«Llevar a la Iglesia
a la sencillez de los orígenes»
Lo pidió ante la presencia del Papa el predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa
Andrea TornielliRoma
Papa Francisco postrado en San Pedro
La celebración de hoy por la tarde se lleva a cabo con algunos pequeños cambios de la liturgia: «Señalo, como momento de particular atención incluso desde el punto de vista visual –dijo el portavoz del Vaticano, el jesuita Federico Lombardi–, el inicio, que es justamente con las postración, la oración silenciosa del Papa postrado ante el altar: un momento muy característico del Viernes Santo. Después, también durante la lectura del “Passio”, el Papa y todos se arrodillan en el momento de la muerte de Jesús».
En el edificio de la Iglesia, durante siglos, «para adaptarse a las exigencias del momento», se han construido estructuras, escaleras, habitaciones y pequeños cuartos. Pero «Sucede como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos, y para adaptarse a las exigencias del momento, se les ha llenado de tabiques, escalinatas, de cuartos y cuartitos. Llega un momento en que nos damos cuenta de que todas estas adaptaciones ya no responden a las exigencias actuales, es más, éstas son un obstáculo, y entonces se hace necesario tener el valor de derribarlas y reportar el edificio a la simplicidad y linealidad de sus orígenes». Con esta imagen eficaz, el predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa, concluyó su homilía de esta tarde en San Pedro, en el curso de la celebración de la Liturgia de la Cruz, en presencia del Papa Francisco.
El Pontífice se psotró en el suelo para adorar la Cruz este Viernes Santo, durante el que la Iglesia recuerda la Pasión y Muerte de Jesús. Durante la misa se leyó en latín el pasaje del Evangelio según San Juan que narra este momento. Después, el padre Cantalamessa pronunció su meditación. El predicador franciscano recordó el cuento de Franz Kafka “Un mensaje imperial”. «Habla de un rey que, en el lecho de muerte, llama a su lado a un súbdito y le susurra al oído un mensaje. Es tan importante el mensaje que hace que se lo repita, a su vez, al oído. Entonces, lo saluda con un gesto y el mensajero se pone en camino».
El mensajero, escribió Kafka, «Extendiendo primero un brazo, luego el otro, se abre paso a través de la multitud como ninguno. Pero la multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. ¡Si ante él se abriera el campo libre, cómo volaría! En cambio, qué vanos son sus esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio interno, de las cuales no saldrá nunca. Y aunque lo lograra, no significaría nada: todavía tendría que esforzarse para descender las escaleras. Y si esto lo consiguiera, no habría adelantado nada: tendría que cruzar los patios; y después de los patios el segundo palacio circundante. Y cuando finalmente atravesara la última puerta --aunque esto nunca, nunca podría suceder--, todavía le faltaría cruzar la ciudad imperial, el centro del mundo, donde se amontonan montañas de su escoria. Allí en medio, nadie puede abrirse paso a través de ella, y menos aún con el mensaje de un muerto».
«Desde su lecho de muerte –continuó Cantalamessa– también Cristo confió a su Iglesia un mensaje: “Id por todo el mundo, predicad la buena noticia a toda criatura”». La Evangelización, continuó el franciscano, «tiene un origen místico; es un don que viene de la Cruz de Cristo, de ese costado abierto, de esa sangre y de ese agua. El amor de Cristo, como ese trinitario del que es la manifestación histórica, tiende a expandirse y alcanzar a todas las criaturas, “especialmente a las más necesitadas de misericordia”. La Evangelización cristiana no es conquista, no es propaganda; es el don de Dios al mundo en su Hijo Jesús».
«Tenemos que hacer todo lo posible –indicó Cantalamessa– para que la Iglesia no se convierta nunca en aquel castillo complicado y atestado descrito por Kafka, y para que el mensaje pueda salir de ella libre y feliz como cuando inició su recorrido. Sabemos cuáles son los impedimentos que puedan retener al mensajero: los muros divisorios, empezando por aquellos que separan a las varias iglesias cristianas entre ellas, el exceso de burocracia, las partes de ceremoniales, leyes y controversias pasadas, convertidas en escombros [...] Sucede como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos, y para adaptarse a las exigencias del momento, se les ha llenado de tabiques, escalinatas, de cuartos y cuartitos. Llega un momento en que nos damos cuenta de que todas estas adaptaciones ya no responden a las exigencias actuales, es más, éstas son un obstáculo, y entonces se hace necesario tener el valor de derribarlas y reportar el edificio a la simplicidad y linealidad de sus orígenes».
Era justamente esta –recordó Cantalamessa- la misión recibida de San Francisco ante el Crucifijo de San Damián:
«¡Ve, Francisco, y repara mi Iglesia!».
«¡Ve, Francisco, y repara mi Iglesia!».
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