Para los belgas, quienes colonizaron Ruanda entre 1921 y 1961, la diferencia era más clara: “Cualquiera que tuviera más de 10 vacas era tutsi y, el que no, hutu”. Ese sistema de castas, con una raíz más económica que étnica, hizo que los tutsis –la clase minoritaria pero dirigente, aliada con la colonia– pasaran a ser un grupo discriminado luego de la independencia en 1962.
A pesar de que pasaron 28 años de uno de los mayores genocidios de la historia, poco se habla acerca de esa oscura época. Ruanda es para muchos, sólo un pequeño país africano con una gran desigualdad social y mucha pobreza. Por eso, es deber del mundo entero que todo lo ocurrido se cuente en las escuelas, en los libros, en los medios de comunicación y de persona a persona, porque es la mejor forma de un hecho como este, no vuelva a ocurrir.
Se cumplen 28 años del peor genocidio cometido en la historia reciente de África, que cobró la vida de al menos un millón de personas. Una mirada a las causas históricas y la cronología de los hechos.
A principios de los años 90, Ruanda contaba con una población de 8 millones de habitantes. El 89,9% pertenecían a la etnia hutus y el 10,1 % restante, a la etnia tutsis. Ambos grupos llevaban siglos de conflicto y la tensión era cada vez mayor.
Ruanda es un país ubicado en el centro del continente africano, que fue colonizado en primera instancia por Alemania y luego por Bélgica. Esto fue la primera etapa del enfrentamiento entre ambas etnias que se agravó luego de que, en 1962, se declarara la independencia del país. En 1990 se llevó a cabo la guerra civil encabezada por el Frente Patriótico Ruandés contra el régimen hutu encabezado por Juvénal Habyarimana, que fue la antesala del genocidio.
100 días duró la ola de asesinatos que acabó con casi el 11% de la población de Ruanda, al oriente del continente africano, donde vivían 7 millones de personas en 1994. De abril a julio de aquel año, miembros de la etnia tutsi fueron víctimas de asesinatos de forma planificada, sistemática y metódica, a manos de sectores radicales de la etnia hutu.
Aunque la muerte del presidente ruandés, Juvénal Habyarimana, la noche del 6 de abril de 1994, dio inicio al genocidio, existía un conflicto más profundo, cuyas causas se remontan al periodo colonial del siglo XIX, cuando los belgas tenían el control del país y empezaron a clasificar a la población de acuerdo a su etnia. La inequidad en los beneficios entregados a cada una de estas ocasionó las tensiones.
A los tutsis, que conformaban en 14% de la población, les fueron otorgados mejores empleos, por considerar que eran más parecidos a los europeos. Mientras que los hutus, mayoría en Ruanda, fueron relegados a tareas menos cotizadas.
En 1962, Ruanda declaró su independencia y, en medio de un pedido de igualdad de derechos, la etnia hutu tomó el control político del país. Más de diez años después, en 1973, el hutu Juvénal Habyarimana llegó a la presidencia mediante un golpe de estado.
Las tensiones interétnicas seguían exacerbándose, por esta razón el gobierno y la guerrilla del Frente Patriótico Ruandés (FPR), formado por rebeldes tutsis, firmaron un acuerdo de paz, pero su aplicación estuvo retrasada parcialmente por el presidente Juvénal Habyarimana, cuyos aliados, Hutus extremistas de la Coalición para la defensa de la República (CDR), no aceptaban los términos.
El 6 de abril de 1994, un atentado contra el avión que transporta al presidente Habyarimana y a su homólogo de Burundi, Cyprien Ntaryamira, acabó con sus vidas. La aeronave fue impactada por un misil mientras aterrizaba en el aeropuerto de Kigali, capital de Ruanda. Esa noche, surgieron las primeras muertes.
El asesinato de la primera ministra, Agathe Uwiligiyimana y de diez soldados belgas encargados de su protección, el 7 de abril, acrecentó la ira de extremistas hutus, quienes dieron inicio a una campaña que invitaba a matar a los tutsis y quienes los protegieran.
Se estima que un millón de personas fueron asesinadas y al menos 250.000 mujeres fueron violadas. 95.000 niños fueron ejecutados y cerca de 400.000 quedaron huérfanos.
