LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO
La Roma imperial terminó por convertirse en una bulliciosa urbe donde afluían miles de personas en busca de alimento. La búsqueda de una opinión pública favorable en la que apoyarse, llevó a las autoridades, entre otras razones, a decretar la gratuidad del trigo. Esa política de "Pan y Circo" arrastró la ruina de los productores de grano privados, incapaces de competir. La tendencia hace que estos acaben migrando en dirección a Roma, haciéndola más poblada y conflictiva. Se genera una clase Proletaria (solo tienen a su prole) que vive a costa del Estado. Una suerte de Estado de Bienestar a la romana.
La ulterior intervención, asfixiado el gobierno por el fuerte gasto “social” al que se veía forzado dada la situación, se dejó ver en forma de devaluación y envilecimiento de la moneda. Se fijan precios máximos que generan escasez y la ruina de lo que quedaba de tejido productivo. El masivo abandono del campo lleva a su interdicción, como más tarde se tuvo que prohibir el abandono de las ciudades. El intervencionismo descompone las reglas e instituciones que hicieron posible el florecimiento del espacio de libre comercio más amplio de la antigüedad. De él logró Roma su apoteosis, y por no comprender los requisitos que lo hacían viable, vía regulación e intervención, acabaron con él al tiempo que hicieron insostenible la permanencia del aparato organizativo imperial.
El proceso de decadencia y desaparición de la civilización romana clásica. Aunque sus hitos esenciales se extrapolan fácilmente a muchas circunstancias de nuestro mundo contemporáneo, por desgracia la mayoría de la gente ha olvidado o no es completamente consciente hoy de esa importante lección histórica y como consecuencia no consiguen ver los graves riesgos que afronta ahora nuestra civilización. De hecho, como explico en detalle en mis clases (y resumo en un vídeo de una de ellas sobre la caída del Imperio Romano, que, para mi sorpresa ya ha sido vista en Internet por casi 400.000 personas en poco más de un año) y de acuerdo con estudios anteriores de autores como Rostovtzeff (Historia social y económica del imperio romano) y Mises (La acción humana), “lo que produjo la decadencia del imperio [romano] y de su civilización fue la desintegración de sus interconexiones económicas, no las invasiones bárbaras” (op. cit., p. 767).
Para ser preciso, Roma fue víctima de una involución en la especialización y división del proceso comercial, al entrometerse o impedir sistemáticamente las autoridades los intercambios voluntarios en los precios del libre mercado, en medio de un crecimiento acusado de las subvenciones, del gasto público en consumo (“panem et circenses”) y del control estatal de precios.
Es fácil entender la lógica detrás de estos acontecimientos. Empezando principalmente en el siglo III, la compra de votos y la popularidad se extendió a las subvenciones a los alimentos (“panem”) financiadas por el tesoro público a través de la “annona”, así como la organización continua de los juegos públicos más despilfarradores (“circenses”). Como consecuencia, no solo se acabó arruinando a los granjeros italianos, sino que la población de Roma no dejó de crecer hasta que llegó a cerca del millón de habitantes. (¿Por qué hacer el esfuerzo de trabajar tu propia tierra cuando sus productos no pueden venderse a precios rentables, ya que el estado los distribuye casi gratis en Roma?)
La forma de actuar evidente fue abandonar el campo italiano y mudarse a la ciudad, vivir del estado romano del bienestar, cuyo coste no podía afrontar el tesoro público y no podía cubrirse reduciendo en contenido en metal precioso en la moneda (es decir, mediante inflación). El resultado fue inevitable: una caída descontrolada en el poder adquisitivo del dinero, es decir, una revolución al alza en los precios, a lo que las autoridades respondieron decretando que los precios permanecieran fijados a sus niveles anteriores e imponiendo sentencias extremadamente duras a los incumplidores. El establecimiento de estos precios máximos llevó a escaseces extendidas (ya que, con los bajos precios fijados, ya no era rentable producir y buscar soluciones creativas al problema de la escasez, mientras al mismo tiempo el consumo y el derroche seguían siendo animados artificialmente). Las ciudades empezaron gradualmente a quedarse sin provisiones y la población empezó a abandonarlas y volver al campo, a vivir en condiciones mucho peores en una autarquía, a un nivel de mera subsistencia, un régimen que puso los cimientos de que posteriormente sería el feudalismo.
El proceso de descivilización, que deriva de la demágogica ideología socialista típica del estado de bienestar y del intervencionismo del gobierno en la economía, puede mostrarse de una forma gráfica simplificada invirtiendo la explicación gráfica de la página de mi libro antes mencionado, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, en el que describo el proceso por el que la división del trabajo (o más bien, la especialización del conocimiento) profundiza y hace avanzar una civilización.
Lo que provocó el declive del imperio y la decadencia de su civilización fue la desintegración de esta interrelación económica, y no las invasiones bárbaras. Los agresores exteriores se aprovecharon de la oportunidad que la debilidad interna del imperio. Desde un punto de vista militar las tribus que invadieron el imperio en los siglos IV y V no eran militarmente superiores que las legiones, que ya les habían derrotado con facilidad en épocas anteriores.
