El descubrimiento del Cañón del Colorado
por García López de Cárdenas
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El Imperio en Norteamérica: Las rutas de Coronado y Alarcón
Años 1540 a 1542 en el Suroeste de Norteamérica
Francisco Vázquez de Coronado, García López de Cárdenas,
Hernando de Alvarado, Francisco de Ulloa y Hernando de Alarcón
En 1530 y ante el presidente de la Audiencia de México, Nuño Beltrán de Guzmán, el nativo (indio) llamado Tejo, que había sido capturado en la región de Oxitipar, dio fe de sus visitas comerciales de niño a grandes poblaciones repletas de arquitecturas en oro y plata acompañando a su padre; la distancia a tales maravillas era de 200 leguas en dirección norte, atravesando el desierto.
De inmediato Guzmán organizó una expedición que resultó fallida en cuanto a descubrir las maravillosas poblaciones áureas y argénteas; sin embargo, gracias a ella, pudo conquistar un extenso territorio que recibió el nombre de Reino de la Nueva Galicia, declarado provincia de Nueva España, comprendiendo los actuales estados mexicanos de Sinaloa, Jalisco, Aguascalientes, Zacatecas y parte de San Luis Potosí.
Vicisitudes al margen, en 1538 el virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza, designó al salmantino Francisco Vázquez de Coronado, nacido en 1510, gobernador del Reino de la Nueva Galicia (su hermano Juan sería nombrado gobernador de Costa Rica).
Enterado el virrey Mendoza de las descubiertas de Pánfilo Narváez en las costas de Florida por boca de los supervivientes, al mando de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, ordenó alistar una expedición (en la que participaron el Negro Esteban y los franciscanos fray Marcos de Niza, fray Honorato y fray Antonio de Santas María; y Vázquez de Coronado, ya en posesión de su cargo, apoyó tal iniciativa. Partieron de Culiacán (Melchor Díaz era su alcalde mayor) en marzo de 1539, y pronto surgieron los enfrentamientos entre conductas y deseos: los de Esteban iban hacia las piedras preciosas y las mujeres mientras que los frailes aspiraban a la evangelización de los nativos. Esteban tuvo un fin acorde con el disgusto de los indios, lo mataron, y así lo confirmaron los supervivientes de su grupo, indios todos ellos, que obtuvieron la gracia de salvar la vida. Al cruzarse el camino de ida de los frailes con el regreso de los huidos, la caravana unificó criterios y dieron media vuelta los que iban y empujaron hacia el origen los que escapaban de la justicia indígena.
Al presentarse a las autoridades, los frailes, cuyo portavoz era fray Marcos, se acogieron a la versión de las maravillas aún por revelar a sus ojos que los indios habían transmitido echando fábula a la ficción. De este modo nació el portento de Cíbola (nombre dado por fray Marcos de Niza a la región donde creía se encontraban las míticas siete ciudades, que en realidad eran los asentamientos indígenas de los indios pueblo, con características edificaciones en vertical), las siete ciudades maravillosas donde habitaban los indios Nopi, una antigua etnia procedente de Arizona. De repente, por obra de la fantasía, Cíbola era el resultado de aquella huida legendaria de siete obispos españoles, ante la invasión musulmana en el siglo VIII, cargados de riquezas que llevaron a ultramar, fundando en la nueva tierra de promisión sendas ciudades de casas doradas, decoradas con joyas: las siete ciudades de Cíbola, también llamadas las ciudades altas.
Antonio de Mendoza
Francisco Vázquez de Coronado emprendió una exploración por la región de Topira, situada al norte de Culiacán; al no obtener éxito alguno, a su regreso se entrevistó con fray Marcos, quien le confirmó, desde su creencia, la existencia de las ciudades altas que referían los nativos.
En base a este convencimiento, Coronado y fray Marcos viajaron a México para informar al virrey de lo que podía alcanzarse organizando una expedición a la fabulosa Cíbola. No hizo falta mucho para disponer en breve de 300 españoles y 800 indios, al mando de Coronado, nombrado capitán general por el virrey Antonio de Mendoza. Como maestres de campo figuraban Pedro de Tovar, antiguo mayordomo y guardián de la reina Juana, y Lope de Samaniego, gobernador del arsenal de la ciudad de México; los jefes de la Caballería eran Tristán de Luna Arellano, Pedro de Guevara, García (o Garci) López de Cárdenas y Rodrigo Maldonado, cuñado del duque del Infantado; la Infantería la mandaba el capitán Pablo de Melgosa y la Artillería Hernando de Alvarado. Además de ellos, cabe destacar a los cronistas capitán Juan de Jaramillo y Pedro Castañeda de Nájera, papel decisivo en cualquier descubierta que quiera pasar a la historia documentada; hubo también mujeres en la magna empresa, cual Francisca de Hozes, esposa del zapatero Alonso Sánchez, María Maldonado, esposa del sastre Juan Paradinas y Luisa, la mexicana esposa de Lope Caballero, que con el tiempo se convirtió en la intérprete del conquistador Francisco de Ibarra; los frailes en marcha fueron el citado Marcos de Niza, Juan de Padilla, Antonio de Victoria, capellán militar, y Luis de Escalona. Estos fueron los actores principales de la aventura sin incluir los 50 caballos y las más de mil acémilas cargadas con provisiones y pertrechos.
