Así fue cómo una comunidad próspera de un país estable de la Unión Europea se embarcó en un proceso que la conducía a un destino incierto y peligroso. Este es el relato de un tiempo de extorsión sentimental y mentiras en el que Cataluña se situó al borde de la ruptura. Durante años, los españoles creyeron que el nacionalismo catalán era solo una estrategia de negociación con el Estado. La fase culminante del procés desmintió esa idea y demostró que había una parte sustancial de Cataluña que estaba dispuesta a empobrecerse y envilecerse para alcanzar la independencia. Para comprenderlo es preciso repasar los mitos de la construcción nacional, el papel de la religión, el carácter de sus élites y la peculiar parálisis de los defensores de la Constitución. La historia de un autosacrificio que condujo a la melancolía y la furia.
PRÓLOGO
Todo ha sido transmitido en directo. Minuto a minuto. La construcción de una realidad paralela en la que se instalaron gozosos millones de catalanes, a los que su gobierno, una insólita alianza transversal de plutócratas y antisistema, invitó a un autosacrificio en el altar de la patria. Es prácticamente imposible hallar un acontecimiento informativo tan perfectamente documentado. Las fechas de
cada una de las liturgias de la ruptura estaban en el calendario y se cumplieron con estricta puntualidad. Y sin embargo, dentro de un tiempo -quizás cuando usted lea esto, ese tiempo ya haya llegado- va a haber que jurar que todo ha ocurrido.
No solo porque la proclamación de la independencia de Cataluña llegó arrastrada por un alud de mentiras. Ni por la complicidad de dos millones de ciudadanos, que la recibieron con entusiasmo y que inventaron nuevas ficciones que oponer a cada golpe que les asestaba la realidad. No será únicamente porque la verdad se convirtió en una mera opinión y, como ocurre hasta en los procesos políticos más atroces, lo que parecía inadmisible comenzó a asumirse con una deprimente naturalidad. No porque no existan pruebas y testimonios suficientes para armar un relato preciso y exacto de lo que ha pasado.
Habrá que jurar que todo ha ocurrido porque la política siempre termina imponiendo la amnesia para superar los verdaderos problemas, aquellos que afectan a la médula de la vida democrática. Es una forma que tiene de restablecer la convivencia entre los que piensan distinto: exonerar de su responsabilidad a quienes la han quebrado. Y llegará el día -quizás cuando usted lea esto, ya haya llegado-en que hombres de Estado decidan que lo mejor es enterrar el agravio e imponer el armisticio del olvido.
España vivió durante un lustro paralizada por lo que se dio en llamar el desafío catalán. El debate político permaneció secuestrado por el nacionalismo, que desde hacía tiempo había dejado de referirse a sí mismo como tal. Al igual que con otros tantos caprichos, la España oficial transigió con la nueva nomenclatura , que permitía desplazar al sujeto activo de la independencia. Si un buen número de catalanes quería independizarse ya no era por su propia ideología sino por la de su antagonista. En Cataluña dejó de haber nacionalistas casi de la noche a la mañana.
Las razones de la hostilidad hacia España son difusas y han ido cambiando a medida que el odio iba creciendo. Lo habitual es señalar como el origen la frustración generada por la tramitación del Estatut de 2006, pero ni siquiera los independentistas más recalcitrantes -quizás ellos menos que ninguno- sabrían precisar qué artículos fueron expurgados del texto inicial por el Tribunal Constitucional. En la exposición de motivos para la secesión suelen ocultarse las razones identitarias y la cuestión fiscal resulta demasiado antipática como para reivindicarla. Las motivaciones reales -sean cuales sean- suelen enmascararse con metáforas infantiles como las de un matrimonio en el que la mujer decide separarse de un marido brutal que la retiene a su lado. El proceso de independencia de Cataluña ha inspirado la peor literatura política de la historia reciente de Europa. Es uno de los residuos románticos del siglo XIX y no ha heredado ninguna de sus virtudes estéticas.
El nacionalismo ha gobernado durante tanto tiempo Cataluña que ya se le puede considerar un régimen y durante todos estos años reprodujo con exactitud todos y cada uno de los crímenes que, según dicen, han empujado a los catalanes a renunciar a España. Pero la independencia es un sueño a medida del que lo sueña. Una primitiva comuna anarcosindicalista para el cupero, un New Hampshire mediterráneo para el convergente o una Noruega del sur para el de Esquerra.
Hablaba de metáforas. La más horrenda no es obra del nacionalismo sino del tercerismo. Suya es la expresión «choque de trenes», que da la medida de su equilibrio. El Estado ya no sería la vía por la que circula la locomotora de la Generalitat -puestos a jugar a metáforas- sino otra locomotora de similar tamaño que se aproxima con la misma velocidad suicida a una catástrofe de responsabilidad compartida.
