NUEVA IZQUIERDA
Y CRISTIANISMO
La tesis central de este libro es que la izquierda, habiendo fracasado durante el siglo XX en su programa clásico (el socialismo), ha sustituido en el XXI la revolución socio-económica por la moral-cultural. Ideas y políticas como la liberalización del aborto, la redefinición del matrimonio, la promoción de «nuevos modelos de familia», la implantación de la Educación para la Ciudadanía, el feminismo radical, etc. no son «cortinas de humo» para distraer la atención, sino la esencia de la nueva izquierda postsocialista.La izquierda ya no tiene un proyecto económico, sino un proyecto cultural de «ingeniería social», ante el cual la Iglesia es percibida como el último baluarte de resistencia organizada frente a ese proyecto. De ahí, la creciente deriva cristófoba del «progresismo».«Leer estas páginas, llenas de verdad, es no sólo un recomendable ejercicio de reflexión y aprendizaje, sino también una necesidad si se desea comprender cuál es la auténtica realidad del tiempo que vivimos y los retos que tenemos planteados como individuos y como sociedad».
PRÓLOGO
Si tuviera que destacar la principal aportación de Nueva izquierda y cristianismo, es el acierto que han tenido sus autores a la hora de enfocar cuál es el mayor reto al que se enfrenta en la actualidad el modelo social sobre el que se sustentan las democracias occidentales.
Vivimos tiempos de crisis global. Pero la acumulación de crisis que están atravesando las sociedades de nuestro entorno —económica, política, social, institucional— puede llevarnos a perder la auténtica perspectiva sobre el diagnóstico de lo que está ocurriendo. Porque esa acumulación de crisis no es una mera suma de fenómenos independientes entre sí. Son, en realidad, diferentes manifestaciones de una única crisis, que es causa y origen de todas ellas: la profunda crisis de valores en que se ha sumido el modelo social occidental.
Por ello, el principal debate al que deben enfrentarse los intelectuales, los políticos y los sociólogos no es uno meramente económico o político. Es un debate cultural. Porque la única manera de afrontar esta crisis global a partir de un correcto diagnóstico es entendiendo que nos enfrentamos a un pulso entre dos modelos sociales contrapuestos: el modelo basado en la cultura del relativismo, asentado en esa doctrina del «todo vale» conforme a la cual la sociedad debe construirse a partir de una malentendida exaltación de la libertad basada en la supresión de obligaciones y responsabilidades, y el modelo basado en la defensa de un sistema de principios y valores morales como pilar fundamental para la solidez de cualquier proyecto de convivencia.
Ése es el auténtico debate que se plantea en nuestros días. Y esta obra aporta al mismo una reflexión fundamental, por su certero diagnóstico, su solidez intelectual y su claridad a la hora de poner en evidencia los rasgos de dicho debate y las razones y procesos que han llevado a esa crisis de modelo de la que son consecuencia las múltiples manifestaciones de crisis que estamos viviendo en nuestros días.
A lo largo de los últimos años, las sociedades occidentales han sido testigos impasibles de cómo se han ido debilitando sus propios dogmas y referencias, debido fundamentalmente a la aparición de una nueva corriente de pensamiento basada en el rechazo a los valores que daban identidad a dichas sociedades.
La evolución de Europa en estos años es un claro ejemplo de esa realidad. Durante décadas, la izquierda política europea, bajo el paraguas del progresismo y el socialismo, quiso modificar nuestro orden social y económico. Quiso imponer un supuesto modelo alternativo. Y fracasó allá donde gobernó. Y, ante ese fracaso, asumió una nueva estrategia: ya no se trataba de imponer un modelo alternativo. Se trataba, simplemente, de instalarse en la «nada», en el relativismo.
