LAS CAMPANADAS
Documento profético
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En la primera de sus tres últimas cartas, San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, afronta con realismo y esperanza la crisis en la Iglesia Católica y alerta contra falsos pastores y actitudes cómplices: «ausentarse, callarse, diluidos en una ambigua actitud, alimentada por silencios culpables, para no complicarse la vida».
"Es preciso reconocer que la jugarreta ha sido bien hecha y que la mentira de Satanás ha sido utilizada maravillosamente. La Iglesia va a destruirse a sí misma por vía de la obediencia. La Iglesia va a convertirse al mundo hereje, judío, pagano, por obediencia, mediante una Liturgia equívoca, un catecismo ambiguo y lleno de omisiones y de instituciones nuevas basadas sobre principios democráticos". M.L
"¡Ay, Santo Padre! A veces la obediencia a usted
puede llevar a la condenación eterna".
Santa Catalina de Siena
Tiempo de prueba son siempre los días que el cristiano ha de pasar en esta tierra. Tiempo destinado, por la misericordia de Dios, para acrisolar nuestra fe y preparar nuestra alma para la vida eterna. Tiempo de dura prueba es el que atravesamos nosotros ahora, cuando la Iglesia misma parece como si estuviese influida por las cosas malas del mundo, por ese deslizamiento que todo lo subvierte, que todo lo cuartea, sofocando el sentido sobrenatural de la vida cristiana. Llevo años advirtiéndoos de los síntomas y de las causas de esta fiebre contagiosa que se ha introducido en la Iglesia, y que está poniendo en peligro la salvación de tantas almas.
Deseo insistiros, para que permanezcáis vigilantes y perseveréis en la oración: vigilate, et orate, ut non intretis in tentationem (Matth. XXVI, 41): ¡alerta y rezando!, así ha de ser nuestra actitud, en medio de esta noche de sueños y de traiciones, si queremos seguir de cerca a Jesucristo y ser consecuentes con nuestra vocación. No es tiempo para el sopor; no es momento de siesta, hay que perseverar despiertos, en una continua vigilia de oración y de siembra. ¡Alerta y rezando!, que nadie se considere inmune del contagio, porque presentan la enfermedad como salud y, a los focos de infección, se les trata como profetas de una nueva vitalidad. Hijos míos, vivamos cara a la eternidad de esa herencia incorruptible que nos ofrece Dios Padre por Jesucristo. Los días, aquí, son pocos y urge trabajar en la tarea de la salvación sin perder un momento, ahogando el mal en abundancia de bienes. Quien se quedara paralizado, por la fuerza agresiva de esa amarga oleada, acabaría siendo arrastrado.
«No es la doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos, sino que son los tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador»
Tened, pues, la firme persuasión de que no es la doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos, sino que son los tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador. Hoy, en la Iglesia, parece imperar el criterio contrario: y son fácilmente verificables los frutos ácidos de ese deslizamiento. Desde dentro y desde arriba se permite el acceso del diablo a la viña del Señor, por las, puertas que le abren, con increíble ligereza, quienes deberían ser los custodios celosos.
Pensaréis que, entonces, ser fieles no es tarea cómoda. Hijos míos, dificultades las ha habido y las habrá siempre, aunque las circunstancias actuales son verdaderamente duras, precisamente porque las asechanzas del diablo —repito— vienen alentadas desde dentro de la Iglesia. Pero siempre son superables las dificultades por quien, reconociendo su personal debilidad, confía en la fortaleza de Dios.
Cuidadme los actos de culto, de modo especial los sacerdotes. El que no diese categoría a una simple inclinación de cabeza, no ya como manifestación elemental de respeto, sino de amor, no merecería llamarse cristiano. Alabad continuamente a la Trinidad Beatísima, a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, con vuestra vida entera, pero de modo particularmente intenso en la Santa Misa.
Cultivemos un fuerte espíritu de expiación, también porque hay mucho que reparar dentro del ambiente eclesiástico. Debemos pedir perdón, en primer lugar, por nuestras debilidades personales y por tantas acciones delictuosas que se cometen contra Dios, contra sus Sacramentos, contra su doctrina, contra su moral. Por esa confusión que padecemos, por esas torpezas que se facilitan, corrompiendo a las almas muchas veces casi desde la infancia. Cada día caigo más en la cuenta de esta urgente necesidad. Y esto nos obliga a buscar cada día más la intimidad con Dios: os aconsejo que hagáis lo mismo. Pongámosle delante, al Señor, el número de almas que se pierden y que no se perderían si no se les hubiese metido en la ocasión; almas que abandonan las prácticas religiosas, porque ahora se difunde impunemente propaganda de toda clase de falsedades, y resulta en cambio muy difícil defender la ortodoxia sin ser tachados —dentro de la misma Iglesia, esto es lo más triste— de extremistas o exagerados. Se desprecia, hijos míos, a los que quieren permanecer constantes en la fe, y se alaba a los apóstatas y a los herejes, escandalizando a las almas sencillas, que se sienten confundidas y turbadas.
Causa pena contemplar masas enteras de gente que se dejan conducir por el dictado de unos pocos, que les imponen sus dogmas, sus mitos e incluso todo un ritual desacralizado. Es preciso enfrentarse contra esta tendencia, con los resortes de la doctrina cristiana, en una perseverante y universal catequesis. Es, hijos míos, un elemental compromiso de caridad para la conciencia de un católico. Resulta muy penoso observar que —cuando más urge al mundo una clara predicación— abunden eclesiásticos que ceden, ante los ídolos que fabrica el paganismo, y abandonan la lucha interior, tratando de justificar la propia infidelidad con falsos y engañosos motivos. Lo malo es que se quedan dentro de la Iglesia oficialmente, provocando la agitación.
Mi dolor es que esta lucha en estos años se hace más dura, precisamente por la confusión y por el deslizamiento que se tolera dentro de la Iglesia, al haberse cedido ante planteamientos y actitudes incompatibles con la enseñanza que ha predicado Jesucristo, y que la Iglesia ha custodiado durante siglos. Éste, hijos míos, es el gran dolor de vuestro Padre. Éste, el peso del que yo deseo que todos participéis, como hijos de Dios que sois. Resulta muy cómodo —y muy cobarde— ausentarse, callarse, diluidos en una ambigua actitud, alimentada por silencios culpables, para no complicarse la vida. Estos momentos son ocasión de urgente santidad, llamada al humilde heroísmo para perseverar en la buena doctrina, conscientes de nuestra responsabilidad de ser sal y luz.
