Suecia después del modelo sueco
Del Estado benefactor al Estado posibilitador
Del Estado benefactor al Estado posibilitador
Prólogo para lectores latinoamericanos
Durante las últimas décadas América Latina se ha debatido en una larga agonía de crisis económicas, sociales y políticas recurrentes. Con la excepción de Chile, los progresos que se han registrado en algunos países han sido lentos y están lejos de satisfacer las expectativas populares. Al mismo tiempo, en otras latitudes se constatan avances extraordinarios, mostrando sin lugar a dudas las enormes posibilidades que la globalización ofrece para el rápido mejoramiento de las condiciones de vida de grandes conglomerados humanos. Los avances asombrosos de naciones como China e India así como de al menos una decena de otros países del Asia hacen que el fracaso latinoamericano sea aún más patente e injustificable. Antes teníamos al menos el consuelo de ser los menos pobres y subdesarrollados de un “Tercer Mundo” aún más pobre y subdesarrollado. Hoy ya no tenemos ni siquiera esa justificación y no nos queda sino la vergüenza de nuestro fracaso.
En este estado de frustración y de carencias tan evidentes existe la tentación de creer que se puede encontrar una varita mágica, que de un golpe nos dé todo aquello que nos falta. Así se puede incluso llegar a creer que la política, a través de un poderoso Estado benefactor, puede darnos lo que no tenemos. Bastaría entonces con un acto generoso de voluntad redistributiva para crear todo aquello que nuestras economías no han sido capaces de crear. Se trataría de dar derechos, universales y pródigos, que asegurasen a cada uno no sólo el pan de cada día sino también buenas escuelas, hospitales, universidades, jubilaciones, etc. Una especie de acto mágico, hijo de la bondad y clarividencia de algún político que encontró el atajo milagroso que lleva del atraso al bienestar.
Estas ilusiones crean primero enormes expectativas y luego, cuando al poco andar se descubre que el atajo milagroso no era más que el callejón sin salida de la demagogia populista, una ola de nueva frustración. Y así vamos dando tumbos, de la frustración a la ilusión y de la ilusión a nuevas frustraciones, mientras otros siguen progresando por el duro pero seguro camino del esfuerzo empresarial y la creatividad industrial, del capitalismo de verdad y de la participación plena en la economía global. Triste destino este de creer en quimeras políticas en vez de creer en aquellas instituciones de la libertad económica que le dieron primero a Europa Occidental y los Estados Unidos y luego a una gama cada vez más amplia de países un bienestar que ni siquiera en sueños se hubiese podido imaginar hace un par de siglos atrás.
Entre las ideas que más ayudan a fomentar la ilusión de la varita mágica política está aquella de la existencia, en otras latitudes, de un modelo de Estado que ha podido –a fuerza de decisiones políticas, monopolios estatales omnipresentes, impuestos draconianos y amplias restricciones a la libre empresa– crear el bienestar para todos. Entre estos modelos quiméricos no hay ninguno que hoy se iguale al “modelo sueco”, esta última utopía de una izquierda que después del derrumbe de los totalitarismos comunistas se ha ido quedando con las manos cada vez más vacías. El Estado benefactor sueco se ha transformado de esta manera en el último bastión de la esperanza en las soluciones desde arriba, desde las cúpulas del Estado, para aquellos problemas que sólo desde abajo, desde la creatividad social y empresarial, se pueden resolver.
Para aquellos que se aferran a esta última utopía puede ser de interés leer este ensayo sobre Suecia después del modelo sueco. Hay muchas cosas que aprender de ese hermoso país nórdico de gente suave y retraída. Hay que aprender, por ejemplo, cómo a través de un pujante capitalismo abierto al mundo se crearon las condiciones de un progreso social sin precedentes que con el tiempo desembocó en un experimento estatista que finalmente –cuando llegó a poner en peligro las bases mismas de la prosperidad– fue relegado a la historia por el mismo pueblo de Suecia.