Sin embargo, el imperio había cambiado. Su estructura económica y social ya era medieval. La libertad que Roma reconoció al comercio siempre fue restringida. En lo que respecta a la comercialización de cereales y otras necesidades vitales era aún más limitado que con respecto a otros productos básicos. Se estimó que era injusto e inmoral pedir por el grano, el aceite y el vino –productos esenciales en aquellos tiempos- precios que la gente consideraba superiores a los “normales”, y las autoridades municipales se apresuraron a comprobar lo que consideraban especulación. Por lo tanto, la evolución de un eficiente comercio mayorista de estos productos fue impedido.
Mediante la Annona –lo que equivale a una nacionalización o municipalización del comercio de granos- se trató de remediar la situación, pero sin éxito, empeorándose aún más las cosas. El grano escaseaba en las aglomeraciones urbanas, y los agricultores se quejaron de que el cultivo no era remunerador. La creciente interferencia de las autoridades impedía que se equilibrara la oferta con una siempre creciente demanda.
El desastre final se produjo cuando, ante los disturbios de los siglos IV y V, los emperadores recurrieron a rebajar y envilecer el valor de la moneda. Tales prácticas inflacionarias, unidas a unos congelados precios máximos, paralizaron definitivamente la producción y el comercio de los artículos básicos, desintegrando toda la organización económica. Cuanto más afán mostraban las autoridades en la aplicación de los precios máximos, tanto más desesperada era la situación de las masas urbanas, que dependían siempre de la disponibilidad de alimentos. El comercio de granos y otros artículos de primera necesidad desapareció por completo. Para evitar el hambre, la gente huía de las ciudades; se asentaron en el campo, tratando de cultivar el grano, aceite, vino, y otras necesidades por sí mismos, para el autoconsumo. Los grandes terratenientes restringían, por falta de compradores, las superficies cultivadas, fabricando en las propias heredades –las villae- los productos artesanos que precisaban.
Paso a paso, la agricultura en gran escala, seriamente amenazada ya por el escaso rendimiento del trabajo servil, resultaba cada vez menos racional, a medida que era sucesivamente más difícil traficar a precios remuneradores. El propietario de la finca ya no podía vender en las ciudades, por lo que el burgués perdió su clientela. Se vio obligado a buscar un sustituto para satisfacer sus necesidades mediante el empleo de artesanos por cuenta propia en su villa. Al final, el terrateniente abandonó la producción a gran escala y se convirtió en mero perceptor de rentas abonadas por arrendatarios y aparceros. Estos coloni eran o esclavos liberados o proletarios urbanos que se asentaron en las aldeas y se pusieron a labrar la tierra. Nació la tendencia hacia el establecimiento de la autarquía de cada propietario de la finca surgido. La función económica de las ciudades, el tráfico mercantil, y el comercio de la artesanía urbana, se redujo. Italia y las provincias del Imperio regresaron a un estado menos avanzado de la división social del trabajo. La estructura económica de la antigua civilización, que tan alto nivel alcanzara, retrocedió a un nivel que hoy denominaríamos feudal.
Los emperadores se alarmaron ante un estado de cosas que socavaban su propia situación financiera y el poder militar de su gobierno. Pero su lucha era inútil, ya que no afectan a la raíz del mal. La compulsión y la coacción a la que recurrieron no podía invertir la tendencia hacia la desintegración social que, por el contrario, fue causada precisamente por demasiada coacción y coerción. Ningún romano, sin embargo, era consciente del hecho de que el proceso fue inducido por la injerencia del Gobierno en los precios y por el envilecimiento de moneda.
De nada servía que los emperadores promulgaran leyes en contra quien abandonara la ciudad para refugiarse en el campo: “relicta Civitate rus habitare maluerit.” El sistema de la leiturgia –los servicios públicos que habían de ser prestados por los ricos ciudadanos- sólo aceleró el retroceso de la división de la mano de obra. Las leyes relativas a las obligaciones especiales
de los armadores, las navicularii, no tuvieron más éxito en el control de la disminución de la navegación que las leyes relativas al grano en su aspiración de remover los obstáculos que dificultaban abastecer de productos agrícolas a las aglomeraciones urbanas.
La maravillosa civilización de la antigüedad desapareció porque fue incapaz de amoldar su código moral y su sistema jurídico a las exigencias de la economía de mercado. Un orden social está condenado al fracaso si las medidas que requiere su normal funcionamiento son rechazadas por las normas de la moral, son declaradas ilegales por las leyes del país, y perseguidas por jueces y magistrados. El Imperio Romano se derrumbó porque sus ciudadanos ignoraron el espíritu liberal y repudiaron la iniciativa privada y la libre empresa. El intervencionismo económico y su corolario político, el gobierno dictatorial, descompusieron el poderoso imperio, como también, en el futuro, lo harán con cualquier régimen social.
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