Considerad que hay muy pocas voces que se alcen con valentía, para frenar esta disgregación. Se habla de unidad y se deja que los lobos dispersen el rebaño; se habla de paz, y se introducen en la Iglesia —aun desde organismos centrales— las categorías marxistas de la lucha de clases o el análisis materialista de los fenómenos sociales; se habla de emancipar a la Iglesia de todo poder temporal, y no se regatean los gestos de condescendencia con los poderosos que oprimen las conciencias; se habla de espiritualizar la vida cristiana y se permite desacralizar el culto y la administración de los Sacramentos, sin que ninguna autoridad corte firmemente los abusos —a veces auténticos sacrilegios— en materia litúrgica; se habla de respetar la dignidad de la persona humana, y se discrimina a los fieles, con criterios utilizados para las divisiones políticas. Toda esa ambigüedad es camino abierto, para que el diablo cause fácilmente sus estragos, más cuando se ve que es corriente —en todas las categorías del clero— que muchos no prediquen a Jesucristo y, en cambio, parlotean siempre de asuntos políticos, sociales —dicen—, etc., ajenos a su vocación y a su misión sacerdotal, convirtiéndose en instrumentos de parte y logrando que no pocos abandonen la Iglesia.
Comprended que no exagero. Pensad en la violencia que sufren los niños: desde negarles o retrasarles el bautismo arbitrariamente, hasta ofrecerles como pan del alma catecismos llenos de herejías o de diabólicas omisiones; o en la que se actúa con la juventud, cuando —¡para atraerla!— se presentan principios morales equivocados, que destrozan las conciencias y pudren las costumbres. Violencia se hace, también diabólica, cuando se manipulan los textos de la Sagrada Escritura y se llevan al altar en ediciones equívocas, que cuentan con aprobaciones oficiales. Y no podemos dejar de ver el brutal atropello que se impone a los fieles, y en los fieles al mismo Jesucristo, cuando se oculta el carácter de sacrificio de la Santa Misa o cuando el dinero de las colectas se malgasta en propagar ideas ajenas al enseñamiento de Jesucristo. Hijos, míos, nunca se ha hablado tanto de justicia en la Iglesia y, a la vez, nunca se ha empleado tanta injusta opresión con las conciencias
Resistir, a esta campaña continuada y nefanda, forma parte de nuestro deber de luchar por ser fieles. Es una obligación de conciencia, ante Dios y ante tantísimas almas. Pensad que abunda una muchedumbre silenciosa, por amor a la Iglesia, que no protesta, que no habla a grandes voces, que no organiza manifestaciones tumultuosas. Pero que sufre por la buena causa y que, con confianza en la Providencia, espera, pasmada y muda, orando sin cesar y sin ruido de palabras, para que la Iglesia de Dios recobre su autenticidad. Los herejes lo saben: así se explica que ni siquiera se ha intentado demostrar que los católicos desean esos cambios, que están variando el rostro de la Esposa de Cristo. Ni existe ninguno capaz de confundir al pueblo fiel con la algarabía de los tumultuosos conventículos revolucionarios, patrocinadores de radicales modificaciones deformadoras e innecesarias, peligrosas e impías, que conducen sólo a rebajar la espiritualidad de la Iglesia, a despreciar los Sacramentos, a enturbiar la fe, cuando no a arrancarla de cuajo. Nos sentimos obligados a resistir a estos nuevos modernistas —progresistas se llaman ellos mismos, cuando de hecho son retrógrados, porque tratan de resucitar las herejías de los tiempos pasados—, que ponen todo en discusión, desde el punto de vista exegético, histórico, dogmático, defendiendo opiniones erróneas que tocan las verdades fundamentales de la fe, sin que nadie con autoridad pública pare y condene reciamente sus propagandas. Y si algún pastor habla decididamente, se encuentra con la sorpresa —amarga sorpresa— de no ser suficientemente apoyado por quienes deberían sostenerlo: y esto provoca la indecisión, la tendencia a no comprometerse con determinaciones claras y sin equívocos.
Parece como si algunos se empeñaran en no recordar que, a lo largo de toda la historia, los que guían el rebaño han tenido que asumir la defensa de la fe con entereza, pensando en el juicio de Dios y en el bien de las almas, y no en el halago de los hombres. No faltaría hoy quien tachara a San Pablo de extremista cuando decía a Tito cómo debería tratar a los que pervertían la verdad cristiana con falsa! doctrinas: increpa illos dure, ut sani sint in fide (Tit. I, 13); repréndelos con dureza —le escribía el Apóstol—, para que se mantengan sanos en la fe. Es de justicia y de caridad, obrar así. Ahora, sin embargo, se facilita la agitación con un silencio que clama al cielo, cuando no se coloca a los saboteadores de la fe en puntos neurálgicos, desde los que pueden sembrar la confusión «con aprobación eclesiástica». Ahí están tantos nuevos catecismos y programas de «enseñanza religiosa» testimoniando la verdad de lo que afirmo. (…) Hijos de mi alma, pidamos a Nuestro Señor que ponga término a esta dura prueba. Mientras tanto, me considero obligado a advertiros de estos peligros, porque hay muchos también que confiesan a Dios con las palabras, pero lo niegan con los hechos (Tit. I, 16): es la actitud de los que, con discursitos espirituales, se buscan una coartada para sus acciones. El resultado es la ambigüedad: actitudes que anulan las palabras; palabras que, por su contradicción con las obras, admiten todo tipo de interpretaciones.
No os dejéis engañar incautamente por maniobras publicitarias —donde se mezclan razones ideológicas y políticas con motivos comerciales— que tratan de presentar ciertas publicaciones heterodoxas, especialmente si son más o menos marxistas, como algo de valor científico o cultural; e incluso pretenden convencernos de que el conocimiento directo de esas publicaciones es casi indispensable, para una persona de mediana cultura. En algunos ambientes eclesiásticos se percibe actualmente una especie de extraño complejo de inferioridad, ante todo lo que está emparentado con el marxismo. Este complejo, además de denunciar una notable pereza intelectual, evidencia de modo elocuente la debilitación de la fe y la ignorancia o la superficialidad.
No podemos dormirnos, ni tomarnos vacaciones, porque el diablo no tiene vacaciones nunca y ahora se demuestra bien activo. Satanás sigue su triste labor, incansable, induciendo al mal e invadiendo el mundo de indiferencia: de manera que muchas gentes que hubieran reaccionado, ya no reaccionan, se encogen de hombros o ni siquiera perciben la gravedad de la situación; poco a poco, se han ido acostumbrando. Tened presente que en los momentos de crisis profundas en la historia de la Iglesia, no han sido nunca muchos los que, permaneciendo fieles, han reunido además la preparación espiritual y doctrinal suficiente, los resortes morales e intelectuales, para oponer una decidida resistencia a los agentes de la maldad. Pero esos pocos han colmado de luz, de nuevo, la Iglesia y el mundo. Hijos míos, sintamos el deber de ser leales a cuanto hemos recibido de Dios, para transmitirlo con fidelidad. No podemos, no queremos capitular.