Tras el fracaso de su modelo, la izquierda europea puso en pie una nueva concepción de la democracia. Decidió que no hay nada más democrático que no creer en nada, que relativizarlo todo, convirtiendo ese vacuo relativismo en la máxima expresión de la libertad. De acuerdo con esa tramposa concepción moral, se parte de un falso principio: para que una persona sea auténticamente libre, lo más importante es que no crea en nada o casi nada. Las creencias, los principios, los sistemas morales, las convicciones no son más que límites y obstáculos a nuestra libertad.
De este modo, a partir del fracaso de sus viejos postulados y la transformación de éstos en la defensa de la «nada», la izquierda europea se convierte en la gran promotora del relativismo moral.
El relativismo es un auténtico movimiento de «ingeniería social» que busca crear un nuevo tipo de ciudadanos. Ya no se trata de buscar viejos y fallidos postulados de la izquierda que buscaban «liberar al hombre de las ataduras de unas estructuras económicas opresoras». Ahora se adopta como objetivo el liberar al hombre de ataduras más profundas, ligadas a la misma esencia de la naturaleza humana. Es lo que el Papa Benedicto XVI ha denominado «tiranía del relativismo»: una dictadura del relativismo que ha venido a sustituir al fracasado objetivo de la dictadura del proletariado.
Y este proyecto de extensión y contagio de la «nada», del relativismo, que sin duda vive Europa, es aún más peligroso que el comunismo y el autoritarismo. De esos males, por el momento, ya estamos vacunados. De la contagiosa plaga del relativismo, todavía no.
La doctrina del relativismo se asienta además en una serie de características que la hacen particularmente atractiva.
En primer lugar, la defensa del relativismo se viste con un seductor disfraz de exaltación de la libertad. Las obligaciones no existen. La eliminación de las obligaciones y las responsabilidades se presentan en un bonito envoltorio, como si se tratara de la ampliación o la creación de nuevos derechos.
En segundo lugar, esa creación de falsos derechos se adorna más aún gracias a una manipuladora utilización del lenguaje. Así, ya no hablamos de aborto sino de «salud reproductiva» y «derecho de las madres a decidir». Ya no hablamos de eutanasia, sino del «derecho a morir dignamente». Ya no hablamos de adoctrinamiento, sino de «educación para la ciudadanía». Suprimimos obligaciones y responsabilidades. Creamos supuestos nuevos derechos. Y ponemos bellas palabras al servicio de esa estrategia.
Y la tercera característica de la doctrina del relativismo es su transversalidad. Es una doctrina que, en su capacidad de contagio, se extiende por todos los países europeos y supera y traspasa las ideologías. En ese sentido, tanto desde el punto de vista territorial como ideológico, el éxito del relativismo radica en que nunca sabemos dónde tiene sus líneas fronterizas. Es evanescente en su enorme capacidad de expansión y contagio. Nos alcanza a todos, se confunde a menudo con nuestras lógicas y normales limitaciones, y nos hace dudar en numerosas ocasiones.
Ésa es la doctrina que impera en la Europa de nuestros días. Una doctrina nacida de una izquierda que quedó desorientada, que perdió su rumbo y sus objetivos tras la caída del Muro de Berlín.
Pero, a fin de ser justos y objetivos en el diagnóstico, hay que añadir que el éxito de esta doctrina no es exclusivo de esa izquierda redefinida. El relativismo ha encontrado su caldo de cultivo en dos realidades indiscutibles.
La primera es la indolencia, la comodidad de nuestra sociedad. Durante años, hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, nos hemos creído que nuestro bienestar era algo que merecíamos de manera natural y sin tener que hacer ningún esfuerzo por merecerlo y mantenerlo. Nos hemos dedicado más a engordar que a crecer. Y eso, a la postre, conduce a una sociedad débil, aletargada y acomodaticia, en la que una doctrina basada en el «todo vale» encuentra su mejor escenario para expandirse.
La segunda realidad es que no hemos sido capaces de presentar resistencia frente a los defensores del relativismo. Quienes propugnan ese relativismo han sabido hacer creer a la sociedad que aquéllos que defienden valores y principios no son, en realidad, buenos demócratas, sino tan sólo «dogmáticos», «radicales» y «fundamentalistas».
