Jack London,
salvaje y completo
salvaje y completo
"Propongo un brindis: por el hombre que en las noches recorre los caminos. Que no le falte comida, que no flaqueen las patas de sus perros, que no le falle ninguna cerilla. En fin, que Dios le ayude..." Jack London (Por el hombre que está en la pista)
Con apenas ocho primaveras Jack London (1876-1916) devoró una novela que jamás olvidaría. Era la historia de un joven campesino italiano sin estudios ni recursos que se convertía en un famoso compositor de ópera. Él también era pobre y algo le removieron dentro aquellas páginas porque tiempo después, ya como escritor consolidado (y adinerado), admitió que no hubiese llegado a ningún lugar sin haber leído «Signa», de Ouida. Mencionó, además, la suerte, la salud, su buena cabeza y su precocidad con la pluma. Con esas armas se enfrentó a un destino cruel, que dibujó un camino más increíble que cualquier ficción, pero que recordaba inevitablemente al de aquel músico italiano: ese que le llevó desde la fábrica en la que trabajaba con catorce años al estrellato literario, pasando por los escenarios y vivencias más estrambóticas, como la pesca furtiva de ostras, la búsqueda de oro en el río Klondike o su frustrada experiencia como vagabundo. Con todos estos golpes que le dio la vida, el estadounidense construyó una obra salvaje, que exploró los límites de lo humano en casi doscientos cuentos, escritos en solo 23 años de oficio autodidacta.
London escribió en los años del auge de la narrativa breve en Estados Unidos, sin duda la distancia en la que mejor se movió. «El salto del siglo XIX al XX trajo avances tecnológicos capaces de abaratar el precio del papel y renovar las tecnologías de impresión con la aparición del fotograbado. El consumo se disparó y algunas marcas comerciales encontraron en las revistas literarias el canal ideal para publicitar sus productos entre el gran público», explica en el prólogo Jesús Egido, editor de la obra. En este ambiente toda una generación de autores tuvo el lujo de vivir del cuento, pero London fue el pionero de los Hemingway y Fitzgerald que llegarían después (y que contraerían una deuda inevitable con su prosa). Sus primeros trabajos, que datan de la última década del XIX, fueron mutilados o rechazados por editores que no le respetaban y que cortaban todo aquello que no casase con «el estilo de la casa». Él aceptaba (entonces lo importante era no morirse de hambre) pero siempre tuvo el tino de guardar sus originales. Estos son los que ahora se presentan, incluyendo 36 historias inéditas.
Estos relatos tempranos nos permiten ver, según comenta Egido, «cómo va madurando desde sus primeros pinitos literarios, apenas crónicas o impresiones de sus viajes, hasta ir afilando su pluma con la madurez del oficio». Ya se nota en ellos la pulsión entre los intereses comerciales y sus aspiraciones artísticas, una tensión que lo acompañaría durante toda su carrera. Siempre quiso conocer los gustos de los lectores al mismo tiempo que exploraba nuevos territorios creativos, tocando temas tan atractivos como insólitos para el lector de entonces, puliendo su estilo hasta conseguir que cada frase sangrase por cuenta propia. Aunque a veces renegó de este fructífero baile («no hagáis lo que yo hago, haced lo que yo os digo», decía a sus pupilos, preocupado por no ser fiel a sus principios), lo cierto es que consiguió llevar a la literatura norteamericana a nuevos lugares.
Escribió sobre alcoholismo, enfermedades mentales, boxeo, tauromaquia, ecología, extraterrestres, socialismo, explotación sexual y un sinfín de asuntos más. Tuvo la habilidad de moverse en diferentes registros, pero será recordado por sus aventuras, por esas historias donde los personajes sobreviven a la naturaleza extrema, por su talento para describir los límites donde la vida se estrecha pero brilla más que nunca. «Es el gran narrador de aventuras, el que lleva ese género a la gran literatura, el que lo sacraliza», resume el escritor Luis Alberto de Cuenca, que lo sitúa entre los cuatro grandes escritores de la narrativa breve universal, junto a Guy de Maupassant, Antón Chéjovy Edgar Allan Poe.
Las mejores aventuras de sus cuentos fueron antes vivencias, que dotaron a su voz de una inmediatez y una credibilidad difíciles de alcanzar para el que solo imagina. En London, lo que no te mata te da historias. Así construyó la fría saga del Norte, presente en este volumen, que alberga alguna de las joyas que lo lanzaron al éxito como «El silencio blanco» o «Encender una hoguera». Para forjarlas, acudió a las penurias de su participación en la fiebre del oro de Klondike, donde soportó temperaturas gélidas que le cubrieron el cuerpo de llagas y le reportaron dolores terribles en la cadera y en los músculos de las piernas. «En el Klondike me encontré a mí mismo. Allí se ven las cosas con perspectiva», confesó en su día.
Con ese pulso, el autor de «La llamada de lo salvaje» se convirtió en un hombre de fortuna. Logró escalar desde el umbral de la pobreza en el que había nacido hasta convertirse en uno de los escritores más cotizados de su tiempo. Huyó de la ciudad y se instaló en el campo, concretamente en un rancho de 400 hectáreas en Glen Ellen (California), donde cultivó ideas ecologistas (en esto también fue un adelantado) que impregnarían buena parte del resto de sus escritos. Ya instalado en las cimas del éxito, empezó a coleccionar malas decisiones y botellas vacías. En 1906 mandó construir un barco, el Snark, para dar la vuelta al mundo. No pasó de las islas Marquesas, pero sufrió un ataque de psoriasis que muchos confundieron con lepra. El navío, que le había costado más de 35.000 dólares, una locura en la época, lo dejó al borde de la ruina. La calidad de su textos bajó mientras se acercaban sus últimos días, en los que se limitaba a escribir encargos o a crear historias inspiradas en ideas que le «regalaban». El 22 de noviembre de 1916 se despedía de este mundo, no sabemos si con un suicidio o con un fuerte ataque de uremia. No llegó a soplar más de 40 velas, pero en su corta vida se convirtió en un monstruo del cuento.
Jack London:
Cuando uno menciona a Jack London, las referencias contemporáneas más comunes que se vienen a la mente son "La llamada de la selva" y "Colmillo blanco", pero al mirar más de cerca al autor, nos damos cuenta de lo profunda, variada e interesante que fueron su vida y obras. Muchos lo consideran el principal autor de Estados Unidos y allanó el camino para otros grandes como Orwell y Aldous Huxley. De hecho, su novela "El talón de hierro "se considera una fuente de inspiración para la novela de Orwell, 1984.
Fue el primer autor que se hizo verdaderamente rico durante su vida al vender su obra, sin embargo, esto no sucedió de la noche a la mañana: London fue rechazado más de 600 veces antes de que su primera historia se publicara.
Incluso la llegada de John Griffith Chaney (nombre que probablemente llevó al nacer) a este mundo fue contra viento y marea. Su madre intentó suicidarse dos veces mientras estaba embarazada, y una madre adoptiva cuidó de él durante la mayor parte de su juventud. El nombre ‘London’ le fue dado por su padrastro.
Durante su corta vida, London pareció haber vivido infinidad de vidas diferentes, ya sea personal o profesionalmente. A la edad de 18 años, ya había trabajado como pescador furtivo de ostras, trabajó en el sellado de buques y fábricas de conservas, y formó parte de una banda de vagabundos. A los 17 años, pasó treinta días en la penitenciaría de Erie County en Buffalo (Nueva York) por vagabundeo, una experiencia que según el prolífico escritor definió como “inconcebible”.
Finalmente, completó la escuela secundaria y consiguió entrar en la Universidad de California, algo que había sido un gran sueño para él. Sin embargo, tuvo que dejarlo sin llegar a graduarse por problemas financieros. En 1897, London y su cuñado James Shepard zarparon para unirse a la fiebre del oro de Klondike, que sería más adelante fuente de inspiración para algunas de sus obras más famosas. En Klondike, London, se enfermó gravemente de escorbuto y comenzó a escribir. Cuando regresó a su hogar, decidió convertirse en un escritor de éxito comercial y se propuso escribir 1000 palabras diarias. Con un amplio repertorio, escribió sobre temas tan variados como aventuras, política, humanidad y supervivencia, a menudo basándose en sus propias experiencias personales.
Además de escribir ficción, London fue corresponsal en Japón (donde fue arrestado cuatro veces), miembro de la Sociedad Bohemia y se casó dos veces – su primera esposa, Bess Maddern, fue una elección pragmática que finalmente resultó insatisfactoria, mientras que su segundo matrimonio con Charmian Kittredge fue descrito como un alma gemela y compañera apasionada.
Otros intereses incluyen la pasión por el boxeo, el activismo animal y, definitivamente, disfrutar de un buen trago.
London murió a la edad de 40 años, por una sobredosis de morfina. No se sabe si fue accidental o deliberada, sin embargo, los rumores de que fue un suicidio parecen meras especulaciones apoyadas en los incidentes que tienen lugar en sus escritos de ficción.
La Llamada De Lo Salvaje (2020) Tráiler Oficial Español
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Tom King rebañó el plato con el último trozo de pan para recoger la última partícula de gachas, y masticó aquel bocado final lentamente y con semblante pensativo. Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. É1 era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado. La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y le observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza. La vecina del piso de enfrente la había prestado la harina para las gachas. Los dos medios peniques que le quedaban los había invertido en pan. Tom King se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que crujió al recibir su peso. Con un movimiento maquinal, se llevó la pipa a la boca e introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Al no encontrar tabaco, se dio cuenta de su distracción y, lanzando un gruñido de contrariedad, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos y premiosos, como si el extraordinario volumen de sus músculos le abrumara. Era un hombre macizo, de rostro impasible y aspecto nada simpático. Llevaba un traje viejo y lleno de arrugas, y sus destrozados zapatos eran demasiado endebles para soportar el peso
de las gruesas suelas que les había puesto él mismo hacía ya bastante tiempo. Su camisa
de algodón (un modelo de no más de dos chelines) tenía el cuello deshilachado y unas
manchas de pintura que no se quitaban con nada.
Bastaba verle la cara a Tom King para comprender cuál era su profesión. Aquel rostro
era el típico del boxeador, del hombre que ha pasado muchos años en el cuadrilátero y
que, a causa de ello, ha desarrollado y subrayado en sus facciones los rasgos característicos
del animal de lucha. Era una fisonomía que intimidaba, y para que ninguno
de aquellos rasgos pasara inadvertido iba perfectamente rasurado. Sus labios informes, de
expresión extremadamente dura, daban la impresión de una cuchillada que atravesara su
rostro. Su mandíbula inferior era maciza, agresiva, brutal. Sus ojos, de perezosos
movimientos y dotados de gruesos párpados, apenas tenían expresión bajo sus tupidas _y
aplastadas cejas. Estos ojos, lo más bestial de su semblante, realzaban el aspecto de
brutalidad del conjunto. Parecían los ojos soñolientos de un león o de cualquier otro
animal de presa. La frente hundida y angosta lindaba con un cabello que, cortado al cero,
mostraba todas las protuberancias de aquella cabeza monstruosa. Una nariz rota por dos
partes y aplastada a fuerza de golpes, y una oreja deforme, que había crecido hasta
adquirir el doble de su tamaño y que hacía pensar en una coliflor, completaban el cuadro.
Y en cuanto a su barba, aunque recién afeitada, apuntaba bajo la piel, dando a su tez un
tono azulado negruzco.
Si bien aquella fisonomía era la de uno de esos hombres con los que no deseamos
encontrarnos a solas en un callejón oscuro o en un lugar apartado, Tom King no era un
criminal ni había cometido nunca una mala acción.
Dejando aparte las reyertas en que se
había visto mezclado y que eran cosa corriente en los medios que frecuentaba, no había
hecho daño a nadie. No se le consideraba un pendenciero. Era un profesional de la
contienda y reservaba toda su combatividad para sus apariciones en el ring. Fuera del
tablado, era un hombre bonachón, de movimientos tardos, y en su juventud, cuando
ganaba el dinero a espuertas, había sido, no ya generoso, sino despilfarrador. Para él el
boxeo era un negocio. Cuando estaba en el cuadrilátero, pegaba con intención de hacer
daño, de lesionar, de destruir; pero no había animosidad en sus golpes: era una simple
cuestión de intereses. El público acudía y pagaba para ver cómo dos hombres se vapuleaban
hasta que uno de ellos quedaba inconsciente. El vencedor se quedaba con la parte
del león de la bolsa. Hacía veinte años, cuando Tom King se enfrentó con el «Salta
Ojos», de Woolloomoolloo, sabía que la mandíbula de su contrincante sólo estaba firme desde hacía cuatro meses, pues anteriormente se la habían partido en un combate
celebrado en Newcastle. Por eso dirigió todos sus golpes contra ella, y consiguió
fracturarla nuevamente en el noveno asalto. No le movía ningún resentimiento contra su
adversario: procedió así porque era el medio más seguro de dejar fuera de combate a
aquel hombre y, de este modo, ganar la mayor parte de la bolsa ofrecida. En cuanto al
«Salta Ojos», no le guardó rencor alguno. Ambos sabían que así era el boxeo, y había que
atenerse a sus reglas.
