EL Rincón de Yanka: LIBRO "DEFENDIENDO ESPAÑA": VERDADES Y LEYENDAS DE NUESTRA HISTORIA por HENRY KAMEN 🔪

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jueves, 4 de agosto de 2022

LIBRO "DEFENDIENDO ESPAÑA": VERDADES Y LEYENDAS DE NUESTRA HISTORIA por HENRY KAMEN 🔪


DEFENDIENDO ESPAÑA:
Verdades y leyendas de nuestra historia

Nadie pone en duda que durante tres siglos España dominó el mundo conocido y fue objeto de numerosos embates de todo tipo por parte de potencias rivales, pero ¿cómo se defendió de los ataques de sus enemigos? «Para estas batallas que nos amenazan», explicó don Quijote a Sancho Panza, «menester será estar bien mantenidos». Y España, ciertamente, estaba «bien mantenida»: los recursos a los que tenía acceso eran ma­yores que los de cualquier otra nación, ya que no provenían solo de la Península, sino de todos los rincones del planeta. Los exploradores, aventureros, soldados y financieros que hicieron posible su poder no solo fueron españoles y portugueses, sino que vinieron de todas las naciones existentes bajo el sol. Los ejércitos no fueron exclusivamente católicos, sino que, en momentos de crisis, miles de soldados protestantes estaban dispuestos a enrolarse en sus filas.
Esta es la historia de cómo una nación cultivó amigos y aliados tanto en la guerra como en la paz, y cómo, más allá de la leyenda antiespañola, el hecho incuestionable es que hubo ilustres personajes extranjeros que defendieron su carácter, su cultura, su reputación, su patrimonio histórico o sus costumbres, y se preocuparon por preservar un país que amaron y admiraron.
El prestigioso hispanista Henry Kamen invita al lector a explorar los asombrosos senderos de la experiencia imperial española.

“No defendimos lo suficiente nuestro ser. 
Y ahora estamos a merced de los vientos”.
Ramiro de Maeztu

PRÓLOGO

Aquí —dijo don Quijote— 
podemos, hermano Sancho Panza,
meter las manos hasta los codos en esto 
que llaman aventuras. 
Quijote, I, 8
Casi todas las ideas sobre el pasado nacional 
que hoy viven alojadas en las cabezas españolas 
son ineptas y a menudo grotescas. 
Ese repertorio de concepciones es precisamente 
una de las grandes rémoras que impiden 
el mejoramiento de nuestra vida. 
José Ortega y Gasset, España invertebrada (1922)

¿Defender España? No se puede defender todo un país y, mucho menos, defender toda su historia, porque la idiosincrasia y la evolución de un país abarcan una variedad de experiencias tan inmensa que es imposible explicar lo que a menudo resulta inexplicable. El título de este libro, sin embargo, nos incita a preguntarnos qué aspecto de España hay que defender. 
¿Su historia? ¿Su política? ¿Su topografía? ¿Su religión? ¿Su clima? Nos limitamos a uno solo. A principios del siglo XX, una vigorosa tendencia nacionalista, cuyo representante típico era el escritor Miguel de Unamuno, se rebeló contra una década de desastres imperiales y se quejó de que el mundo exterior atacaba España y la trataba con desprecio. Quienes compartían este punto de vista aseguraban que las críticas a España formaban parte de una maliciosa «leyenda antiespañola», una campaña de difamación que, por influencia extranjera, se había ido extendiendo sistemáticamente a lo largo de los siglos.

De hecho, como han señalado muchos estudiosos, nunca existió una leyenda semejante. Todos los países pueden recibir críticas en momentos concretos de su historia, pero las relaciones de España con el mundo exterior no diferían demasiado de las de otras naciones imperiales, como Inglaterra, y jamás se rigieron únicamente por el odio. La extraña insinuación de que los extranjeros solían dedicarse a difamar a España fue concebida hace un siglo por un puñado de escritores, cuya visión provinciana del pasado llegó a gozar de la aprobación oficial durante los años del franquismo, y aún sigue aflorando en libros, en novelas y en la prensa diaria. Los partidarios de esta opinión sostienen que su país siempre ha sido víctima de «una extraña mezcla de odio y de desprecio, transmitida de generación en generación».

Este libro defiende lo que sucedió en realidad. Cada uno de sus capítulos llama la atención sobre dos puntos muy sencillos. 
En primer lugar, que no hubo un «odio» permanente contra España ni contra ningún otro país. Hay pruebas irrefutables de que, con el correr del tiempo, ha habido aliados que defendieron España, su idiosincrasia, su reputación e incluso, en casos extremos, su territorio. En tiempos de guerra hubo antagonismo, pero, tanto en la guerra como en la paz, hubo muchísimas influencias que, en momentos puntuales, acometieron una defensa increíble de un país al que admiraban, pese a estar en desacuerdo con aspectos que no gozaban de su simpatía.
En segundo lugar, tanto criticaban a España los españoles como los extranjeros. Cuando los que criticaban eran españoles, no se debía a que fueran «antiespañoles» —eso habría sido absurdo—, sino a que tenían una opinión divergente. La xenofobia no tiene cabida en nuestro relato. De hecho, por todas partes había extranjeros que apoyaban a España