Suecia está hoy buscando el camino hacia una sociedad del bienestar en la que el viejo Estado benefactor –que quería decidirlo y controlarlo todo– deja lugar a un Estado posibilitador –que posibilita la libre elección de los ciudadanos en materias básicas de bienestar. Esta búsqueda está inspirada por un profundo espíritu de solidaridad y justicia social, pero no como sustituto ni en contra de la libertad individual y la creatividad capitalista sino como su complemento dinámico. Esto es lo que América Latina puede aprender de Suecia, de la Suecia real de hoy y no del mito de un modelo sueco ya enterrado por sus propios creadores.
Mauricio Rojas
Estocolmo, abril de 2005
Introducción
Suecia es internacionalmente conocida por su Estado benefactor, el más amplio y costoso que se haya conocido. Los niveles de gasto público, carga tributaria, transferencias de ingresos y monopolio estatal sobre la seguridad social y diversas áreas de servicios básicos (salud, educación, asistencia social, cuidado de niños y ancianos) no han sido nunca igualados por otro país democrático en tiempos de paz. Todo esto es conocido y representa para muchos un modelo de sociedad ejemplar que otros países deberían imitar. Lo que se ignora es que la misma Suecia ya ha abandonado este modelo maximalista del Estado benefactor.1
Hace ya más de una decena de años que Suecia está abocada a una búsqueda profunda y prometedora de una alternativa a su viejo Estado benefactor, en la cual el Estado todavía cumple un rol importante pero sin excluir a una diversidad de actores sociales y económicos que, en su conjunto, puedan crear una sociedad del bienestar que le otorgue a los ciudadanos una sólida base de igualdad y seguridad social combinada con una real libertad de elección.
Para dar una idea concreta de la profundidad de los cambios experimentados por la sociedad sueca puedo citar algunas experiencias personales. Cuando llegué a Suecia en 1974 era impensable que los ciudadanos pudiesen elegir la escuela para sus hijos o el centro médico en el cual ser atendidos en caso de enfermedad. Sólo una proporción muy pequeña y extremadamente rica de la población tenía ingresos netos –es decir, después de pagar una pesada carga tributaria– suficientes como para poder pagar privadamente por ese tipo de servicios. Como se decía en ese tiempo, uno “le pertenecía” a un hospital público y los hijos de uno “le pertenecían” a una escuela pública determinada, aquella que se les había asignado de acuerdo al área donde residían. El Estado benefactor le aseguraba a todos los ciudadanos un nivel comparativamente alto de bienestar pero al precio de una casi total falta de libertad de elección. Esta situación permaneció inalterada –agravada en realidad ya que la carga tributaria se había hecho cada vez más pesada– hasta comienzos de la década del 90.
Hoy en día las cosas son muy diferentes. Mi hija va a una “escuela independiente”2 –propiedad de una fundación privada– y mi hijo terminó hace poco de cursar la educación básica en otra escuela independiente –en este caso propiedad de una sociedad anónima con fines de lucro, Kunskapsskolan AB, que gestiona más de una veintena de escuelas–. Nosotros hemos elegido con plena libertad estas escuelas y por asistir a las mismas no se paga ni un centavo extra más allá del “cheque escolar” con que el Estado hace posible una libertad de elección real e igualitaria (la misma libertad de elección existe entre las escuelas directamente gestionadas por el sector público). Lo interesante es que mis hijos no son una excepción. En este país, donde en 1990 las escuelas que no eran parte del monopolio estatal eran muy escasas, existían en el año escolar 2003-04 un total de 740 escuelas básicas y secundarias independientes, que le daban educación a casi 100.000 niños y jóvenes dentro de un sistema pluralista de colaboración público-privada que crece año tras año.3
No sólo la situación de las escuelas ha cambiado radicalmente. Si yo me enfermase hoy recurriría con toda seguridad a la clínica más cercana, Nacka Närsjukhus, que es gestionada, como tantas otras en la provincia de Estocolmo, por una sociedad anónima con fines de lucro. Mi elección sería además completamente libre y sin que mi decisión me costase ni un peso más que si eligiese una clínica pública. Más aún, si mi dolencia fuese un poco más seria seguramente me dirigiría al hospital S:t Göran, que es el hospital privado más grande que existe en Europa Occidental y que también forma parte de la red de colaboración público-privada que abarca hoy cerca de tres mil productores privados de servicios de salud.