Y los defensores del relativismo han sabido utilizar en beneficio propio ambos elementos. Han sabido instrumentalizarnos para imponer su modelo, para expandirlo con inusitada fuerza, especialmente en aquellos países en que, como es el caso de España, el relativismo no es sólo una corriente cultural sino que se ha convertido en un proyecto político impulsado por los recientes gobiernos socialistas.
En mi opinión, la confrontación de modelos —progresista y conservador, como se definen en esta obra, o relativista y defensor de los valores, si se prefiere— puede visualizarse de manera muy clara si sintetizamos el debate en el valor más esencial de todos, el valor que constituye el punto de partida de cualquier sistema moral: el valor de la verdad.
El relativismo se basa en el abandono de la verdad. Las diferentes manifestaciones de la crisis de valores tienen su origen en la renuncia a la verdad, en el abandono de la verdad en la economía y en la política. La falsa máxima que podría calificarse como un auténtico eslogan de la cultura del relativismo es «la libertad os hará verdaderos». Una gran mentira.
La exaltación extrema de la libertad no te lleva necesariamente a la verdad. No te hace verdadero. Por el contrario, te puede llegar a esclavizar, te puede tiranizar, te puede alejar de la verdad o, cuando menos, con seguridad, te hace cómodo, indolente, porque te aleja de cualquier referente moral.
Hacer lo que uno quiere cuando le da la gana y como le da la gana en cada momento, te vuelve egoísta, hedonista, relativista, pero no verdadero. En ese camino no hay certezas ni certidumbres ni referencias y al final te transformas en un único y falso dios.
Desde esa tramposa y manipuladora concepción moral, una persona que tenga convicciones, principios y referencias morales sería peor ciudadano, sería peor demócrata, sería menos libre que aquel que no tiene referencias, ni límites, ni condicionamientos morales.
Frente a ello, es preciso recordar una cita evangélica: «la verdad os hará libres». Es a través de la verdad —en la economía, en la política, en todos los ámbitos de la vida— como alcanzamos la auténtica libertad, una libertad basada tanto en derechos como en obligaciones, una libertad construida a partir del compromiso y la responsabilidad, y no exclusivamente desde el egoísmo individual y colectivo de creer que todo nos está permitido sin ninguna exigencia a cambio.
Por ello, en este debate que tenemos planteado, el punto de partida fundamental para desmontar las mentiras del relativismo es, precisamente, la recuperación del valor de la verdad. Y, a partir del mismo, la construcción y confrontación frente a la cultura relativista de un auténtico proyecto de regeneración y rectificación moral de nuestra sociedad.
Y ese proyecto debe partir de una serie de elementos fundamentales. Debe partir de una profunda vocación humanista, que ponga a la persona en toda su dimensión —desde su primer derecho, que es el derecho a la vida, hasta el momento final de sus días— en el centro de la reflexión, buscando en todo momento el reconocimiento y la defensa de su dignidad.
Debe partir de devolver su fortaleza a las instituciones vertebradoras de un modelo social con auténtica identidad moral: la familia, como pilar indispensable de cualquier proyecto de convivencia; la nación, entendida como una auténtica comunidad de valores y no como una mera suma de intereses egoístas; la educación, como instrumento orientado no al adoctrinamiento sino a la creación de oportunidades y la supresión de desigualdades; y, como sustrato común a todo ello, el respeto a las diferentes creencias sin imposiciones sectarias.
En este último sentido, es fundamental hacer una referencia al protagonismo que las convicciones religiosas tienen en este debate cultural. No cabe duda, de una parte, que un elemento definidor de la cultura del relativismo es su agresivo laicismo radical. Las creencias religiosas son, sin duda, el mayor enemigo, el principal obstáculo para quienes quieren vaciar de contenido cualquier sistema moral. Y, de otra parte, es igualmente irrefutable que el sistema de valores que el relativismo pretende destruir tiene su origen cultural e histórico en el trasfondo judeo-cristiano que impregna la personalidad de las sociedades occidentales. Por ello, el elemento religioso forma parte inescindible del debate que se plantea.