En la segunda de sus tres últimas cartas, el fundador del Opus Dei se defendía de las críticas: «No es inexplicable mi angustia ni exagerada mi aprensión: La buena doctrina parece que vacila por todos lados».
No es inexplicable mi angustia, ni exagerada mi aprensión en estos instantes: cuando hay tanto choque por todas partes, la buena doctrina parece que vacila por todos lados, y en ningún sitio faltan gentes capaces de atreverse a inventar tantas falsas e innecesarias reformas, que no responden a necesidades de los demás, que están felices con la vocación de cristiano, que confirman con su vida santa.
Son —las que se mueven con tanto alboroto— herejías ocasionadas por la mala conciencia, que busca justificación a las pasiones, a la negligencia y a muchos errores prácticos, que no deja a esas personas tener quietud en ningún sitio.
Porque los defectos y esquinas de esos pobres, que —por ser de ellos— se atreven a calificar descaradamente de celo virtuoso, les convierten en anárquicos, inhábiles para participar con humildad y eficacia en ningún apostolado: ellos mismos, sin paz interior y sin alegría espiritual, son cizaña que pretende destruir las virtudes capitales de los hermanos, con hipócritas y desleales sinrazones de mentirosa eficacia.
Duele pensar que pudiera pasar entre nosotros algún caso, pero de la bondad del Señor esperamos que no sucederá. Aunque les seguiríamos queriendo, sería penoso descubrirles subidos en un árbol sin el noble afán de Zaqueo, para ver a Jesús (Luc. XIX, 4), porque se encaramarían haciéndose ayudar por sus hermanos, para lucir ellos en lo alto. Y no lucirían, porque no tendrían luz: darían amargura y, si la caridad no nos frenara, darían risa, por el despego que fingirían mostrar, por el modo lejano y frío de comportarse.
Se habrían apartado del espíritu, al abandonar el cumplimiento de las normas de piedad que fortalecen la vida interior, y poco a poco les habría ido calando en el cerebro y en el corazón un monstruo, que no les dejaría percibir la sencilla verdad de nuestra llamada divina: y, si la percibieran, como tendrían manchados y torcidos los ojos del alma, su personal jactancia les confirmaría en sus tristes desvaríos.
Cuenta San Lucas (cap.VII, 26 y ss.) que un fariseo, llamado Simón, rogó al Señor que fuera a comer a su casa. Todos recordáis la escena. Entró una mujer pecadora, que ungió con un perfume precioso y con sus lágrimas los pies del Maestro. El fariseo iba pensando: si este hombre fuera profeta, bien conocería quién y qué tal es la mujer que le está tocando, que es una mujer de mala vida. Jesús, respondiendo a este pensamiento, le dijo: Simon, habeo tibi aliquid dicere; Simón, tengo que decirte una cosa.
Hijas e hijos míos, vigilad: porque es posible que no falten fariseos que dejen de cumplir los deberes más elementales de su condición y, en cambio, traten de ejercitar derechos de mangoneo —murmurando, olvidándose de que en nuestra familia todos tenemos la obligación de decir lo que pensamos, con sencillez, con respeto y decididos a obedecer después sin restricciones mentales— derechos de mangoneo escribía, que no les competen, que son un abuso de confianza y que van contra la ley divina y contra el trato fraterno que merecen todos mis hijos.
A esos pobrecitos, si los hubiera, a cada uno, habría de dirigirme yo ahora, diciéndole también: Simon, habeo tibi aliquid dicere. Te crees más que los otros, cuando la realidad es que te has puesto a vivir a tu aire, haciéndote cesiones, que no te puedes conceder, que te empujan a pensar en labores que no te corresponden y para las que no tienes ni formación ni gracia de Dios, que te van llevando casi insensiblemente a la indiferencia en lo que te debía ser más querido; y, si no pones remedio, el remedio de volver a vivir como viviste cuando tenías buena conciencia, te arrastrarán al fracaso de tu vida y hasta la apostasía, porque perderás incluso tu camino de cristiano, mientras desprecias como Simón a quienes honran a Cristo.
Deja, hija o hijo mío, de ser sabihondo, sabihonda: sabio no eres, aunque tu soberbia te diga lo contrario. Deja de dedicarte al visiteo perjudicial o inútil, impropio de un alma de Dios, que ha de estar siempre ocupada de las cosas del Padre celestial. Deja de ser un charlatán incorregible, sin gracia, aunque tu vanidad pueril te haga pensar que eres ocurrente y divertido: eres solamente cargante y chabacano, adjetivos que no habrían de aplicarse nunca a un cristiano, por mediana que sea su formación.
Que somos monolíticos, has dicho. No podías hacernos nunca mejor elogio. Ya que en lo terreno — es posible que tu ofuscación no te lo permita contemplar, siendo patente— sólo estamos de acuerdo en no estar de acuerdo; y, en cosas de fe católica y de moral, todos —en cambio— estamos conformes en todo. Ya tienes ahí un monolito divino, que sólo al diablo le puede gustar que se quebrante.
Hablas quizá de que no ves cómo se puede conjugar la libertad personal y la obediencia. Muy podrido has de estar o muy corto es tu entendimiento, si no comprendes que la libertad personal, la obediencia, el trabajo colegial y el apostolado se hace compatibles a la manera como se conjugan la gracia divina y la libertad humana: del ejercicio de esa compatibilidad nacen las virtudes y vicios.
Con mucho cariño os he escrito, con el de siempre, aunque por las circunstancias actuales de los cristianos haya podido pareceros duro. Con cariño y lleno de esperanza en vuestra fidelidad, os bendice vuestro Padre. Mariano.
La carta concluye con la fecha: Roma, 17 de. junio 1973
En su última carta, Escrivá de Balaguer afirma que «abunda el desconcierto y se causa mal impunemente —incluso con máscara de bien— porque se reza poco, y rezando poco no se logran discernir los espíritus y se confunde el error con el bien», y denuncia la falta de autoridad de algunos gobernantes de la Iglesia que han dejado proliferar el error.
A este nuevo aviso lo denominó familiarmente la «tercera campanada», porque era costumbre, hasta no hace muchos años —y todavía se conserva en algunos pueblos y ciudades—, el llamar a misa con tres toques de campana, debidamente espaciados. El último de ellos inmediatamente antes de la celebración litúrgica».
