“Llegará el día que será preciso desenvainar una espada
por afirmar que el pasto es verde”.
GK Chesterton.
"La cleptocracia partitocrática quiere un
pueblo amoral y corrupto para seguir robándoles".
Yanka
"Vivimos tiempos en que tenemos
que manifestar lo que creemos
y lo que nos parece bien hasta
lo que nos parece normal,
y que antes no teníamos
que expresarlo por ser obvio".
Yanka
La Historia, nos lo recuerda Walter Benjamin, no es lo que suponemos sucedió en el pasado, sino lo que brilla en un instante de peligro.
España no solo vive un devastador ciclo de penalidades económicas, un menoscabo de las esperanzas de recuperación de bienestar que turban nuestra serenidad. Hay algo más grave. España carece hoy de esa mirada, capaz de dotar de sentido histórico a lo que nos ocurre, de insertar nuestras vicisitudes en una memoria nacional, donde el recuerdo de aquellas ocasiones en las que hemos sabido salir adelante nos proporcionen una esperanza bien fundada de recuperación. En el exilio, los judíos rezaban:
“Si me olvido de ti, Jerusalén, que se seque mi mano derecha y la lengua se me pegue al paladar”. En momentos en que España está al borde de un exilio moral, pedimos a la Historia que nos refresque cómo nuestros antepasados alzaron una patria común.
Hay comunidades autónomas que vulneran los derechos individuales cuando despliegan su vocación intervencionista para modelar la sociedad, eliminar las diferencias o disidencias y construir su nación.
Al tiempo que el Estado solucionaba en España su desfase con la modernidad fiscal (1977), se enfangaba en unas reformas estructurales y cesiones de poder a las comunidades autónomas que contribuirían a su debilitamiento. Error de la Transición, que luego nadie querría reparar, fue entregarles la palanca ideológica de la Historia renunciando el Estado al principal instrumento de formación de ciudadanos.
Desde que Ortega se doliera de su España invertebrada se ha popularizado la idea de que la sociedad civil es débil en nuestro país. Pero, si, efectivamente la sociedad española ha sido débil a lo largo de los dos últimos siglos, el Estado lo ha sido todavía más. Débiles sus ejércitos, insuficiente su aparato burocrático y fracasada su política educativa.
Dos corrientes ideológicas enraizadas en la España de las minorías o las mayorías contribuirían a adelgazar al Estado: el krausismo, partidario de limitar al máximo la acción estatal como un mal necesario y el anarquismo, enemigo acérrimo de cualquier forma de poder. Aunque hemos olvidado grandes lecciones de la historia nacional, todavía podemos recordar que, en España, la Iglesia, el caciquismo rural, el ejército, el sindicalismo o el capitalismo fueron más importantes que la vida política hasta los años treinta del siglo pasado y el largo período de autoritarismo franquista.
A pesar de ser el primer Estado moderno de Europa, España arrastraría por siglos una gran debilidad, derivada de sus agobios económicos, de su incapacidad para crear un sistema fiscal poderoso que convirtiera en contribuyentes a los dos estamentos privilegiados, la nobleza y la Iglesia. De nada sirvieron los parches -inmensa deuda pública, moneda fraudulenta, bancarrota- que improvisaron los distintos gobiernos con el objeto de inyectar sangre en las venas de una Hacienda siempre moribunda.
En el arranque del Estado nacional, de poco o nada sirvieron las desamortizaciones que pusieron en marcha los liberales, los pioneros del capitalismo. Hasta la magna reforma fiscal de 1977, el Estado español no tendrá el horizonte despejado de su supervivencia y el cauce necesario para afrontar la extensión y mejora de los servicios públicos.
Pero al mismo tiempo que el Estado solucionaba en España su desfase con la modernidad fiscal, se enfangaba en unas ambiciosas reformas estructurales y cesiones de poder a las Autonomías que contribuirían a su debilitamiento.
Error de la Transición de Suárez, que luego nadie pondría empeño en reparar, fue entregar a las Comunidades Autónomas la palanca ideológica de la Historia renunciando el Estado al principal instrumento de formación de ciudadanos.