Tom King no era nada hablador. En aquel momento en que permanecía sentado junto a
la ventana, se hallaba sumido en un huraño silencio, mientras se miraba las manos. En el
dorso de ellas se destacaban las venas gruesas e hinchadas. El aspecto de los nudillos,
aplastados, estropeados, deformes, atestiguaba el empleo que había hecho de ellos. Tom
no había oído decir nunca que la vida de un hombre dependía de sus arterias, pero sabía
muy bien lo que significaban aquellas venas prominentes, dilatadas. Su corazón había
hecho correr demasiada sangre por ellas a una presión excesiva. Ya no funcionaban bien.
Habían perdido la elasticidad, y su distensión había acabado con su antigua resistencia.
Ahora se fatigaba fácilmente. Ya no podía resistir un combate a veinte asaltos con el
ritmo acelerado de antes, con fuerza y violencia sostenidas, luchando infatigablemente
desde que sonaba el gong, acosando sin cesar a su adversario, retrocediendo hasta las
cuerdas o llevando a su oponente hacia ellas, recibiendo golpes y devolviéndolos. Ya no
multiplicaba su acometividad y la rapidez de sus golpes en el vigésimo y último asalto,
levantando al público de sus asientos y provocando sus aclamaciones, cuando él
acometía, pegaba, esquivaba, hacía caer una lluvia de golpes sobre su adversario y recibía
otra igual mientras su corazón no dejaba de enviar, con impetuosa fidelidad, sangre a sus
venas jóvenes y elásticas. Sus arterias, dilatadas durante el combate, se encogían de
nuevo, pero no del todo; al principio, esta diferencia era imperceptible, pero cada vez
quedaban un poco más distendidas que la anterior. Se contempló las venas y los
estropeados nudillos. Por un momento le pareció ver los magníficos puños que tenía en
su juventud, antes de romperse el primer nudillo contra la cabeza de Benny Jones,
apodado el «Terror de Gales».
Experimentó de nuevo la sensación de hambre.
- ¡Lo que daría yo por un buen bistec! -murmuró, cerrando sus enormes puños y
lanzando un juramento en voz baja.
-He ido a la carnicería de Burke y luego a la de Sawley - dijo la mujer en son de
disculpa.
- ¿Y no te quisieron fiar?
- Ni medio penique. Burke me dijo que...
Vacilaba, no se atrevía a seguir.
- ¡Vamos! ¿Qué dijo?
-Que como esta noche Sandel te zurraría de lo lindo, no quería aumentar tu cuenta, ya
es bastante crecida.
Tom King lanzó un gruñido por toda respuesta. Se acordaba del bulldog que tuvo en su
juventud, al que echaba continuamente bistecs crudos. En aquella época, Burke le habría
concedido crédito para mil bistecs. Pero los tiempos cambian. Tom King estaba
envejecido, y un viejo que tenía que enfrentarse con un boxeador joven en un club de
segunda categoría, no podía esperar que ningún comerciante le fiase.
Aquella mañana se había levantado con el deseo de comer un bistec, y aquel deseo no
le había abandonado. No había podido entrenarse debidamente para aquel combate. En
Australia el año había sido de sequía y los tiempos eran difíciles. Había dificultades para
encontrar trabajo, fuera de la índole que fuere. No había tenido sparring, no siempre
había comido los alimentos debidos y en la cantidad necesaria. Había trabajado varios
días como peón en una obra, y algunas mañanas había corrido para hacer piernas. Pero
era difícil entrenarse sin compañero y teniendo que atender a las necesidades de una
esposa y dos hijos. Cuando se anunció su combate con Sandel, los tenderos apenas le
concedieron un poco más de crédito. El secretario del Gayety Club le adelantó tres libras
-La cantidad que percibiría si perdía el combate-, y se negó a darle un céntimo más. De
vez en cuando consiguió que sus antiguos compañeros le prestasen unos chelines, pero no pudieron prestarle más, porque corrían malos tiempos y ellos también pasaban sus
apuros. En resumen, que era inútil tratar de ocultarse que no estaba debidamente preparado
para la pelea. Le había faltado comida y le habían sobrado preocupaciones. Además,
ponerse «en forma» no es tan fácil para un hombre de cuarenta años como para otro de
veinte.
- ¿Qué hora es, Lizzie? - preguntó.
Su mujer fue a preguntarlo a la vecina y, al regresar, le dio la respuesta.
-Las ocho menos cuarto.
- El primer match empezará dentro de unos minutos - observó Tom -. No es más que un
combate de prueba. Después hay un encuentro a cuatro asaltos entre Dealer Wells y
Gridley, y luego uno a diez asaltos entre Starlight y un marinero. Yo aún tengo para una
hora.
Otros diez minutos de silencio, y Tom se puso en pie.
- La verdad es, Lizzie, que no me he entrenado todo lo que debía.
Cogió el sombrero y se dirigió a la puerta. No le pasó por la imaginación besar a su
mujer - nunca la besaba al marcharse -, pero aquella noche ella lo hizo por su cuenta y
riesgo: le echó los brazos al cuello y le obligó a inclinarse hacia su rostro. Se veía
menudita y frágil junto al macizo corpachón de su marido.
- Buena suerte, Tom - le dijo -. Tienes que ganar.
- Sí, tengo que ganar - repitió él -. Ni más ni menos.
Se echó a reír, tratando de mostrarse despreocupado, mientras ella se apretaba más
contra él. Tom contempló la desnuda estancia por encima del hombro de su esposa.
Aquel cuartucho, del que debía varios meses de alquiler, era, con Lizzie y los niños,
cuanto tenía en el mundo. Y aquella noche salía en busca de comida para su hembra y sus
cachorros, no como el obrero de hoy que va a la fábrica, sino al estilo antiguo, primitivo,
arrogante y animal de las bestias de presa.
-Tengo que ganar -volvió a decir a su esposa, esta vez con un rictus de desesperación -.
Si gano, son treinta libras, con lo que podré pagar todas las deudas y, además, verme un
buen sobrante en el bolsillo. Si pierdo, no me darán nada, ni un penique para tomar el
tranvía de vuelta, pues el secretario ya me ha dado todo lo que me correspondería en caso
de perder. Adiós, mujercita. Si gano, volveré inmediatamente.
- Te espero - dijo ella cuando Tom estaba ya en el rellano.
Había más de tres kilómetros hasta el Gayety y, mientras los recorría, recordó sus días
de triunfo, cuando era el campeón de pesos pesados de Nueva Gales del Sur. Entonces
habría tomado un coche de punto para ir al combate, y con toda seguridad, alguno de sus
admiradores se habría empeñado en pagar el coche para tener el privilegio de
acompañarle. Entre estos admiradores se contaban Tommy Burns y el yanqui Jack
Johnson, que poseían automóvil propio. ¡Y ahora tenía que ir a pie! Como todo el mundo
sabe, una marcha de tres kilómetros no es la mejor preparación para un combate. Él era
un viejo para el pugilismo, y el mundo no trata bien a los viejos. Él sólo servía ya para
picar piedra, e incluso para esto era un obstáculo su nariz rota y su oreja hinchada. Ojalá
hubiera aprendido un oficio. A la larga, habría sido mejor. Pero nadie se lo había
enseñado. Por otra parte, una voz interior le decía que él no habría prestado atención si alguien hubiera tratado de enseñárselo. Su vida fue demasiado fácil. Ganó mucho dinero.
Tuvo combates duros y magníficos, separados por períodos de descanso y holgazanería.
Estuvo rodeado de aduladores que se desvivían por acompañarle, por darle palmadas en
la espalda, por estrecharle la mano; de petimetres que le invitaban a beber para tener el
privilegio de charlar con él cinco minutos. Además, ¡aquellos magníficos combates ante
un público delirante de entusiasmo! ¡Y aquel último asalto en que se lanzaba a fondo como un torbellino y el árbitro le proclamaba vencedor! ¡Y leer su nombre en las secciones
deportivas de todos los periódicos al día siguiente...!
¡Ah, qué tiempos aquéllos! Pero, de pronto, su mente tarda y premiosa comprendió que
en aquellos lejanos días él dejaba fuera de combate a los viejos. Él era entonces la
juventud que despuntaba, y sus adversarios la vejez que decaía. Era natural que resultara
fácil para él: ellos tenían las venas hinchadas, los nudillos rotos y los huesos
desvencijados por una larga serie de combates. Recordaba el día en que «noqueó» al
maduro Stowsher Bill en Rush-Cutters Bay al decimoctavo asalto y luego le vio llorando
en los vestuarios, llorando como un niño. Acaso el viejo Bill debía también varios meses
de alquiler, y acaso le esperaban en su casa su mujer y sus hijos. ¡Y quién sabe si aquel
mismo día, el del combate, había sentido el deseo de comerse un buen bistec! Bill
combatió valientemente, recibiendo a pie firme una soberana paliza. Ahora que él pasaba
el mismo calvario, comprendía que aquella noche de hacía veinte años, Bill luchó por
algo más importante que su adversario, el joven Tom King, que sólo trataba de ganar
dinero y gloria fácilmente. No era extraño que Stowsher Bill hubiese llorado en los
vestuarios amargamente después del combate.
No cabía duda de que cada púgil podía soportar un número limitado de combates. Era
una ley inflexible del boxeo. Unos podían librar cien encuentros durísimos, otros sólo
veinte. Cada cual, según sus dotes físicas, podía subir al ring tantas o cuantas veces.
Después, quedaba al margen.
Él se había pasado de la raya, había librado más combates encarnizados de los que
debía, encuentros en que el corazón y los pulmones parecía que iban a estallar;
contiendas que hacían perder elasticidad a las arterias y convertían un cuerpo esbelto y
juvenil en un montón de músculos nudosos; combates que desgastaban los nervios y los
músculos, el cerebro y los huesos, por obra del esfuerzo. Sí, él había resistido más que
nadie. No quedaba ya ni uno solo de sus antiguos compañeros. Él era el último de la vieja
guardia. Había visto cómo iban cayendo todos y había contribuido a poner punto final a
la carrera de algunos de ellos.
Le opusieron a los boxeadores ya viejos y él fue liquidando uno tras otro. Y después,
cuando los veía llorar en los vestuarios, como había llorado el viejo Stowsher Bill, se
reía. Pero ahora el viejo era él, y a su vez tenía que enfrentarse con los jóvenes. Con
Sandel, por ejemplo. Había llegado de Nueva Zelanda precedido de un brillante historial.
Pero como en Australia aún era un desconocido, se acordó enfrentarlo con el viejo Tom
King. Si Sandel hacía un buen combate, se le opondrían mejores púgiles y las bolsas
serían más crecidas. Así, pues, era de esperar que luchara como un demonio. Aquel
combate era decisivo para él, ya que si ganaba tendría dinero, cobraría nombre y habría
dado el primer paso de una brillante carrera. Tom King no era para él más que el muro
viejo que le cerraba el paso a la fama y la fortuna. En cambio, a lo único que Tom King
podía aspirar era a recibir treinta libras, que le servirían para pagar al dueño de la casa y a
los tenderos. Y mientras cavilaba así, Tom King vio alzarse ante sus ojos hinchados el
cuadro de la juventud triunfadora, exuberante e invencible, de músculos suaves y piel sedosa,
de corazón y pulmones que no sabían lo que era el cansancio y se reían del jadeo de
los viejos. Los jóvenes destruían a los viejos sin pensar que, al hacerlo, se destruían a sí mismos, dilatando sus arterias y aplastando sus nudillos, para ser, al fin, aniquilados por
una nueva generación de jóvenes. Pues la juventud ha de ser siempre joven.
Al llegar a la calle de Castlereagh, dobló a la izquierda y, después de recorrer tres
manzanas, llegó al Gayety. Una multitud de golfillos apiñados frente a la puerta se
apartaron respetuosamente al verle y oyó que decían:
- ¡Es Tom King!
Una vez dentro, cuando se dirigía a los vestuarios, encontró al secretario, un joven de
mirada viva y expresión astuta, que le estrechó la mano.
- ¿Cómo te encuentras, Tom? - le preguntó.
- Estupendamente - respondió King, a sabiendas de que mentía y de que le hacía tanta
falta un buen bistec, que si tuviera una libra, la daría a cambio de él sin vacilar.