La expedición tuvo como financieros casi en su totalidad por el virrey Antonio de Mendoza y por el capitán general Vázquez de Coronado.
El virrey mandó una vanguardia al mando del capitán Melchor Díaz que salió de Culiacán el 17 de noviembre de 1539; tras recorrer cien millas en dirección norte, encontró en la frontera entre Sonora y Arizona a unos indios que anunciaron haber vivido en Cíbola; continuó viaje hacia la actual ciudad de Phoenix, en Arizona, y hollado el temible desierto de Gila y las montañas de Pina alcanzó la orilla del río Gila, lugar donde la nieve y el abrupto terreno obligó a invernar. Debido a ello, no hubo noticias con las que nutrirse en México, por lo que se dedujo que los indios querían impedir la llegada a la fabulosa Cíbola deteniendo a la avanzadilla, y de ahí que se aprestara sin más dilación el grueso expedicionario.
Francisco Vázquez de Coronado
Las fabulosas siete ciudades de Cíbola
Fue el 23 de febrero de 1540 la fecha que registra la partida desde Compostela, capital de Nueva Galicia, aproximadamente a 600 kilómetros al norte de Ciudad de México.
En coordinación con la fuerza terrestre el virrey dispuso una flota que por mar diera cobertura y transportara todo aquello que suponía una rémora por tierra. Los barcos eran el San Pedro, Santa Catalina y San Gabriel, y los marinos al frente Hernando (o Fernando) de Alarcón, Marcos Ruiz y Domingo Castillo. Esta flota zarpó del puerto Natividad dos meses después de la partida de Coronado. Pero falló la comunicación entre los barcos y la expedición terrestre, perdiéndose buena parte de la carga; no obstante, Alarcón fondeó en la desembocadura del río Buena Guía (los ríos Colorado y Gila) y con dos botes remontaron el primero en agosto de 1540 hasta dar con los indios de la tribu Yuma y la confluencia del río Gila con el Colorado. De este modo correspondió a Hernando de Alarcón ser el primer europeo en tocar y navegar las aguas del río Colorado, pero a cientos de kilómetros del Gran Cañón; río descubierto por Francisco de Ulloa el 28 de septiembre de 1539, aunque sin navegar aguas arriba como hizo Alarcón, quien además había constatado que la Baja California era una península y no la isla que se creyó en un principio.
Mientras, por tierra, la Tierra Nueva, la expedición de Coronado llegaba a Chiametla. Allí se procuró comida y tuvo lugar el encuentro con la avanzadilla de Melchor Díaz, quien pese a negar la existencia de la Cíbola de oro, plata y joyas lejos de disuadir a Coronado y los suyos los animó a proseguir con mayor ahínco. Díaz se incorporó a la descubierta.
Desde Chiametla los expedicionarios llegaron a Culiacán, y allí Coronado decidió organizar una vanguardia exploradora que abriera camino, mandada por él mismo, dado que era excesivo el contingente de personas, carros y animales; este grueso quedó al mando del capitán Arellano. El 22 de abril de 1540 fue reemprendida la marcha; por estas fechas el apoyo naval recalaba en la costa, pero ya no hubo contacto.
La avanzadilla de Coronado atravesó la inhóspita región que abarca desde Culiacán hasta Chichilticalli, lugar donde comienza el desierto, y a finales de mayo penetraba en Arizona; quince días más tarde, fatigosos y descorazonadores, se alcanzó un río distante cuarenta kilómetros de Cíbola, que bautizaron como Río Rojo por el color fangoso de sus aguas; y por fin pisaron un poblado de nombre Hawikuh el 7 de julio, tan humilde como carente de riquezas, nada semejante al cuadro que había sugerido con entusiasmo fray Marcos. Para colmo de males, los indios zuñi, habitantes del poblado, recibieron mal a los exploradores lo que ocasionó una escaramuza que de una pedrada a punto estuvo de acabar con la vida de Coronado, en última instancia protegido por los cuerpos de García López de Cárdenas y Hernando de Alvarado.
Finalizaba noviembre de 1540 cuando Coronado y Alvarado se reunieron en Tiguex, un cuartel general estable, donde el segundo informó al primero de su exploración por los territorios al este del río Grande.