Y así podríamos continuar con los ejemplos. Los ciudadanos de Suecia pueden hoy, con creciente libertad, elegir a quién entregar el cuidado de sus niños o de sus ancianos, a quién comprar electricidad o servicios de telecomunicación, en qué fondos depositar una parte de sus ahorros para la jubilación, qué canal de televisión mirar o qué radioemisora escuchar. Incluso monopolios tan tradicionales como los de la provisión de empleos o de viviendas de alquiler o de los ferrocarriles o del correo han sido abolidos. Todo esto era impensable en la Suecia de 1990 y solamente los lunáticos de entonces hubiesen podido imaginar semejantes cambios.
El propósito de este trabajo es explicar las razones de estas transformaciones tan profundas y discutir sus perspectivas futuras. Esto es muy importante en un contexto internacional, donde muchos siguen todavía proponiendo un modelo de Estado benefactor que su propio creador, el pueblo de Suecia, ya ha abandonado. Para darle al lector un punto de partida adecuado comenzaré por resumir, en forma muy sucinta, la historia y las características principales de aquel Estado benefactor maximalista que hoy ya pertenece al pasado de Suecia.
1 Entiendo por Estado benefactor maximalista una forma extrema del Estado benefactor que busca alcanzar un monopolio total sobre los servicios e instituciones que forman la vida de los ciudadanos, es decir, sobre el cuidado de los niños, la escuela, la educación superior, la salud, la radio y la televisión, la previsión social, los servicios de asistencia social, el cuidado de ancianos y las jubilaciones. Este monopolio se refiere tanto al tipo de servicios que se brindan como a quien los brinda, quien tiene acceso a los mismos, quien los financia y, finalmente, cómo y quien los regula.
2 Las escuela independientes (friskolor) son controladas por la Superintendencia de Escuelas y gozan de una libertad pedagógica bastante amplia. Estas escuelas son gestionadas por el sector privado con o sin fines de lucro y están abiertas a toda la población, no pudiendo seguir prácticas discriminatorias injustificadas en la elección de sus alumnos ni cobrar suplementos extras al cheque escolar que las escuelas reciben de las municipalidades.
"Suecia: el otro modelo" del autor chileno Mauricio Rojas sobre el modelo que salvó a los países escandinavos, luego de intentar con gobiernos socialistas.
Países como Suecia o Dinamarca cambiaron de un estado benefactor y paternalista a un sistema mucho más libertario.
Además, desmonta la idea que existe sobre esos países y el éxito del socialismo.
"América Latina se empeña en defender un sistema que ha sido un fracaso en todo el mundo".
Explica que la revolución silenciosa en los años 90, llevó a Suecia a transformar su modelo de gobierno por uno mucho más abierto al mercado, y es lo que los ha hecho crecer como país.
El relato que leerán a continuación es una narración para adultos publicada por la gran escritora sueca de cuentos infantiles Astrid Lindgren en marzo de 1976, cuando comprobó que sus impuestos habían ascendido al 102% de sus nuevos ingresos. Se trata de un ataque a la socialdemocracia sueca, partido que por entonces llevaba gobernando más de cuarenta años y que Lindgren consideraba completamente burocratizado, arrogante y al servicio de sí mismo. "Pomperipossa en Monismania" apareció en el periódico más leído del país, Expressen, y tuvo un gran impacto: se dice que fue la causa principal de la histórica derrota socialdemócrata en las elecciones de septiembre de ese mismo año (1976).
Voy a contarles un cuento. Voy a hablarles de una persona a la que podemos llamar Pomperipossa, porque así se acostumbra llamar a la gente en los cuentos, que vivía en un país que llamaremos Monismania, porque algún nombre debe tener.
Pomperipossa amaba su país, sus bosques, montañas, lagos y prados verdes; no solo eso, también amaba a la gente que allí vivía. Incluso a sus sabios gobernantes. Los consideraba tan sabios que cada vez que había elecciones ella, fielmente, les volvía a dar su voto. Durante más de cuarenta años habían gobernado y organizado una buena sociedad, pensaba ella; una sociedad donde nadie era pobre y cada ciudadano recibía un pedazo de la Tarta del Bienestar. Pomperipossa se sentía feliz de haber podido contribuir con su parte a la preparación de semejante manjar.