soldados foráneos que combatieron en ejércitos españoles, exploradores como Colón y Magallanes que se aventuraron en sus mares, críticos que estaban en desacuerdo con su religión pero aceptaban su cultura, diplomáticos que conocían a fondo sus puntos débiles y los fuertes, artistas y poetas que se maravillaban de su patrimonio histórico y viajeros de todo tipo que admiraban sus costumbres y su música. Todos contribuyeron a un debate del cual, durante su evolución, toda nación debe ser consciente para comprenderse mejor a sí misma. Aquí se les da voz en unos capítulos que nos invitan a mirarlos como un elemento clave para la forma en la que decidimos interpretar y apreciar la idiosincrasia española.

Todos trataron de participar en la aventura de España, porque había mucho que ganar. Quienes intervinieron en ella lo hicieron porque eran tanto exploradores como creadores, cuyas voces ayudaron a defender, a definir y a desarrollar la nación. España siempre fue una cultura de varios pueblos, desde la época romana hasta nuestros días. Por lo tanto, cabe esperar que quienes defendían España procedieran también de diversos pueblos, culturas y opiniones y no solo de los pueblos oriundos de la península Ibérica, como los vascos y los portugueses, sino de toda Europa, sin distinción de sangre ni de creencias, como los miles de aventureros que llegaron de hogares lejanos para tomar parte en el asedio de Granada en 1492. En las páginas siguientes, el lector conocerá a muchos que, sin tener en cuenta las diferencias de cultura y de religión, se preocuparon por defender aspectos de un país que, por alguna razón, habían aprendido a estimar. 
Este es un libro breve, en el que solo se puede contar una pequeña parte de una historia muy compleja, aunque es de esperar que el lector encuentre suficiente información. El argumento, en cualquier caso, está abierto al debate. Como dijo el autor más famoso de España en 1605, refiriéndose a su propia obra: «Este libro tiene algo de buena invención: propone algo, y no concluye nada».
1

NACIONES Y LEYENDAS

La Historia. es como cosa sagrada; 
porque ha de ser verdadera, 
y donde está la verdad está Dios, en cuanto a verdad; 
pero, no obstante esto, hay algunos que así componen 
y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos. 
Quijote, 11, 3

No se nos ha hablado sino de nuestra leyenda negra, 
y hablando de ella hemos ido en­ negreciéndola más aún 
y obstinándonos en no ver nuestras faltas. 
MIGUEL DE UNAMUNO (1918)

LA DEFENSA DE UNA NACIÓN

Desde la época del Imperio romano, España formó parte de Europa y evolucionó con Europa, compartiendo una herencia común de lengua y religión. Sin embargo, al igual que otros territorios europeos, como Francia e ItaliaEspaña ca­recía de una imagen clara de su propia idiosincrasia e identidad y tardó en desa­ rrollarla. En las primeras décadas del siglo xrx, los europeos se esforzaron en plan­ tearse seriamente su identidad nacional y comenzaron a preguntarse quiénes eran, cuáles habían sido sus orígenes y de qué forma su historia pasada había con­ tribuido a su idiosincrasia nacional. Fue la época en la que historiadores como Ranke y Burckhardt en Alemania y Macaulay, Gibbon y Acton en Inglaterra escri­bieron sus estudios clásicos. En España no se hizo ningún estudio serio de su pa­sado desde la Historia del jesuita Juan de Mariana (1600), un defecto que animó a Juan Valera, en el siglo XIX, a lamentarse de que «desde hace muchísimos años y sin duda desde que prevalece esta moda, en España se escribe poco de todo y me­ nos de Historia. Las historias se escriben principalmente en Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, naciones hoy más adelantadas y mentalmente más fecundas». Era una exageración, porque, en su propia generación, se habían dado pasos im­ portantes para subsanar este defecto, aunque es cierto que no se habían hecho de­ masiados esfuerzos para explicar el papel de España en el mundo.
Al parecer, la palabra «nación» siempre ha tenido una magia que obliga a aceptarla en los discursos referidos al pasado histórico. Según un experto en el tema, «no se puede encontrar ninguna "definición científica" de lo que es una na­ ción y, sin embargo, el fenómeno ha existido y sigue existiendo». El mismo autor afirma lo siguiente:

Una nación existe cuando una cantidad significativa de personas de una comunidad consideran que forman una nación o se comportan como si la formaran. No es necesario que toda la población se sienta así ni que se comporte así y no es posible determinar de forma dogmática el porcentaje mínimo de una población que se tiene que ver afectada de esta forma. Cuando un grupo significativo tiene esta creencia, posee «conciencia nacional».