“Siento el deber de avisaros y lo hago como tradicionalmente se convoca a los fieles, para acercarlos al Sacrificio de Jesucristo: repitiendo las llamadas. Tres solían darse, para anunciar el comienzo de la Santa Misa. Las gentes, al oír el repique ya familiar, aceleraban definitivamente el paso, corrían hacia la casa del Señor. Esta carta es como una tercera invitación, en menos de un año, para urgir vuestras almas con las exigencias de la vocación nuestra, en medio de la dura prueba que soporta la Iglesia”.
“Quisiera que esta campanada metiera en vuestros corazones, para siempre, la misma alegría e igual vigilia de espíritu que dejaron en mi alma —ha trascurrido ya casi medio siglo— aquellas campanas de Nuestra Señora de los Ángeles. Una campana, pues, de gozos divinos, un silbido de Buen Pastor, que a nadie puede molestar. Sin embargo, hijos míos, habrá de moveros a contrición y, si es necesario, suscitará un deseo de profunda reforma interior: una nueva ascensión del alma, más oración, más mortificación, más espíritu de penitencia, más empeño —si cabe— en ser buenos hijos de la Iglesia”.
“Se ha secado la lengua de quienes deberían predicarle, hasta el punto de que no pocos han perdido lo único de apariencia cristiana que les quedaba: la técnica de hablar claramente de Jesucristo y de su doctrina salvadora”.
“Soltar un hilo, aunque parezca sin importancia, supone empezar a deshacer el tapiz. ¡Triste fracaso, un buen tapiz deshilachado¡ ¡Qué dolor, si un hijo de Dios se atreve a reclamar la voluntad, que había entregado al servicio de esta Obra donde reina la Cruz salvadora!”
“Tú y yo, tenlo presente, hemos venido a entregar la vida entera. Honra, dinero, progreso profesional, aptitudes, posibilidades de influencia en el ambiente, lazos de sangre; en una palabra, todo lo que suele acompañar la carrera de un hombre en su madurez, todo ha de someterse —así, someterse— a un interés superior: la gloria de Dios y la salvación de las almas.”
“Pensad en esta unidad de vida cuando, con el paso del tiempo, os encontráis cogidos de lleno por el quehacer profesional. Debéis sentir la responsabilidad de quienes han de permanecer más metidos en Dios que nadie, haciendo de la profesión una continua ocasión de apostolado. Si en esos años de madurez la profesión se fuera convirtiendo como en un coto aislado, donde sólo con dificultad tienen acceso los criterios apostólicos, hemos de ver ahí un indicio evidente de que se está rompiendo la unidad de vida: y habría que recomponerla. Habría que volver a vibrar, es decir, habría que volver a la piedad, a la sinceridad, al sacrificio —gustoso o dificultoso— por las cosas de la Obra, del apostolado, a hablar de Dios sin empachos ni respetos humanos.”
“¡Ay, si una hija mía o un hijo mío perdiera esa soltura para seguir al ritmo de Dios y, con el correr del tiempo, se me apoltronara en su quehacer temporal, en un pobre pedestal humano, y dejara crecer en su alma otras aficiones distintas de las que enciende en nuestros corazones la caridad de Dios! En una palabra: produciría una pena inmensa que, al cabo de los años, un alma no rechazara la tentación de condicionar su entrega.”
“Revelaría un síntoma indudable de tibieza que nuestro trabajo ordinario se transformara en campo para satisfacciones de afirmación personal, de influjo a lo humano, de mundano progreso.”
“Qué horizonte más pobre el de un hijo mío que se embebiera de tal modo en sus cosas que se juzgara intocable, incapaz de considerarse disponible. Vigilad, porque arranca de ahí el itinerario de la soberbia. Después se perciben los síntomas de enmohecimiento del corazón para la piedad, para la fraternidad, para los encargos apostólicos; se enrarece el carácter, con reacciones desproporcionadas ante estímulos ordinarios; el alma se ensombrece y crea distancias respecto a los demás y como un alejamiento de lo que, en horas de fidelidad, era algo entrañable; aparece la frialdad de una criatura que no ha asimilado sobrenaturalmente una humillación, o un error o un detalle que suponía un vencimiento.”
“No olvidéis el particular empeño que pone en estos tiempos el demonio, para lograr que los fieles se separen de la fe y de las buenas costumbres cristianas, procurando que pierdan hasta el sentido del pecado con un falso ecumenismo como excusa. (…) Deseamos, tanto como el que más lo desee, la unión de los cristianos: y aun la de todos los que, de alguna manera, buscan a Dios. Pero la realidad demuestra que en esos conciliábulos, unos afirman que sí y —sobre el mismo tema— otros lo contrario.
Cuando —a pesar de esto— aseguran que van de acuerdo, lo único cierto es que todos se equivocan. Y de esa comedia, con la que mutuamente se engañan, lo menos malo que suele producirse es la indiferencia: un triste estado de ánimo, en el que no se nota inclinación por la verdad, ni repugnancia por la mentira. Se ha llegado así al confusionismo: y se aniquila el celo apostólico, que nos mueve a salvar la propia alma y las de los demás, defendiendo con decisión la doctrina sin atacar a las personas.”
“Cuando escritores embusteros, que se atreven en su soberbia y en su ignorancia —quizá en su mala fe— a calificarse como teólogos, perturban y oscurecen las conciencias, cada uno de nosotros ha de anunciar con mayor fuerza la doctrina segura, a través de un proselitismo incesante.”
«Estamos en continuo contacto con la realidad eterna y con la terrena, realidad que sólo admite una postura: vivir en la Iglesia de siempre. Es cierto que, en alguna ocasión, el hecho de tener y propugnar la verdad, algunos lo interpretan falsamente como un acto de soberbia, como si nos preocupáramos de salvaguardar un derecho a nuestra vanidad personal, cuando cumplimos estrictamente un enojoso deber.»
«Unos, con pretextos de evangelizar el mundo, se afanan en ceder y ceder, desvirtúando la sal cristiana», se lamenta el santo fundador.
Y considera que la vocación del Opus Dei choca más si cabe con la situación eclesial: «Pero la humanidad actual, me diréis, no se presenta nada propicia para entender estos deseos de total dedicación a Dios. Efectivamente, el viento que corre, dentro y fuera de la Iglesia, parece muy ajeno a aceptar estos requerimientos divinos tan profundos.»
Una crisis terrible, especialmente en tres aspectos: «Se escucha como un colosal non serviam! (Ierem. 11, 20) en la vida personal, en la vida familiar, en los ambientes de trabajo y en la vida pública. Las tres concupiscencias (cfr. 1 Ioann. 11, 16) son como tres fuerzas gigantescas que han desencadenado un vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso de la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de riquezas. Toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales.»