Cuando salió de los vestuarios, seguido por sus segundos, y se dirigió al cuadrilátero,
que se alzaba en el centro de la sala, estalló una tempestad de aplausos y vítores en el
público. Él res pondió saludando a derecha e izquierda, aunque conocía muy pocas de
aquellas caras. En su mayoría, eran muchachos que aún tenían que nacer cuando él
cosechaba sus primeros laureles en el ring. Saltó con ligereza a la alta plataforma y,
después de pasar entre las cuerdas, se dirigió a su ángulo y se sentó en un taburete
plegable. Jack Ball, el árbitro, se acercó a él para estrecharle la mano. Ball era un
boxeador fracasado que desde hacía diez años no pisaba el ring como púgil. King se
alegró de tenerlo por árbitro. Ambos eran veteranos. Si él apretaba las tuercas a Sandel
algo más de lo que permitía el reglamento, sabía que Ball haría la vista gorda.
Subieron al tablado, uno tras otro, varios jóvenes aspirantes a la categoría de pesos
pesados, y el árbitro los fue presentando sucesivamente al público. Asimismo, expuso sus
carteles de desafío.
- Young Pronto -anunció Ball-, de Sidney del Norte, reta al ganador por cincuenta
libras.
El público aplaudió y los aplausos se renovaron cuando Sandel trepó ágilmente al ring
y fue a sentarse en su rincón. T
om King, desde el ángulo opuesto, lo miró con curiosidad,
pensando que minutos después ambos estarían enzarzados en implacable combate, y
pondrían todo su empeño en noquearse. Pero apenas pudo ver nada, pues Sandel llevaba,
como él, un mono de entrenamiento sobre su calzón corto de pugilista. Su cara era muy
atractiva. Estaba coronada por un mechón rizado de pelo rubio, y su cuello grueso y
musculoso anunciaba un cuerpo de atleta verdaderamente magnífico. -
Young Pronto se dirigió sucesivamente a los dos ángulos y, después de estrechar las
manos a los boxeadores, salió del ring. Continuaron los desafíos. Un joven tras otro
pasaba entre las cuerdas. Aquellos muchachos desconocidos pero ambiciosos es. taban
convencidos, y así lo pregonaban, de que con su fuerza y destreza eran capaces de
medirse con el vencedor. Unos años antes, cuando su carrera se hallaba en su apogeo y él
se consideraba invencible, aquellos preliminares hubieran divertido y aburrido a Tom
King. Pero a la sazón los contemplaba fascinado, incapaz de apartar de sus ojos la visión
de la juventud. Siempre existirían aquellos jóvenes que subían al ring, y saltaban por las
cuerdas para lanzar su reto a los cuatro vientos; y siempre tendrían que caer ante ellos los
boxeadores gastados. Ascendían hacia el éxito trepando sobre los cuerpos de los viejos
púgiles. Y continuaban afluyendo en número creciente, como una oleada de juventud
incontenible que arrollaba a los viejos, para envejecer a su vez y seguir el camino
descendente, a impulsos de la juventud eterna, de los nuevos mozos que desarrollaban sus músculos y derribaban a sus mayores, mientras tras ellos se formaba una nueva masa de
jóvenes. Y así ocurriría hasta el fin de los tiempos, pues aquella juventud voluntariosa era
algo inseparable de la humanidad.
King dirigió una mirada al palco de la prensa y saludó con un movimiento de cabeza a
Morgan, del Sportsman, y a Corbett, del Referee. Luego tendió las manos para que Sid Sullivan y Charles Bates, sus segundos, le pusieran los guantes y se los atasen fuertemente,
bajo la atenta fiscalización de uno de los segundos de Sandel, que ya había
examinado con ojo crítico las vendas que cubrían los nudillos de King. Uno de los
segundos de Tom cumplía la misma misión en el ángulo ocupado por Sandel. Este levantó
las piernas para que le despojasen de los pantalones del mono y luego se levantó
para que acabaran de quitarle la prenda por la cabeza. Tom King vio entonces ante sí una
encarnación de la juventud, un pecho ancho y desbordante de vigor, unos músculos
elásticos que se movían como seres vivos bajo la piel blanca y satinada. Todo aquel
cuerpo estaba pletórico de vida, de una vida que aún no había dejado escapar nada de ella
por los doloridos poros en los largos combates en que la juventud ha de pagar su tributo,
dejando algo de ella misma en los tablados.
Los dos púgiles avanzaron hacia el centro del cuadrilátero y cuando los segundos
saltaron por las cuerdas, llevándose los taburetes plegables, ellos simularon estrecharse
las manos enguantadas e inmediatamente se pusieron en guardia. Acto seguido, como un
mecanismo de acero puesto en marcha por un fino resorte, Sandel se lanzó al ataque.
Asestó a Tom un gancho de izquierda al entrecejo y un derechazo a las costillas. Luego,
entre fintas y sin cesar de saltar sobre las puntas de los pies, se alejó ligeramente de su
contrincante para volverse a acercar en seguida, ágil y agresivo. Era un boxeador rápido e
inteligente, que había iniciado la pelea con una espectacular exhibición. El público
vociferaba entusiasmado. Pero King no se dejó impresionar. Había librado demasiados
encuentros y había visto a demasiados jóvenes. Supo apreciar el verdadero valor de
aquellos golpes: eran demasiado rápidos y hábiles para ser peligrosos. Evidentemente,
Sandel trataba de forzar el curso del combate desde el comienzo. No le sorprendió. Esto
era muy propio de la juventud, inclinada a malgastar sus espléndidas facultades en
furiosos ataques y locas acometidas, alentada por un ilimitado deseo de gloria que redoblaba
sus fuerzas.
Sandel atacaba, retrocedía, estaba aquí y allá, en todas partes. Con pies ligeros y
corazón vehemente, deslumbrante con su carne blanca y sus potentes músculos, tejía un
ataque maravilloso, saltando y deslizándose como una ardilla, eslabonando mil movimientos
ofensivos, todos ellos encaminados a la destrucción de Tom King, del hombre
que se alzaba entre él y la fortuna. Y Tom King soportaba pacientemente el chaparrón.
Conocía su oficio y sabía cómo era la juventud, ahora que la había perdido. Se dijo que
tenía que esperar a que su oponente fuese perdiendo fogosidad, y sonrió para sus adentros
mientras se agachaba para parar un fuerte directo con la base del cráneo. Era una argucia
innoble, pero correcta, según el reglamento del pugilismo.
El boxeador tenía que velar
por sus nudillos y, si se empeñaba en golpear a su adversario en la cabeza, allá él. King
podía haberse agachado más para que el golpe no le alcanzara, pero se acordó de sus
primeros encuentros y de cómo se partió por primera vez un nudillo contra la cabeza del
«Terror de Gales». Aun ajustándose a las reglas del juego, al agacharse había atentado
contra los nudillos de Sandel. De momento, éste no lo notaría. Seguro de sí mismo e
indiferente, seguiría propinando golpes con la misma fuerza durante todo el combate.
Pero, andando el tiempo, cuando en su historial tuviera muchos encuentros, el nudillo lesionado se resentiría, y entonces él, volviendo la vista atrás, recordaría el potente golpe
asestado a la cabeza de Tom King.
El primer asalto lo ganó Sandel por puntos. El joven boxeador mantuvo a la sala en vilo
con sus fulminantes arremetidas. Lanzó sobre King un verdadero diluvio de golpes, y
King no devolvió ni uno solo: se limitó a cubrirse, mantener una guardia cerrada,
esquivar y llegar a veces al cuerpo a cuerpo para eludir el castigo. De vez en cuando,
hacía alguna finta, movía la cabeza cuando encajaba un directo, e iba evolucionando imperturbable por el ring, sin saltar ni bailar para no malgastar ni un átomo de energías.
Debía dejar que Sandel desahogara el ardor de su juventud, y sólo entonces replicarle,
pues no debía olvidar sus cuarenta años.
Los movimientos de King eran lentos y metódicos. Sus ojos, casi inmóviles bajo los
gruesos párpados, le daban el aspecto de un hombre adormilado y aturdido. Sin embargo,
no se le escapaba ningún detalle: su experiencia de más de veinte años le permitía verlo
todo.
Sus ojos no pestañeaban ni se desviaban al recibir un golpe, porque así podían ver y
medir mejor las distancias.
Cuando, al terminar el asalto, fue a sentarse en su rincón para descansar, se recostó con
las piernas extendidas y apoyó los brazos en el ángulo recto que formaban las cuerdas.
Entonces su pecho y su abdomen empezaron a subir y a bajar en profundas aspiraciones,
mientras le acariciaban el rostro el aire de las toallas con que le abanicaban sus segundos.
Con los ojos cerrados, Tom King escuchaba el clamoreo del público.
- ¿Por qué no luchas, Tom? -le gritaron- ¿Es que tienes miedo?
-Le pesan los músculos -oyó que comentaba un espectador de primera fila- No puede
moverse con más rapidez. ¡Dos libras contra una a favor de Sandel!
Sonó el gong y los dos púgiles abandonaron sus rincones. Sandel recorrió tres cuartas
partes del cuadrilátero, ansioso de reanudar la contienda. King apenas se apartó de su
rincón. Esto formaba parte de su plan de ahorro de fuerzas.
No había podido entrenarse
como era debido, no había comido lo suficiente, y el menor movimiento innecesario tenía
su importancia. Además, había que tener en cuenta que había recorrido a pie más de tres
kilómetros antes de subir al ring. Aquel asalto fue una repetición del primero: Sandel
atacaba en tromba y el público, indignado, abucheaba a King al ver que no combatía.
Aparte algunas fintas y varios golpes lentos e ineficaces, se limitaba a mantener una
guardia cerrada, parar golpes y agarrarse al adversario. Sandel deseaba acelerar el ritmo
del combate, y King, hombre de experiencia, se negaba a secundarlo. En su rostro
deformado por los golpes había una melancólica sonrisa, y Tom seguía economizando
fuerzas celosamente, como sólo puede hacerlo un boxeador maduro. Sandel era joven y
derrochaba sus energías con la prodigalidad propia de su juventud. El generalato del ring
correspondía a Tom, y suya era también la sabiduría cosechada a costa de largos y
dolorosos combates. Observaba a su adversario con mirada fría y ánimo sereno,
moviéndose lentamente, en espera de que se agotara el ardor de Sandel. Para la mayoría
de espectadores, aquello era buena prueba de que King era incapaz de medirse con su
joven adversario, opinión que expresaban en voz alta, apostando a razón de tres a uno a
favor de Sandel. Pero aún quedaban algunos espectadores prudentes que conocían a King
desde hacía años y aceptaban estas ofertas, con grandes esperanzas de ganar.
El tercer asalto comenzó como los anteriores. Sandel llevaba la iniciativa y castigaba
duramente a su adversario. Pero, aún no había transcurrido medio minuto, el joven,
excesivamente confiado, se olvidó de cubrirse, y los ojos de King centellearon a la vez
que su brazo derecho se lanzaba como un rayo hacia adelante. Fue su primer golpe de
verdad: un gancho reforzado, no sólo por el hábil movimiento del brazo, sino por el peso de todo el cuerpo. El león adormecido acababa de lanzar un imprevisto zarpazo. Sandel,
tocado en un lado de la mandíbula, cayó como un buey abatido por el matarife. El público
se quedó pasmado: algunos aplaudieron tímidamente, mientras por toda la sala corrían
murmullos de admiración. ¡Caramba, caramba! King no tenía los músculos tan
embotados como se creía, sino que era capaz de asestar verdaderos mazazos.
Sandel quedó casi inconsciente, hizo girar su cuerpo hasta ponerse de costado e intentó
levantarse, pero, al oír los gritos de sus segundos que le aconsejaban esperar hasta el
último instante, no acabó de ponerse en pie, sino que quedó con una rodilla en el suelo. El
árbitro se inclinó hacia él y empezó a contar los segundos con voz estentórea junto a su
oído. Cuando oyó decir «!nueve!», Sandel se levantó con gesto agresivo, y Tom King
hubo de hacerle frente, mientras se lamentaba de no haberle dado el golpe un par de
centímetros más cerca del mentón, pues entonces habría conseguido el fuera de combate
y vuelto a casa con treinta libras para su mujer y sus hijos.
El asalto continuó hasta que se cumplieron los tres minutos reglamentarios. Sandel
empezó a mirar con respeto a su oponente. Por su parte, King seguía moviéndose con
lentitud y su mirada aparecía tan soñolienta como antes. Cuando el asalto estaba a punto
de terminar, King se dio cuenta de ello al ver a los segundos agazapados junto al
cuadrilátero. Estaban preparados para subir, pasando entre las cuerdas. Entonces llevó el
combate hacia su rincón, y, cuando sonó el gong, pudo sentarse inmediatamente en el
taburete que ya tenía preparado. En cambio, Sandel tuvo que cruzar de ángulo a ángulo
todo el ring para llegar a su sitio. Esto era una pequeñez, pero muchas pequeñeces juntas
pueden formar algo importante. Al verse obligado a dar aquellos pasos de más, Sandel
perdió, no sólo cierta cantidad de energía, sino una parte de los preciosos sesenta
segundos de descanso. Al principio de cada asalto, King salía perezosamente de su
rincón, con lo que obligaba a su adversario a recorrer una distancia mayor, y cuando el
asalto terminaba, King estaba en su sitio y podía sentarse inmediatamente.
