¿Sacerdotes célibes o laicos negligentes?
Me llama mucho la atención un debate recurrente que cuestiona el celibato sacerdotal en la Iglesia católica al señalarlo como el origen de muchos de sus problemas. Algo así como la piedra filosofal del conflicto. El debate-charla hace converger ideas muy disímbolas, algunas sólidas y otras francamente “pelijaladas”. De entre la marea de palabras, ideas y ocurrencias me llama la atención un argumento muy socorrido que se refiere a la escasez de personal. Se dice que, si se dejara a los hombres casados acceder al sacerdocio, entonces las vocaciones se multiplicarían y el problema dejaría de existir. El argumento se adereza con asuntos como la necesidad de ejercer el sexo para no vivir frustrados o que el celibato genera perversiones, ideas que carecen de fundamento y que en esta ocasión no trataremos. Tan sólo apuntemos que el celibato es altamente valorado en muchas de las grandes religiones y culturas y que, en sus miles de años de práctica, ha dado grandes resultados en el orden espiritual. Ejemplos sobran, pero baste mencionar a Jesús de Nazaret, Buda, san Francisco y Edith Stein quienes, seguro, ni eran perversos ni vivieron frustrados.
El argumento de la falta de personal tiene cuatro problemas, por lo menos. Primero, que ignora el hecho de que el sacerdocio sólo existe en las iglesias de tradición apostólica (principalmente católicas romanas y ortodoxas) y que son tres sus grados: diácono, presbítero y obispo. En éstas los obispos deben guardar celibato y sólo en la católica romana de rito latino los presbíteros también. Segundo, que el sacerdocio no es cualquier profesión sino un don, un llamado, una vocación que implica la entrega exclusiva a Dios, al altar y a la comunidad. Tercero, que la razón por la que la disciplina del celibato se estableció en la Iglesia católica romana de rito latino sigue vigente y fue, como es, evitar la contradicción entre el servicio al altar, a la comunidad y a la familia, lo que no depende de la cantidad de personal, sino de la vocación misma. Un asunto tan delicado que los obispos de rito oriental, donde los hombres casados sí acceden al presbiterado, recomiendan mantener el celibato. El asunto no es de muchos o pocos, sino de la calidad de los presbíteros, lo que viene dado por su capacidad de vivir con intensidad y exclusividad su relación con Dios.
La cuarta dificultad que observo es más de fondo, pues obedece a una visión clericalista de las relaciones al interior de la Iglesia que, por cierto, está costando mucho trabajo erradicar. Juan XXIII, en los documentos preparatorios al concilio Vaticano ii, la calificó como un pecado de nuestro tiempo. En necesario reflexionar con calma sobre este punto, pues quienes enarbolan el argumento aquí discutido terminan por apoyar posiciones muy tradicionalistas, incluso cuando lo hacen bajo un pretendido posicionamiento “liberal y progresista” o, como se dice, de “católico crítico”. Me explicaré.
Durante siglos, casi todas las funciones de liderazgo dentro de la Iglesia las asumieron los presbíteros, de suerte que los agentes claves de la pastoral, así como los teólogos, eran todos obispos o presbíteros. Este modo de ser Iglesia requería de un ejército bastante considerable de presbíteros y, en su forma más viciada, promovía una actitud clericalista, es decir, que llegaba a exigir del laico una relación de subordinación, como si el laico fuera un cristiano de segunda. Obvio es decir que no siempre fue así, pues la vasta red de cofradías y organizaciones laicales que sustentaba esta forma de ser Iglesia, conservaban un grado de autonomía elevado que solía ejercerse sin miramientos y con gran decisión. En su momento, lo digo como historiador, tuvo su razón de ser y sus frutos fueron abundantes, como puede observarse, por citar un ejemplo al azar, en el arte barroco, en cuya elaboración participaba el conjunto de la Iglesia. Pero aquellos tiempos ya pasaron y el Espíritu Santo, estoy cierto, nos conduce por caminos diferentes. Hoy, el clericalismo es un problema –como en diversas ocasiones lo ha advertido Benedicto XVI, sonadamente en su viaje a Portugal– para la Iglesia.
Ha llegado el momento de superar esta visión tradicionalista del modo de ser Iglesia –aunque se presente como progresista y liberal– que se confronta con el Concilio Vaticano ii y el magisterio pontificio. El Concilio llamó a recuperar el diaconado permanente para los hombres casados por ser un servicio a la liturgia, a la Palabra y a la comunidad en la que viven insertos, en armonía con la vida familiar y profesional. Tal es el carisma que lo distingue, y sería bueno que los obispos tomaran nota, pues ahí donde ha florecido, como en Chiapas o Estados Unidos, los frutos han sido abundantes. De igual suerte, el Concilio puso énfasis en la función del presbítero como un carisma de entrega total a Jesús, de servicio a la liturgia, a los sacramentos y a la comunidad en cuanto que es “cabeza en Cristo”.