Reproche a los pastores que no protegen a su pueblo
«Un lamentable modo de acostumbrarse ha ocasionado la petulancia de algunos eclesiásticos que —posiblemente para encubrir su esterilidad apostólica— llamaban signos de los tiempos a lo que, a veces, no era más que el fruto, en dimensiones universales, de esas concupiscencias personales. Con ese recurso, en lugar de imponerse el esfuerzo de averiguar la causa de los males para ofrecer el remedio más oportuno y luchar, prefieren claudicar estúpidamente: los signos de los tiempos componen la tapadera de este vergonzoso conformismo.»
“En esta última decena de años, muchos hombres de Iglesia se han apagado progresivamente en sus creencias. Personas con buena doctrina se apartan del criterio recto, poco a poco, hasta llegar a una lamentable confusión en las ideas y en las obras. Un desgraciado proceso, que partía de una embriaguez optimista por un modelo imaginario de cristianismo o de Iglesia que, en el fondo, coincidía con el esquema que ya había trazado el modernismo. El diablo ha utilizado todas sus artes para embaucar, con esas utopías heréticas, incluso a aquellos que, por su cargo y por su responsabilidad entre el clero, deberían haber sido un ejemplo de prudencia sobrenatural.”
En una palabra: el mal viene, en general, de aquellos medios eclesiásticos que constituyen comouna fortaleza de clérigos mundanizados. Son individuos que han perdido, con la fe, la esperanza: sacerdotes que apenas rezan, teólogos —así se denominan ellos, pero contradicen hasta las verdades más elementales de la revelación— descreídos y arrogantes, profesores de religión que explican porquerías, pastores mudos, agitadores de sacristías y de conventos, que contagian las conciencias con sus tendencias patológicas, escritores de catecismos heréticos, activistas políticos.
“Hay, por desgracia, toda una fauna inquieta, que ha crecido en esta época a la sombra de la falta de autoridad y de la falta de convicciones, y al amparo de algunos gobernantes, que no se han atrevido a frenar públicamente a quienes causaban tantos destrozos en la viña del Señor.”
“Hemos tenido que soportar —y cómo me duele el alma al recoger esto— toda una lamentable cabalgata de tipos que, bajo la máscara de profetas de tiempos nuevos, procuraban ocultar, aunque no lo consiguieran del todo, el rostro del hereje, del fanático, del hombre carnal o del resentido orgulloso.
Hijos, duele, pero me he de preocupar, con estos campanazos, de despertar las conciencias, para que no os coja durmiendo esta marea de hipocresía. El cinismo intenta con desfachatez justificar —e incluso alabar— como manifestación de autenticidad, la apostasía y las defecciones. No ha sido raro, además, que después de clamorosos abandonos, tales desaprensivos desleales continuaran con encargos de enseñanza de religión en centros católicos o pontificando desde organismos paraeclesiásticos, que tanto han proliferado recientemente.
Me sobran datos bien concretos, para documentar que no exagero: desdichadamente no me refiero a casos aislados. Más aún, de algunas de esas organizaciones salen ideas nocivas, errores, que se propagan entre el pueblo, y se imponen después a la autoridad eclesiástica como si fueran movimientos de opinión de la base. ¿Cómo vamos a callar, ante tantos atropellos? Yo no quiero cooperar, y vosotros tampoco, a encubrir esas grandes supercherías.”
«Todo coopera al desprestigio general de la autoridad eclesiástica y a que no se corrijan con oportunidad y energía los desórdenes: los desatinos heréticos, la inestabilidad, la confusión, la anarquía en asuntos de fe y de moral, de liturgia y de disciplina. A esta situación la llaman algunos —defendiéndola— aggiornamento, cuando es relajación y menoscabo del espíritu cristiano, que trae como consecuencia inmediata —entre otros efectos— la desaparición de la piedad, la carencia de vocaciones sacerdotales o religiosas, el apartar a los fieles en general — ya lo dije— de las prácticas espirituales. Y, por tanto, menos trabajo en servicio de las almas, al paso que los eclesiásticos —al verse ineficaces— se muestran desgraciados y abandonan el proselitismo, porque piensan que procurarán también la infelicidad a otros.»
«Recientemente os había ya urgido sobre esta mutua vigilia de amor que hemos de vivir, muy especialmente en estos tiempos en los que, desde dentro de la Iglesia, se siembra descaradamente la confusión. Agitadores de sacristías y de conventos, gente que ha hundido seminarios y vaciado iglesias, parecen destinar todo su interés a que haya hombres que sin guardar el Evangelio de Cristo y su ley, se llamen cristianos y envueltos en oscuridad se crean que tienen luz, por los halagos y embustes del enemigo, que, según nos dice el Apóstol, se transfigura en Angel, y reviste a sus agentes de ministros de justicia: presentan la noche como día, la muerte como salud, la desesperación con apariencia de esperanza, la perfidia como fidelidad, el anticristo con el nombre de Cristo; así escamotean con sutileza la realidad, engañando con apariencias de verdad. Esto sucede, hermanos amadísimos, por no volver al origen de la verdad, por no buscar la fuente, por no guardar la doctrina del Maestro celestial (San Cipriano, De Ecclesiae Catholicae unitate, c. 3).»
Persuadíos de que, si procuramos trabajar con esta sinceridad, no nos ganaremos las simpatías de algunos. Sin embargo, no caben ni ambigüedades ni compromisos. Si, por ejemplo, os llamaran reaccionarios porque os atenéis al principio de la indisolubilidad del matrimonio, ¿os abstendríais, por esto, de proclamar la doctrina de Jesucristo sobre este tema, no afirmaríais que el divorcio es un grave error, una herejía?
Ellos inventan el juego y deciden la posición de los demás. De estas típicas posturas falaces de ciertos eclesiásticos, que traicionan su vocación, brota como resultado la frívola componenda, la doctrina desvaída, el alejamiento del pueblo de sus pastores, la pérdida de autoridad moral y la entrada en el ámbito de la Iglesia de facciones partidistas. En el fondo, todo se reduce a que han caído en las redes de la dialéctica propia de una filosofía opuesta a la verdad, porque se fundamenta en violencias a la realidad de las cosas. Se descubre, también, que se teme más el juicio de los hombres que el juicio de Dios.
Por desgracia, se observan también en la Iglesia sitios —cátedras de teología, catequesis, predicación— que deberían alumbrar como focos de luz, y se aprovechan —en cambio— para despachar una visión de la Iglesia y de sus fines totalmente adulterada. Hijos míos, es un grave pecado contra el Espíritu Santo
Confundir a la Iglesia con una asamblea de fines más o menos humanitarios, ¿no significa ir contra el Espíritu Santo? Ir contra el Espíritu Santo es hacer circular, o permitir que circulen sin denunciar sus falsedades, catecismos heréticos o textos de religión que corrompen las conciencias de los niños, con enseñanzas dañosas y graves omisiones.