Transcurrieron otros dos asaltos en los que King economizó sus fuerzas con toda
parsimonia, mientras Sandel derrochaba energías. Los esfuerzos que el joven púgil hacía
por imponer un ritmo más vivo a la lucha resultaron bastante enojosos para King, que
hubo de encajar una parte bastante crecida del diluvio de golpes que cayó sobre él. Sin
embargo, King mantuvo su deliberada lentitud, sin importarle el griterío de los jóvenes
vehementes que querían verle pelear.
En el sexto asalto, Sandel volvió a tener un descuido, y la terrible derecha de Tom King
lanzó un nuevo disparo contra su mandíbula. Otra vez contó el árbitro hasta nueve.
Al comenzar el séptimo y último asalto, se vio claramente que el ardor de Sandel se
había esfumado. El joven boxeador se percataba de que estaba librando el combate más
duro de su carrera. Tom King era un boxeador gastado, pero el de más calidad que se le
había opuesto hasta entonces; un boxeador maduro que no perdía la cabeza, que se
defendía con extraordinaria habilidad, cuyos golpes eran verdaderos mazazos y que tenía
un fuera de combate en cada puño. Pero Tom King no se atrevía a utilizar estos potentes
puños demasiado, pues no se olvidaba de que tenía los nudillos lesionados y sabía que,
para que pudieran resistir todo el combate, tenía que racionar los golpes prudentemente.
Mientras permanecía sentado en su rincón, mirando a su adversario, pensó que la unión
de su experiencia y de la juventud de Sandel producirían un campeón mundial. Pero esta
mezcla era imposible. Sandel no sería campeón del mundo. Le faltaba experiencia, y ésta
sólo podía obtenerse a costa de la juventud. Cuando Sandel tuviera experiencia, advertiría King recurrió a todas las tretas y argucias. No desaprovechaba ocasión de agarrarse a su
adversario y, cada vez que llegaba al cuerpo a cuerpo, clavaba con fuerza el hombro en
las costillas de Sandel. En la teoría pugilística no había diferencia entre un hombro y un
puño si con ambos podía hacerse el mismo daño, y el hombro aventajaba al puño en lo
concerniente a la pérdida de energías. Asimismo, cuando se agarraban los dos púgiles, King descargaba todo el peso de su cuerpo sobre su contrincante y se resistía a soltarse.
Esto obligaba al árbitro a intervenir para separarlos, en lo cual hallaba las mayores
facilidades por parte de Sandel, que todavía no había aprendido a descansar de este modo.
El joven no podía dejar de emplear sus magníficos brazos ni su lozana musculatura.
Cuando King se aferraba a él, clavándole el hombro en las costillas e introduciendo la
cabeza bajo su brazo izquierdo, Sandel le golpeaba el rostro pasando su brazo derecho
por detrás de su espalda. Era un castigo espectacular que provocaba murmullos de
admiración en el público, pero sin ninguna eficacia. Por el contrario, sólo servía para
hacer perder energías a Sandel. Éste, incansable, no se daba cuenta de que todo tiene un
límite. King sonreía y no se apartaba de su prudente táctica.
Sandel asestó un sonoro derechazo al cuerpo de King, que la masa de espectadores
consideró como un rudo castigo, pero los pocos expertos que había en la sala percibieron
el hábil movimiento del guante izquierdo de Tom, que tocó el bíceps de Sandel en el
momento en que éste lanzaba el fuerte derechazo. Sandel repitió una y otra vez este
golpe, consiguiendo que siempre llegara a su destino, pero nunca con eficacia, debido al
ligero contragolpe de King.
En el noveno asalto, y en un solo minuto, Tom alcanzó con tres ganchos de derecha la
mandíbula de Sandel, y las tres veces el corpachón del joven besó la lona y el árbitro
hubo de contar hasta nueve. Sandel quedó aturdido y ligeramente conmocionado, pero
conservaba las energías. Había perdido velocidad y economizaba sus fuerzas. Tenía el
ceño fruncido, pero seguía contando con el arma más importante del boxeador: la
juventud. El arma principal de King era la experiencia. Cuando empezó el decl:ve de su
vitalidad, cuando su vigor empezó a disminuir, lo reemplazó con la astucia, la sabiduría
cosechada en mil combates y una escrupulosa economía de sus fuerzas. King no era el
único que sabía eludir los movimientos superfluos, pero nadie como él poseía el arte de
incitar al adversario a despilfarrar sus energías.
Una y otra vez, haciendo fintas con los pies, los puños y el cuerpo, siguió engañando a
Sandel: obligándole a saltar hacia atrás sin motivo, a esquivar golpes imaginarios, a
lanzar inútiles contraataques. King descansaba, pero no daba descanso a su rival. Era la
estrategia de un boxeador maduro.
Al iniciarse el décimo asalto, King detuvo las embestidas de Sandel con directos de
izquierda a la cara, y Sandel, que ahora procedía con cautela, respondió esgrimiendo su
izquierda, para bajarla en seguida, mientras lanzaba un gancho de derecha a la cara de
Tom King. El golpe fue demasiado alto para resultar decisivo, pero King notó que ese
negro velo de inconsciencia tan conoc«do por los boxeadores se extendía sobre su mente.
Durante una fracción casi inapreciable de tiempo, Tom dejó de luchar.
Momentáneamente, desaparecieron de su vista su adversario y el telón de fondo formado
por las caras blancas y expectantes del público..., pero sólo momentáneamente. Le
pareció que abría los ojos tras un sueño fugaz. El intervalo de inconsciencia fue tan
breve, que no tuvo tiempo de caer. El público sólo le vio vacilar y doblar las rodillas.
Inmediatamente, Tom King se recuperó y ocultó más su barbilla en el refugio que le
ofrecía su hombro izquierdo.
Sandel repitió varias veces este golpe, aturdiendo parcialmente a King. Pero el experto
boxeador consiguió elaborar su defensa, que fue también una forma de contraatacar.
Retrocediendo ligeramente sin dejar de hacer fintas con el brazo izquierdo, lanzó a
Sandel un uppercut con toda la potencia de su puño derecho. Lo calculó con tanta
precisión, que consiguió alcanzar de pleno la cara de Sandel cuando éste se agachaba
haciendo un regate. El joven, levantado en vilo, cayó hacia atrás y fue a dar en la lona con la cabeza y la espalda. King repitió este golpe dos veces. Después dio rienda suelta a
su acometividad y acorraló a su adversario contra las cuerdas, lanzando sobre él una
lluvia de golpes. Sus puños funcionaron sin cesar hasta que el público, puesto en pie, le
tributó una estruendosa salva de aplausos. Pero Sandel poseía una energía y una
resistencia inagotables, y se mantenía en pie. Se mascaba el knock-out. Un capitán de
policía, impresionado por el terrible castigo que recibía Sandel, se acercó al cuadrilátero
para suspender el combate, pero en este preciso instante sonó el gong, señalando el fin
del asalto, y Sandel regresó tambaleándose a su rincón, donde aseguró al capitán que
estaba bien y conservaba las fuerzas. Para demostrarlo, dio un par de saltos, y el policía,
convencido, volvió a sentarse.
Tom King, mientras descansaba en su rincón, jadeante, se decía, contrariado, que si el
combate se hubiera suspendido, el árbitro se habría visto obligado a declararlo vencedor y
la bolsa hubiera ido a parar a sus manos. A diferencia de Sandel, él no luchaba por la
gloria ni para abrirse paso, sino para ganar treinta libras esterlinas. En aquel minuto de
descanso, Sandel se recuperaría.
La juventud será servida...
Esta frase cruzó como un relámpago por el cerebro de King.
Se acordó también de la ocasión en que la oyó: fue la noche en que dejó fuera de combate
a Stowsher Bill. El señorito que la había pronunciado tenía razón. Aquella noche, tan
lejana ya, él encarnaba a la juventud. «Pero esta noche - se dijo - la juventud se sienta en
el rincón de enfrente.» Ya llevaba media hora de pelea y los años le pesaban. Si hubiese
luchado como Sandel, no hubiera resistido ni quince minutos. Lo peor era que no se
recuperaba. Sus venas hinchadas y su corazón fatigado no le permitían recobrar las
perdidas fuerzas en los descansos entre asalto y asalto. Las energías le faltarían ya desde
el comienzo de los asaltos. Notaba las piernas pesadas y empezaba a sentir calambres. No
debió haber hecho a pie aquellos tres kilómetros que mediaban desde su casa a la sala de
deportes. Y para colmo de desdichas, aquel bistec que no se había podido comer aquella
mañana y que tanto había deseado. Se despertó en él un odio terrible contra los carniceros
que se habían negado a fiarle. Un hombre de sus años no podía boxear sin haber comido
lo suficiente. ¿Qué era, al fin y al cabo, un bistec? Una insignificancia que valía unos
cuantos peniques. Sin embargo, para él significaba treinta libras esterlinas.
Cuando el gong señaló el comienzo del undécimo asalto, Sandel se levantó
impetuosamente, aparentando una gallardía que estaba muy lejos de poseer. King supo
apreciar el justo valor de semejante actitud: se trataba de un farol tan antiguo como el
mismo boxeo. Para no gastar fuerzas en balde, Tom se abrazó a su adversario. Luego,
cuando le soltó, permitió que el joven se pusiera en guardia. Esto era lo que King
esperaba. Hizo una finta con la izquierda, consiguió que su contrincante se agachara para
rehuirla y, al mismo tiempo, para lanzarle un gancho de derecha, y seguidamente, King,
retrocediendo un poco, asestó a Sandel un uppercut que lo alcanzó en plena cara y lo
derribó. Después no le dio punto de reposo. Encajó mucho, pero pegó mucho más.
Acorraló a Sandel contra las cuerdas mediante una serie de ganchos y con toda clase de
golpes. Después de desprenderse de sus brazos, le impidió que lo volviera a abrazar,
propinándole un directo cada vez que lo intentaba. Y cuando Sandel iba a caer, lo sostenía con una mano y le golpeaba inmediatamente con la otra para arrojarlo contra las
cuerdas, donde no le era posible desplomarse.
El público parecía haber enloquecido. Todos los espectadores, puestos en pie, le
animaban con sus gritos.
- ¡Duro con él, Tom! ¡Ya es tuyo! ¡Lo tienes en el bolsillo!
Querían que el combate terminara con una lluvia de golpes irresistible. Esto era lo que
deseaban ver; para esto pagaban.
Y Tom King, que durante media hora había economizado sus fuerzas, las derrochó a
manos llenas en lo que debía ser el esfuerzo final, un esfuerzo que no podría repetir. Era
su única oportunidad. ¡O ahora o nunca! Las fuerzas le abandonaban rápidamente, y
todas sus esperanzas se cifraban en que, antes de que le abandonasen del todo, habría
conseguido que su adversario permaneciera tendido en la lona durante diez segundos. Y
mientras seguía pegando y atacando, calculando fríamente la fuerza de sus golpes y el
daño que causaban, comprendió lo difícil que era dejar a Sandel fuera de combate. La
resistencia de aquel hombre, realmente extraordinaria, era la resistencia virgen de la
juventud. Desde luego, Sandel tenía ante sí un futuro lleno de promesas. Él también lo
tuvo. Todos los buenos boxeadores poseían el temple que demostraba Sandel.
Sandel retrocedía dando traspiés, perseguido por King, que empezaba a sentir
calambres en las piernas y cuyos nudillos comenzaban a resentirse. Sin embargo, siguió
asestando sus terribles golpes, sin detenerse ante el dolor que cada uno de ellos producía
en sus manos, en sus pobres manos, viejas y torturadas. Aunque en aquellos momentos
no recibía ninguna réplica de su adversario, King se debilitaba a toda prisa, de modo que
pronto su estado igualaría al de Sandel. No fallaba un solo golpe, pero éstos ya no
poseían la potencia de antes y cada uno de ellos suponía para Tom un esfuerzo
extraordinario. Sus piernas parecían de plomo y se arrastraban visiblemente por el ring.
Los partidarios de Sandel lo advirtieron y empezaron a dirigir gritos de aliento al joven
boxeador.