Pero, a la vez, la defensa de los valores no debe considerarse un patrimonio exclusivo de quienes tenemos una visión cristiana de la vida. Sin duda, en buena medida ese proyecto de regeneración moral que demanda nuestra sociedad coincide en sus objetivos con el sistema de valores cristiano, pero no son objetivos exclusivos del mismo, del mismo modo que la defensa de los derechos humanos o el concepto de dignidad e integridad de la persona o la lucha contra la pobreza y la desigualdad no son patrimonio exclusivo del cristianismo, por más que sin el cristianismo no se habrían alcanzado en todos esos terrenos las metas que ha alcanzado nuestra sociedad.
Pero el objetivo de regeneración moral no debe considerarse como un objetivo exclusivo de quienes tenemos una fe cristiana. Lo que debemos asumir los cristianos como un compromiso y una responsabilidad es la defensa activa de ese objetivo, su defensa desde nuestras convicciones, desde la verdad y cooperar —con quienes pueden no compartir nuestras creencias pero sí pueden compartir objetivos comunes— en la regeneración moral de nuestra sociedad a partir de una «laicidad positiva», es decir, de una suma de esfuerzos entre quienes compartimos valores más allá de nuestras creencias religiosas, en sustitución de ese «laicismo radical», que sólo busca la confrontación y la exclusión.
Sin duda, el debate entre estas dos concepciones del modelo social es un debate complejo y de múltiples matices. Por ello, en definitiva, las aportaciones intelectuales al mismo, como las contenidas en este libro, resultan absolutamente enriquecedoras para, de una parte, entender cuál es la auténtica naturaleza y dimensión de dicho debate y, de otra parte, reflexionar y definir los argumentos que confirman la necesidad de afrontar esa regeneración moral de nuestra sociedad que aporte fortaleza a la hora de superar esta crisis de múltiples manifestaciones que estamos viviendo.
Francisco José Contreras y Diego Poole hacen en esta obra una aportación indispensable a este debate. Desde el rigor académico pero también desde una valiente y decidida toma de posición a la hora de construir un pensamiento sustentado por una sólida argumentación histórica, sociológica e intelectual. Leer estas páginas, llenas de verdad, es no sólo un recomendable ejercicio de reflexión y aprendizaje, sino también una necesidad si se desea comprender cuál es la auténtica realidad del tiempo que vivimos y los retos que tenemos planteados como individuos y como sociedad.
Jaime Mayor Oreja
PRESENTACIÓN
Los capítulos que integran este libro fueron concebidos inicialmente como estudios independientes¹; creemos, no obstante, que no se solapan, que son en buena medida complementarios, y que de su lectura conjunta resulta un cuadro ilustrativo de la mutación sesentayochista de la izquierda y su trayectoria de colisión con la tradición cristiana.
Así, el capítulo «Por qué la izquierda ataca a la Iglesia» presenta la tesis central: la izquierda, habiendo fracasado durante el siglo XX en su programa clásico (el socialismo), ha sustituido en el XXI la revolución socio-económica por la moral-cultural. Ideas y políticas como la liberalización del aborto, la redefinición del matrimonio, la promoción de «nuevos modelos de familia», la implantación de la Educación para la Ciudadanía, el feminismo radical («guerra de sexos» y devaluación de la maternidad), etc. no son «cortinas de humo» para distraer la atención, sino la esencia de la nueva izquierda postsocialista. La izquierda ya no tiene un proyecto económico, sino un proyecto cultural de «ingeniería social»; los campos de batalla son, de manera especial, la bioética, el modelo de familia y el papel de la religión en la vida pública (marginación de los creyentes en los debates, con el pseudoargumento de que «intentan imponer sus creencias privadas a toda la sociedad»). La Iglesia es percibida como el último baluarte de resistencia organizada frente a ese proyecto; de ahí, la creciente deriva cristófoba del «progresismo».