La siguiente decisión de Coronado, en vista de que las fabulosas riquezas no aparecían y los roces con los nativos eran constantes y peligrosos, fue trasladar su emplazamiento a Cíbola. Entretanto había que sofocar las reyertas y el malestar de los indios, que audazmente atacaron el pueblo de Arsenal, destruyendo las instalaciones y matando los caballos de los españoles; allí se produjo acto seguido un duro combate y una cruenta represión. La revuelta se desplazó a Moho y las acciones para sofocarla también. De esta guisa se llegó a marzo de 1541.
El Cañón del Colorado
Algo es más que nada, pensaron los exploradores. Así que en cuanto la avanzadilla de Coronado tomó posesión de Hawikuh y otros poblados similares al menos saciaron el hambre. Desde este cuartel general improvisado, Coronado envió mínimas vanguardias de exploración hacia varias direcciones del extenso y desconocido territorio. Una de ellas, mandada por Pedro de Tovar, con 21 soldados y fray Juan de Padilla, tomó la ruta de Tusayán y Tuzán, en la región de los hopi, nativos belicosos y bien armados que ofrecieron tenaz resistencia; pero una vez pacificados resultaron una buena fuente de información dirigiendo a los españoles hacia el gran río Colorado, situado al oeste. Enterado Coronado, envió al capitán García López de Cárdenas a investigar durante un plazo máximo de ochenta días con una reducida tropa y el cronista Pedro de Sotomayor (quien dio cuenta a Coronado de las vicisitudes exactas del recorrido), en colaboración con guías hopis; rumbo noroeste, a unas veinte jornadas a pie, vieron la maravilla natural del Cañón del Colorado (la Gran Barranca) en un lugar ventoso e inhóspito de quebrada superficie. Los españoles intentaron descender las imponentes gargantas durante tres días, pero ante la imposibilidad de llegar al río que llamaron Tizón (en 1604 Juan de Oñate lo bautizó Colorado), que Melchor Díaz había avistado previamente, regresaron a dar cuenta del descubrimiento tal y como lo habían contemplado sus maravillados ojos.
El capitán Jaramillo relata así el descubrimiento del cañón ese año de 1540: “Una barranca de un río que fue imposible por una parte, ni otra, hallarle bajada para caballo, ni aun a pie, sino por una parte muy trabajosa, por donde tenía casi dos leguas de bajada. Estaba la barranca tan acantilada de peñas que apenas podían ver el río, el cual, aunque es, según dicen, tanto o mucho mayor que el de Sevilla, desde arriba aparecía un arroyo”.
Nuevas descubiertas
Desde Culiacán, el capitán general Coronado encomendó a Melchor Díaz, por la ruta de Sonora, el desierto más vegetal del mundo, que ordenara a Tristán de Luna Arellano que condujese el grueso de la exploración allí detenida hasta la región de los zuñis (que hasta su revelación fue soñada como las siete ciudades de Cíbola).
Diversas peripecias acompañaron los destinos de los capitanes españoles en idas y venidas por territorios que iban descubriendo sobre la marcha: la tierra de los Corazones (entre el río Sonora al sur y al este, el desierto homónimo al norte y con el golfo de California, el Mar de Cortés, al oeste), visitada por Cabeza de Vaca, donde fundó la ciudad de San Jerónimo de los Corazones; el desierto de Sonora recorrido por Melchor Díaz y Juan Gallego; la ruta hacia la costa desde Cíbola, conociendo a unos nativos de extraordinario estatura que se calentaban con tizones, y de ahí el nombre que los españoles dieron al río que surcaba ese territorio, hasta llegar al mar comprobando que las naves de Alarcón ya habían zarpado de regreso aunque dejando mensajes de su estancia.
Acoma. La exploración de Hernando de Alvarado
El prolongado deambular de la expedición del capitán general Francisco Vázquez de Coronado propició otras, en teoría secundarias, pero que en la práctica se revelaron trascendentes. A la citada del capitán García López de Cárdenas, descubriendo el Cañón del Colorado, se une con igual mérito la de Hernando de Alvarado, el primer europeo en recorrer más de mil kilómetros de territorio en los actuales Estados Unidos de Norteamérica, descubriendo las poblaciones de Taos y Tiguex en el valle homónimo.
El capitán Hernando de Alvarado fue encomendado por el capitán general para la descubierta de unas tierras que los nativos de la región bañada por el río Pecos calificaban de fructíferas en alimento; le acompañaron en la misión que no debía exceder de dos meses y medio dos guías indios del Pecos, treinta jinetes y fray Juan de Padilla.
