¿Sabes con qué escribo?
Escribo
Con el aire, la tierra, agua y fuego.
Escribo
Caminando, hablando, escuchando. Silencio.
Escribo
Siguiendo el camino, cruzando el arado,
sintiendo el viento.
Escribo
Viviendo, latiendo, soñando y muriendo.
Escribo
Con la sangre en la boca, la hiel en el pecho.
Escribo
Mirando el espacio, replegándome en el suelo.
Escribir es fácil.
Y
¡Es tan sencillo todo!
Ir por el campo, siguiendo el arado
como quien no hace nada
mas que mirar el cielo.
Lo más hermoso, lo más sereno.
Y mientras.
Subrayar las sílabas con tierra,
dar forma a los verbos con las manos.
Conjugar las piedras.
Rompiendo la luna,
andar por la tierra.
Tocando a los muertos de huesos inertes,
palpando los vivos expandidos en sueños.
Escribo
Por vergüenza y en claro sentimiento
de ser persona y nada.
De tanta nada,
un sueño.
Y
Escribo y escribo,
relato, cuento, re-cuento todo.
Mientras ando tranquila sobre legumbres fecundas.
Entre la tierra y el cielo,
o tal vez un infierno.
"Escribir es una manera de vivir".
Gustave Flaubert
Algunos llegaron a la literatura por vocación, por el placer de la lectura y para emular a los autores que admiraban. ahora crean por necesidad vital o simplemente lo hacen por dinero. cincuenta autores de renombre nos desvelan los secretos de su obra, los motivos por los que dedican sus vidas a la escritura.
En el principio fue el verbo... Así lo recoge San Juan en su Evangelio. La palabra que conforma el mundo, el nombre que lo explica todo. Puede que no fuera tal, puede que antes del verbo existieran cielos, mares, noche, día, estrellas, firmamento. Pero si nadie sabía cómo nombrarlos, no eran nada, absolutamente nada. Así que al principio fue el verbo, como bien dejó escrito Juan. Y a ese verbo bíblico le siguió la épica de Homero, la duda de los filósofos, la intemperie y el poder de los dioses, el amor y la guerra que nos relata la Iliada y después el delirio del Quijote y luego la soledad de Macondo.
Puede que después de episodios narrados como aquellos no hiciera falta nada más. Pero a los clásicos, que montaron todos los cimientos del templo, siguieron más generaciones -"el eslabón en la cadena ininterrumpida de la tradición", de la que alerta Vila-Matas-, algunas nuevas preguntas para cada era, nuevos problemas y por tanto conceptos nuevos, palabras nuevas. Detrás de su registro se escondía un escritor. ¿Por qué?
¿Por qué escribir? ¿Para qué nombrar? ¿Para qué contar? Para entender. Para amar y que te amen. Para saber, para conocer. Por miedo, por necesidad, por dinero. Para sobrevivir, porque no todo el mundo sabe bailar el tango, ni jugar bien al fútbol. Por costumbre, para matar la costumbre, por vivir otras vidas y revivir las propias. Por dar testimonio, porque no se sabe bien escribir, confiesa John Banville. Porque leyeron, padecieron y miraron cara a cara a la muerte.
Porque el verbo provoca desasosiego en Nélida Piñón, porque no se elige, como un amor, añade Amélie Nothomb. Por ser el masoquista que uno lleva dentro, aduce Wole Soyinka, por los arroyos y los torrentes de los libros leídos, cuenta Fernando Iwasaki, como forma de existencia, según Elvira Lindo. "Una manera de vivir", que dice Vargas Llosa parafraseando a Flaubert. Para sentirse vivo y muerto, proclama Fernando Royuela, igual que uno respira, suelta entre interrogaciones Carlos Fuentes. O para sobrevivir a ese fin, "a la necesaria muerte que me nombra cada día", testimonia Jorge Semprún.
La escritura es dolor y placer. Como el cuento, como la retórica aristotélica, se arma, se aprende. Principio y fin. Antes que nada vino el verbo, lo deja claro San Juan. También lo sabía Kafka. Pero el escritor checo pregunta: ¿Y al final? Quizás silencio, como interpreta de su obra George Steiner, con buen tino, oliéndose el apocalipsis de la destrucción europea.