Si hubiera que escoger un solo concepto que sintetizara el contenido de la visión del mundo propugnada por la nueva izquierda postsocialista, sería probablemente el de «relativismo». Ciertamente, un relativismo consecuente sería autorrefutante (pues relativizaría también su propio contenido). El «relativismo» consustancial a la nueva izquierda es, en realidad, un relativismo insincero, que oculta la absolutización de una muy concreta visión del mundo y del hombre; la supuesta relativización de los valores encubre un proyecto de «transvaloración» nietzscheana (inversión de la tabla de valores). El segundo capítulo de este libro rastrea la génesis histórica de la idea relativista (Ockham, Hume, Weber, Kelsen...), sus incongruencias y, de manera especial, el nocivo cliché según el cual sólo desde el relativismo son viables la democracia y la tolerancia.
El relativismo es una forma de pesimismo epistemológico: presupone que la verdad no existe, o es inalcanzable. Una sociedad relativista es una sociedad que ha perdido la confianza en la razón: la confianza en la capacidad de alcanzar la verdad objetiva en el ámbito moral (y, más genéricamente, en cualquier terreno que trascienda el de lo científicamente comprobable). El tercer capítulo analiza el proceso histórico de eclipse de la confianza occidental en la razón (un proceso que arranca, paradójicamente, en el siglo XVIII, momento de aparente apoteosis del racionalismo). Y llega a la conclusión de que la creencia en la fiabilidad de la razón y la creencia en Dios son inseparables. La razón deicida de los ilustrados se descubre, al cabo de pocas décadas (parcialmente en Comte o Marx, y definitivamente en Nietzsche) flotando en el vacío, incapaz de resolver el problema de su propio fundamento, de su propia credibilidad. Lo cual no deja de ser lógico: si Dios no existe, la razón no es otra cosa que un insignificante epifenómeno, una estrategia adaptativa de un curioso mamífero de reciente advenimiento, en un planeta esmirriado de una estrella de tercera. Si Dios no existe, el corazón de la realidad no es el logos, sino la materia inerte, la danza estúpida de los electrones. La razón no sería más que una excrecencia en la periferia de un cosmos en última instancia irracional. El ser sería esencialmente un pedrusco (y el hombre, una mota de polvo en su superficie).
El relativismo irracionalista sería, pues, consecuencia inevitable del ateísmo. Y el relativismo implica, decíamos, la impotencia de la razón en el terreno moral, la inviabilidad de una ética racional (la ética consistiría sólo en convenciones, tradiciones, preferencias individuales o grupales... no susceptibles de fundamentación racional). Ahora bien, ¿acaso no admite hoy día todo el mundo (incluso muchos cristianos) que la cuestión ética es independiente de la cuestión teológica, que «no es necesario creer en Dios para tener principios morales», etc? El capítulo cuarto examina esta cuestión: la crisis de la ética no teológica (una ética secularizada que arranca en el siglo XVII con aquello de Hugo Grocio: «la ley natural seguiría en pie incluso si Dios no existiese». y que ha fracasado). Habrá que esperar al siglo XX para terminar de descubrir que «si Dios no existe, todo está permitido». La deriva relativista de la cultura europea es consecuencia de este descubrimiento. Y la cuestión es: ¿cómo salir del marasmo relativista en una Europa donde los creyentes religiosos han llegado a ser una minoría? El problema ha recibido enfoques muy interesantes en los diálogos de Joseph Ratzinger (hoy Benedicto XVI) con los pensadores agnósticos Marcello Pera y Jürgen Habermas.
Para facilitar la lectura, hemos querido diferenciar dentro del texto principal, con una letra más pequeña, tanto las citas literales más extensas, como aquellos comentarios de los cuales el lector apresurado puede prescindir sin perder el hilo del argumento de cada capítulo.