Lamentablemente, durante los últimos años la debilidad del Estado ha dejado indefensos a millones de ciudadanos, castellanoparlantes, residentes en Cataluña, País Vasco, Galicia, Baleares y Comunidad Valenciana. Y ha permitido a sus autoridades regionales exhibir como «normalización» lingüística lo que, en realidad, es un proceso forzoso de planificación cultural implacable, una homogeneización descarada contraria al pluralismo.
Mientras al gobierno nacional se le llena la boca proclamando su cruzada de defensa de las libertades, éstas se asfixian en las disposiciones de algunas comunidades autónomas que vulneran los derechos individuales cuando despliegan su vocación intervencionista para modelar la sociedad, eliminar las diferencias, las disidencias y construir sus otras naciones.
En esta hora grave de España, muchos soñamos con un Estado fuerte que impida volver a unos reinos de taifas étnico-lingüísticos propios de la Edad Media. En esta hora de destrucción de empleo y crisis económica muchos pensamos que el Estado debe recuperar su capacidad financiera y diseñar un sistema fiscal que le permita tomar decisiones rápidas, centralizadas y sin los agravios comparativos que quieren establecer algunas Autonomías.
Oscurecida la idea de España como nación, reacios a identificarse en una historia común, los españoles y sus políticos han inventado una manera de comulgar más atractiva que la de las religiones o las ideologías: la exaltación regional , la resonancia folklórica de un designio descentralizador que desborda los grises fines de la pura reflexión administrativa. Hay en todo ello un anarquismo centrífugo y consumista que se mueve entre la plaza del pueblo, El Corte Inglés y la televisión. Lo que pasa más allá de estos tres casquetes polares del hogar interesa a poquísimos, de ahí que los telediarios dediquen cada vez más espacio a trasmitir las noticias de la aldea o a difundir las opiniones de expertos en ferias, gastronomía, deporte y danzas populares. Los jóvenes de antes soñaban con viajar en el submarino amarillo de los Beatles o vivir elegantemente en la desesperación, a lo Baudelaire o Rimbaud en aquel París bohemio e imposible de Montmartre. Los de ahora ,perdidos en el bucle melancólico que han modelado los nacionalismos de siempre y los regionalismos del Estado de las Autonomías, no saben quién es Baltasar Gracián ni Baudelaire; están en casa atrapados en el cepo de Internet; y ya no sueñan sino con lo verde que un día llegó a ser su valle.
El opio de los pueblos que hoy se expande entre los españoles –lo decía con espíritu y tono proféticos Rafael Sanchez Ferlosio en El País de 1978- no es sino el narcisismo alternativo que el poder central fabricó cuando se dio cuenta de la inutilidad política del narcisismo nacional . El “España y yo somos así, señora”, el joseantoniano “ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo”, el gol de Zarra contra Inglaterra en el mundial de Brasil… son manifestaciones de un narcisismo que había dejado de vender. Al percatarse de ello, Adolfo Suárez pensó que había que recomponer todo el juego de espejos rotos y producir reflejos diferentes para seguir manteniendo al pueblo encandilado con alguna identidad. De los vetustos baúles centralistas, el gestor de la Transición, en funciones de ama de llaves del añejo solar hispano, fue amorosamente rescatando los viejos trajes regionales, el de baturro, el de charro, el de flamenco,el de payés. Mira por donde ha ido a ser en los atuendos regionales donde se ha plasmado el nuevo traje del emperador que caminaba desnudo.
Hace unos años contrariado por la complacencia e incluso la satisfacción con que la opinión pública asistía a la sacralización del terruño y la aldea, Julio Caro Baroja escribía:
Parece que la gente con el autonomismo siente una mayor impresión de libertad. Hablan de las libertades forales, de las leyes de cada reino antes de la Nueva Planta impuesta por Felipe V…Sí,en efecto, con todas esas leyes en Navarra, en Aragón, en Cataluña serían muy libres, pero en las cosas fundamentales desde el Renacimiento, que son la libertad de conciencia del hombre, la de expresión, la de elección…, no sólo no lo eran sino que vivieron cientos de años con la Inquisición y no les im portó. Así pues, este foralismo y las clamadas libertades colectivas no comportaban las libertades que quiere y necesita el hombre de hoy, las individuales.