Esto decidió a King a realizar un postrer esfuerzo y asestó dos golpes casi simultáneos:
uno con la izquierda, dirigido al plexo solar y que resultó un poco alto, y otro con la
derecha a la mandíbula. Estos golpes no fueron demasiado fuertes, pero Sandel estaba ya
tan conmocionado, que cayó en la lona, donde quedó debatiéndose. El árbitro se inclinó
sobre él y empezó a contarle al oído los segundos fatales. Si antes del décimo no se
levantaba, habría perdido el combate. En la sala reinaba un silencio de muerte. King
apenas se mantenía en pie sobre sus piernas temblorosas. Se había apoderado de él un
mortal aturdimiento y, ante sus ojos, el mar de caras se movía y se balanceaba mientras a
sus oídos llegaba, al parecer desde una distancia remotísima, la voz del árbitro que
contaba los segundos. Pero consideraba el combate suyo. Era imposible que un hombre
tan castigado pudiera levantarse.
Solamente la juventud se podía levantar... Y Sandel se levantó. Al cuarto segundo, dio
media vuelta, quedando de bruces, y buscó a tientas las cuerdas. Al séptimo segundo ya
había conseguido incorporarse hasta quedar sobre una rodilla, y descansó un momento en
esta postura, mientras su aturdida cabeza se bamboleaba sobre sus hombros. Cuando el
árbitro gritó «¡nueve!», Sandel se levantó del todo, adoptando la adecuada posición de
guardia, cubriéndose la cara con el brazo izquierdo y el estómago con el derecho. Así
defendía sus puntos vitales, mientras avanzaba agachado hacia King, con la esperanza de
agarrarse a él para ganar más tiempo.
Tan pronto como Sandel se levantó, King se le echó encima, pero los dos golpes que le
envió tropezaron con los brazos protectores. Acto seguido, Sandel se aferró a él
desesperadamente, mientras el árbitro se esforzaba por separarlo, ayudado por King. Éste
sabía con cuánta rapidez se recobraba la juventud y, al mismo tiempo, estaba seguro de
que Sandel sería suyo si podía evitar que se repusiera. Un enérgico directo lo liquidaría.
Tenía a Sandel en su poder, no cabía duda. Él había llevado la iniciativa del combate,
había demostrado mayor experiencia que su contr'ncante le llevaba ventaja de puntos.
Sandel se desprendió del cuerpo de King, tambaleándose, vacilando entre la derrota y la
supervivencia. Un buen golpe lo derribaría definit'vamente, y, ante esta idea, Tom King,
presa de súbita amargura, se acordó del bistec. ¡Ah, si lo hubiera tenido y contara con su
fuerza para el golpe que iba a asestar! Concentró sus últ'mas energías en el golpe
decisivo, pero éste no fue bastante fuerte ni bastante rápido. Sandel se tambaleó, pero no
llegó a caer. Con paso vacilante, retrocedió hacia las cuerdas y se aferró a ellas. King,
también tambaleándose, le siguió y, experimentando un dolor indescript'ble, le asestó un
nuevo golpe. Pero las fuerzas le habían abandonado. Únicamente le quedaba su
inteligencia de luchador, turbia, oscurecida por el cansancio. Había dirigido el puño a la
mandíbula, pero tropezó en el hombro. Su intención había sido darlo más alto, pero sus
cansados músculos no le obedecieron. Y, por efecto del impacto, el propio Tom King
retrocedió, dando traspiés. Poco faltó para que cayera. De nuevo lo intentó. Esta vez su
directo ni siquiera alcanzó a Sandel. Era tal su debilidad, que cayó sobre el joven y se
abrazó a su cuerpo, para no desplomarse definitivamente a sus pies.
King ya no hizo nada por separarse. Había puesto toda la carne en el asador: ya no
podía hacer más. La juventud se había impuesto. Incluso en aquel abrazo, notaba cómo
Sandel iba recuperando sus fuerzas. Cuando el árbitro los separó, King vio claramente
cómo se recobraba su joven adversario. Segundo a segundo, Sandel se iba mostrando más
fuerte. Sus directos, débiles y vacilantes al principio, cobraron dureza y precisión. Los
ofuscados ojos dé Tom King vieron el guante que se acercaba a su mandíbula y se
propuso protegerla alzando el brazo. Vio el peligro, deseó parar el golpe, pero el brazo le
pesaba demasiado y no pudo: le pareció que tenía que levantar un quintal de plomo. El
brazo no quería levantarse y él deseó con toda su alma levantarlo. El guante de Sandel ya
le había llegado a la cara. Oyó un agudo chasquido semejante al de un chispazo eléctrico
y el negro velo de la inconsciencia envolvió su mente.
Cuando abrió de nuevo los ojos, se encontró sentado en su rincón y oyó el clamoreo del
público, semejante al rumor del oleaje de la playa de Bondi. Alguien le oprimía una
esponja empapada contra la base del cráneo, y Sid Sullivan le rociaba la cara y el pecho
con agua fría. Le habían quitado ya los guantes y Sandel, inclinado sobre él, le estrechaba
la mano. No sintió rencor alguno hacia el hombre que lo había dejado fuera de combate, y
le devolvió el apretón de manos tan cordialmente, que sus nudillos se resintieron. Luego
Sandel se dirigió al centro del cuadrilátero, y el griterío del público se acalló para oírle
decir que aceptaba el desafío de Young Pronto, y que proponía aumentar la apuesta a cien
libras. King le contemplaba, indiferente, mientras sus segundos secaban el agua que
corría a raudales por su cuerpo, le pasaban una esponja por la cara y lo preparaban para
abandonar el cuadrilátero. King sentía hambre; no era aquélla la sensación de hambre
ordinaria, sino una gran debilidad, una serie de palpitaciones en la boca del estómago que
repercutían en todo su cuerpo. Se acordó del momento en que había tenido ante él a
Sandel tambaleándose, al borde del knock-out. ¡Ah, si hubiese tenido aquel bistec en el
cuerpo! Entonces nada habría salvado a Sandel. Le había faltado sólo esto para asestar el
golpe decisivo con eficacia. Había perdido por culpa de aquel bistec.
Sus segundos trataron de ayudarle a pasar entre las cuerdas, pero él los apartó, se
agachó y saltó solo al piso de la sala. Precedido por sus cuidadores, avanzó por el pasillo
central abarrotado de público. Poco después, cuando salió de los vestuarios y se dirigió a
la calle, se encontró con un muchacho que le dijo:
- ¿Por qué no le pegaste de firme cuando lo tenías groggy? - ¡Vete al diablo! - le
respondió Tom King mientras bajaba los escalones del portal.
Las puertas de la taberna de la esquina estaban abiertas de par en par. Tom King vio las
luces cegadoras del local y las sonrientes camareras, y, entre el alegre tintineo de las
monedas que saltaban en el mármol del mostrador, oyó diversas voces que comentaban el
combate. Alguien le llamó para invitarle a una copa, pero él rechazó la invitación y siguió
su camino.
No llevaba un céntimo encima. Los tres kilómetros que lo separaban de su casa le
parecieron muy largos. Era evidente que envejecía. Cuando cruzaba el Dominio, se dejó
caer de pronto en un banco. La idea de que su mujer estaría esperándole, ansiosa de saber
cómo había terminado el encuentro, le sumió en una angustiosa desesperación. Esto era
peor que un knock-out: no se sentía con fuerzas para mirarla a la cara.
Estaba desfallecido y amargado. El vivo dolor que sentía en los nudillos le hizo
comprender que, aunque encontrase trabajo como peón de albañil, tardaría lo menos una
semana en poder empuñar la pala o el pico. Las palpitaciones que le producía el hambre
en la boca del estómago le hacían sentir náuseas. Una profunda desolación se apoderó de
él y notó que sus ojos se llenaban de lágrimas incontenibles. Se cubrió la cara con las manos
y lloró. Y mientras lloraba, se acordó de la paliza que propinó a Stowsher Bill una
noche ya lejana. ¡Pobre Stowsher Bill! Ahora comprendía por qué lloró aquella noche en
los vestuarios.
La vida de un escritor puede empezar cuando más alejada parece de la escritura. Se suele pensar en él como en un tipo diferente, abstraído en la lectura, perdido en mundos artificiales, o alejado de cualquier problema cotidiano. Y aunque hay quienes encajan en esa imagen, hay también, como siempre, excepciones. Escritores cuyos caminos parecían terrenos minados que los obligaban a andar por los bordes de la vida, siempre esperando cualquier cosa en el siguiente paso, preparados para la incertidumbre del porvenir. Cuando todo indica que no hay marcha atrás ni puerta falsa por la cual escapar, en ese momento, también puede aparecer la literatura. Y quizás sea mejor así. Jack London empezó a vivir de un modo confuso. Nació en San Francisco, el 12 de enero de 1876. Su padre, William Henry Chaney, astrólogo de profesión, se negó a reconocerlo y su madre, Flora Wellman, espiritista, se casó al poco tiempo con un hombre llamado John London, de quien no se tienen mayores datos, salvo que murió algunos años después de adoptar y dar nombre a John Griffith London, llamado Jack. Este origen sería, a la larga, motivo de depresión severa en él. Pero antes debió enfrentar otros problemas, sobre todo de tipo económico. A la muerte de su padre adoptivo, Jack, aún muy pequeño, se vio en la obligación de cubrir el lugar vacío de cabeza de familia y empezó a trabajar, primero como repartidor de periódicos y luego como obrero en una fábrica envasadora. En la primera oportunidad que tuvo, sin embargo, aprovechó para dejar esa vida que lo mantenía alrededor de doce horas diarias en un empleo que detestaba. Cambió de actividades: prefirió asegurarse el dinero sin importar los riesgos y se inició en el tráfico de ostras. Adquirió una barca, la “Razzle Dazzle”, y aprendió a navegarla en la bahía de San Francisco. Con ella empezó a incursionar en los criaderos de ostras, donde robaba de noche para luego vender el botín en las mañanas. El dinero que conseguía lo dilapidaba en alcohol y en mujeres. Llegó a beber sin parar varios días seguidos y la depresión se volvió recurrente, una compañía cada vez más destructiva. Las mujeres con las que se vinculaba solo aumentaban la sensación de soledad. El círculo vicioso de los bajos fondos se estaba cerrando y London, atrapado, entró en crisis. Sus nebulosos orígenes, su alcoholismo, todo colaboró con su derrumbe. Intentó suicidarse. Se lanzó al mar desde el puente Golden Gate, pero, en vez de ahogarlo, las aguas le devolvieron la sobriedad y consiguió salvarse. Lo que vino a continuación no fue mucho mejor. Se alistó como tripulante en la “Sophia Sutherland”, una goleta dedicada a la caza de focas. Los viajes que realizó a bordo del barco en ese momento de su vida lo llevaron a las costas de Japón y Siberia durante siete meses. Y cuando regresó a San Francisco, entró a trabajar paleando carbón en una planta de energía del ferrocarril de la ciudad. Este hecho marcó su vida. En 1894, el llamado “Ejército Industrial de Kelly”, movimiento popular conformado por obreros desempleados, pretendió marchar al Congreso de los Estados Unidos, en Washington, exigiendo reformas laborales al entonces presidente Cleveland. La crisis económica condujo, como siempre, a niveles muy altos de desempleo y esa situación produjo una inestabilidad política que terminó en la marcha obrera a la capital norteamericana. Jack London participó en las jornadas de protesta y participó también en las consecuencias de su fracaso. Después de un breve periodo de vagabundeo en el que sufrió persecución, fue encarcelado en la ciudad de Buffalo. En la cárcel, cuando ya todo parecía perdido, London decide iniciar otro camino. La necesidad de educarse se le presentó como inaplazable y, al volver a California, en 1895, estudió en el Instituto de Oakland. Un año después, se matriculó en la Universidad de Berkeley, donde empezó una etapa de formación intelectual intensa. Sin embargo, los problemas financieros le impiden continuar con sus estudios. Y si bien no regresó a las aulas universitarias, tampoco lo hizo al trabajo fabril y, de hecho, su vida no se volvió a alejar demasiado del ámbito letrado. Solo vuelve una vez, y por poco tiempo, al trabajo físico: ejerce de timonel de trineo en la región del río Klondike, en Alaska, cuando la fiebre del oro atrae a aventureros de todo el mundo. Esta experiencia le servirá posteriormente para la escritura de La llamada de lo salvaje. Durante este periodo, no dejó de leer. Estaba decidido a ganarse la vida con su cerebro y no con sus músculos. Para finales de siglo, los textos firmados por Jack London eran bastante conocidos y diferentes medios se los disputaban. Pero es recién en 1900 cuando el mundo muestra su lado favorable: publicó su primer libro titulado "El hijo del lobo" –una colección de cuentos que fue del agrado del público–, empezó a cobrar un sueldo mensual fijo que le permitió disfrutar de las comodidades que tanto había soñado y se casó con Bessie Maddorn. La estabilidad había llegado a su vida. El paso del tiempo la acentuó y acrecentó. Por este camino, que tuvo mucho de azaroso, el periodismo y la literatura se convirtieron en sus principales ocupaciones. Como periodista viajó a Sudáfrica para informar acerca de la Guerra de los Boers, conflicto que enfrentó al ejército colonial británico contra el ejército de los Boers, colonos de origen holandés y alemán que defendían su autonomía. Luego, en 1904, fue corresponsal en la guerra rusojaponesa que antecedió a la conflagración mundial que estallaría diez años después. En sus reportes, London destacaba la disciplina de los soldados japoneses frente al desorden y las miserias del bando opuesto. El desenlace de la guerra pareció darle la razón. Pese a toda esta vertiginosa actividad, todavía no llegaba el momento del despegue. El punto en el que todo toma un rumbo definitivo. Eso se lo dio la literatura. En 1903, un año antes de partir a Asia, terminó y publicó la novela que lo convirtió en un rotundo éxito editorial: La llamada de lo salvaje. El gran interés que despertó el libro –no solo en América sino también en Europa–, le permitió acceder a grandes sumas de dinero por derechos de autor. En 1906 publicó Colmillo blanco, que luego sería llevada al cine. En estos años, London conoció la opulencia, y quiso disfrutar de ella: se hizo propietario del “Hill Ranch”, un terreno de 53 hectáreas de extensión en California. Su vida había dado un vuelco radical. Vivía holgadamente y su patrimonio aumentaba con cada publicación. Consciente de esta situación, London aceptó en muchas ocasiones que su principal interés al escribir era aumentar su riqueza, agregar algunas hectáreas más a su propiedad y conseguir cuanta belleza pudiera por estos medios. Este aburguesamiento ético y político no significó, sin embargo, la pérdida de sus inquietudes vitales y literarias. Quería seguir un poco al borde. Se divorció y a los pocos días se volvió a casar, esta vez con Charmian Kittredge. Kittredge, que había sido su secretaria, acabó siendo su última compañera y su primera biógrafa.