«Crecer, en la Obra, es ir profundizando en esta unidad de vida, que nos lleva a engarzar el apostolado en las incidencias de la labor profesional, en la tarea ordinaria de cada jornada, sin tapujos ni falsas discreciones —hace años que enterré esa palabra, discreción, para que no hubiera lugar a equívocos —, procurando dar a conocer la doctrina y la vida de Jesucristo.»
Hablando sobre la Pascendi, de San Pio X, lamenta Escrivá: “¡Cuánto dolor se hubiese ahorrado a la Iglesia y cuánto daño se hubiese evitado a las almas, con la fiel obediencia a esos mandatos de San Pío X!”
«Hijos de mi alma, que ninguno me venga con remilgos y distingos, en estos momentos en que se requiere una firme entereza doctrinal. Abominemos de ese cómodo irenismo de quien imaginara pacificar todo, encasillando unos a la izquierda y acomodando otros a la derecha, para colocar graciosamente en un prudente centro —nada de extremismos, aseguran— el fruto de su juego dialéctico, ajeno a la realidad sobrenatural.»
«Frente a ese griterío, hemos de exclamar: basta. De una parte, no cediendo nosotros a los halagos del embrollo diabólico y, simultáneamente, colaborando cada uno en la difusión de la doctrina, en especial de aquellos puntos que algunos se empeñan en oscurecer.
Perseverad, pues, vigilantes. Hoy, especialmente entre los eclesiásticos y los clericales tocados por las corrientes modernistas, todo se juzga con una visión ajena al sentido sobrenatural. Me refiero a esas personas que, donde advierten una obediencia cristiana, hablan de verticalismo; si descubren certeza de fe en lo que todos hemos de creer, afirman que no hay pluralismo; si se observan unas normas litúrgicas con unción, serán capaces de sostener que falta espontaneidad en el culto. Se sujetan a clichés que unos cuantos desaprensivos lanzan a la calle y, después, los más impresionables los reproducen sin discriminación, en ocasiones —y ya es síntoma de escasez de talento— por el gusto de repetir una frase que juzgan más o menos de moda.
No queremos contribuir a empobrecer la espiritualidad de la Iglesia, arremetiendo contra lo que Jesucristo mismo instituyó: disminuyendo el sacerdocio ministerial y su santidad, para que se confunda con el sacerdocio real de los fieles; quitando el culto y las prerrogativas de la Madre de Dios, empequeñeciendo sus fiestas y su veneración; ahogando la devoción a los santos y a sus imágenes; destruyendo el sacramento del matrimonio. Y, sobre todo, dando disposiciones que conducen a arrancar de las almas el amor al Santo Sacrificio de la Misa y la certeza en la Real Presencia de Jesucristo en el Santísimo Sacramento del altar y Reservado en el Sagrario.
Errores y desviaciones, debilidades y dejaciones he dicho ya: y ahora —como siempre— el mal se envuelve diabólicamente en paños de virtud y de autoridad: y así resulta más fácil que se fortalezca y que produzca más daño. Porque aparecen gentes con una falsa religiosidad, saturada de fanatismo, que se oponen desde dentro a la Iglesia de Jesucristo, dogmática y jurídica, haciendo resaltar —con increíble desorden, cambiando por los del Estado los fines de la Iglesia— lo político antes que lo religioso.»
«Recemos más, ya que el Señor ha encendido en nuestra alma este gran amor a la Iglesia Santa. Clamemos, hijos, clamemos —clama, ne cesses! (Isai. LVIII, 1)—, y el Señor nos oirá y atajará la tremenda confusión de este momento.
El remedio de los remedios es la piedad. Ejercítate, hijo mío, en la presencia de Dios, puntualizando tu lucha para caminar cerca de Él durante el día entero. Que se os pueda preguntar en cualquier momento: y tú, ¿cuántos actos de amor de Dios has hecho hoy, cuántos actos de desagravio, cuántas jaculatorias a la Santísima Virgen? Es preciso rezar más. Esto hemos de concluir. Quizá rezamos todavía poco, y el Señor espera de nosotros una oración más intensa por su Iglesia. Una oración más intensa entraña una vida espiritual más recia, que exige una continua reforma del corazón: la conversión permanente. Piensa esto, y saca tus conclusiones.
Añadiría de nuevo que abunda el desconcierto y se causa mal impunemente —incluso con máscara de bien— porque se reza poco, y rezando poco no se logran discernir los espíritus y se confunde el error con el bien. Todo el designio del diablo, me atrevo a asegurar, está centrado en disuadir a los hombres de perseverar en la oración, porque la oración es el modo de introducirse en la amistad con Dios.
En primer término hemos de persuadirnos de que los medios sobrenaturales son los más adecuados, para afrontar una contienda de este tipo: la oración, la mortificación, el conocimiento de la doctrina de la fe, los sacramentos. Esto es lo sabio y prudente. Esto es lo propio de adultos, que eligen los auxilios más aptos para alcanzar su fin.»
«Era obligado mostrarles la cruda realidad, sin disimulo ni mitigación. El Padre se encargó de abrirles los ojos para que midiesen en toda su gravedad los penosos sucesos que aquejaban a la Iglesia. Convenía que lo supiesen de buena tinta y sin sentirse aplastados por tan malas noticias. Con objeto, por tanto, de que sus hijos captaran las dimensiones sobrenaturales, y las puramente humanas, del momento histórico, les hace contemplar la situación a la luz de la fe, de la esperanza y de la moral», concluye Vázquez de Prada en su biografía de Escrivá.
¿Por qué la exprelatura Opus Dei, asimilada a simple asociación de sacerdotes sin laicos, expulsados y reducidos a colaboradores, esconde unos documentos que advierten a todos los fieles de que LOS ENEMIGOS DE LA IGLESIA ESTÁN DENTRO Y ARRIBA?
¿Acaso le va mejor escondiéndolas, incluso a sus propios sacerdotes y colaboradores? ¿Acaso no son documentos de un santo para edificar toda la Iglesia?
¡Qué bajo ha caído el Opus Dei! Ahora se dedica a censurar el pensamiento y palabras de su propio Fundador, San Josemaría Escrivá de Balaguer y perseguir a quienes lo difundan.
Además de sorprendente, me parece muy mezquina la forma de proceder de los responsables del Opus Dei, institución de la Iglesia a la que jamás he criticado -y mucho menos atacado-, que ni siquiera se han molestado en ponerse en contacto conmigo, aunque fuera a través de un simple comentario en la entrada "Las tres campanadas: transcripción de las palabras proféticas de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, sobre la actual crisis de la Iglesia", para pedirme directamente que retirara estas cartas y, aunque no fuera necesario, para explicar por qué me lo pedían.