El triunfo de la servidumbre
Pensábamos que la sugestión folklórica de las autonomías iba a ceder a medida que los españoles se curaban el sarampión anticentralista fruto de la paranoia uniformadora del franquismo. Sin embargo, no ha sido así. El fetichismo de la identidad y la autenticidad, la neurosis de primitivismo y la rebusca de la diferencia han hecho crecer la marea regionalista hasta tal punto que amenaza con anegar todo principio de racionalidad política. Gobiernos locales de izquierdas y derechas han descubierto en el regionalismo un anzuelo barato que lanzar a los ríos electorales, e inmunes al ridículo han montado orgullosos los carnavales y bailes de disfraces de sus reinos de taifas, a los que se ha pretendido dotar de conciencia histórica.
“La posteridad no podrá creer que, después de que ya se hubiera hecho la luz, hayamos tenido que vivir de nuevo en medio de tan densa oscuridad”. La frase es de Sebastián Castellio, aquel humanista que protestó ante Calvino por la ejecución de Servet, pero resume a la perfección lo que, a caballo del nacionalismo étnico y los regionalismos ha ocurrido en España donde a la dictadura de un general le ha sucedido la tiranía de la barretina o la muñeira. Frente a la triste situación del régimen anterior, en la que lo cultural era esgrimido para justificar toda una gama de propuestas que iban de lo anacrónico a lo estrambótico, el concepto , en manos de los nacionalistas y sus imitadores, no ha sido aún recuperado para la lucidez y el bienestar intelectual, que en el siglo XXI aparecen connotados con sinónimos como toma de conciencia avanzada, contraste de ideas, integración de comunicación social y ausencia de particularismos.
Error de la Transición de Suárez, que luego nadie pondría empeño en reparar, fue entregar a las Comunidades Autónomas la palanca ideológica de la historia, renunciando el Estado al principal instrumento de nacionalización del imaginario y formación de ciudadanos. La indigencia del pensamiento político español de esos años, en torno al hecho nacional, tendría graves consecuencias pues se regaló el pasado a las Autonomías y éstas se lo quedaron. En manos regionales, un sistema educativo aparentemente neutro dejó de hacer ciudadanos españoles para hacer catalanes, vascos, andaluces, valencianos, gallegos… pero en ocasiones, a costa de convertir en antagónicas dichas identidades. Y siempre con la ayuda de una gigantesca manipulación de los libros de texto, a mayor gloria de la Consejería de Educación, encargada de supervisarlos. Los nacionalismos a pesar de su esencialismo tuvieron muy claro desde siempre que sus naciones no podían darse por sentado sino que habían que construirse. Recuérdense los constantes llamamientos de Jordi Pujol a “hacer Cataluña” o los de Arzalluz “primero hacer pueblo,luego la independencia”.
A finales del siglo XIX escribió Juan Valera: “A veces por defender la patria, hemos defendido el fanatismo”. En 1937 Manuel Azaña anotó en su diario: "Viviremos o nos enterrarán persuadidos de que nada de esto era lo que había de hacer”. Escribían, Valera y Azaña, desde desilusiones y tiempos separados. El primero escribía tras el colapso de esperanzas que se vivió en la Restauración; el segundo, desatada la barbarie unánime de la guerra civil, con la sospecha de que la sociedad española tal vez no estaba preparada para una trasformación como la intentada por su generación. Equivocadas o no, lo cierto es que en las palabras de ambos temblaba, de fondo, una preocupación en carne viva: que sin escrúpulo ético no existe política ni justicia dignas de tal nombre, que hay una última fibra donde reside el latido de la vida moral que no se puede sacrificar ni a la Patria, ni a la República, ni a la Revolución y esa fibra, esa última frontera, la componen la libertad y los derechos de la persona, la persona concreta, real, la persona con cara y ojos y frente y lengua. Mientras al gobierno se le llena la boca proclamando su cruzada de defensa de las libertades, éstas se asfixian en las disposiciones de algunas comunidades autónomas que vulneran los derechos individuales cuando despliegan su vocación intervencionista para modelar la sociedad (también le llaman pueblo), eliminar las diferencias y, al mismo tiempo, las disidencias y construir su nación.
