la historia como la época de la vulgaridad triunfante. Porque el ideal cumple dos funciones civilizatorias. La primera es servir de motor para el progreso moral de los pueblos, que seducidos por el ideal avanzan en pos de una perfección que los dinamiza. Y la segunda, es el fundamento de la crítica de las iniquidades del presente. Pues, en efecto, la crítica sólo puede practicarse cuando se observa la distancia que separa la realidad tal como la experimentamos —con sus dolorosas imperfecciones y corrupciones— y ese ideal de perfección vivo en nuestra conciencia. A veces se contrapone, como si fueran instancias antagónicas, el ideal y la crítica. Sucede al revés: sólo si contemplamos la realidad a la luz del ideal, sólo entonces podemos ejercer con fundamento una sana crítica sobre el presente. Que la democracia renunciara al ideal implicaría, por consiguiente, condenarla al conservadurismo moral y a la ausencia de crítica constructiva.
El éxito relativo de los brotes antisistema denota que el sistema no logra definir un ideal alternativo movilizador.
“El hombre no puede resistir demasiada realidad”, reza el conocido verso de Cuatro cuartetos de T. S. Eliot. Ante el exceso de realidad insoportable, han brotado últimamente en España movimientos antisistema con probada capacidad de suscitar entusiasmo: el populismo y el independentismo. Sus idearios no valen, sin embargo, como auténtico ideal. Porque no se presentan como universales sino como abiertamente minoritarios, excluyentes y confrontados a una mayoría social (ideológica, territorial). Con todo, el éxito relativo de los brotes antisistema denota que el sistema no logra de momento definir un ideal alternativo igualmente movilizador. Lo cual no es de extrañar porque, en ausencia de ideal regulativo, nos hemos abandonado a una orgía de criticismo destructivo y errático al sistema que ha conseguido desprestigiarlo a los ojos de todos y nos ha dejado un poso de indefensión, rabia y melancolía. Más que nunca necesitamos en España un ideal sistémico, que, como todo ideal a lo largo de la historia, sea prescriptivo, luminoso y movilizador, pero que, como ideal genuinamente contemporáneo, sincronizado al espíritu de su época, sea también igualitario, secularizado, persuasivo, cívico, colaborativo y cosmopolita, a la altura de esa ciudadanía que en democracia aspira a organizarse alguna vez como mayoría selecta.
Para empezar a trabajar en la definición de ese ideal colectivo conviene practicar una gimnasia mental que nos cambie la perspectiva. Si acercamos mucho la vista a la piel de la persona amada, observaremos imperfecciones: manchas, arrugas, lunares. Si le aplicamos el microscopio, la cosa empeora: sobre la superficie escamosa de la epidermis abundan células muertas, bacterias, basura orgánica. Cuando, en cambio, nos separamos y contemplamos a esa persona con distancia, reconocemos en ella la figura que amamos.
De igual manera, el hipercriticismo al sistema adopta un punto de vista microscópico, parcial, cortoplacista y distorsionado por el dolor subjetivo del observador y por el ritmo de una vulgaridad cotidiana hecha espectáculo. Pero si elevamos la mirada y nos hacemos cargo de la totalidad del sistema democrático español y analizamos su devenir a largo plazo, entonces, desde esta más amplia perspectiva, que hace justicia a la objetividad del conjunto, uno presiente un ideal, aún no definido pero latente, que confusamente lo anima y lo hace progresar.
Javier Gomá es filósofo y autor de Filosofía mundana. Microensayos completos.
Javier Gomá saca de paseo a una disciplina, la filosófica, que en las últimas décadas se ha vuelto estéril socialmente, y que, lejos de abordar los dilemas del vivir, se ha dedicado a dar vueltas sobre sí misma, intentando sacudirse el complejo de inferioridad ante la ciencia, o ha sucumbido al pesimismo o la sospecha posmoderna. Gomá no concibe la filosofía como un acto privado, sino compartido, de pura comunicación.
Para Gomá, la filosofía se ha hecho poco edificante y se ha alejado de la calle en un momento en que hay una gran tarea pendiente: la de aprender (o re-aprender) a vivir una buena vida en sociedad. Precisamente, ese lazo es el que quiere recuperar en muchos de estos microensayos, que se pueden leer en el tiempo que dura un viaje en metro. Un cuestión que también fue el meollo de su tetralogía sobre la ejemplaridad (Taurus, 2014).
Gomá reclama que la filosofía vuelva a elevar sus miras y nos sirva como guía para vivir juntos, para recuperar el poder vertebrador de las buenas costumbres y las convenciones, términos cargados de connotaciones moralizantes poco gratas y desgastados por dos siglos de romanticismo y revoluciones del yo. “La cuestión moral ahora pendiente ya no es cómo ampliar la libertad subjetiva, sino cómo crear las condiciones para una convivencia pacífica entre millones de individualidades liberadas, fomentando entre ellas hábitos de amistad cívica”.
Y es que, en su opinión, el camino de la emancipación y la liberación del yo ya está agotado, y se impone un viaje de vuelta que nos haga reflexionar sobre lo que tenemos en común y sobre cómo podemos articular y gozar esa vida compartida. Porque, como recuerda el autor a menudo, ir de transgresor hoy “es como hacer topless en una playa nudista”, a pesar de tanta retórica publicitaria y tanta letra de canción invitándonos a ser uno mismo, cueste lo que cueste.
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