Si creyera tan solo en lo que veo,
creería tan poco,
tan poco…
No creería en la aurora
que, oculta entre los grises colosos
de nuestras ciudades anónimas,
cada mañana resucita la vida.
No creería en la levadura,
fermento humilde del pan
que día a día obra,
discreta y olvidada,
el milagro de saciarnos.
No creería en la semilla
ni en la fuerza apasionada que la impulsa desde la tierra
para que pueda abrirse paso y darnos fruto
desde lo pequeño, lo sencillo, lo oculto.
Ni creería en los bosques,
en su crecer tranquilo y sereno
frente al ruido que nos aturde
cuando unos pocos árboles caen
y ellos callan.
Y es que si creyera tan solo en lo que veo,
creería tan poco,
tan poco…
No creería en los maestros,
porque ellos no creerían
en la sonrisa que todavía no es,
en la ilusión que solo es cuando sonríe.
Ni creería en el silencio;
ni querría aprender a escucharlo,
a sentir la voz de lo profundo
cuando enmudecen mis historias y mis histerias,
mis ruidos y mis miedos.
No creería en la paz ni en la justicia,
ni en el poder de la alegría
ni en la fuerza del ejemplo.
Tampoco en el viento.
No creería en el futuro
que tenemos entre nuestras manos,
en la esperanza de hacerlo nuevo.
De hacerlo bueno.
Ni creería en las estrellas que no vemos
desde este edén de sueños y hormigón.
Si creyera tan solo en lo que veo,
no creería en este atardecer de la Umbría
que se pierden casi todos,
mientras nuestro amor crece,
y tú no lo sabes,
frente al tramonto, en Spoleto.
Y no creería en Ti,
que me haces ver todo en todos
y a Ti en todo.
Y así creer en lo que veo.
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