"Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que hacía uso de tu nombre para expulsar demonios, y hemos tratado de impedírselo porque no anda con nosotros.»
Jesús contestó: «No se lo prohíban, ya que nadie puede hacer un milagro en mi nombre y luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está con nosotros.»
«Y cualquiera que les dé de beber un vaso de agua porque son de Cristo, yo les aseguro que no quedará sin recompensa.»
«El que haga caer a uno de estos pequeños que creen en mí, sería mejor para él que le ataran al cuello una gran piedra de moler y lo echaran al mar.
La sal es buena, pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se lo devolverán? Tengan sal en ustedes y vivan en paz unos con otros.»" Mc 9,38-42 y 50
La sal es buena, pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se lo devolverán? Tengan sal en ustedes y vivan en paz unos con otros.»" Mc 9,38-42 y 50
Cabe subrayar la razón aducida por Juan: “Se lo hemos querido
impedir, porque no es de los nuestros” (v. 38). “No dice que no
sigue a Jesús, sino que no les sigue a ellos, los discípulos, revelando así que
tenían muy arraigada la convicción de ser ellos los únicos detentores del bien.
Jesús les pertenecía tan solo a ellos, que eran el punto de referencia obligado
para todo el que quisiera invocar su nombre; se sentían molestos por el hecho de
que alguien realizara prodigios sin pertenecer a su grupo... El orgullo de
grupo es muy peligroso: es solapado y hace que se tome por santo celo lo
que es puro egoísmo camuflado, fanatismo e incapacidad de admitir que el bien
existe también más allá de la estructura religiosa a la que se pertenece”
(Fernando Armellini).
Aquí están en juego valores misioneros de primera magnitud. La salvación y la posibilidad de hacer el bien no son monopolio de una clase privilegiada de elegidos y especialistas, sino un don que Dios ofrece ampliamente a cada persona abierta al bien y disponible para ser portadora de amor y de verdad. El Espíritu del Señor se nos da gratuitamente, pero no en exclusiva: nadie, ninguna religión, ningún grupo o movimiento eclesial o cualquier orden religiosa debe pretender monopolizar a Dios, a su Espíritu, la verdad o el amor. La respuesta de Jesús (v. 39) no varía si el que hace una obra buena es clandestino, musulmán, gitano, rechazado, encarcelado, drogadicto… Jesús daría la misma respuesta que dio a Juan, aunque el que lo pidiese fuera un budista, un musulmán u otro. Se trata de una afirmación que no disminuye en nada la verdad de Cristo único Salvador y fundador de la Iglesia; más bien, subraya su universal irradiación misionera.
Para una correcta comprensión de esta
doctrina, hay que evitar dos extremos: por un lado, el fanatismo
intolerante de quien no admite otras verdades fuera de la propia; y, por
otro, el relativismo que no reconoce nada como definitivo y lo
deja todo incierto y confuso. “La verdad es una sola, pero tiene muchas facetas
como un diamante”, afirmaba Gandhi. Según la fe cristiana, Jesús es la Palabra
del Padre, es la verdad personificada y encarnada, de la cual proceden las
semillas de verdad y de amor presentes en el mundo entero: de Él vienen y a Él
hacen referencia. Solo con este doble movimiento -centralidad e
irradiación de Cristo- se superan los peligros del integrismo y del
relativismo. (*) La evangelización se funda sobre la posibilidad de un
diálogo. El celo misionero bien entendido no es fanatismo, ni imposición, sino
la propuesta gozosa y respetuosa de la propia experiencia de vida. Siempre
respetando la libertad de las personas, el único camino para la difusión del
Evangelio es el testimonio gozoso de la fe y del amor
por Jesucristo. Es de envío por parte de una comunidad, de la Iglesia enriquecida por la pluralidad carismática de servicio.
Palabra
del Papa
(*) “El único Dios Padre y Creador es el que
nos ha constituido hermanos: ser hombre es ser hermano y guardián del prójimo.
En este camino, junto a toda la humanidad, la Iglesia tiene que revivir y
actualizar lo que fue Jesús: el Buen Samaritano, que viniendo de lejos se
insertó en la historia de los hombres, nos levantó y se ocupó de nuestra
curación”. Benedicto
XVI
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