Cuando Cataluña se preparaba para el anunciado choque de trenes, yo aterrizaba en "El Mundo". Apenas un par de meses antes de que se produjera la declaración unilateral de independencia más triste que haya conocido la historia de las naciones. Este es el relato de un tiempo de extorsión sentimental, de deslealtad y mentiras, en el que se tambalearon algunas de las convenciones que, al menos yo, creía eternas.
DIOS Y LEYES VIEJAS
Poco más de un mes después de la declaración unilateral de independencia, Fernando García de Cortázar, un hombre de Dios además de un gran historiador, me explicó la extraña fascinación que el nacionalismo ejerce sobre los curas: «Alrededor de casi todos los nacionalismos conservadores se apiñan los curas en tal número y con tanta fogosidad que no pocos politólogos vienen destacando la importancia de la contribución cristiana a la propagación de dicha ideología. Se esgrimen distintos argumentos. El clima emocional que envuelve al comportamiento religioso prefiere antes las cálidas y piadosas abstracciones de la nación o pueblo que las frías y materiales reivindicaciones de la clase social».
Los engranajes mentales del nacionalista son muy parecidos a los del creyente, solo que su fe desborda la esfera íntima y pretende regir lo público, que es la forma más aberrante de vivir la religión. Cuando hablamos de nacionalismo hablamos de fe en una realidad inmaterial, de la promesa de una redención; de un blindaje de mitos, leyendas y abstracciones contra el que se estrella la fría razón. Y finalmente de la disposición al sacrificio. Propio y ajeno.
Yo siempre había creído que el nacionalismo catalán era la consecuencia política de las tribulaciones fiscales de una comunidad rica. No era así. O no solo era así. En diciembre de 2017 dos millones de catalanes demostraron que estaban dispuestos a empobrecerse por la patria. Las elecciones del 21-D, convocadas por Mariano Rajoy, tuvieron la virtud de depurar lo que había de fervor religioso en el movimiento independentista. La decantación no pudo ser más alarmante. Cada uno de los dos millones de votos que obtuvieron los partidos separatistas era un voto consciente por la división, el enfrentamiento y el sacrificio. Propio y ajeno. Medía Cataluña era un brazo desgarrándose las fibras para separarse del cuerpo.
Puede que una parte de quienes se empecinaron en el independentismo lo hiciera sabiendo, paradójicamente, que el Estado no le permitiría consumar la automutilación y que, llegado el momento le curaría las heridas autoinfligidas. Esta es una teoría del periodista Arcadi Espada. Miles de hijos de la prosperidad que actuaban como votantes coquetos: habían comprobado dónde se encuentra el muro del Estado e incluso habían escuchado cómo suena la cabeza de sus dirigentes chocando contra él y sabían que la existencia y consistencia de ese muro les permitía darse el capricho de la subversión sin que las consecuencias fueran catastróficas. Letales, al menos. Es una hipótesis plausible pero el camino por el que habían apostado iba a estar de todas maneras jalona do de penurias e inestabilidad y eso no se compadece con la imagen de avaro calculador que nos habíamos creado del nacionalista catalán.
El mapa de la hegemonía independentista en Cataluña coincide con una precisión asombrosa con los lugares donde en el pasado había arraigado el carlismo. No es casual. García de Cortázar rescata un dicho cuyo origen no he logrado averiguar: «Donde hubo carlismo, hubo curas y hay separatismo». Haylos: durante todo el procés, muchos sacerdotes cumplieron el papel que les correspondía en la constituccíón nacional. A título personal y vicario.
Les voy a describir una escena. La tarde del domingo 1de octubre se llenó la iglesia del pueblo de Vila-Rodona, en Tarragona. Parecía que se estaba celebrando una misa pero generalmente no acuden tantos y además para esa tarde no había oficio fijado. Esa era la intención del párroco: que pareciera que se estaba celebrando una misa. Por si irrumpía la policía. La misa como mascarada. El sacerdote se vistió con el alba y la estola y se colocó de píe tras el atril. Los asistentes se distribuyeron por los bancos hasta llenar el templo y entonaron cánticos religiosos. Habían terminado de votar en la Casa de Cultura y llevaron las urnas a la iglesia para evitar que se las requisaran. A la izquierda del cura, tres mujeres y dos hombres montaron el chiringuito electoral y se enfrascaron en la tarea, poco piadosa, de secuestrar la soberanía nacional. De espaldas al altar contaron votos y así la casa de Dios fue, en Vila-Rodona, el caballo de Troya del referéndum. Una alegoría perfecta del rol que una parte de la Iglesia ha cumplido históricamente para el nacionalismo.