Es posible que, por lo menos desde el siglo XV, hubiera suficientes personas, tanto a nivel de élite como a nivel popular, que compartían el sentimiento de per­ tenecer a algo llamado España. En aquella época, también había alemanes que sentían que pertenecían a Alemania e italianos que sentían que pertenecían a Ita­lia. Sin embargo, ¿existían Alemania e Italia? ¿Existía España? La respuesta es un no rotundo.

De todos modos, había pueblos que se consideraban españoles. El mejor ejemplo que tenemos de españoles colaborando juntos se encuentra en la activi­dad militar. Basta un pequeño ejemplo. Durante las etapas finales de la campaña de diez años contra la Granada musulmana, un testigo italiano, Pedro Mártir de Anglería, manifestó en 1489 su admiración por el sentido de propósito común del Ejército cristiano:

¿Quién jamás creería que los astures, gallegos, vizcaínos, guipuzcoanos y los habitan­tes de los montes cántabros, en el interior de los Pirineos, más veloces que el viento, re­voltosos, indómitos, porfiados, que siempre andan buscando discordias entre sí y que por la más leve causa como rabiosas fieras se matan entre sí en su propia tierra, pudieran mansamente ayuntarse en una misma formación? ¿Quién pensaría que pudieran jamás unirse los oretanos del reino de Toledo con los astutos y envidiosos andaluces? Sin em­bargo, unánimes, todos encerrados en un solo campamento, practican la milicia y obede­ cen las órdenes de los jefes y oficiales de tal manera que creerías fueron todos educados en la misma lengua y disciplina...

La colaboración entre los españoles y su importante dependencia de una lengua común, el español, establecieron un precedente importante para la poste­rior colaboración en guerras, exploraciones y asentamientos. Los españoles lucha­ron codo con codo por Granada y siguieron combatiendo juntos en Italia y, des­pués, en el continente americano. Claro que, en Granada, podemos considerar que los defensores también eran españoles y la división de bandos no era del todo una cuestión religiosa, ya que los cristianos también contaban con el apoyo de sus pro­pios aliados musulmanes. En síntesis, en la guerra de Granada lucharon españoles contra españoles.

No menos importante que la colaboración con otros españoles fue la colaboración con los no españoles. Las guerras de Granada se centraron por primera vez en la capacidad de España para reclutar aliados de todos los rincones del continente. Entre los numerosos extranjeros figuraban voluntarios franceses, suizos e ingleses (véase el capítulo 16). Las fuerzas navales que patrullaban los mares para impedir la llegada de ayuda procedente de África estaban formadas por embarcaciones catalanas e italianas. De la artillería recién importada se encargaban los alemanes y los italianos. El dinero para pagar los gastos procedía no solo de Castilla, sino también de Aragón y del papado, a través de banqueros genoveses en Sevilla, que se ocupaban de las operaciones. La caída de Granada en 1492 fue el punto culminante de la historia militar de Castilla, aunque también fue posible gracias a la ayuda que recibió del resto de España y de Europa occidental.

Los caminos para conseguir una identidad española fueron difíciles y lentos. Fue un proceso largo. Solo en 1700, en vísperas de las reformas políticas de Felipe V, aunque los españoles tenían muchas cosas en común, no tenían la misma forma de vida, las mismas aspiraciones, la misma lengua, la misma cultura ni un gobierno común. Tendrían que pasar muchas generaciones para que se pudieran superar, como en Alemania, aquellas barreras que impedían la unidad. Hasta en los albores del siglo xx, Ortega y Gasset definió España más como una posibilidad que como un hecho. Resulta evidente que no estaba negando su existencia, pero le preocupaba que no estuviera adquiriendo la forma que él esperaba. La mayoría de los comentaristas posteriores se encontraron con el mismo problema. Podían ver y tocar España, pero nunca estaban seguros de en qué consistía y tuvieron que se­ guir reinventando la nación. Esto no nos concierne ahora. Es normal que los ciu­dadanos estén en desacuerdo con la definición de identidad nacional, porque puede haber muchos impedimentos en el camino, como la falta de unos valores políticos, una cultura o una lengua compartidos y, en general, la falta de un com­portamiento y unas tradiciones comunes. En otras palabras, los ciudadanos de un país a menudo pueden ser el principal obstáculo para que surjan principios y obje­tivos acordados. A falta de valores compartidos, la propia gente puede bloquear, de hecho, el acuerdo sobre el carácter de la nación.

Esto puede conducir a una situación que no se resuelve fácilmente. En España, por ejemplo, los historiadores coinciden en que la aspiración de ser una na­ción comenzó en torno a 1808. Si un enemigo común puede ayudar a un pueblo a unirse para formar una nación, España tuvo una buena oportunidad para hacerlo cuando se enfrentó al ejército de ocupación francés que mantuvo en el trono a José Bonaparte. Los disturbios antifranceses que se produjeron en numerosas ciudades en 1808 parecían prometer que todos los españoles se unirían en torno a una causa común y crearían un nuevo futuro brillante, basado en la liberación del ex­tranjero. Los disturbios del 2 de mayo se presentaron después como un alza­ miento popular contra los franceses y como símbolo de una resistencia «nacio­nal». En realidad, las principales víctimas de los revoltosos no fueron francesas, sino los españoles que eran partidarios del Gobierno y que fueron atacados y asesinados y cuyas propiedades fueron destruidas. Aquel fue el primer aspecto signi­ficativo del nuevo nacionalismo: 

la hostilidad hacia «los otros» españoles, que se identificaban con el nuevo enemigo. Este «nacionalismo» no logró producir una «nación» y se convirtió, más bien, en un estímulo para las divisiones políticas y el regionalismo. Así lo demostró con toda claridad el siglo siguiente. Juan Valera comentó en 1887 lo siguiente:

Dando al concepto de nación el valor que hoy tiene, no se puede decir que haya nación española hasta fines del siglo XV. Aún es más: si por nación hemos de entender un solo Estado con un solo organismo político, aún no hemos llegado a ser nación y tal vez nunca lo seamos.

LA NECESIDAD DE CREAR LEYENDAS

Es posible que los españoles, por consiguiente, tuvieran distintas percepcio­ nes de lo que era «España». La consecuencia era que también tenían diferencias con respecto a defender España. ¿Cómo se puede defender algo que tal vez no existe? Algunos escritores pensaban que había que crear en la historia pasada un país imaginario, con virtudes imaginarias. Al principio, escribió un diputado de las Cortes de Cádiz de 1812, Agustín Argüelles, «los españoles fueron en tiempos de los godos una nación libre e independiente». Esto es pura ficción. España se vi­sualizaba como un pueblo grande y fácil de reconocer, que se había desarrollado por completo en la Edad Media, pero que, a partir de 1516, cuando llegó al trono Carlos V de Habsburgo, fue arruinado por gobernantes extranjeros despóticos, de los cuales no se libró hasta el siglo XIX, cuando surgieron las fuerzas patrióticas de la nación recién liberada.

Uno de los diputados a las Cortes, Francisco Martínez Marina, publicó en 1813 su Teoría de las Cortes, en la cual explicaba, con plena confianza, que, desde el siglo XI, Castilla «comenzó a ser nación», una nación que figuraba entre «las más cultas y civilizadas de Europa», en la cual la monarquía era democrática, las Cortes funcionaban con libertad y el pueblo era libre. El momento de mayor gloria de la nación -según él- se alcanzó con Fernando e Isabel. Sin embargo, inmediata­mente después llegaron monarcas extranjeros que arruinaron los recursos de Es­paña, agotaron su inmensa riqueza y desperdiciaron la sangre de sus hijos en cam­pos de batalla en el extranjero. Durante trescientos años, desde que llegaron al trono los gobernantes extranjeros, las tradiciones democráticas de la nación se ha­ bían abolido, según se decía.

Los escritores de esa generación se dedicaron a inventar su propia visión de lo que significaba el pasado, invocando información ficticia acerca de unos oríge­ nes medievales y un siglo xv g1orioso. En los años siguientes, algunos de los que se habían visto obligados a exiliarse recibieron la influencia de modelos extranjeros y empezaron a producir lo que se dio en llamar «Una historia romántica». La afición del Romanticismo a la historia medieval dio lugar a una escuela de narrativa que idealizaba todo lo relacionado con la época medieval y lo incorporaba a la herencia cultural del país. Una obra típica y muy influyente fue Considérations sur les causes de la grandeur et décadence de la monarchíe espagnole (1826), publicada en París por Juan de Sempere y Guarinos. La «decadencia», es decir, el estado actual de la nación, era una prueba de que antes había habido un estado de «grandeza». Esta visión optimista/pesimista de España fue un invento deliberado de los intelectua­les españoles. Para compensar los tonos oscuros de su historia, los escritores ha­cían hincapié en una versión romántica, que no estaba respaldada por ninguna in­ vestigación histórica.

Tal vez nos parezca extraño que los escritores insistieran en los aspectos negativos de su historia (véase el capítulo 18), pero era su manera de defender España. La crítica pesimista se puede encontrar en todo el espectro de los escritores españoles de la primera generación del siglo XIX. La visión negativa se expresaba, por ejemplo, en las obras de Mariano José de Larra, que creció en el exilio durante los años revolucionarios y después tuvo bastante éxito como periodista. No obs­tante, su mensaje era francamente pesimista. Se mofaba con amargura de todo aquello que ponía en ridículo al país y a su Gobierno ante los ojos del mundo. Tal vez ningún escritor antes que él haya puesto de relieve de forma tan implacable los defectos de España. La ruptura de una relación amorosa lo condujo al suicidio en 1837. «Larra se mató -dijo el poeta Antonio Machado un siglo después- porque no pudo encontrar la España que buscaba y cuando hubo perdido toda la espe­ ranza de encontrarla».