En Monismania había algo llamado impuesto marginal. Esto significaba que cuanto más dinero ganaba uno, mayor debía ser la parte que entregara al Jefe de la Casa del Tesoro para que pudiera preparar la Tarta del Bienestar. El Jefe era una persona razonable, y a nadie quería sacarle más de un 80 o un 83% de sus ingresos. "Querida Pomperipossa –le dijo un día–: usted se queda con entre un 17 y un 20%, y con eso puede hacer lo que quiera". Pomperipossa se sentía profundamente satisfecha, y vivía feliz y dichosa.
Sin embargo, en el país había muchas personas descontentas que hacían gran escándalo y se quejaban de la "elevada presión fiscal", como la llamaban. Pero Pomperipossa nunca se quejó. Nadie en Monismania la había oído quejarse en lo más mínimo sobre sus aportes a la Tarta del Bienestar. Antes al contrario, ella pensaba que el sistema era totalmente bueno y justo, y volvería a apoyar a los mismos sabios gobernantes con su voto, para que pudieran seguir gobernando.
Pomperipossa escribía libros para niños. Lo hacía por puro placer, solo para divertirse un poco en esta vida. Un día se dijo: "Quién sabe, los niños son casi tan infantiles como yo y tal vez quieran leer mis extrañas invenciones". Y resultó que sí que querían. No solo los niños de Monismania, también los de países lejanos, tanto de Oriente como de Occidente. Era para no creerlo: ¡en todos los rincones del mundo había niños que la leían sin cesar!
Fue eso lo que produjo la desgracia de Pomperipossa. Sí, porque cuantos más niños leían sus cuentos, más dinero recibía la pobre Pomperipossa.
¿Pobre? ¿Por qué? ¡Ahora se lo contaré!
Un hermoso día, los sabios que gobernaban Monismania se reunieron en un castillo que podemos llamar Haga porque así se llamaba. Probablemente durante el café, sin tiempo para hacer las cuentas con cuidado, tomaron una extraña decisión que hizo la vida de Pomperipossa y de muchos otros habitantes de Monismania más difícil de lo tolerable.
Pomperipossa no supo nada de las consecuencias de tal decisión hasta que un buen amigo, un buen día, le preguntó: "¿Sabes que este año tu impuesto marginal es del 102%?". "¡Tonterías!", exclamó Pomperipossa. "¡Un porcentaje así no existe!".
Como se ve, no era muy ducha en matemáticas. "Así es", le confirmaron. En Monismania había incontables porcientos, y si Pomperipossa sumaba el impuesto sobre la renta y las cotizaciones sociales que debía pagar, ya que trabajaba por cuenta propia, salía ese 102%. ¡Y poco importaba lo que dijese al respecto!
Pobre Pomperipossa. Había estado trabajando diligentemente y ni siquiera sabía que era una trabajadora por cuenta propia. Debería sentirse verdaderamente orgullosa. "¡Soy una empresaria independiente! ¡Eso es ser algo!". Mas, luego de sacar las cuentas, comprendió lenta pero inexorablemente que en Monismania ser autónomo significaba la muerte.
"Esos terribles niñitos que por todas partes leen para que yo gane dinero… ¿Cuánto podrá reportarme este año su desgraciado amor por la lectura?", se dijo. "En el mejor de los casos, tal vez solo un millón. En el peor, dos millones". Puesto que el dinero que percibía por sus libros provenía de todo el mundo, nunca sabía de antemano cuánto sería. Además, cuando menos se lo esperara podía recibir un cheque sustancioso y verse despiadadamente perjudicada.
"Vamos a ponernos en lo peor –pensó Pomperipossa–. ¡Dos millones!". "Entonces, los pagos quedarían así. De las primeras 150.000 coronas que todos los pequeños lectores reúnan para mi, me debería quedar con 42.000 [1]. Lo demás (108.000) iría a la Tarta del Bienestar. El 100% de la cantidad restante serían 1.850.000 coronas. Y ese 2% que, tonta de mí, no sabía que existiera ascendería a 37.000. Total: 1.995.000 coronas. Para Pomperipossa: 5.000".
