HOMOGENEIZADOS
Y ATOMIZADOS
Leo una entrevista a un hombre que presume de haber visitado absurdamente «todos los países del planeta» (como si para conocer el mundo entero no bastase con quedarse uno quietecito en su pueblo). Cuando el entrevistador le pregunta cuál ha sido, entre todos los que ha visitado, el país que más le ha sorprendido, el visitador afirma: «Diría que Corea del Norte, porque es único: la sociedad está estrictamente regulada y te sientes en un mundo paralelo lejos de nuestros cánones: la ropa, las costumbres o la arquitectura, que sólo ves por allí por el hermetismo imperante, te sorprende y descoloca». Es una respuesta digna de estudio.
Por un lado, al viajero impenitente le sorprende que exista un país cuyas gentes no se ajustan a «nuestros cánones» en su atuendo, no repiten las costumbres que rigen para el resto del planeta y, para más inri, viven en casas que «sólo ves allí». Es decir, le sorprende lo que debería parecerle normal. Cuando yo era niño, todavía alcancé a estudiar los atuendos distintivos de las diversas regiones españolas, y también sus construcciones particulares (el pazo, la masía, el caserío, etcétera). En realidad, lo sorprendente no es que las gentes de regiones distintas (y no digamos de territorios tan exóticos como Corea) vistan de formas distintas o construyan viviendas variadas, sino que vistan de forma estandarizada y vivan en cuchitriles cortados por el mismo patrón. Pero el visitador de la entrevista, para explicarse la distinción de los coreanos, necesita urdir razones que se nos antojarían estrambóticas, en un mundo que no estuviese desquiciado: los coreanos visten de forma distintiva y cultivan costumbres propias porque viven en una sociedad «estrictamente regulada». En cambio, que un señor de Albacete y otro de Tokio vistan igual y vivan en casas semejantes se nos antoja algo propio de sociedades libres.
Se trata, naturalmente, de un completo contrasentido. La uniformidad de la vida manchega y japonesa no es natural, mucho menos espontánea, sino forzada; no por una regulación estricta como la coreana, sino por una coerción invisible que moldea alevosamente nuestras conciencias y convierte nuestra humanidad distintiva en una papilla homogénea. Hemos sido configurados –o reseteados– por un capitalismo global que nos ha obligado (muy dulcemente, sin que advirtiéramos la ingeniería que actuaba sobre nuestras almas) a renegar de nuestras costumbres, para imponernos formas de vida por completo extrañas a nuestras tradiciones que, sin embargo, aceptamos estólidamente, como si tal homogeneización fuese deseable y venturosa (y no una forma monstruosa de sometimiento). Pero, para completar esta ingeniería proterva, el capitalismo ha tenido que suplir la querencia natural que toda persona siente hacia las tradiciones propias por una fragmentación de esa papilla homogénea en identidades variopintas que nos hagan sentir 'especiales', con una finalidad doble: por un lado, la creación de nuevos 'nichos de mercado'; por otro, el azuzamiento de antagonismos sociales que encizañan a los miembros de una misma comunidad, para debilitarla, creando un hormiguero de 'nuevas identidades'.
El capitalismo SALVAJE (Y EL COMUNISMO) nos quiere convertidos en papilla homogeneizada, pero al mismo tiempo a la greña, dividida en grupúsculos muy reivindicativos y pretendidamente singularizados (por su raza, por su religión, por su sexo, por su 'género'), cada vez más atomizados: feministas transgénero, homosexuales negros, curas casados, ecologistas no binarios, parados lesbianos, etcétera. Así, cada atomización sucesiva genera unas reivindicaciones propias (o sea, un 'nicho de mercado'), cuanto más estrafalarias mejor, acompañadas de 'debates' que convierten la vida social en un manicomio de loritos sistémicos que se consideran especialísimos, distintivos y únicos, aunque todos vistan los mismos harapos, aunque todos vivan en los mismos cuchitriles, aunque todos regurgiten las mismas consignas (que les han instilado en sus conciencias reformateadas).
Esta labor a la vez homogeneizadora y atomizadora que realiza el capitalismo, para convertirnos en papilla de gentes enviscadas nos recuerda la acción de los demonios, según se nos describía en los viejos tratados de teología. Los demonios odian la diversidad humana, que perciben como una afrenta, y necesitan uniformizar a los hombres, hasta convertirlos –a su imagen y semejanza– en hormiguero o legión; pero, a la vez que uniformizan a los hombres, los demonios los encizañan y enviscan (de ahí que los llamemos diablos, que significa 'separadores'). Así, infestándonos malignamente, el capitalismo ha contrariado nuestra naturaleza diversa y vinculada, convirtiéndonos en una papilla homogeneizada y atomizada. Pero los raros son los coreanos.
1945 - René Guénon - El Rei... by Jorge Ramalho
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