Partieron el 29 de agosto de 1540 en dirección a un lugar llamado Acoma (también Ahko, hoy en día Sky City), una fortaleza natural construida sobre una cumbre plana a cien metros de altura sobre un valle de seis kilómetros de ancho cercado por una impresionante orografía de hendiduras y precipicios; Alvarado la calificó de inexpugnable, y lo había sido, pero los soldados de Juan de Oñate, trazando el Camino Real de Tierra Adentro, mandados por Vicente de Zaldívar, la expugnaron en 1599. Los nativos, que eran indios queres, del grupo Pueblo, fueron obsequiosos con los famélicos españoles tras otro penoso viaje. Repuestos lo suficiente, prosiguieron la descubierta por la zona de Laguna Pueblo y luego del río Grande, que bautizaron río de Nuestra Señora; acamparon en la zona que hoy ocupa la ciudad de Albuquerque y la de Bernalillo, en un poblado que se llamó Tiguex, con nativos que eran “buena gente, dedicados a la agricultura más que a la guerra”. Continuaron al poco hacia el norte bordeando el río Grande hasta el poblado de Taos, y retornaron a Tiguex para dirigirse a Cicuye, en recorrido por Texas, cruzando el río Pecos y conociendo en presencia las manadas de bisontes “vacas jorobadas, comparables en cantidad a los peces en el mar”, cuya carne “es tan buena como la del ganado de Castilla”. Mientras, los guías indios proyectaban la falsa ilusión de un paraíso dorado en el camino que ellos elegían; y tanto insistieron que Alvarado, con criterio de leal subordinado, optó por dar cuenta al capitán general para que estimara la conveniencia de ir o desecharlo por imposible.
Este periplo viajero atrajo el interés posterior de Coronado por Quivira y sus tesoros.
Quivira
De mito en mito fue Vázquez de Coronado persiguiéndolos, con el desencanto de ver esfumarse la ilusión como el humo. Esta vez correspondía averiguar la verosimilitud de la ciudad áurea de Quivira, en Kansas (la ciudad de Gran Quivira se halla en Nuevo México). En abril-mayo de 1541, Coronado partió del cañón de Palo Duro (otra Gran Barranca, cerca de Amarillo), en Texas, dejando al grueso de sus hombres en Tiguex (étimo proveniente de los indios Tigua o Tewa, actual región de Albuquerque), hacia Quivira con un guía nativo que aseguraba, como en su momento fray Marcos, la existencia de riquezas impresionantes en dicho lugar. El indio resultó un falsario y eso le costó la vida, pero Coronado encontró otros guías que lo internaron en Arkansas (entre las Montañas Rocosas y el río Mississippi, hasta el sur de Nebraska y la tierra de los quiviras (los indios wichita), en Kansas, nativos de modesta existencia e ignorancia absoluta sobre el oro, la playa y las piedras preciosas. Con esta nueva decepción a rastras, Coronado volvió a Tiguex a pasar el resto del año 1541 y el invierno de 1542.
La expedición que Coronado había dejado a cargo de Arellano marchó primero desde Palo Duro al Cañón Tule, guiada por indios teyas (juamanos en Nuevo México y Texas); y probablemente luego se dirigió hacia el sudoeste para cruzar el límite entre Texas y Nuevo México, llegando a orillas del río Pecos, poblado de Cicuye, a la altura de Puerto Luna, donde había un puente construido por los españoles.
Por su parte, el inquieto y desazonado Vázquez de Coronado, siguió explorando con sus treinta compañeros de fatigas en territorios de Oklahoma, Colorado y Kansas y también, a su vez, en la zona fronteriza entre Texas y Nuevo México.
El regreso
Con más pena que gloria, Francisco Vázquez de Coronado retornó a Ciudad de México en el verano de 1542, herido, cansado y fracasado en cuanto al objetivo de las riquezas materiales. Mantuvo su cargo de gobernador de Nueva Galicia dos años más, para entonces retirarse a Ciudad de México donde falleció en 1554.
Lo sustancial en la procelosa y larga expedición de Coronado, aproximadamente 6.000 kilómetros de territorio norteamericano, fueron sus recorridos y descubrimientos con la aportación de datos geográficos y etnográficos nuevos y decisivos. Descubierto el Cañón del Colorado, otro hallazgo resultó con la comprobación de la divisoria (Great Dive en idioma inglés) de las aguas de los ríos que van al Atlántico o al Pacífico. El cronista capitán Juan de Jaramillo, testigo de cuanto refiere, expone al respecto: “Todos los cauces que hemos encontrado hasta Cíbola, y quizá también aquellos que se encuentran uno o dos días más allá, fluyen hacia el Mar del Sur (el océano Pacífico), y aquellos que están más lejos lo hacen hacia el Mar del Norte (el océano Atlántico). Los expedicionarios fueron pioneros en adquirir un conocimiento certero de la anchura del continente, y gracias a ellos se abrieron nuevas rutas de penetración española en el sudoeste de los hoy Estados Unidos de Norteamérica.
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