Como testimonio también se mete uno entre papeles. Por el mismo motivo que Ana Frank comenzó a organizar su diario. O que la poeta rusa Anna Ajmatova, cuando se pasó 17 meses en las filas de las cárceles de Leningrado para ver a su hijo, respondió a una mujer que la reconoció y le preguntó si podría describir aquello que sí, que lo haría. "Entonces", dice Anna en Réquiem, "una especie de sonrisa se deslizó por lo que alguna vez había sido su rostro". Eso fue suficiente motivo. La emoción de la verdad, la justicia de dejar constancia. Para que otros quizás lo apliquen a su presente, para que no se vuelva a repetir.
Pero Anna Ajmatova confesó además que escribía por sentir un vínculo con el tiempo. También lo hizo por amor, por miedo al amor, por desgarro. En honor a las musas, como Shakespeare, "ese goloso de las palabras", a juicio de Steiner, en sus Sonetos: "Mi musa por educación se muerde / la lengua y calla mientras se compilan / elogios que te visten de oropeles/ y frases que las otras musas liman". Una pieza que acaba con toda una declaración de intenciones y una respuesta al gran asunto de la escritura: "Si a otros por sus dichos los respetas, / a mí, por lo que pienso, que es mi letra".
Al principio fue el verbo. Pero Shakespeare o Cervantes lo enaltecieron, lo igualaron a la medida de Dios. Porque exploraron todos los delirios y las pasiones de sus criaturas. ¿Por qué escribir? Para emularlos, sin más, podría ser. "Para parecerme a Espronceda", como suelta Caballero Bonald. Escribir porque se medita, como Descartes, como Chesterton, cuya obra nos envuelve en una paradoja sin fin. Para adentrarse en los laberintos y no necesariamente querer salir de ellos, como Borges. "Porque estamos aquí, pero querríamos estar allí", dice Antonio Tabucchi. Por emular la infancia, cuando la niña Almudena Grandes enmendaba la plana a los finales que no le gustaban, por volver a inventar historias de indios, vaqueros y pitufos, dice David Safier, porque a la hora de hacerlo, "disfrutar es una palabra que se queda corta", confiesa Ken Follet.
Para fijar la memoria, una forma de "hacer surgir los recuerdos y las imágenes", cuenta Álvaro Pombo. Para volver a vidas anteriores, a las lecturas y los tumbos que cada uno lleva en la mochila, según Arturo Pérez-Reverte. Como vicio solitario, describe Héctor Abad Faciolince, porque uno no se encuentra bien, asegura Juan José Millás. Por afición o por aflicción, que dice Gonzalo Hidalgo Bayal. O porque le gustaban las redacciones en el colegio, como descubrió Antonio Muñoz Molina. Y hasta hoy.
La palabra es agua y cada historia, el río que las lleva. El escritor es quien domina la corriente, como hicieron Dostoievski, Balzac, Galdós, Clarín, Dickens, Flaubert, Tolstoi, que siguió la estela épica de Homero como nadie. O contracorriente, como luego vinieron a hacerlo Marcel Proust, James Joyce, Valle-Inclán. Sin duda, hay que enfrentarse a ello, como dice Josep Pla en su Diccionario de Literatura, "con temperamento". O con el empeño de conocerse, a la manera de Montaigne y los grandes memorialistas posteriores del siglo XVIII, entre la verdad y la exageración pero con talento, como Casanova.
El juego, la tortura de la palabra también es lícita. Pero eso es más cometido de los poetas, como admitía Jaime Gil de Biedma. Para él, escribir era "erosionar el idioma en la forma que el idioma lo admite". Es decir, maltratar el verbo, fustigarlo, estrangularlo. Pero para resucitarlo después, como el Evangelio. A lo largo de la historia, el escritor ha visto crecer Babel y ha contribuido a entenderlo. Pero hubo también un tiempo, en el siglo XX, que lo aniquiló, que se arrojó al apocalipsis con la II Guerra Mundial. Disfrutemos en esta nueva era. Todos los motivos, todas las respuestas que se les ocurran a quienes deben contar nuestra historia son válidas.
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