Al llegar a este punto, se dijo a sí misma: "¡Mujercita, nunca has sido buena para sacar cuentas! Existen los decimales y cosas por el estilo. Seguramente contaste mal. Lo que quedaría para ti serían 50.000 coronas". Entonces volvió a hacer las cuentas, pero el resultado no fue diferente: si ganara dos millones, a ella le quedarían… ¡5.000 coronas para vivir!
Pomperipossa empezó a preocuparse, ciertamente. "No es que gastes mucho en comida, pero aun así… Cinco mil coronas, cuando el arenque salado, que una vez fue la base de la dieta de los pobres, se ha puesto tan increíblemente caro…; y quien dice el arenque salado dice casi todo lo demás". Acabó realmente asustada, y comenzó a informar de su dilema a amigos y familiares. Pero ellos no la creyeron. "Cinco mil coronas… ¡No intentes engañarme!", le decían.
Cuando por fin logró convencerlos, sus amigos le respondieron: "Sí, pero hay un montón de deducciones". "¿Qué será eso de las deducciones?", se preguntó. La deducción es el dinero que has pagado y que no se puede comer como un arenque salado, finalmente supo. Desconsolada, Pomperipossa se fue a casa y se sentó a meditar en un rincón oscuro. "¿Cómo podré conseguir comida para el día? ¿Tal vez pueda deambular como los pobretones de antes y robar algo de comer por aquí y por allá? Si llamo a la puerta de los sabios gobernantes, puede que se compadezcan y me den un plato de sopa de vez en cuando; y si se gastasen algo de esas 1.995.000 coronas, entonces la sopa podría ser más espesa; incluso puede que le añadieran una salchichita". Pero ni siquiera el pensar en la salchicha le consoló.
Pomperipossa se puso muy triste. Se dio cuenta entonces de que había algo malo y vergonzoso en el hecho de escribir libros, pues tan duro era el castigo que llevaba aparejado. ¿Cómo será en otros países?, se preguntaba. Algo sabía, puesto que conocía a un buen hombre de origen ruso que también era escritor. Sus libros se vendían muy bien y él pagaba un 13% de impuestos. (Pomperipossa le contó lo de su 102%... y entonces él se cayó de la silla. Pero tan pronto como se hubo recuperado, se fue derechito a su país para contarlo). Pomperipossa también había oído que en Irlanda tenían tanto miedo a sus escritores que no se atrevían a cobrarles impuestos. "Pero seguramente debe de ser mentira", pensó.
Muchas cosas alcanzó a pensar. En Monismania había otros trabajadores independientes como ella. Médicos, dentistas, abogados. Y habían llegado a la conclusión de que cuanto más trabajaban, menos dinero merecían. Por eso habían decidido mandar a tomar viento los cálculos biliares, los molares doloridos, los divorcios y las compraventas de propiedades uno, dos, tres, cuatro y hasta cinco días a la semana. Seguramente por eso, los habitantes de Monismania tenían muchos problemas para que les atendieran cuando les dolían las muelas o la tripa, o para comprar una vieja casa cargada de deudas. Según había oído Pomperipossa, trabajar menos era la mejor manera de rebajar ese 102% a casi nada.
Al llegar tan lejos en sus pensamientos, Pomperipossa suspiró: "¿Por qué no tengo deudas? Ay, queridos padres ¿por qué me enseñaron que las deudas eran algo malo, algo que no había que tener? ¡Vean cómo me ha ido: no tengo deudas, sino solo esos malditos ingresos que me hacen desdichada!".
Sentada en su rincón, Pomperipossa meditaba más y más. Se acordó del bíblico José y su experiencia en Egipto. Él había comprendido muy bien que durante los años de vacas gordas había que ahorrar para afrontar los años de vacas flacas. Así de sabia era ella también. Ella tenía un plan de pensiones bastante bueno. "Es razonable –pensó– ahorrar para la vejez. Cuando la pluma se caiga de mi mano temblorosa y no pueda escribir más, entonces no seré una carga para la sociedad. Si tengo un seguro, tendré garantizado el pan de cada día; aunque, por supuesto, deba pagar impuestos por lo que perciba".