Lamentablemente, durante los últimos años la debilidad del Estado ha dejado indefensos a millones de ciudadanos, residentes en Cataluña, País Vasco, Galicia, Baleares y Valencia permitiendo a sus autoridades regionales exhibir como “normalización” lingüística lo que, en realidad, es un deseo de homogeneización contraria al pluralismo social. El término contiene un elemento coactivo evidente: describe un proceso forzoso de planificación cultural implacable que moldea la realidad simulando querer dotarla de normalidad, pero reconociendo la inexistencia de esa misma normalidad en el conjunto de la sociedad , a la que se pueden aplicar las acciones punitivas y reglamentarias de la administración.
Los nacionalismos lingüísticos, cuyo idioma “nacional” es minoritario en los límites de lo que ellos consideran su propia nación recurren a una especie de interpretación justiciera de la historia: la lengua de la nación y, consiguientemente, la extensión de la nación misma, es la antigua lengua perdida. Interpretación singular, a modo de consigna , que, como recuerda Tomás Pérez Vejo, da origen a afirmaciones tan pintorescas como la de un manifiesto del PNV de 1992: "No entendemos al vasco que no ama su lengua, aun cuando la haya perdido”. Quizás la siquiatría ofrezca alguna explicación de por qué alguien puede considerar su lengua, una lengua que no habla y que nunca ha hablado. De todas formas, esa sorprendente declaración del nacionalismo lingüístico supone una curiosa concepción organicista, en la que el derecho de los muertos prevalece sobre el de los vivos, el mismo que sustenta los pretendidos derechos históricos.
“Normalización”, es la terrible y amenazadora palabra empleada por los gestores de las comunidades bilingües que no consigue encubrir su decidida voluntad de que la lengua autóctona ocupe todos los ámbitos de la vida oficial y social de la región, relegando al castellano a un papel secundario de vehículo de comunicación con el resto de España y un nivel similar al que supone el inglés en las relaciones internacionales. Al normalizarse una lengua, se establece un proceso automático de exclusión de la otra. Quien habla la lengua normalizada se ve recompensado; quien no la usa habitualmente, se ve castigado, marginado. Por el contrario, la normalidad con la que muchos de los españoles de las comunidades catalogadas de bilingües –la vasca es monolingüe castellana en su gran mayoría- podían hablar cualquiera de sus dos idiomas ha sido cambiada violentamente por una situación en la que una lengua pasa a considerarse propia (incluso hablan ya de “lengua natural”, como si la otra fuera artificial) y dispone del privilegio de ser la de los medios institucionales y la enseñanza.
Manuel Azaña pensaba que los únicos hombres firmes en sus deberes son los que no ceden en sus derechos. Con mayor razón, tampoco podemos nosotros ceder nada en nuestros derechos lingüisticos frente a quien considera más importante el color de una bandera, hecha de nacionalismo cultural y manipulación política, que el color de la ciudadanía. Se puede engañar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo, dejó escrito Abraham Lincoln. Mi optimismo ante el pasaje futuro de las lenguas de España arranca de la convicción de uno de los fundadores de la democracia, aplicado ahora a una práctica política de chantajes identitarios, que juega con las cartas marcadas. En nuestro paraíso políglota es de esperar que, con el tiempo y los golpes, los españoles saquemos alguna lección del cuento de Saroyan, de su protagonista, un asirio, que en inglés, en una barbería de San Francisco, dice que nació en la madre patria pero que quiere olvidarlo, como quiere olvidar aquella lengua, porque de nada sirve engañarse, porque los asirios son un tema de historia antigua, porque una vez, sí, fueron un pueblo importante, pero eso había sido ayer, anteayer y no tenía ningún sentido lamentarse. En su voz no habla la liviandad romántica, ni el anacronismo: habla la historia y el sentido común. “Por qué -dice- debería aprender a leer nuestra lengua? No tenemos escritores, ni noticias”.
Catedrático de Historia Contemporánea
Universidad de Deusto
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