Agradecemos profundamente a Jaime Mayor Oreja el apoyo dispensado a nuestro trabajo. Este libro contiene algunas críticas a la miopía de la derecha española, que, en buena parte, sigue aferrada a un discurso economicista-tecnocrático y se pone demasiado a menudo de perfil en los grandes debates morales (aborto, eutanasia, matrimonio, etc.). Políticos como Jaime Mayor hacen posible la esperanza; la esperanza de que la derecha supere su complejo de inferioridad moral-cultural frente a la izquierda, y se implique de manera mucho más resuelta en la batalla de las ideas. Su incansable militancia (en el Parlamento europeo, en think tanks como el European Ideas Network y en los medios de comunicación españoles) en pro de causas justas como el derecho a la vida o la denuncia de la discriminación de los cristianos le han convertido en una gran referencia para la España conservadora.
Francisco José Contreras y Diego Poole
Sevilla - Madrid, 23 de junio de 2011
1. POR QUÉ LA IZQUIERDA ATACA A LA IGLESIA
Con frecuencia creciente, la Iglesia católica se encuentra en el epicentro de la actualidad mediática. La imagen de la Iglesia que ofrece gran parte de la prensa occidental no podría ser más tenebrosa²: siniestra caterva de abusadores sexuales (y encubridores del abuso), enemiga de la ciencia, la modernidad y los derechos humanos, aferrada a una mentalidad inquisitorial, cómplice de la extensión del SIDA en África... Por ejemplo, en diciembre de 2009 la prensa española puso en nuestro conocimiento que el arzobispo de Granada «justifica que el varón abuse de la mujer si ella ha abortado»³ (formidable desfiguración de la homilía de monseñor Martínez, que había advertido —¡lamentándolo!— que la nueva regulación del aborto facilitará que los varones «abusen» de las mujeres tratándolas como meros objetos de disfrute sexual, y empujándolas después a abortar si de esas relaciones efímeras resultan embarazos)⁴.
Sólo unos meses atrás, las declaraciones Benedicto XVI acerca de los preservativos y el SIDA suscitaron una tormenta de indignación: sobre el Papa cayeron desde reprobaciones parlamentarias hasta acusaciones de genocidio (de nada sirve explicar que la ética sexual católica es la única en ofrecer una protección infalible frente al contagio; recordar que, de hecho, las organizaciones sanitarias internacionales han avalado implícitamente la postura católica al reconocer el éxito de la estrategia ABC [basada en la promoción de la abstinencia premarital y la fidelidad conyugal, además de en la distribución de profilácticos] en Uganda [el único país africano que ha conseguido un descenso espectacular del porcentaje de población infectada])...
La prensa, por supuesto, adolece habitualmente de un sesgo ideológico en el tratamiento de las palabras de los personajes públicos. Sin embargo, es evidente que la descontextualización malintencionada, la caricaturización, la manipulación, alcanzan cotas sin parangón cuando se trata de representantes de la Iglesia. Cuando hay monseñores por medio, cualquier criterio de ética periodística es abandonado, llegándose a la completa inversión del sentido de las declaraciones.
El interrogante de partida del presente trabajo sería: ¿qué puede explicar una malquerencia tan desaforada? ¿Cómo interpretar la creciente cristofobia del establishment cultural europeo? ¿A qué obedece el resurgir de un anticlericalismo virulento que parecía superado desde hace décadas? El desprecio absoluto de la objetividad que caracteriza al tratamiento mediático de las noticias eclesiásticas es sólo comparable a las manipulaciones de la propaganda de guerra. ¿Cómo ha llegado la Iglesia a convertirse en «objetivo bélico»?