¡Y así sería! Los sabios que gobernaban Monismania decidieron, con bastante sensatez, que las primas de las pensiones serían deducibles de los impuestos. No se pagarían impuestos hasta el día en que se comenzara a cobrar la pensión. Hubo muchos que se aseguraron. Por ejemplo, los artistas, que saben que su popularidad puede ser de corta duración: "Hoy popular, mañana olvidado –pensaban–. Hay que ahorrar para la jubilación mientras los tiempos son buenos, de lo contrario nos espera la mendicidad cuando la gente ya no quiera escuchar nuestras canciones sobre las venturas y desventuras de la vida".
Durante mucho tiempo, los sabios de Monismania pensaron que eso era bueno y sensato. Pero comenzaron a tener dudas, y un día el mandamás, de pronto, se levantó y dijo que se le erizaban los cabellos al ver las deducciones que la gente disfrutaba por sus planes de pensiones. ¡Maldición, maldición, los planes de pensiones eran malos, una vergüenza! "¿Por qué ahora? –se dijo Pomperipossa–. ¿Por qué se le eriza el pelo de esa forma? ¿Cómo puede de la noche a la mañana compararse la evasión de impuestos con algo que los propios sabios habían considerado hasta ahora prudente y razonable?".
Se publicaron largas listas con lo que ganaba la gente, y las abultadas deducciones que habían disfrutado. Las listas eran tan largas, que no quedó espacio para poner lo que esa gente pagaba en impuestos; ninguna mención a un 102% ni nada parecido. En cambio, ¡las deducciones sí que fueron reveladas con todo lujo de detalles! "¡Claro, claro! –pensaron los impresionados lectores de los periódicos–. ¡Qué deducciones se hacen esos ricachones por su champán y su caviar y su dispendioso estilo de vida!".
Finalmente, la llamada opinión pública se concienció de tal manera que cuando los sabios gobernantes presentaron su proyecto de ley en el Parlamento no hubo un solo partido que se atreviera a oponerse y defender las deducciones para los planes de pensiones. Ninguno se atrevió a ir en contra de la opinión pública, ¡porque pronto se celebrarían nuevas elecciones! Así las cosas, se promulgó una ley… con efecto retroactivo. Era la primera vez que sucedía algo así en Monismania, según tenía entendido Pomperipossa.
De manera que el seguro que Pomperipossa había firmado hacía más de diez años, de la noche a la mañana le resultó imposible de mantener, por lo que se vio obligada a ir a su compañía y decir: "¡Por desgracia, no puedo cumplir con nuestro acuerdo, porque no puedo pagar!". En la compañía estaban sorprendidos, enojados y enfurecidos con los sabios gobernantes que habían tomado esa decisión, sin antes acudir a los expertos para informarse de las consecuencias, por lo que se limitaron a decirle adiós y que se marchase antes de que todo el edificio se viniera abajo.
¡Pomperipossa alcanzó a pensar más cosas en su rincón oscuro! En los buenos viejos tiempos, cuando la tasa marginal era de no más del 83%, existía también algo llamado "pensión alimenticia periódica". Quería decir que si, como en los viejos tiempos, Pomperipossa disponía de más dinero del que requería para las necesidades de la vida y tenía a su alrededor parientes –u otras personas– necesitados, podía dar a éstos un apoyo económico regular. Un apoyo económico deducible. El aporte a la Tarta del Bienestar era todavía una parte razonable, ya que el destinatario de la prestación también pagaba impuestos por la ayuda que recibía. Pero un buen día de nuevo se les empezó a erizar el pelo a los sabios que gobernaban Monismania: tal vez llegó a sus oídos que un hijo de Monismania con buenos ingresos entregaba a su anciana madre 25.000 coronas anuales, lo cual hacía que ambos pudiesen vivir igual de bien. "Maldición, maldición, esto es feo y vergonzoso –pensaron los sabios–. ¡Tenemos que impedirlo!". Y eso hicieron.
"Pero qué ocurrencia han tenido –pensó Pomperipossa en su rincón oscuro–. ¿Son estos los sabios a quienes yo admiraba y que tanto valoraba? ¿Qué tipo de sociedad es la que se esfuerzan por construir? ¿Una sociedad imposible? Oh, mi ardorosa socialdemocracia de cuando era joven, ¿qué te han hecho?". Y comenzó a ponerse un poco patética: "¿Durante cuánto tiempo más tu nombre puro será utilizado para proteger un sistema omnipotente, paternalista, burocrático e injusto?".