Los medios de comunicación, y en especial la reconocida emisora Radio Mil Collines, sirvieron como instrumento oficialista al trasmitir llamados a matar a todo aquel que fuera miembro de la etnia tutsi, a quienes se referían como “cucarachas”.
El 9 de abril de 1994 sucedió la masacre de Gikondo, en la que fueron asesinados más de cien tutsis refugiados en una iglesia católica. El 18 de abril de 1994, la Masacre de Kibuye sumó 12.000 tutsis a las estadísticas de muertes, fueron asesinados en el estadio de Gatwaro donde buscaban protección.
21 de abril, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó por unanimidad retirar a sus tropas del territorio, reduciendo el número de efectivos de su misión de paz en Ruanda, de 2.500 a 250 aproximadamente.
Del 28 al 30 de abril, miles de refugiados huyeron a países vecinos como Tanzania, Burundi y Zaire; territorios conocidos en la actualidad como la República Democrática del Congo.
Para mayo de 1994, un 80% de las masacres ya habían sido perpetradas.
El 23 de junio, la Organización de Naciones Unidas activó la “Operación Turquesa”, con el fin de restablecer el orden en el país y mantener una zona de protección humanitaria ubicada al suroeste de Ruanda. Esta responsabilidad fue entregada a Francia, que años después, fue señalada de dar apoyo logístico a los hutus en la masacre y de proteger al gobierno mediante la operación.
Finalmente, en Julio de 1994, el Frente Patriótico Ruandés derrotó a las tropas gubernamentales conformadas por extremistas hutus y toma el control del país dando fin al genocidio. Fue formado un gobierno de unidad nacional con Pasteur Bizimungo, miembro de la etnia Hutu, como presidente, y Paul Kagame, representante del pueblo tutsi, como vicepresidente.
Kagame fue elegido presidente de Ruanda por el partido ‘Frente Patriótico Ruandés’ en el año 2000, desde entonces ha gobernado a la nación africana.
El 8 de noviembre de 1994, por segunda vez en la historia, Naciones Unidas decidió crear un Tribunal Internacional para juzgar los crímenes cometidos durante un genocidio. El Tribunal de Ruanda surgió hermanado con el de la Ex Yugoslavia, establecido en 1993. El de Ruanda operó hasta 2015 y sentenció a 61 mandos militares, políticos y religiosos. Además, se convirtió en el primero en emitir una condena internacional por genocidio contra Jean Paul Akeyesu, alcalde de la ciudad de Taba, por no impedir la violación generalizada en su localidad. Sin embargo, el Tribunal para Ruanda recibió varios cuestionamientos. Entre ellos, por parte de Human Right Watch, que le critica no haber juzgado suficientes miembros del Frente Patriótico Ruandés, del presidente Paul Kagame, y haberse concentrado casi exclusivamente en los victimarios hutus. Además, para Jerónimo Delgado, docente de estudios africanos de la Universidad Externado, al limitarse a investigar los sucesos de 1994, la justicia dejó fuera gran parte de la planeación del genocidio y del rol de países como Francia y Bélgica en este.
La tensión entre ambos bandos se mantuvo por décadas, con víctimas esporádicas, como una amenaza que los tutsis escuchaban a veces mientras iban al supermercado o salían del colegio: “Deberían matarlos a todos ustedes”.
Fue así hasta las 8 pm del 6 de abril de 1994, cuando estalló el avión en el que viajaba el presidente hutu, Juvénal Habyarima, al mismo tiempo que la guerrilla tutsi armada en la frontera con Uganda –el Frente Patriótico Ruandés (FPR), liderado por Paul Kagame– entró al país con la intención de tomar el poder.
La respuesta del gobierno hutu no fue la guerra, sino el exterminio. Su prioridad, en lugar de enfrentar al FPR, fue la activación un plan para acabar con los civiles tutsis, gestado en las oficinas gubernamentales de Kigali meses antes. Incluía la creación, en 1993, de la emisora RTLM para transmitir un mensaje que, sistemáticamente, erosionaría la idea de que los tutsi eran humanos.
Durante los meses previos al genocidio, cada noche, los ruandeses que encendían su radio se dormían escuchando una voz que decía: “Su aspecto es horrible, con ese pelo espeso y barbas llenas de pulgas. Se parecen a los animales. En realidad, son animales. Son cucarachas. Cojan palos, garrotes y machetes y eviten la destrucción de nuestro país”.