Si todavía algún lector no lo ha adivinado, me estoy refiriendo a un indisimulado caso de censura por copyright una reclamación por "derechos de autor" que fue enviada a Google el pasado jueves 17 de noviembre de 2016 por el abogado madrileño Javier Domínguez Calatayud -los derechos de autor de esas cartas los posee "Scriptor, S.A.", que es una empresa pantalla vinculada al Opus Dei-, debido a lo cual Blogger me ha pedido que edite la mencionada entrada eliminando las cartas, por lo que he procedido a la retirada de las mismas de esa entrada, manteniendo sólo la introducción escrita por mí. He leído que la excusa que han dado alguna vez para ocultar dichas cartas es que se trata de "documentos internos" destinados a miembros del Opus Dei.
Sin embargo, esta explicación se cae por su propio peso desde el momento en que hay otros "documentos internos" difundidos por el propio Opus Dei. Por lo cual, es evidente que el criterio para ocultarlo no se debe a su carácter de "documento interno", sino a su contenido. En mi humilde opinión, hacen muy mal ocultando unos documentos de vital importancia para la Iglesia -no sólo para los miembros de la Prelatura-, que ponen de manifiesto el pensamiento y verdadero sentir de San Josemaría, quien, habrá que recordárselo a algunos, ya no se trata simplemente de su "fundador", sino de un santo de toda la Iglesia universal. ¿Alguien consideraría normal que los carmelitas prohibieran difundir algunas cartas de Santa Teresa de Jesús alegando "derechos de autor"? Con esa actitud ponen de manifiesto el carácter sectario que todos los enemigos de la Iglesia, y también un considerable número de católicos, les vienen achacando desde hace décadas.
¿Acaso quieren darles la razón? Porque, si no es así, lo disimulan bastante bien. Pues nada, que sigan haciendo amigos.
Durante años han negado la existencia de estas cartas... hasta que salieron a la luz. Y como después ya no han podido seguir negándolo, recurren a la censura, pura y dura, valiéndose de triquiñuelas legales. Lamentable. Como explico al principio de esta entrada, además de por su notable interés en lo que a la vida de la Iglesia católica se refiere, también publiqué estas cartas por coincidir con la festividad litúrgica de San Josemaría Escrivá de Balaguer, el 26 de junio.
Como ya expliqué en un comentario, no publiqué el texto completo, sino sólo fragmentos que se referían a la Iglesia universal y que afectan a todos los católicos -no sólo a los miembros de la Prelatura del Opus Dei-, omitiendo cualquier referencia a recomendaciones efectuadas por San Josemaría a miembros del Opus Dei o a asuntos internos de la Prelatura. Además, el texto está ampliamente difundido en Internet, mal que le pese al Opus Dei, pudiendo encontrarlo y descargarlo cualquier internauta en muchas páginas web y blogs con sólo utilizar un buscador. Yo no he tenido acceso al documento original ni, por tanto, soy sospechoso de haberlo filtrado en Internet, ni siento sentía ninguna animadversión hacia la Prelatura del Opus Dei, nada sospechosa de heterodoxia doctrinal -hasta ahora-, ni mucho menos hacia su fundador, santo de todos los católicos.
Es público y notorio que no me mueve ningún ánimo de lucro; de mi blog no obtengo ni un solo céntimo de euro, ni ningún otro beneficio material: sólo tiene como fin la mayor gloria de Dios y provecho de las almas.
Pero, a pesar de lo dicho anteriormente, parece no gustar a los actuales responsables de la Prelatura lo que pensaba y decía su fundador. En primer lugar, que constatara que la maldad del mundo parecía -y aún parece-, estar afectando a la Iglesia. Que creyera que no es la doctrina católica la que debe adaptarse a los tiempos, sino al contrario: el mundo a Cristo. Que denunciara que quienes deberían proteger a los fieles no lo hicieran, y se alentaran las acechanzas del diablo desde dentro de la propia Iglesia. Que se pudiera propagar impunemente cualquier idea falsa, incluso desde dentro de la misma Iglesia, tachándose de "rigoristas", en cambio, a quienes defienden la Verdad revelada y el Magisterio perenne de la Iglesia, al tiempo que se jalea a apóstatas y a herejes, y se escandaliza y confunde a los simples fieles -a quienes ahora, además, se descalifica-. Se dolía de que algunos hicieran todo lo posible por ocultar que la Misa es el Sacrificio incruento de Nuestro Señor en el Calvario, o que los eclesiásticos heterodoxos se quedaran oficialmente dentro de la Iglesia y provocaran la agitación -ahora se dice "lío"-.
Pensaba que parte de la culpa de la desbandada de los fieles se debía a la adulteración del mensaje de Nuestro Señor y a la creación de un cristianismo edulcorado, sin cruz, sufrimiento o dolor, así como a la confusión y tolerancia en la Iglesia de ideas totalmente incompatibles con la Revelación. Consideraba cobardía callarse en esta situación -silencio culpable-. También criticaba la introducción en la Iglesia de categorías marxistas de la lucha de clases o el análisis materialista de los fenómenos sociales; la condescendencia con los poderosos ateos o antirreligiosos; la desacralización del culto; los abusos litúrgicos y los sacrilegios en la administración de los sacramentos; que muchos clérigos no predicaran a Nuestro Señor Jesucristo, pero no les faltara, en cambio, la verborrea suficiente cuando de asuntos políticos o sociales se trataba.
Creía que los católicos no podemos permitir que se impongan como verdaderas y justas ideas contrarias al mensaje de Jesucristo, y menos desde dentro de la Iglesia; y que aunque la palabra "justicia" nunca ha sido tan ampliamente utilizada, nunca se hubieran oprimido las conciencias de los fieles más injustamente. Sabía, y así lo expresaba, que la mayoría silenciosa de los fieles no protesta pero sufre esta situación, confiando y rezando para que la Iglesia vuelva a ser la que siempre ha sido, ya que ellos no han pedido ningún cambio, y menos aquellos que tratan de reducir o eliminar la espiritualidad, desprecian los sacramentos y enturbian o hacen perder la fe.