No menos importante es que el Concilio y el magisterio posterior han llamado a los laicos a que nos incorporemos a la vida de la Iglesia en plenitud, a que asumamos nuestra responsabilidad en la comunión de los bautizados, a que dejemos de ser católicos vergonzantes y participemos de manera decidida en la vida cultural, política, científica, artística, etc. Estoy cierto que es tiempo de que los laicos dejemos de pedirle todo al clero y depongamos esa actitud de culparle siempre de los problemas de la Iglesia. Tal modo de proceder es una de las caras del clericalismo que los mismo laicos fomentamos, una actitud cuya finalidad está en justificar nuestra inacción, que en aras de ser “católicos adultos y críticos” nos reduce a simples escuincles berrinchudos. De lo que se trata es de asumir responsabilidades, de ser capaces de ocuparnos de los demás –eso es ser adulto– y dar cabida a la multiplicación de los carismas que caracteriza a esta nueva primavera de la Iglesia –como la ha llamado Benedicto XVI– y que, claro está, escapa a los ojos de los medios de comunicación y de los observadores poco atentos.
El que lo dude, que se ponga a observar con detenimiento el florecer de los variopintos movimientos de Iglesia en nuestros días, en donde hay de todo, desde los sencillos, francotes y solemnes Caballeros de Colón, pasando por la mística de Schönstat, la sofisticación litúrgica de Camino Neocatecumenal, la alegría sobresaltada de la Renovación Carismática, la vocación social de las Comunidades de Base, hasta la amistad incondicional y profundidad teológica de Comunión y Liberación, sin que esto signifique que sólo dentro de estos se pueda participar. Las posibilidades para los laicos abundan, empezando por las parroquias que son la primera y natural opción, porque nos pone en la posibilidad de florecer ahí donde Dios nos ha sembrado. Y, puestos a participar, habría que empezar por el sencillo testimonio cotidiano en nuestro trabajo, comunidad y familia, sin ostentación y sin ocultar la identidad y la fe.
Estoy cierto que la demanda del fin del celibato de los presbíteros en el rito latino favorece el clericalismo en cualquiera de sus formas: ya sea como demanda de clérigos ante los que los fieles nos comportemos como “laicos con sotana” –como solía decir de forma muy atinada el obispo -Casaldáliga–, convirtiendo a la Iglesia en una especie de club social en el que la membrecía tiene sus privilegios; ya sea como laico berrinchudo que se la pasa tirando piedras a los sacerdotes y obispos, señalándolos con dedo flamígero y culpándoles de cuantos males existen en la Iglesia, exigiendo “democracia”, “gobierno compartido” y linduras por el estilo, es decir, tratando a la Iglesia como partido político o como simple estructura de poder.
Ambas posiciones olvidan que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo del que todos formamos parte, que es el pueblo peregrino de Dios y también Sacramento de Salvación. Que la Iglesia no es un club ni un partido, que tiene un anuncio que ofrecer al mundo en seguimiento de Cristo y que es en este peregrinar a lo largo de los siglos que se generan distintas formas de ser Iglesia, siempre renovadas y siempre en armonía con la tradición apostólica. Ambas formas de abordar el celibato reproducen el mismo problema: favorecen un clericalismo que nos distrae del fondo de las cosas. Es tiempo de poner el vino nuevo en odres nuevos.
Si atendemos al concilio, al magisterio pontificio y a los signos de los tiempos, resulta fácil entender que en el rito latino del catolicismo romano no se requieren muchos o pocos presbíteros, sino muy bien formados en lo espiritual e intelectual. Ha llegado el momento de decidirnos a dar cauce a los carismas dentro de la Iglesia sin confusión, sin confrontación, en comunión. Laicos, consagrados, diáconos, presbíteros, obispos, religiosos, religiosas tenemos distintos talentos y distintos carismas que es menester poner al servicio de la comunidad. Sólo así daremos testimonio de la fe y razones de nuestra esperanza, con verdad y en caridad. Dejemos de añorar una Iglesia “clerical” repleta de presbíteros, que para el caso daría lo mismo que estuvieran casados o se mantuvieran célibes. Es tiempo de asumir responsabilidades, empezando por nosotros los laicos, en esta bella forma de vivir que surge al momento de encontrarnos con la persona de Jesús.
Por Jorge E. Traslosheros
http://www.conspiratio.com.mx/conspiratio/?p=706
VER +:
http://elrincondeyanka.blogspot.com/2009/01/el-celibato-sacerdotal-debera-ser.html
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