Desde luego, Larra no era el único pesimista con respecto a España, sino que era un rasgo común en gran cantidad de intelectuales. En 1828, el exiliado Anto­nio Alcalá Galiana, que llegó a ser primer ministro de su país, fue elegido para ocupar la primera (y efímera, pues solo funcionó dos años) cátedra de Lengua Espa­ñola de Inglaterra, en el University College de Londres. Alcalá Galiana habló en su discurso inaugural de la Inquisición, a la que acusó de haber coartado la libertad de pensamiento y de haber aplastado toda iniciativa intelectual. Afirmó que en España no se había escrito historia desde mediados del siglo xvn, una época en la que el país cayó en una «Oscuridad mental absoluta». Cabe destacar que quien pre­sentó esta visión de un país condenado a más de dos siglos de oscuridad intelec­tual fue un liberal español y no un furibundo extranjero antiespañol. Los argu­mentos de Alcalá Galiana demostraban que los españoles tenían sus propios deba­tes internos con respecto al pasado y el presente de su país y que eran muy capa­ces de inventar leyendas sobre sus defectos.

Un problema se hizo evidente: que era difícil construir una visión de España satisfactoria a partir de un conocimiento insuficiente de su pasado. El interés por la historia española no comenzó hasta la generación posterior a las guerras napo­ leónicas, cuando empezaron a aparecer estudios importantes sobre el país. Como consecuencia del interés internacional por la guerra peninsular, los extranjeros empezaron a interesarse de verdad por la cultura hispánica. El pionero (véase el capítulo 15) fue el estadounidense Washington Irving, cuya visita a España en 1815 lo inspiró tanto que se quedó en Europa diecisiete años. Aquellos años en España produjeron la primera biograf ía de Colón (1828, traducida al español en 1834) y la Crónica de la conquista de Granada ( 1829). Sin embargo, la obra histó­rica definitiva de aquella época fue la que escribió otro estadounidense, W. H. Prescott, cuya History of the Reign of Ferdinand and Isabella (en tres volúmenes, Boston, 1838) se publicó en español en Madrid en 1845: Historia del reinado de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel. Cuando Francisco Martínez de la Rosa escribió, en la década de 1840, su Bosquejo histórico de la política de España, las fuentes que citó para narrar la historia de su país fueron, además de Prescott, un puñado de libros de otros estudiosos extranjeros, que incluían la biografía de Fe­lipe II de Robert Watson (publicada por primera vez en inglés en 1777 y traducida al español varios años después); el estudio sobre España de Leopold von Ranke, que se había publicado en francés en París en 1839 y, por consiguiente, estaba al alcance de los lectores españoles, y la traducción al español (1846, con una traducción previa al francés de 182 7) del magistral estudio de William Coxe sobre los Barbones en España (1815). No cabe duda de que la gran calidad de estos estudios -por ejemplo, Prescott y Coxe siguen siendo lecturas esenciales- ha influido en la forma en la que los españoles enfocaron el estudio de su pasado.

Les proporcionó impulso un estudioso destacado de aquella época, el francés Louis-Prosper Gachard, que trabajaba como archivero del recién creado reino de Bélgica. En 1834, Gachard se presentó en el castillo medieval de Simancas, a las afueras de Valladolid, donde se venían acumulando y llenando de polvo los archi­vos estatales desde el siglo XVI, cuando Felipe II ordenó su recopilación. Fue el pri­mer investigador extranjero que trabajó en Simancas y con diligencia comenzó a organizar el copiado de centenares de documentos relacionados con la historia de Bélgica. Cuando los dignatarios de la Academia de la Historia de Madrid se entera­ ron de que alguien estaba haciendo algo tan impensable como consultar docu­mentos históricos, enviaron a una persona para averiguar y descubrieron que el extranjero realmente estaba investigando en los documentos. Muy alarmados por esta novedad, mandaron a un equipo al archivo para localizar todos y cada uno de los documentos que Gachard copiaba. Aún hoy, el investigador puede seguir la tra­yectoria de la investigación, porque todos los documentos que Gachard usó llevan la anotación «Copiado para M. Gachard», de modo que los escribas de Madrid su­ pieran qué trozo de papel había que volver a copiar. Esto molestó a Gachard y a la vez le causó gracia, pero, mientras tanto, consiguió reunir una amplia cosecha de documentación original relacionada con la lucha de los Países Bajos para indepen­dizarse de España.

La obra publicada de Gachard, que presentó al público la gran época de España en tiempos de Felipe II, fue, sin duda, la mejor contribución que había hecho hasta entonces un historiador al pasado imperial español. Por suerte, también había españoles preocupados por estudiar su herencia. Finalmente llegó una versión nativa auténtica, producida por un escritor liberal y diputado de las Cortes, cuya obra empezó a aparecer en la década de 1850. Modesto Lafuente (1806-1866), hijo de un méédico de la provincia de Palencia, no vivió nunca fuera de la Península. Se ordenó sacerdote cuando era joven, pero colgó los hábitos a los treinta años para sumergirse en el mundo de la escritura y en el de la política. Se casó en 1843, llegó a ser un escritor próspero de artículos para la prensa y en 1854 obtuvo un escaño en las Cortes.