Pero eso no fue todo. Un buen día, decidió construir él mismo un barco, el “Snark”, para viajar por la inmensidad del Pacífico. Entre 1906 y 1908 visitó las islas de Hawai, Tahití y Las Marquesas, pero se vio obligado a interrumpir su itinerario debido a que su salud, ya bastante golpeada, se agravó aún más. Las fiebres tropicales que lo mandaron al hospital de Sidney y el recuerdo de los viajes por regiones exóticas le dieron material para sus Relatos de los mares del sur, publicados en 1911. Luego de esto, y cerrando la lista de sus desatinados proyectos, London, ya de vuelta en su latifundio, inicia la construcción de la Wolf House, una casa tan grande e imposible como su ego. Para entonces, London ya había iniciado la publicación de una serie de novelas de corte autobiográfico: Martin Eden fue la primera, en 1908, y le siguieron John Barleycorn, en 1913, y El vagabundo de las estrellas, en 1915. En estos libros narra, a partir de alter egos, buena parte de la primera etapa de su vida, cuando la pobreza lo obligó a trabajar “como un animal” y el desenfreno terminó por pasarle la factura. Su trabajo periodístico lo condujo, en 1914, al México revolucionario que acababa de ser intervenido por las fuerzas norteamericanas. Otros viajes a Hawai y Sudamérica, igual de arriesgados, terminaron por destruirlo físicamente. Su ritmo de vida, las privaciones y pobreza de su infancia, la dureza de los trabajos que tuvo que enfrentar y su refugio en el alcoholismo hicieron de él un hombre enfermo. La literatura lo había salvado de una existencia perdida, había redimido su inteligencia, pero no pudo curar su cuerpo y quizá tampoco su espíritu. El 22 de noviembre de 1916, a los cuarenta años de edad, Jack London murió a causa de una sobredosis de narcóticos. La versión oficial nos dice que intentaba mitigar los dolores de sus males, pero otras voces nos siembran la duda: pudo haberse tratado de un suicidio. Más allá de cualquier especulación, lo importante es destacar su fe en la escritura, su creencia en ella como el único camino posible. Parafraseando a Edgar Allan Poe, otro gran escritor norteamericano, London le preguntó a la vida si había esperanza para un tipo miserable como él. Y la literatura le respondió. LOS HOMBRES SON EL FRUTO DE SU ÉPOCA Los hombres son el fruto de su época. Entender al hombre y su obra pasa por entender su contexto. Para juzgar la vida –agitada y contradictoria–, pero sobre todo la obra de Jack London, no podemos obviar este paso. Desde 1861 hasta 1865, los Estados Unidos estuvieron envueltos en la Guerra de Secesión que enfrentó a los estados del Norte contra los del Sur. Ambos bloques promovían dos formas de desarrollo radicalmente distintas: los primeros creían en la industria, los segundos en el latifundio agrícola y esclavista. Terminada la guerra y victoriosos los del Norte, se inició una campaña de expansión hacia el Oeste. El hallazgo de yacimientos de oro en el lejano San Francisco fue un aliciente para que miles de aventureros buscaran nuevas oportunidades allí. Estas tierras, que durante muchos años habían permanecido inhóspitas, de pronto se llenaron de héroes románticos que buscaban cambiar su destino a toda costa. Ese proceso culminó alrededor de 1890. Se vio favorecido por la construcción del ferrocarril que unía el océano Atlántico con el Pacífico, y la proliferación de industrias en ciudades como Chicago y el mismo San Francisco. La sociedad norteamericana entró en una etapa de prosperidad que creó la ilusión de que cualquiera, por más pobre que fuera, podía hacerse rico de un momento a otro. La moral del trabajo incansable y del dinero se justificó a través de la religión calvinista –que sostenía que el hombre rico era un elegido– y la filosofía positivista. Aquí es importante mencionar a Herbert Spencer (1820-1902), sociólogo y filósofo inglés, quien basó su teoría social en las ideas del biólogo Charles Darwin. En su libro El origen de las especies, Darwin sostiene que la conservación y reproducción de las especies sigue la lógica de la selección natural, es decir, solo resisten y continúan su existencia las especies que poseen mayor adaptabilidad frente a los cambios. Spencer adopta la idea de la selección natural en sus reflexiones. Según su teoría, los hombres tienen una natural e instintiva tendencia a competir y diferenciarse del resto. En esta disputa, solo los más aptos, los más fuertes, podrán destacar. Por tanto, la sociedad debería regirse por la libre y espontánea fuerza de los individuos, pues ese es el único modo de alcanzar el progreso. Cualquier intervención externa que intente controlar o regular esas relaciones solo sería un obstáculo en la evolución social. Con el territorio conquistado, la población anhelante de bienestar y una teoría que legitimaba el capitalismo, todo apuntaba al florecimiento. Pero el florecimiento también tiene un final. Pasado algún tiempo, la riqueza dejó de ser una posibilidad cercana para el hombre común y pasó a manos de las grandes empresas y corporaciones. El escritor William Dean Howells (1837-1920) denunció que su país había dejado de ser la tierra de las oportunidades, donde prevalecía la lucha individual y libre, para convertirse en el dominio de los monopolios que solo buscaban enriquecerse sin importar los medios. La crisis económica dominó el fin de siglo norteamericano. Las huelgas y protestas estaban a la orden del día. Se formaron ejércitos industriales que reunían a buen número de trabajadores desocupados. Tiempo después, dos columnas de estos grupos marcharon rumbo a Washington pidiendo reformas laborales. También por entonces se vuelve muy familiar la figura del vagabundo: generalmente, un obrero desempleado que recorría diferentes ciudades buscando ganarse la vida de alguna manera. London participó en la marcha hacia la capital norteamericana y luego se vio obligado a vagabundear hasta que fue encarcelado. La experiencia que obtuvo le sirvió para escribir Los vagabundos del ferrocarril, en donde encontramos las desastrosas vidas de los mendigos que hacían cola frente a las puertas de las casas de caridad por un poco de comida y cobijo. En estos años escuchó hablar por primera vez del socialismo. Tiempo después lo estudió de forma más detenida y se convirtió en una de sus primeras fuentes teóricas. La lectura del Manifiesto comunista y trozos de El Capital, de Karl Marx, fue acompañada del cuestionamiento a una realidad que se caía a pedazos. La idea de cambiar el mundo, pero sobre todo la de liderar ese cambio, constituyeron el principal atractivo. Quizás aquí encontramos la primera señal de un egocentrismo que se manifestó a plenitud en los años posteriores. Sea como fuere, y a pesar de publicar varios títulos de denuncia – Gente del abismo (1903) y El talón de hierro (1908) – o incluso firmar algunas cartas con la frase “Tuyo para la Revolución”, se podría afirmar que el socialismo no llegó a prender del todo en la conciencia de London. La ambigüedad de su conducta parecía delatarlo. 1. El oro del Klondike En el año de 1896, estalla la fiebre del oro en las cercanías del río Klondike, al noroeste de Canadá y cerca de la frontera con Alaska. En rigor, el precioso metal fue descubierto en 1861, pero es recién en la última década del siglo que los exploradores dirigen toda su atención hacia esa región. Al igual que miles de personas, Jack London viajó a esas tierras hostiles impulsado por la crisis del gobierno de Cleveland. La gran afluencia de aventureros generó una explosión demográfica que convirtió los pueblos tranquilos, como Dawson, en agitadas ciudades. Sin lugar a dudas, debemos a este hallazgo fortuito lo mejor de la obra de London. Sus experiencias en el Klondike fueron fundamentales para la escritura de novelas como La llamada de lo salvaje o Colmillo blanco, y relatos como “El hijo del lobo”, “Amor a la vida”, “El Dios de sus padres” y “La fe de los hombres”. En este lugar conoció a muchas personas que lo habían perdido todo o que habían tenido hasta entonces existencias mediocres. Se encontró con sus deseos y sus sueños, sus fracasos y sus frustraciones. Este material humano resultó invaluable. Pero esta no fue la única deuda que contrajo. En Dawson, London hizo un hallazgo de gran importancia: conoció la obra de Herbert Spencer y de Friedrich Nietzsche. Del primero lo atrajeron sus ideas acerca de la supremacía del más apto y de la fuerza de los instintos que dominan al hombre. Del segundo, lo sedujo la imagen del superhombre. Nietzsche (1844-1900), filósofo alemán, sostenía que el último estadio de la evolución se alcanzaría cuando el hombre superara la moral convencional basada en la idea de igualdad e impusiera una superior, nacida de su voluntad de poder. Solo cuando esto sucediera acaecería el superhombre. La combinación de estos elementos fue el verdadero oro del Klondike para London. Muchos de sus relatos están impregnados de esta lógica individualista del sujeto superior y los impulsos atávicos relacionados con lo instintivo. Sobrevivir, a pesar de las adversidades y del medio agresivo, es la gran apuesta de sus personajes. Lo arriesgan todo como si el momento presente fuera el último de sus vidas, como si se tratara de la última oportunidad que les regala el destino. La expedición a Alaska adquiere resonancias épicas. Por esta razón London fue catalogado por la crítica de su país como “el Homero de la fiebre del oro”. Cuando el lejano Oeste había sido ya domesticado e integrado al resto de los Estados Unidos, el escritor pudo encontrar la nueva frontera salvaje, el lugar en que todavía era posible vivir heroicamente: el Gran Norte. Sin embargo, se le planteó un problema de difícil solución. Nadie puede creer en el individualismo de Spencer y Nietzsche y al mismo tiempo asumir el ideal de una humanidad nueva y solidaria como promete el socialismo. Nadie puede resolver esas diferencias sin fracturar su naturaleza moral. La experiencia personal de London y su temperamento profundamente ambicioso encajaban con las teorías de los primeros dos pensadores, mientras que su formación intelectual tendía a la crítica del orden establecido. Durante los años de opulencia continuó brindando su apoyo a las clases trabajadoras, pero a la vez hacía afirmaciones del tipo: “[a]nte todo soy un hombre blanco, y socialista en segundo término”, o “[s]upongo que soy el único americano que le está sacando dinero al socialismo”. Esta inconsistencia vital se acentuó con el paso del tiempo, al extremo de creer, en sus años finales, que su existencia había sido un largo proceso de degradación. 2. La historia de un perro En 1902, London escribió un relato protagonizado por un perro: “Diablo”. Luego, impulsado por sus experiencias en el Norte, sintió la necesidad de iniciar la redacción de un relato que complementara al anterior y, para cumplir con este proyecto, se encerró en su casa durante un mes, distanciado de todo y de todos. Lo que en un primer momento iba a ser un cuento terminó siendo una novela que se reconoció, casi inmediatamente, como un clásico de la literatura norteamericana y que catapultó a su autor a la fama y al éxito: La llamada de lo salvaje, de 1903. Pero, como suele ocurrir, un libro tiene muchas deudas. De hecho, una de las primeras influencias que podemos detectar, no solo en este caso, sino en buena parte de la obra de London, es la del escritor británico Rudyard Kipling (1865-1936). En su clásica colección de relatos titulada El libro de la Selva, publicada en 1894 y protagonizada por un niño llamado Mowgli, Kipling utiliza como personajes de sus historias a animales humanizados, seres alegóricos de los que se puede extraer una ética que pone en juego valores colectivos. La idea de un grupo de perros que razonan, sienten, actúan como humanos y poseen una carga alegórica grande proviene en gran medida de la lectura de este libro. London adopta, además, la forma que el escritor inglés mejor maneja: el cuento. Cuentos vigorosos, simples y pintorescos, centrados en una anécdota llena de acción. Ahora bien, el tema de la región “salvaje” tampoco es exclusividad de London. Muchos escritores de los Estados Unidos y Canadá han trabajado en historias sobre aventureros que lo arriesgan todo, atraviesan penurias y, finalmente, obtienen lo que quieren. Escritores como Mark Twain –calificado, por cierto, como el padre de la literatura norteamericana– son, sin duda, los referentes inmediatos. Estas influencias, sin embargo, no le impidieron hacerse de un estilo propio y de un mundo narrativo que se vio reforzado por su experiencia personal. Como hemos visto, el punto de partida es el viaje a Alaska, que resulta, al mismo tiempo, su rasgo particular. Con La llamada de lo salvaje, London es quien mejor aprovecha las posibilidades de esa región, pero no de manera realista. Su estilo puede conducir al lector a ese error. Detrás de esa aparente fidelidad al mundo real, se esconde toda una poética de lo insólito: la búsqueda de “la auténtica maravilla de las cosas”. Dicho en otras palabras, su intención es presentar de forma distinta, extraña y como vista desde otro ángulo (uno desconocido y sorprendente), los seres y las cosas más cercanas y cotidianas. Así funciona la historia de Buck, el protagonista de la novela. Un perro casero que de pronto es secuestrado y obligado a trabajar descubre, en medio de esto, un lado oculto de sí mismo. Alrededor, hombres que, en circunstancias extremas, exhiben su aspecto más fiero y más básico, hombres alejados de la civilización. Pero si hay algo que mantiene en suspenso al lector frente a la historia de Buck es el estilo. Una vez superado el influjo de sus maestros, London desarrolla un estilo directo y algo rudo que se ajusta a los ambientes que describe y a los personajes que dibuja. Si bien podemos observarlo ya en "El hijo del lobo", es con La llamada de lo salvaje que alcanza lo primordial, es decir, la sucesión rápida de acciones, el peligro que las envuelve y una dosificación bien medida de la información. Este tratamiento bastante efectivo (y efectista) encierra la trampa del realismo más descarnado. La vida de un personaje tiene muchos posibles orígenes. En la mayoría de casos se trata de uno real. La vida en la que se basó el perro Buck es la del mismo Jack London. No es coincidencia que ambos nombres sean sonoramente parecidos. Las coincidencias no suelen ser más que ilusiones de coincidencias. Las carencias del autor, sus privaciones, la soledad, el desamparo y el anhelo del triunfo individual son rasgos que el personaje, de forma alegórica, asume de su creador. En líneas generales, el texto es una alegoría. Esto nos permite entender por qué los animales aman, odian, razonan y reaccionan como humanos, mientras que los hombres se comportan como bestias impulsivas. De lo que se trata es de ejemplificar cuáles son los auténticos fundamentos sobre los que se levanta el ser humano, alejado de la civilización que lo controla y lo modela, y reconocer que sus instintos atávicos priman en ellos. De esta manera, la genialidad de London radica en su sensibilidad para reunir en una historia sus ideas filosóficas, por un lado, y su vida, por otro. Esa sensibilidad para captar los instantes trascendentales en los que cualquier persona, puesta al límite, busca una salida, sea hacia la muerte o hacia la supervivencia.