Enseñar a matar
Asesinar con un machete vuelve consciente el acto de matar. Lo saca del abstracto que protege a aquel que asesina apretando un botón o activando un gatillo. También, lo hace más silencioso. La muerte recupera su brutalidad, pero deja de venir anunciada por un sobresalto.
Ese silencio fue común en las montañas cerca de la iglesia de Ntarama, donde se refugiaron algunos de los sobrevivientes de la masacre luego de los primeros días de horror en las ciudades.
Allí, como cuenta el periodista Jean Hatzfeld en su libro, “La vida al desnudo”, los amantes que se encontraban por casualidad entre las chozas, luego de haber sobrevivido otro día ocultos entre los matorrales, no encontraban “palabras sinceras ni gestos de amabilidad para intercambiar”.
Solo callaban, como devueltos a su forma más básica, cada cual enfocado en salvarse a sí mismo. Jean-Baptiste Munyankore, un maestro de 60 años cuyo hijo de 14 tropezó mientras huían por los pantanos, descubrió que seguía corriendo sin devolver la mirada, mientras atrás oía los golpes secos.
Con la repetición, todo se vuelve un protocolo, incluso la muerte. Los horarios de exterminio de los hutus se cumplían con la precisión de una jornada laboral. Los tutsi se acostumbraron a tenderse en los pantanos a las 9 de la mañana, cuando escuchaban llegar cantando a los asesinos, y a levantarse a eso de las 4 de la tarde, abandonar a los muertos o a los mutilados que se desangraban y, en la noche, hablar entre ellos de las víctimas de la jornada hasta dormirse.
En julio de ese año, cuando tras tomar la capital las tropas del FPR recorrieron el país y llamaron los tutsis para que salieran de sus escondites, nadie se movió. “Desconfiábamos de todos los seres humanos de la tierra”, recuerda Francine Niyitegeka, una agricultora que para ese momento tenía 25 años. Esa sensación, de alguna forma, nunca se fue.
Enseñar a recordar
Celia Román llegó desde Barcelona al campo de refugiados del genocidio Ruanda, ubicado en la frontera con Tanzania, en junio de 1994. Tenía 25 años, era miembro de Médicos Sin Fronteras y su madre estaba horrorizada por el destino de su primera misión.
Había tantos refugiados en Ngara, la localidad donde instalaron los campamentos, que se convirtió en pocos meses en la segunda ciudad más poblada de Tanzania. En medio de esa inmensidad de tiendas de plástico que acogían a los tutsi que habían escapado de los machetes, pero no de la malaria o el cólera, estaba Collette con sus tres hijos: uno en cada mano y Francois en el vientre.
También llegó hasta allí Tamati, un niño de 7 años cuya familia había muerto y que, casi siempre, pasaba el tiempo cerca del hospital en el que trabajaba Celia. Comía con los médicos voluntarios y jugaba a solas, mientras ellos trabajaban.
No podían decirse mucho entre ellos. Él solo hablaba sajili. Se valían como podían de los gestos. Los que más recuerda Celia eran los de enojo. El niño la señalaba a ella e imitando con su mano la forma de un machete se hacía un tajo imaginario en el brazo. “No era una amenaza. Para él, ese gesto significaba estar enojado”.
El 8 de noviembre de 1994, por segunda vez en la historia, Naciones Unidas decidió crear un Tribunal Internacional para juzgar los crímenes cometidos durante un genocidio. El Tribunal de Ruanda surgió hermanado con el de la Ex Yugoslavia, establecido en 1993. El de Ruanda operó hasta 2015 y sentenció a 61 mandos militares, políticos y religiosos. Además, se convirtió en el primero en emitir una condena internacional por genocidio contra Jean Paul Akeyesu, alcalde de la ciudad de Taba, por no impedir la violación generalizada en su localidad. Sin embargo, el Tribunal para Ruanda recibió varios cuestionamientos. Entre ellos, por parte de Human Right Watch, que le critica no haber juzgado suficientes miembros del Frente Patriótico Ruandés, del presidente Paul Kagame, y haberse concentrado casi exclusivamente en los victimarios hutus. Además, para Jerónimo Delgado, docente de estudios africanos de la Universidad Externado, al limitarse a investigar los sucesos de 1994, la justicia dejó fuera gran parte de la planeación del genocidio y del rol de países como Francia y Bélgica en este.
Texto extraído del sitio france24.com
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