El cura del pueblo, Francesc Manresa, no oculta sus simpatías políticas. El pastor coincide con su rebaño. Se trata de una parroquia en casi perfecta comunión nacionalista. En Vila-Rodona, en el Alto Campo tarraconense, viven poco más de 1.200 personas. El 21 de diciembre votaron 745, un 86 por ciento del censo. Los independentistas fueron 551, algo más del 74 por ciento. El día del referéndum muchos fueron a la iglesia y no oyeron misa, pero la liturgia en la que participaron requería de la misma fe en un paraíso venidero, situado más allá de este valle de lágrimas que es el mundo real.
La Conferencia Episcopal prefirió no inmiscuirse en lo que estaba ocurriendo en Cataluña. En 2006 los obispos habían hecho una defensa insólita, para su taimada costumbre, de la unidad de España como «bien moral». Durante la crisis catalana, en cambio, manda la finezza. Hasta tal punto que el director adjunto de La Vanguardia, Enríe Juliana, se convence de que la Iglesia puede ser el mediador perfecto para llegar a una síntesis entre el golpismo y la Constitución.
Quizás en ello tuvo algo que ver una entrevista en exclusiva que el diario del grupo Godó había conseguido en 2014. El periodista Henrique Cymmerman le preguntó al papa Francisco sí le preocupaba el conflicto entre Cataluña y España. El Pontífice contestó con su habitual ligereza: «Hay que estudiar caso por caso. Escocía, la Padania, Catalunya. Habrán casos que serán justos y casos que no serán justos, pero la secesión de una nación sin un antecedente de unidad forzosa hay que tomarla con muchas pinzas y analizarla caso por caso». El análisis del papa Francisco sobre el caso concreto de España y sus regiones llegó al fin, pero a través de persona interpuesta. El embajador de España ante la Santa Sede Gerardo Bugallo pudo escuchar el rechazo del Pontífice, que utiliza, por lo que contó el diplomático, términos muy parecidosa los del resto de los jefes de Estado de todo el mundo.
Decir que en Cataluña la Iglesia católica es políticamente uniforme es lo mismo que decir que Cataluña es un sol poble. Según los datos del Episcopado, en la comunidad desempeñan su labor algo más de 2.000 curas y religiosos. De ellos apenas unos 300 se sumaron a un manifiesto inequívocamente independentista que consideraba «legítima y necesaria» la realización del referéndum ilegal -este adjetivo no lo utilizaron ellos- y que invitaba a su grey a votar. Tres centenares de curillas se antoja un número escaso, si no fuera porque la superioridad jerárquica catalana también tiene una opinión y esta sí es unánime.
Los responsables de las diez diócesis catalanas se reúnen en un órgano de nombre curioso: Conferencia Episcopal Tarraconense. Ellos fechan su origen en 1969 y su denominación todavía está pendiente de aprobación por la Santa Sede. En sus pretensiones no se diferencia del Estado que el nacionalismo ha ido construyendo durante décadas. En mayo de 2017 difundió una «Nota de los Obispos de Cataluña sobre el momento que se está viviendo en nuestro país». Dice que se sienten «herederos de la larga tradición de nuestros predecesores, que les llevó a afirmar la realidad nacional de Cataluña» y que creen «humildemente que conviene que sean escuchadas las legítimas aspiraciones del pueblo catalán, para que sea valorada su singularidad nacional, especialmente su lengua propia y su cultura».
Pasó el tiempo desde la difusión de aquella nota y el procés continuó su camino. Su senda, que diría un sacerdote. Cuando los derechos de los parlamentarios de la oposición fueron violentados en las jornadas ominosas del 6 y 7 de septiembre, sus pastores no dijeron nada. A diez días de la consulta pidieron «que la sensatez y el deseo de ser justos y fraternos nos guíe a todos». Una vez celebrada, los más afines al nacionalismo condenaron la violencia con la que las Fuerzas de Seguridad del Estado habían tratado de evitarla y se refirieron al movimiento independentista con el término de «resistencia».
El caso del obispo de Solsona Xavier Novell es el más estridente. Reparte su fe entre el mensaje conciliador de Cristo y el segregador del nacionalismo y utiliza el púlpito para el más crudo proselitismo independentista. No solo se vale para ello del templo, al igual que el párroco de Vila-Rodona, sino que sus soflamas políticas atruenan también durante la misa. Como aquella en el Santuario del Milagro en el municipio leridano de Riner, tras las detenciones de parte de los miembros del govern que había declarado la independencia. Allí pronunció una frase que difumina cualquier frontera entre los asuntos de Dios y los asuntos del César: «No os confundáis, los cristianos no nos guiamos por leyes positivas sino por lo que es justo, verdad y digno». El cura comparte programa con la exactivista Ada Colau, que llegó a la alcaldía de Barcelona prometiendo que solo obedecería las leyes que le parecieran justas, solo que con la mediación divina. «Somos una nación que tiene derecho a decidir cuál es nuestro futuro», predicaba Novell frente al altar, con una mano en el báculo y la otra en el pecho, en una escena donde Dios y nación se funden en el puro desprecio a las leyes de los hombres, constituyendo un perfecto cuadro teocrático.