Su aportación a la nueva historiografía española adoptó la forma de una Historia de España (1850-1867) en treinta volúmenes, considerada la historia más impresionante escrita en español por una sola persona, una obra que, después de un siglo y medio, sigue siendo valioso consultar y un placer leer y que no tardó en convertirse en un clásico. Lafuente realizó una meticulosa investigación docu­ mental en los archivos y trató de ser, al mismo tiempo, informativo e imparcial. Sus opiniones políticas estaban en el centro de la obra, que constituía la expresión más completa de la visión que tenían los liberales del pasado de su país. Hacía hin­capié en la unidad política de España, en el papel de la Constitución y en el valor fundamental de la libertad como requisito imprescindible para la vida política. Es probable que el aspecto más llamativo de su visión de la España de principios de la Edad Moderna fuera su formulación del mito de una Castilla libre, cuyas liberta­des fueron debilitadas por las dinastías foráneas que sucedieron a Fernando e Isabel.

Gracias a Lafuente, los españoles pudieron conseguir una historia de su país bien documentada y, en apariencia, imparcial. Por primera vez desde la obra de Mariana, los españoles pudieron leer acerca del pasado con confianza y, sobre todo, pudieron comprender los factores que habían servido para crear la nación en la que vivían. «Durante la primera mitad del siglo XIX -nos recuerda Álvarez Junco-, fueron las élites liberales las que más se esforzaron en construir una mi­tología nacional española». La obra de Lafuente siguió siendo la historia clásica de España como mínimo hasta la década de 1890, cuando tuvo que competir con la publicación de Historia de España, una obra en varios volúmenes, dirigida por el estadista conservador Antonio Cánovas del Castillo.

NACE UNA LEYENDA NACIONALISTA

Cuando los estudiosos estaban dedicando tantos esfuerzos a producir historias que explicaran el pasado a partir de una investigación documentada, de im­proviso apareció una tendencia que rechazaba toda esta investigación y favorecía una perspectiva estrecha y conservadora. La nueva tendencia adoptó la forma de un mito sobre el pasado de España que denunciaba que las referencias críticas a los aspectos de su historia a lo largo de los cuatrocientos años previos habían sido motivadas por el odio a España y a los españoles. Poco tenía de original esta acti­tud, ya presente en diversas formas en los escritos de los españoles de generacio­ nes anteriores. El mito se hizo público por primera vez en un breve ensayo plémico de doscientas páginas que el escritor Julián Juderías publicó en Madrid en 1914, en el que denunciaba la hostilidad de los extranjeros con respecto a España. Su título, "La leyenda negra y la verdad histórica", reflejaba una reacción por parte de quienes veían la hostilidad extranjera contra su país después de la pérdida de los restos del Imperio español en la guerra hispano-estadounidense de 1898. Les daba la impresión de que todo el mundo había colaborado para que Estados Unidos ocu­para las últimas colonias españolas en el Caribe y en Filipinas. La expresión «le­yenda negra» ya había sido usada por uno o dos autores para referirse a la opinión crítica extranjera, pero Juderías la aplicaba entonces a lo que consideraba una corriente permanente de opinión contraria a España.

Con respecto a esta publicación, uno de sus simpatizantes conservadores, Ra­miro de Maeztu, opina lo siguiente en su Defensa de la hispanidad (1934):

Don Julián Juderías publicó la primera edición de "La leyenda negra" a principios de 1914, inspirado en un sentimiento puramente patriótico. Había llegado a la conclusión de que los prejuicios protestantes, primero, y revolucionarios, después, crearon y mantu­vieron la leyenda de una «España inquisitorial, ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los pueblos cultos, lo mismo ahora que antes, dispuesta siempre a las represiones violentas y enemiga del progreso y de las innovaciones», y, como este concepto ofendía su patriotismo, el señor Juderías escribió su obra.

El libro de Juderías, inspirado por un profundo victimismo, declaraba que la crítica que hacían los extranjeros del registro histórico español era constante, ma­ lintencionada y, sobre todo, falsa. Según él, el éxito admirable alcanzado por España en Europa y en América en el siglo XVI desencadenó una avalancha de propa­ganda celosa por parte de sus enemigos, que distorsionaba la verdad hasta conver­tirla en una «leyenda» hostil:

Por leyenda negra entendemos el ambiente creado por los relatos fantásticos que acerca de nuestra patria han visto la luz pública en todos los países, las descripciones grotescas que se han hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y co­ lectividad, la negación o por lo menos la ignorancia sistemática de cuanto es favorable y hermoso en las diversas manifestaciones de la cultura y del arte, las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado sobre España, fundándose para ello en hechos exagerados, mal interpretados o falsos en su totalidad.

En una palabra, entendemos por leyenda negra la leyenda de la España inquisitorial, ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los pueblos cultos, lo mismo ahora que antes.

El autor se dedicó a identificar y a recopilar las críticas y las referencias hosti­ les a España a lo largo de los siglos. Como durante toda su historia había estado España, por períodos breves, en guerra con otros países de Occidente, no le costó ob­ tener lo que buscaba: unas imágenes previsibles de animosidad. Los historiadores no españoles aceptaron la presentación de Juderías, porque parecía una crítica justa a las versiones hostiles del imperialismo español del siglo xvr.