La «guerra civil occidental»
Samuel P. Huntington puso de moda hace quince años la idea del choque de civilizaciones⁵: lejos de converger hacia un «fin de la Historia» ecuménico y post-identitario, las diversas civilizaciones (islámica, china, hindú, etc.) están, más bien, afirmándose en sus respectivas identidades y hechos diferenciales, lo cual augura relaciones conflictivas entre ellas, y de todas ellas con Occidente. La teoría ganó rápidamente adeptos —de manera comprensible— tras el 11 de septiembre de 2001. Sin embargo, es mucho menos conocida una variante de la teoría anterior, que me gustaría traer aquí a colación: la idea de la «guerra civil occidental» (entiéndase «guerra» en el sentido débil que le atribuyó Martín Alonso: escisión cultural interna)⁶. El conflicto de civilizaciones... atraviesa a Occidente mismo, partiéndolo en dos (por cierto, este choque de civilizaciones interior influye en alguna medida en el clash of civilizations exterior: la creciente agresividad de los fundamentalistas islámicos hacia Occidente se debe al hecho de que intuyen esa división o debilidad; difícilmente se hubieran atrevido contra un Occidente creyente en sí mismo, sólidamente aferrado a unos valores claros; se atreven, en cambio, contra un Occidente que perciben como dividido, decadente, autonegador: quien no se respeta a sí mismo no inspira respeto)⁷.
La «guerra civilizacional» interna incide en la externa también de esta forma: cuanto más se seculariza Occidente, más crece el choque cultural con las civilizaciones no occidentales, que siguen siendo profundamente religiosas. Los integristas islámicos, por ejemplo, odian a Occidente no tanto porque es cristiano como porque es postcristiano⁸. Benedicto XVI lo ha formulado agudamente: «Si se llega a un enfrentamiento de culturas, no será por un choque entre grandes religiones [...], sino por el conflicto entre esa emancipación radical del hombre [eliminación de referencias trascendentes] y las grandes culturas históricas»⁹. John Mickelthwait y Adrian Wooldridge documentan cómo la muerte de la religión —más o menos explícitamente pronosticada por los pensadores de la sospecha (Marx, Freud, Nietzsche) y los teóricos de la secularización (Weber, Durkheim, Cox)— parece hoy más improbable que nunca: el mundo es ahora más religioso que hace 30 años¹⁰. La única excepción es Europa, donde la descristianización prosigue imparable (no así EEUU, donde las tasas de práctica religiosa son casi las mismas que hace 50 años). Europa es una anomalía en el panorama espiritual mundial: «Echad una mirada al mundo, y la excepción no es, desde luego, la Norteamérica actual [religiosa], sino la Europa [secularizada] que surgió tras la Segunda Guerra Mundial»¹¹. El mismo Jürgen Habermas ha reconocido que el secularismo europeo ya no aparece como la regla (a la que irán aproximándose las demás sociedades a medida que se modernicen), sino más bien como la excepción: «Europa se aísla del resto del mundo. En perspectiva histórico-mundial, el «racionalismo occidental» de Max Weber aparece ahora como la auténtica anomalía. [...] La autoimagen occidental sufre así una cura de humildad: de modelo normal para el futuro de todas las demás culturas, pasa a convertirse en un caso especial»¹².
Merece reflexión la observación de Jean Sévillia: «¿Qué modelo ofrecemos a los jóvenes [musulmanes] inmigrantes? ¿Cómo puede inspirar respeto una nación que ya no se ama a sí misma, que ya no tiene niños [...]? Si Francia y Occidente no presentaran el espectáculo de una sociedad cuyas referencias colectivas se disuelven y en la que lo espiritual parece ausente, tendríamos menos motivos para temer a un Islam expansivo»¹³.
El choque de civilizaciones intraoccidental opondría —como ha señalado Robert P. George— a los «conservadores» que todavía se identifican con la tradición cultural y moral judeo-cristiana (incluso si algunos de ellos no comparten la fe) con los «progresistas» que consideran dicha tradición periclitada y se adhieren más bien a la Weltanschauung (relativista, hedonista, liberacionista, post-religiosa) característica de la «izquierda postmoderna» o «izquierda sesentayochista». El campo de batalla entre uno y otro bando viene dado, fundamentalmente, por las polémicas actuales en torno a: 1) la bioética: aborto, eutanasia, ingeniería genética, células madre, etc.; 2) la ética sexual y el modelo de familia: permisividad sexual, divorcio exprés, matrimonio gay,
(...)