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LA LLAMADA DE LO SALVAJE
La vida de un escritor puede empezar cuando más alejada parece de la escritura. Se suele pensar en él como en un tipo diferente, abstraído en la lectura, perdido en mundos artificiales, o alejado de cualquier problema cotidiano. Y aunque hay quienes encajan en esa imagen, hay también, como siempre, excepciones. Escritores cuyos caminos parecían terrenos minados que los obligaban a andar por los bordes de la vida, siempre esperando cualquier cosa en el siguiente paso, preparados para la incertidumbre del porvenir. Cuando todo indica que no hay marcha atrás ni puerta falsa por la cual escapar, en ese momento, también puede aparecer la literatura. Y quizás sea mejor así. Jack London empezó a vivir de un modo confuso. Nació en San Francisco, el 12 de enero de 1876. Su padre, William Henry Chaney, astrólogo de profesión, se negó a reconocerlo y su madre, Flora Wellman, espiritista, se casó al poco tiempo con un hombre llamado John London, de quien no se tienen mayores datos, salvo que murió algunos años después de adoptar y dar nombre a John Griffith London, llamado Jack. Este origen sería, a la larga, motivo de depresión severa en él. Pero antes debió enfrentar otros problemas, sobre todo de tipo económico. A la muerte de su padre adoptivo, Jack, aún muy pequeño, se vio en la obligación de cubrir el lugar vacío de cabeza de familia y empezó a trabajar, primero como repartidor de periódicos y luego como obrero en una fábrica envasadora. En la primera oportunidad que tuvo, sin embargo, aprovechó para dejar esa vida que lo mantenía alrededor de doce horas diarias en un empleo que detestaba. Cambió de actividades: prefirió asegurarse el dinero sin importar los riesgos y se inició en el tráfico de ostras. Adquirió una barca, la “Razzle Dazzle”, y aprendió a navegarla en la bahía de San Francisco. Con ella empezó a incursionar en los criaderos de ostras, donde robaba de noche para luego vender el botín en las mañanas. El dinero que conseguía lo dilapidaba en alcohol y en mujeres. Llegó a beber sin parar varios días seguidos y la depresión se volvió recurrente, una compañía cada vez más destructiva. Las mujeres con las que se vinculaba solo aumentaban la sensación de soledad. El círculo vicioso de los bajos fondos se estaba cerrando y London, atrapado, entró en crisis. Sus nebulosos orígenes, su alcoholismo, todo colaboró con su derrumbe. Intentó suicidarse. Se lanzó al mar desde el puente Golden Gate, pero, en vez de ahogarlo, las aguas le devolvieron la sobriedad y consiguió salvarse. Lo que vino a continuación no fue mucho mejor. Se alistó como tripulante en la “Sophia Sutherland”, una goleta dedicada a la caza de focas. Los viajes que realizó a bordo del barco en ese momento de su vida lo llevaron a las costas de Japón y Siberia durante siete meses. Y cuando regresó a San Francisco, entró a trabajar paleando carbón en una planta de energía del ferrocarril de la ciudad. Este hecho marcó su vida. En 1894, el llamado “Ejército Industrial de Kelly”, movimiento popular conformado por obreros desempleados, pretendió marchar al Congreso de los Estados Unidos, en Washington, exigiendo reformas laborales al entonces presidente Cleveland. La crisis económica condujo, como siempre, a niveles muy altos de desempleo y esa situación produjo una inestabilidad política que terminó en la marcha obrera a la capital norteamericana. Jack London participó en las jornadas de protesta y participó también en las consecuencias de su fracaso. Después de un breve periodo de vagabundeo en el que sufrió persecución, fue encarcelado en la ciudad de Buffalo. En la cárcel, cuando ya todo parecía perdido, London decide iniciar otro camino. La necesidad de educarse se le presentó como inaplazable y, al volver a California, en 1895, estudió en el Instituto de Oakland. Un año después, se matriculó en la Universidad de Berkeley, donde empezó una etapa de formación intelectual intensa. Sin embargo, los problemas financieros le impiden continuar con sus estudios. Y si bien no regresó a las aulas universitarias, tampoco lo hizo al trabajo fabril y, de hecho, su vida no se volvió a alejar demasiado del ámbito letrado. Solo vuelve una vez, y por poco tiempo, al trabajo físico: ejerce de timonel de trineo en la región del río Klondike, en Alaska, cuando la fiebre del oro atrae a aventureros de todo el mundo. Esta experiencia le servirá posteriormente para la escritura de La llamada de lo salvaje. Durante este periodo, no dejó de leer. Estaba decidido a ganarse la vida con su cerebro y no con sus músculos. Para finales de siglo, los textos firmados por Jack London eran bastante conocidos y diferentes medios se los disputaban. Pero es recién en 1900 cuando el mundo muestra su lado favorable: publicó su primer libro titulado "El hijo del lobo" –una colección de cuentos que fue del agrado del público–, empezó a cobrar un sueldo mensual fijo que le permitió disfrutar de las comodidades que tanto había soñado y se casó con Bessie Maddorn. La estabilidad había llegado a su vida. El paso del tiempo la acentuó y acrecentó. Por este camino, que tuvo mucho de azaroso, el periodismo y la literatura se convirtieron en sus principales ocupaciones. Como periodista viajó a Sudáfrica para informar acerca de la Guerra de los Boers, conflicto que enfrentó al ejército colonial británico contra el ejército de los Boers, colonos de origen holandés y alemán que defendían su autonomía. Luego, en 1904, fue corresponsal en la guerra rusojaponesa que antecedió a la conflagración mundial que estallaría diez años después. En sus reportes, London destacaba la disciplina de los soldados japoneses frente al desorden y las miserias del bando opuesto. El desenlace de la guerra pareció darle la razón. Pese a toda esta vertiginosa actividad, todavía no llegaba el momento del despegue. El punto en el que todo toma un rumbo definitivo. Eso se lo dio la literatura. En 1903, un año antes de partir a Asia, terminó y publicó la novela que lo convirtió en un rotundo éxito editorial: La llamada de lo salvaje. El gran interés que despertó el libro –no solo en América sino también en Europa–, le permitió acceder a grandes sumas de dinero por derechos de autor. En 1906 publicó Colmillo blanco, que luego sería llevada al cine. En estos años, London conoció la opulencia, y quiso disfrutar de ella: se hizo propietario del “Hill Ranch”, un terreno de 53 hectáreas de extensión en California. Su vida había dado un vuelco radical. Vivía holgadamente y su patrimonio aumentaba con cada publicación. Consciente de esta situación, London aceptó en muchas ocasiones que su principal interés al escribir era aumentar su riqueza, agregar algunas hectáreas más a su propiedad y conseguir cuanta belleza pudiera por estos medios. Este aburguesamiento ético y político no significó, sin embargo, la pérdida de sus inquietudes vitales y literarias. Quería seguir un poco al borde. Se divorció y a los pocos días se volvió a casar, esta vez con Charmian Kittredge. Kittredge, que había sido su secretaria, acabó siendo su última compañera y su primera biógrafa.