No obstante, lo que más impresiona de la presentación de Juderías es su igno­rancia absoluta de la historia de España y de Europa. Sin basarse en pruebas obje­ tivas de ningún tipo, lanzó una ferviente tesis xenófoba. Pasando por alto que los sentimientos antiespañoles de los que hablaba eran el fruto limitado de unas con­diciones especiales -a saber: una época de guerra-, presentó las críticas a España como prejuicios permanentes, alimentados deliberadamente durante siglos, tanto en la guerra como en la paz. Sin embargo, ¿por qué iba a haber prejuicios? La le­yenda antiespañola que decía haber descubierto se debía, en su opinión, a la envi­dia por lo que llamaba la «indiscutible superioridad» española, que provocaba la hostilidad de los extranjeros, que odiaban a España por ser una nación superior, mientras que ellos y, en particular, Inglaterra y Estados Unidos, eran naciones in­feriores. Por consiguiente -decía-, «no era extraño que los españoles sintieran por su patria un entusiasmo y un orgullo que los hacía antipáticos a los demás pueblos».

El problema de fondo de esta interpretación era que, al reunir ejemplos esco­ gidos de sentimiento antiespañol, producto, en su mayor parte, de la propaganda bélica de finales del siglo XVI, Juderías estaba inventando un fenómeno que no ha­ bía existido nunca, hasta que él lo creó. Lo que él llamaba «leyenda» era simple­ mente una ficción. El argumento que presentaban, tanto él como los que compar­tían sus puntos de vista y que tuvieron gran influencia, sobre todo, durante los años del régimen franquista, no se limitaba solo a enumerar las críticas a España, sino que afirmaban, en concreto, que todas esas críticas eran injustificadas. «El en­tusiasmo y el orgullo» por la verdad -sostenía- exigían entonces una perspec­tiva del pasado totalmente diferente.

Tal perspectiva no requería hechos históricos y, de hecho, se dedicaba a distorsionar casi todos los aspectos del pasado de España. Los partidarios de la le­yenda de Juderías -no pretendemos analizarla aquí- inventaron un universo al­ternativo, en el cual España jamás había perjudicado a sus musulmanes ni a sus judíos; había conquistado sin ayuda todo el continente americano, a cuya pobla­ción nativa había protegido de la esclavitud, las enfermedades y la muerte; con su ejército había salvado a toda Europa de la amenaza protestante y de los turcos, y hasta había llevado la civilización a Asia. Cualquier otro panorama diferente del suyo había sido, en su opinión, difundido sobre todo por extranjeros y protestan­tes y era antiespañol. En lugar de limitarse a sugerir que había habido una co­rriente incesante de opiniones antiespañolas, Juderías ofrecía a sus lectores una leyenda totalmente diferente sobre toda la historia del mundo.

Ya se había criticado a las potencias imperiales en los siglos anteriores - siempre sería así-, pero sabemos que los críticos no estaban, en absoluto, obsesio­ nados solo con España, porque también se habían quejado de otras naciones, sobre todo de Inglaterra, Francia, Alemania y Rusia. Sin tenerlo en cuenta, Juderías ahondó aún más en su leyenda imaginaria, acusando a todas las demás naciones de cometer precisamente las mismas atrocidades de las que -según él- acusaban a España. La segunda mitad de su librito es una enumeración constante de los ex­cesos cometidos por otros europeos contra España. En su opinión, en realidad España no cometió ningún exceso. 

Defendía el trato que dio a los judíos, por ejemplo, diciendo que otros países, como Inglaterra, habían tratado peor a sus minorías re­ligiosas. Su propuesta sigue gozando de la aprobación de muchos que insisten en la existencia de una hispanofobia constante y que afirman que los historiadores profesionales -en especial, al parecer, los extranjeros- siguen distorsionando la verdad acerca del pasado del país. Los aficionados a esta propuesta siguen publi­cando aportaciones entusiastas y a veces estrambóticas sobre este temas... El de­bate sobre la leyenda de Juderías incluso ha llegado a un punto en el cual ha pa­sado por todos los colores del arcoiris y ha producido no solo una leyenda negra, sino también una blanca, una gris, una sonrosada y una rosa.

12 DE OCTUBRE,  
¡FELIZ DÍA DE LA HISPANIDAD!


Henry Kamen (autor): 
"He escrito 'Defendiendo España' 
pero no hay nada que defender en España"

QUE BONITA ERES ESPAÑA


Así es, lo es. España no es sólo un trozo de tierra o una bandera que se posee. España es de todos y para todos. Parte de los problemas que ocurren en este país, es por la falta de una identidad española, por la falta de unión, consenso y por supuesto por la falta de cultura. Por la falta de conocer, precisamente España. En EEUU, se iza la bandera con orgullo, y se defiende y protege con honor y valor, seas de la ideología que seas. En la mayoría de los países es así, la bandera y la patria es de todos, de todas las ideologías.