"Esto explica también por qué la ciencia nació precisamente en la Europa cristiana (y no en China, la India o la Grecia antigua). La vulgata ateo-materialista presenta la ciencia como algo que se alza sobre las cenizas de la religión: la ciencia moderna habría surgido A PESAR DEL cristianismo (el logos superando al mythos; el estadio “positivo” superando al estadio teológico-metafísico), sobreviviendo a duras penas a la persecución eclesiástica . Son numerosos, sin embargo, los grandes historiadores de la ciencia (Pierre Duhem, Alfred North Whitehead , Stanley L. Jaki, Rodney Stark ) que impugnan frontalmente este cliché: la ciencia surgió en el Occidente cristiano porque sólo allí se creía en un Creador racional que diseña un universo gobernado por leyes estables, y además dota a su criatura favorita de la capacidad de comprenderlas:
“De esa fuente [el cristianismo] ha derivado la visión del mundo como una realidad que, siendo creada por Dios, debe tener una racionalidad intrínseca y, siendo distinta de Dios, tiene una autonomía basada en las leyes que el Creador le ha impuesto. También surge de la misma fuente la visión de la persona humana como ser creado a imagen y semejanza de Dios y, por tanto, capaz de penetrar con su conocimiento en las leyes racionales del universo. Y el mandato divino de dominar la tierra, que convierte al hombre en cooperador de Dios en orden al perfeccionamiento de la naturaleza” (Mariano Artigas) .
En la Edad Media, China y el mundo islámico se encontraban técnicamente más avanzados que la Europa cristiana. Se trataba, sin embargo, de una tecnología precientífica (en el sentido de “no basada en el reconocimiento de leyes físicas universales”); una tecnología pegada al terreno, inspirada por el ensayo y error “caso a caso”, que no consigue el salto cualitativo al método científico. John Needham (el mayor estudioso de la historia de la tecnología china) tiene claro que las causas de esto fueron religiosas: en China se perdió muy pronto la idea de un Creador personal y racional . En cuanto al mundo islámico, la posibilidad del salto a la ciencia se extingue cuando prevalecen las interpretaciones teológicas que enfatizan la ilimitada libertad de Dios en detrimento de su racionalidad; resulta así un Dios imprevisible (similar quizás al de Ockham), que se reserva la facultad de modificar las leyes de su creación en cualquier momento: dicha perspectiva “rechaza cualquier tentativa de formular leyes de la naturaleza como una blasfemia que niega la libertad de acción de Dios” (Rodney Stark). La ciencia no es viable en este contexto mental: “si Dios hace lo que le place, y lo que le place es variable, el universo no opera según leyes regulares” .
Los europeos de los siglos XVI y XVII, en cambio, “se creían hijos de un Creador todopoderoso, totalmente razonable y totalmente bueno; por tanto, debían confiar con entusiasmo en el resultado final de su afán por lograr un auténtico conocimiento científico” (S.L. Jaki) . “Entusiasmo”, en efecto, es precisamente el tono anímico que destilan los escritos íntimos de un Kepler, un Galileo, un Newton, cuando adquieren conciencia de que “Dios ha escrito el libro de la naturaleza en caracteres matemáticos”, y que descubrir leyes físicas equivale a “asomarse a la mente del Creador”. Rodney Stark ha estudiado a fondo las vidas de los 52 padres de la ciencia más importantes (en el período 1543-1680): sólo dos de ellos parecen haber sido ateos; los 50 restantes fueron cristianos sinceros (y 32 de ellos “devotos”: sus cartas y documentos personales acreditan una religiosidad que va más allá de la práctica convencional)".
VER+:
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