Las escaramuzas políticas del clero catalán nunca han merecido una sanción por parte de las autoridades eclesiásticas. Ni siquiera el párroco de Calella, que atizó al pueblo contra la presencia de la Guardia Civil y animó sus escraches y ceremonias de repudio, fue reconvenido. Aunque esto no es del todo exacto. Un sacerdote sí fue amonestado. Su nombre es Custodio Ballester y su pecado fue acudir ensotanado a una marcha de legionarios y rezar por la unidad de España en el madrileño Cerro de los Ángeles. El arzobispo de Barcelona Juan José Omella le invitó a tomarse un año sabático, una manera muy recurrente que tiene la Iglesia de imponer disciplina ante los problemas de actitud de alguno de sus sacerdotes.
En Cataluña, Dios es nacionalista, y también lo es en el País Vasco. El único partido español que todavía le guarda un sitio en su lema es el PNV: Jaungoikoak eta lege zarra. La síntesis del reaccionario: Dios y las leyes viejas (fueros).
Es un lugar común eso de que el seminario es la cantera de los partidos independentistas en Cataluña. De hecho, el pastor catalán más orgulloso que ha tenido Dios no es clérigo. Oriol Junqueras ha hecho la más contumaz profesión pública de fe que se le recuerda a un político tras el franquismo.
¿Queda alguien en España que no sepa que el líder de Esquerra Republicana de Catalunya es cristiano? El mismo 27 de octubre, durante la deprimente ceremonia de liberación que se improvisó en el Parlament después de que Carles Puigdemont declarara la independencia de Cataluña, el entonces vicepresidente de la Generalitat fue el único que se acordó de Dios. Lo hizo para tranquilizar a independencia de Cataluña, el entonces vicepresidente de la Generalitat fue el único que se acordó de Dios. Lo hizo para tranquilizar a los que estuvieran inquietos, que eran todos los que no estaban eufóricos ante la perspectiva de un golpe a la democracia de consecuencias inciertas. «Nosotros [una de las primeras medidas del vicepresidente de la nueva república fue establecer un "nosotros" y un "vosotros", y pretendía que su discurso fuera tranquilizador para los millones de catalanes que formaban parte de aquel "vosotros"] siempre apelamos a valores universales, que el mundo cristiano llama "la igualdad a ojos de Dios", o "el amor fraterno", y que el mundo ilustrado llama "fraternidad, igualdad y libertad", que son los mismos valores». Puede que en la intimidad adquiera otra connotación pero, cuando hay alguien más en la sala, el dios de Junqueras es un dios instrumental. El cristianismo ha sido, durante el tramo final del procés, su coartada moral, una estrategia de defensa. Arriesgada, como todo esencialismo que se le pretenda oponer a la forzosamente existencialista Justicia, pero pertinaz. En su última comparecencia como hombre libre ante la juez Carmen Lamela, el ya depuesto vicepresidente invocó sus creencias como argumento exculpatorio. «Yo soy muy creyente», le dijo a la magistrada, donde el «muy» opera, como el mucho de un «te quiero», como inconsciente elemento reductor frente al absoluto de la fe.
Junqueras volvió a ofrecer su credo como garantía unas semanas después, durante la vista para revisar las medidas cautelares que lo mantenían en prisión preventiva. Ya en el Supremo, ante el juez Pablo Llarena, igual que antes en la Audiencia Nacional ante Lamela, el líder de ERC alegó que la creencia le incapacita para la violencia que requiere la rebelión, que era de lo que le estaban acusando por su participación en el procés. Es un argumento lícito -ya cualquier argumento en la situación en la que se encuentra Junqueras es lícito- pero algo extravagante. Como si la religión no hubiera sido, en manos de hombres creyentes -muy creyentes una trituradora de carne. Como si al propio Jordi Pujol, pongamos por caso, el cristianismo le hubiera disuadido de acarrear su dinero a Andorra en bolsas de basura. Y, sobre todo, como si a la Justicia le importase lo que uno es en lugar de lo que uno hace.
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“Hay que elegir entre la convivencia o la guerra.
Ojalá optemos por lo primero”.
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