Pomperipossa pensaba que en un país democrático los derechos de todos estarían protegidos. La gente no debería ser castigada ni perseguida solo porque honradamente –con o en contra de su voluntad– ganase dinero. Pero era eso lo que, por lo que Pomperipossa podía entender, estaba sucediendo en ese momento. Con la pobreza haciéndole muecas, era difícil que viera la situación de otra manera. "¿Qué es esta extraña y amarga envidia que se ha abatido sobre Monismania? ¿Y por qué nadie se rebela de forma tal que sea escuchado? Las cosas no pueden continuar así, porque entonces se agostará toda fuerza emprendedora y no quedarán emprendedores a los que cobrar impuestos".
Y Pomperipossa se puso a leer de nuevo un corto poema escrito por uno de los poetas más excelsos de Monismania:
Si creas valor, la sociedad no te lo consentirá.
En el alboroto de los burócratas estás obligado a participar.
Debes ayudar a Castro a hacer la guerra en Angola
o si no acabarás en el hogar del jubilado recibiendo terapia.
En ese momento Pomperipossa sintió que ella misma, sin duda y de forma inmediata, necesitaba terapia. ¡Qué difícil y doloroso era verse obligado a dudar de la sociedad que hasta entonces se había considerado la mejor del mundo!
Más y más sombras se iban acumulando a su alrededor, y nuevamente pensó en las cinco mil coronas que le quedarían para vivir si tuviera la mala suerte de ganar dos millones. "Pobre de mí, ¿por qué no recibiré una pensión y nada más? ¡Cuán rica sería en comparación con mi situación actual!". Entonces, como un rayo caído de un cielo azul, le vino este pensamiento: "Pero, mujer, ¡tú debieras poder percibir una ayuda social!". ¡Oh, que pensamiento más maravilloso! Con renovadas esperanzas, se puso a escribir una carta al Jefe de la Casa del Tesoro, a fin de saber cuánto podría llegar a obtener. Entonces se dijo así misma: "¡Sabía que había una solución, me faltaba solo pensar en ella! Porque ésta es la mejor sociedad del mundo, ¿o no?".
"Esta pregunta la dejaré sin respuesta", concluyó.
Así viviría Pomperipossa, tan feliz, de la ayuda social. El resto de su vida. Y nunca más escribiría libros.
PS: En el momento en que este artículo era enviado a la imprenta, Pomperipossa recibió una carta de la Agencia Contable de los sabios gobernantes en la que le decían que, en caso de ganar dos millones de coronas, de ninguna manera dispondría de 5.000 para derrochar. "Nada de eso. Si ganas dos millones, nosotros debemos recibir, ¡aleluya!, 2.002.000".
Entonces Pomperipossa se echó a la calle a pedir dinero a la gente para poder comprarse una palanca de gran tamaño. "¡Y ahora a temblar, hombres sabios! –se dijo–. ¡Refuercen la seguridad de sus cajas fuertes! De cualquiera de las maneras, ¡me van a dar 5.000 coronas! Si ustedes pueden robar con tal desfachatez, ¡también puedo hacerlo yo!".
El escritor Mauricio Rojas ha elaborado un final alternativo. Dice así: "Cuando Pomperipossa finalmente pudo forzar el cofre del tesoro, descubrió que estaba vació. El Estado no tenía dinero. Todo lo que el gran Estado había prometido a los habitantes de Monismania era como un cheque sin fondos. Esto es lo que pasó en Suecia a comienzos de los años 90, cuando en plena crisis los ciudadanos fueron a reclamar sus derechos y se encontraron con un Estado en quiebra. Ese fue el triste final de la saga del viejo Estado benefactor sueco y sus sabios gobernantes").
[1] Toda persona podía retener 42.000 coronas de las primeras 150.000 que ganase. Estas 42.000 coronas quedarán reducidas a tan sólo 5.000, ya que al resto, es decir, 1.859.000 coronas, se le aplicará el famoso 102% de impuesto.
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