A quienes tal cosa pretenden, no duda en llamarles herejes, modernistas o progresistas, afirmando que no sólo no progresan, sino que retroceden a herejías pasadas para poner en tela de juicio la Exégesis, la Historia y hasta los propios dogmas, sin recibir condena alguna por quien tiene el deber y el poder para hacerlo, sino más bien al contrario: se les alienta, sin considerar el juicio de Dios y el bien de las almas, sino más bien buscando el aplauso del mundo. De ahí que ironizara con que ahora ya se puede sembrar la confusión con licencia eclesiástica. Era totalmente contrario al marxismo cultural, que en ambientes eclesiásticos achacaba unas veces a pura convicción, y otras a simple complejo de inferioridad. Como también hicieran otros santos antes que él, y siendo consciente de que en los momentos de crisis profunda de la Iglesia pocos permanecen fieles, debido a la escasa formación doctrinal, espiritual y a la carencia de medios morales e intelectuales suficientes para resistir a quienes promueven el mal, recomendaba evitar aquellas novedades que podían poner en riesgo la piedad, y prevenía de dejarse arrastrar por doctrinas extrañas a la fe que siempre ha mantenido y enseñado la Iglesia, que jamás puede ser considerada anticuada, pues la Verdad revelada siempre es nueva, ya que Cristo no pasa de moda ni envejece.
Pone en guardia sobre las falsas doctrinas y las reformas innecesarias, muchas de las cuales no son sino herejías que tienen su origen en la mala conciencia, tratando de justificar con ellas las bajas pasiones, la negligencia y muchos errores prácticos. Ataca el falso ecumenismo, que además de no servir para nada desemboca en la indiferencia religiosa. Lo achacaba a la falta de celo apostólico, el cual busca tanto la propia salvación, como la salvación de los otros, sin necesidad de atacar a nadie, simplemente por la defensa firme de la doctrina.
Además, arremete contra los falsos teólogos que enseñan herejías, y da el remedio para combatirlo, hoy tristemente denostado: el proselitismo, y rechaza la acusación de que quienes propugnan y defienden los dogmas, esto es, la Verdad, lo hagan por soberbia. Por eso afirma claramente que no hay que dejarse dominar por ideas y actitudes distintas a las predicadas por Nuestro Señor. Así se entiende que denunciara que muchos eclesiásticos pierden la fe progresivamente, apartándose de la sana doctrina, en lugar de dar ejemplo de prudencia, hasta desembocar en la confusión de ideas y de obras, por un buenismo y una concepción utópica del cristianismo y de la Iglesia, que no es otra que la que promovió el tantas veces condenado modernismo. Y, en lugar de promover la conversión y la piedad personales, quienes así piensan sólo ven defectos en las estructuras de la Iglesia. Asimismo, criticaba la rampante mundanización y el activismo político de un sector del clero, su falta de oración, la negación de dogmas por parte de algunos mal llamados "teólogos", la enseñanza de inmoralidades, el silencio culpable ante el mal, las tendencias patológicas de algunos, o las herejías difundidas por otros.
Sus críticas culminan con el tan actual tema de la indisolubilidad del matrimonio, del que pensaba que no hay que dejar de proclamar la doctrina de Cristo por miedo a ser tachados de reaccionarios. Consideraba el divorcio como un error grave y una herejía, y abominaba del irenismo de aquellos eclesiásticos que pretenden mantenerse en una posición de equidistante prudencia, sin extremismos, ajenos a la realidad sobrenatural y temiendo más el juicio de los hombres que el de Dios, lo cual acaba provocando el alejamiento de los fieles y la pérdida de su autoridad moral. También denunciaba que desde la propia Iglesia se diera una visión de Ella misma y de sus fines totalmente falsa, confundiéndola con una organización humanitaria, o que se permitiera que los errores y herejías circularan sin denunciarse, o que se corrompieran las conciencias con ciertas enseñanzas y omisiones graves.
Del clero que había caído en las garras del modernismo decía que juzgan todo de forma ajena a lo sobrenatural, calificando la obediencia, la certeza en la fe y la unción en la liturgia como "verticalismo", "falta de pluralismo" o "falta de espontaneidad". Hace notar que muchas veces el mal se disfraza de virtud y de autoridad, por lo que muchas personas con una falsa religiosidad y llenas de fanatismo se oponen desde el interior a la verdadera Iglesia fundada por Jesucristo, que es a la vez dogmática y jurídica, haciendo resaltar lo político antes que lo religioso y contribuyendo así al desprestigio de la autoridad eclesiástica, a que no se corrijan los errores y la confusión en temas de fe, morales, litúrgicos y disciplinares. Culpa, en definitiva, al mal llamado "aggiornamento" y a quienes desde dentro de la Iglesia siembran la confusión, hunden los seminarios y vacían las iglesias -aunque llenen los titulares de prensa-, de la desaparición de la piedad, del desplome de las vocaciones sacerdotales y religiosas, y del alejamiento de los fieles, recurriendo a la cita del capítulo III de "De Ecclesiae Catholicae unitate", que habla de quienes presentan "la noche como día, la muerte como salud, la desesperación con apariencia de esperanza, la perfidia como fidelidad, el anticristo con el nombre de Cristo; así escamotean con sutileza la realidad, engañando con apariencias de verdad".
Y, por último, reconoce que las características del modernismo -o compendio de todas las herejías- descritas por San Pío X en su encíclica "Pascendi", estaban más vivas que nunca -lo siguen estando-, y que entonces se presentaban, si cabe, con mayor virulencia, agresividad y extensión que cuando las condenó San Pío X. Creía que el modernismo después del Concilio Vaticano II identifica erroneamente el amor de Dios con las aspiraciones o deseos humanos de tipo materialista y meramente instintivo. Para remediarlo veía necesario volver al Tomismo, como recomendaran S. S. León XIII y San Pío X, y recuerda a los Padres y Doctores de la Iglesia que dedicaron su vida al servicio de la verdad, defendiéndola de la herejía y sin miedo a llamar a los herejes por su nombre. Su conclusión fue que debe desterrarse de la Iglesia esa visión que trata de convertir el mensaje de Cristo en un humanitarismo disfrazado de "preocupaciones sociales", y recuerda la obligación de todos los católicos de proclamar la fe sin ambigüedades, así como el derecho que les asiste a sentirse apoyados por aquellos que han sido designados por el Señor como custodios del Depósito de la Fe.
Me gustaría concluir con una cita bíblica -afortunadamente el Opus Dei no tiene los "derechos de autor" de los Santos Evangelios-, en la que el Señor, dirigiéndose primeramente a sus discípulos, previene de la doblez y la hipocresía: “Guardaos a vosotros mismos de la levadura –es decir de la hipocresía– de los fariseos. Nada hay oculto que no haya de ser descubierto, nada secreto que no haya de ser conocido. En consecuencia, lo que hayáis dicho en las tinieblas, será oído en plena luz; y lo que hayáis dicho al oído en los sótanos, será pregonado sobre los techos" (Lc 12, 1-3). A buen entendedor, pocas palabras bastan.
1. Pero es preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más sacrosanto de nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos hecho uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de nuestro ministerio. Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilación el silencio es que hoy no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados.
IGLESIA DE CRISTO,
NO DE NINGÚN PAPA VATICANISTA
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