Hubo un tiempo, un tiempo cruel y duro, en el que nos matábamos entre hermanos y en el que todo español gritaba ‘viva España’. Sí, gritaban que viva España, su España, la España que ellos defendían. La que cada uno quería para sus hijos. Pero siempre por España
¿Qué ha pasado ahora? ¿Por qué llaman puta a mi tía por llevar una bandera roja y gualda? ¿Por qué estás pensando que soy un ‘facha’ por escribir ésto? En mi humilde opinión, a los de arriba, les interesa que estemos divididos. Les interesa que no sepamos quiénes somos, que no nos hagamos fuertes unidos, que no sepamos lo grandes y lo fuertes que podemos llegar a ser como españoles. Que no sepamos qué es España. Tal vez yo tampoco lo sepa. Pero te voy a contar lo que es para mí.

España es mi familia, mis padres que sudaron sangre y lágrimas por mí, su trabajo, sus esfuerzos. Mis antepasados que lucharon por dejarme una España mejor, mis abuelos y sus abuelos. Mis amigos, mis hermanos, el barrio en el que nací, el parque donde me tomé mi primera cerveza, el bar de Moncloa donde me tomé mi primera copa. España son las españolas, las morenas, las rubias, esa sonrisa pícara, esos ojos verdes o negros, ese vacile y esa salsa que sólo tenéis vosotras. España es los españoles. La alegría, la felicidad, la simpatía, la chulería madrileña, la gracia andaluza, la frialdad del norte…

España son los Pirineos nevados, el Valle de Arán, la ciudad Condal, Barcelona al mar. España es el Atlántico de Galicia, un atardecer en finisterre, esa ‘musiquiña’ de una gallega poniéndote un blanco en frente del mar. Son los campos de Castilla, tierra de Reyes, tierra que vio nacer nuestro idioma con el que ahora te pinto, querida patria. Castilla es la tierra del Cid Campeador, de las aventuras más leídas en el mundo entero, de la obra de arte de Don Quijote. Es esa tierra de cuyo nombre me quiero acordar. Es la tierra donde nacían los dioses de antaño, Extremadura, Pizarro, Cortés… España son las calas azul cristalino del Levante, de Valencia, de Murcia. El mar que baña las preciosas playas andaluzas. La cerveza en el chiringuito, frente al mar, mirando de reojo a esa morena malagueña. España son las sevillanas, las cordobesas… El desierto donde Clint Eastwood tanto se «alegró el día», tabernas almerienses…

España es la Alhambra, la Giralda, la Almudena, la Gran Vía, las Catedrales de Santiago y de Burgos y de Córdoba, la Sagrada Familia, la Torre del Oro, el acueducto de Segovia, las ruinas romanas de Cartagena, la muralla de Ávila, las Hoces del río Duratón, el Ebro y el Tajo. La guitarra, el flamenco, la buena poesía, Quevedo, Góngora, Unamuno, Dalí, Picasso..

España es la tortilla de patata poco cuajada, paella del Levante, el cocido madrileño, los churros de año nuevo resacoso, el roscón de Reyes sin frutas de esas que no le gustan a nadie. El aperitivito’´, las tapas y más tapas con ese oro líquido entre medias. ¿Cuántas llevas? Ni idea. El marisco gallego, las gambas de Huelva, los percebes (a quién demonios se le ocurriría probar eso, tenía que ser español). Es la fabada asturiana, las migas de Aragón, el jamón, el ‘pescaito’ de Cádiz. La crema catalana, la butifarra, la carne de buen buey castellano, y poco hecha no, que muja. Las rabas de santander, el vino tinto, el aceite de oliva… España es sentarse en el sofá y resoplar después de una comida repleta de cualquiera de estos manjares, y la siesta.

Es imposible nombrarlo todo. Pero lo más importante, es que España es cultura. España es Cartago. España es Roma. España es celta. España resistió y recibió los regalos de los musulmanes. España es el país de María. De Santo Tomás y de San Francisco Javier. Lo más importante es que España fue el Imperio más grande de la historia bajo el manto de Isabel y Fernando. Con Carlos I y Felipe II en España, chicos y chicas, no se ponía el sol. Los héroes innombrables, la valentía, el martirio, el honor y la gloria. Rodrigo Díaz de Vivar, Blas de Lezo, Don Pelayo, los hermanos García Noblejas, Daoíz y Velarde, que se revelaron contra los franceses aquél dos de mayo… España son la piel de gallina y los pelos de punta con los que escribo ahora mismo. España soy yo. España eres tú. España somos nosotros, desde nuestros ancestros hasta descendientes.

En serio, ¿que coño más quieres?

¿Qué es España?

¿Qué significa ser español y qué significa históricamente España? 
Cómo preguntas clave cuya respuesta hecha en puridad y sin deudas para con las ideologías modernas, no puede sino conducir al rearme espiritual frente a la decadencia y degeneración de nuestro tiempo…