Pero eso no fue todo. Un buen día, decidió construir él mismo un barco, el “Snark”, para viajar por la inmensidad del Pacífico. Entre 1906 y 1908 visitó las islas de Hawai, Tahití y Las Marquesas, pero se vio obligado a interrumpir su itinerario debido a que su salud, ya bastante golpeada, se agravó aún más. Las fiebres tropicales que lo mandaron al hospital de Sidney y el recuerdo de los viajes por regiones exóticas le dieron material para sus Relatos de los mares del sur, publicados en 1911. Luego de esto, y cerrando la lista de sus desatinados proyectos, London, ya de vuelta en su latifundio, inicia la construcción de la Wolf House, una casa tan grande e imposible como su ego. Para entonces, London ya había iniciado la publicación de una serie de novelas de corte autobiográfico: Martin Eden fue la primera, en 1908, y le siguieron John Barleycorn, en 1913, y El vagabundo de las estrellas, en 1915. En estos libros narra, a partir de alter egos, buena parte de la primera etapa de su vida, cuando la pobreza lo obligó a trabajar “como un animal” y el desenfreno terminó por pasarle la factura. Su trabajo periodístico lo condujo, en 1914, al México revolucionario que acababa de ser intervenido por las fuerzas norteamericanas. Otros viajes a Hawai y Sudamérica, igual de arriesgados, terminaron por destruirlo físicamente. Su ritmo de vida, las privaciones y pobreza de su infancia, la dureza de los trabajos que tuvo que enfrentar y su refugio en el alcoholismo hicieron de él un hombre enfermo. La literatura lo había salvado de una existencia perdida, había redimido su inteligencia, pero no pudo curar su cuerpo y quizá tampoco su espíritu. El 22 de noviembre de 1916, a los cuarenta años de edad, Jack London murió a causa de una sobredosis de narcóticos. La versión oficial nos dice que intentaba mitigar los dolores de sus males, pero otras voces nos siembran la duda: pudo haberse tratado de un suicidio. Más allá de cualquier especulación, lo importante es destacar su fe en la escritura, su creencia en ella como el único camino posible. Parafraseando a Edgar Allan Poe, otro gran escritor norteamericano, London le preguntó a la vida si había esperanza para un tipo miserable como él. Y la literatura le respondió. LOS HOMBRES SON EL FRUTO DE SU ÉPOCA Los hombres son el fruto de su época. Entender al hombre y su obra pasa por entender su contexto. Para juzgar la vida –agitada y contradictoria–, pero sobre todo la obra de Jack London, no podemos obviar este paso. Desde 1861 hasta 1865, los Estados Unidos estuvieron envueltos en la Guerra de Secesión que enfrentó a los estados del Norte contra los del Sur. Ambos bloques promovían dos formas de desarrollo radicalmente distintas: los primeros creían en la industria, los segundos en el latifundio agrícola y esclavista. Terminada la guerra y victoriosos los del Norte, se inició una campaña de expansión hacia el Oeste. El hallazgo de yacimientos de oro en el lejano San Francisco fue un aliciente para que miles de aventureros buscaran nuevas oportunidades allí. Estas tierras, que durante muchos años habían permanecido inhóspitas, de pronto se llenaron de héroes románticos que buscaban cambiar su destino a toda costa. Ese proceso culminó alrededor de 1890. Se vio favorecido por la construcción del ferrocarril que unía el océano Atlántico con el Pacífico, y la proliferación de industrias en ciudades como Chicago y el mismo San Francisco. La sociedad norteamericana entró en una etapa de prosperidad que creó la ilusión de que cualquiera, por más pobre que fuera, podía hacerse rico de un momento a otro. La moral del trabajo incansable y del dinero se justificó a través de la religión calvinista –que sostenía que el hombre rico era un elegido– y la filosofía positivista. Aquí es importante mencionar a Herbert Spencer (1820-1902), sociólogo y filósofo inglés, quien basó su teoría social en las ideas del biólogo Charles Darwin. En su libro El origen de las especies, Darwin sostiene que la conservación y reproducción de las especies sigue la lógica de la selección natural, es decir, solo resisten y continúan su existencia las especies que poseen mayor adaptabilidad frente a los cambios. Spencer adopta la idea de la selección natural en sus reflexiones. Según su teoría, los hombres tienen una natural e instintiva tendencia a competir y diferenciarse del resto. En esta disputa, solo los más aptos, los más fuertes, podrán destacar. Por tanto, la sociedad debería regirse por la libre y espontánea fuerza de los individuos, pues ese es el único modo de alcanzar el progreso. Cualquier intervención externa que intente controlar o regular esas relaciones solo sería un obstáculo en la evolución social. Con el territorio conquistado, la población anhelante de bienestar y una teoría que legitimaba el capitalismo, todo apuntaba al florecimiento. Pero el florecimiento también tiene un final. Pasado algún tiempo, la riqueza dejó de ser una posibilidad cercana para el hombre común y pasó a manos de las grandes empresas y corporaciones. El escritor William Dean Howells (1837-1920) denunció que su país había dejado de ser la tierra de las oportunidades, donde prevalecía la lucha individual y libre, para convertirse en el dominio de los monopolios que solo buscaban enriquecerse sin importar los medios. La crisis económica dominó el fin de siglo norteamericano. Las huelgas y protestas estaban a la orden del día. Se formaron ejércitos industriales que reunían a buen número de trabajadores desocupados. Tiempo después, dos columnas de estos grupos marcharon rumbo a Washington pidiendo reformas laborales. También por entonces se vuelve muy familiar la figura del vagabundo: generalmente, un obrero desempleado que recorría diferentes ciudades buscando ganarse la vida de alguna manera. London participó en la marcha hacia la capital norteamericana y luego se vio obligado a vagabundear hasta que fue encarcelado. La experiencia que obtuvo le sirvió para escribir Los vagabundos del ferrocarril, en donde encontramos las desastrosas vidas de los mendigos que hacían cola frente a las puertas de las casas de caridad por un poco de comida y cobijo. En estos años escuchó hablar por primera vez del socialismo. Tiempo después lo estudió de forma más detenida y se convirtió en una de sus primeras fuentes teóricas. La lectura del Manifiesto comunista y trozos de El Capital, de Karl Marx, fue acompañada del cuestionamiento a una realidad que se caía a pedazos. La idea de cambiar el mundo, pero sobre todo la de liderar ese cambio, constituyeron el principal atractivo. Quizás aquí encontramos la primera señal de un egocentrismo que se manifestó a plenitud en los años posteriores. Sea como fuere, y a pesar de publicar varios títulos de denuncia – Gente del abismo (1903) y El talón de hierro (1908) – o incluso firmar algunas cartas con la frase “Tuyo para la Revolución”, se podría afirmar que el socialismo no llegó a prender del todo en la conciencia de London. La ambigüedad de su conducta parecía delatarlo. 1. El oro del Klondike En el año de 1896, estalla la fiebre del oro en las cercanías del río Klondike, al noroeste de Canadá y cerca de la frontera con Alaska. En rigor, el precioso metal fue descubierto en 1861, pero es recién en la última década del siglo que los exploradores dirigen toda su atención hacia esa región. Al igual que miles de personas, Jack London viajó a esas tierras hostiles impulsado por la crisis del gobierno de Cleveland. La gran afluencia de aventureros generó una explosión demográfica que convirtió los pueblos tranquilos, como Dawson, en agitadas ciudades. Sin lugar a dudas, debemos a este hallazgo fortuito lo mejor de la obra de London. Sus experiencias en el Klondike fueron fundamentales para la escritura de novelas como La llamada de lo salvaje o Colmillo blanco, y relatos como “El hijo del lobo”, “Amor a la vida”, “El Dios de sus padres” y “La fe de los hombres”. En este lugar conoció a muchas personas que lo habían perdido todo o que habían tenido hasta entonces existencias mediocres. Se encontró con sus deseos y sus sueños, sus fracasos y sus frustraciones. Este material humano resultó invaluable. Pero esta no fue la única deuda que contrajo. En Dawson, London hizo un hallazgo de gran importancia: conoció la obra de Herbert Spencer y de Friedrich Nietzsche. Del primero lo atrajeron sus ideas acerca de la supremacía del más apto y de la fuerza de los instintos que dominan al hombre. Del segundo, lo sedujo la imagen del superhombre. Nietzsche (1844-1900), filósofo alemán, sostenía que el último estadio de la evolución se alcanzaría cuando el hombre superara la moral convencional basada en la idea de igualdad e impusiera una superior, nacida de su voluntad de poder. Solo cuando esto sucediera acaecería el superhombre. La combinación de estos elementos fue el verdadero oro del Klondike para London. Muchos de sus relatos están impregnados de esta lógica individualista del sujeto superior y los impulsos atávicos relacionados con lo instintivo. Sobrevivir, a pesar de las adversidades y del medio agresivo, es la gran apuesta de sus personajes. Lo arriesgan todo como si el momento presente fuera el último de sus vidas, como si se tratara de la última oportunidad que les regala el destino. La expedición a Alaska adquiere resonancias épicas. Por esta razón London fue catalogado por la crítica de su país como “el Homero de la fiebre del oro”. Cuando el lejano Oeste había sido ya domesticado e integrado al resto de los Estados Unidos, el escritor pudo encontrar la nueva frontera salvaje, el lugar en que todavía era posible vivir heroicamente: el Gran Norte. Sin embargo, se le planteó un problema de difícil solución. Nadie puede creer en el individualismo de Spencer y Nietzsche y al mismo tiempo asumir el ideal de una humanidad nueva y solidaria como promete el socialismo. Nadie puede resolver esas diferencias sin fracturar su naturaleza moral. La experiencia personal de London y su temperamento profundamente ambicioso encajaban con las teorías de los primeros dos pensadores, mientras que su formación intelectual tendía a la crítica del orden establecido. Durante los años de opulencia continuó brindando su apoyo a las clases trabajadoras, pero a la vez hacía afirmaciones del tipo: “[a]nte todo soy un hombre blanco, y socialista en segundo término”, o “[s]upongo que soy el único americano que le está sacando dinero al socialismo”. Esta inconsistencia vital se acentuó con el paso del tiempo, al extremo de creer, en sus años finales, que su existencia había sido un largo proceso de degradación. 2. La historia de un perro En 1902, London escribió un relato protagonizado por un perro: “Diablo”. Luego, impulsado por sus experiencias en el Norte, sintió la necesidad de iniciar la redacción de un relato que complementara al anterior y, para cumplir con este proyecto, se encerró en su casa durante un mes, distanciado de todo y de todos. Lo que en un primer momento iba a ser un cuento terminó siendo una novela que se reconoció, casi inmediatamente, como un clásico de la literatura norteamericana y que catapultó a su autor a la fama y al éxito: La llamada de lo salvaje, de 1903. Pero, como suele ocurrir, un libro tiene muchas deudas. De hecho, una de las primeras influencias que podemos detectar, no solo en este caso, sino en buena parte de la obra de London, es la del escritor británico Rudyard Kipling (1865-1936). En su clásica colección de relatos titulada El libro de la Selva, publicada en 1894 y protagonizada por un niño llamado Mowgli, Kipling utiliza como personajes de sus historias a animales humanizados, seres alegóricos de los que se puede extraer una ética que pone en juego valores colectivos. La idea de un grupo de perros que razonan, sienten, actúan como humanos y poseen una carga alegórica grande proviene en gran medida de la lectura de este libro. London adopta, además, la forma que el escritor inglés mejor maneja: el cuento. Cuentos vigorosos, simples y pintorescos, centrados en una anécdota llena de acción. Ahora bien, el tema de la región “salvaje” tampoco es exclusividad de London. Muchos escritores de los Estados Unidos y Canadá han trabajado en historias sobre aventureros que lo arriesgan todo, atraviesan penurias y, finalmente, obtienen lo que quieren. Escritores como Mark Twain –calificado, por cierto, como el padre de la literatura norteamericana– son, sin duda, los referentes inmediatos. Estas influencias, sin embargo, no le impidieron hacerse de un estilo propio y de un mundo narrativo que se vio reforzado por su experiencia personal. Como hemos visto, el punto de partida es el viaje a Alaska, que resulta, al mismo tiempo, su rasgo particular. Con La llamada de lo salvaje, London es quien mejor aprovecha las posibilidades de esa región, pero no de manera realista. Su estilo puede conducir al lector a ese error. Detrás de esa aparente fidelidad al mundo real, se esconde toda una poética de lo insólito: la búsqueda de “la auténtica maravilla de las cosas”. Dicho en otras palabras, su intención es presentar de forma distinta, extraña y como vista desde otro ángulo (uno desconocido y sorprendente), los seres y las cosas más cercanas y cotidianas. Así funciona la historia de Buck, el protagonista de la novela. Un perro casero que de pronto es secuestrado y obligado a trabajar descubre, en medio de esto, un lado oculto de sí mismo. Alrededor, hombres que, en circunstancias extremas, exhiben su aspecto más fiero y más básico, hombres alejados de la civilización. Pero si hay algo que mantiene en suspenso al lector frente a la historia de Buck es el estilo. Una vez superado el influjo de sus maestros, London desarrolla un estilo directo y algo rudo que se ajusta a los ambientes que describe y a los personajes que dibuja. Si bien podemos observarlo ya en "El hijo del lobo", es con La llamada de lo salvaje que alcanza lo primordial, es decir, la sucesión rápida de acciones, el peligro que las envuelve y una dosificación bien medida de la información. Este tratamiento bastante efectivo (y efectista) encierra la trampa del realismo más descarnado. La vida de un personaje tiene muchos posibles orígenes. En la mayoría de casos se trata de uno real. La vida en la que se basó el perro Buck es la del mismo Jack London. No es coincidencia que ambos nombres sean sonoramente parecidos. Las coincidencias no suelen ser más que ilusiones de coincidencias. Las carencias del autor, sus privaciones, la soledad, el desamparo y el anhelo del triunfo individual son rasgos que el personaje, de forma alegórica, asume de su creador. En líneas generales, el texto es una alegoría. Esto nos permite entender por qué los animales aman, odian, razonan y reaccionan como humanos, mientras que los hombres se comportan como bestias impulsivas. De lo que se trata es de ejemplificar cuáles son los auténticos fundamentos sobre los que se levanta el ser humano, alejado de la civilización que lo controla y lo modela, y reconocer que sus instintos atávicos priman en ellos. De esta manera, la genialidad de London radica en su sensibilidad para reunir en una historia sus ideas filosóficas, por un lado, y su vida, por otro. Esa sensibilidad para captar los instantes trascendentales en los que cualquier persona, puesta al límite, busca una salida, sea hacia la muerte o hacia la supervivencia.
Rómulo Torre Toro
AVENTURAS DE JACK LONDON
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