Toda ideología
es veneno para la justicia
Véase como se guste, hoy día estamos viviendo a nivel mundial (rehúso firmemente utilizar el término «global», dispénseme usted) una auténtica persecución a la justicia y la legitimidad. Todos los más altos tribunales de las principales naciones del orbe parece que han emprendido una carrera con la única meta de prostituir, vejar y desintegrar los sistemas jurídicos que, velis nolis, expresan las leyes por las cuales ha de regirse la convivencia de la sociedad y la consecución del bien común.
No se trata ya de una ley concreta, puesto que podemos encontrar sin mucho esfuerzo toda una compilación antijurídica en los códigos legales, decretos y constituciones, al menos en lo que respecta a los principios generales del derecho y al derecho natural. Puédese afirmar sin temor ni duda alguna que «lo natural» ahora es «lo antinatural».
¿De dónde deviene esta situación, estas abominaciones jurídicas y judiciales? Como siempre, de la corrupción –así lo expresa Aristóteles–, porque el mal surge de cualquier defecto (se acordarán algunos de ustedes de la máxima: malum ex quocumque defectu, bonum ex integra causa). Esta perversión se ha extrapolado con las llamadas “ideologías”, nefastas todas, pero en su máxima nocividad cuando se aplican al campo de la sexualidad natural.
Y no es algo únicamente «actual», no proviene únicamente de los últimos años (en estos se ha apretado el acelerador estilo Grand Prix de Fórmula 1). Inició con el voluntarismo jurídico de August Comte, se reforzó durante la Ilustración, se fortaleció en el siglo XX con Hans Kelsen y parentela, y se corrompió, prostituyó y envenenó en las últimas décadas del pasado siglo. Solamente ahora nos damos un poco más de “cuenta” por la razón de que es una vesania absoluta que en nombre de la “libertad” se prohíba obrar lo bueno, que en nombre de la presunta “democracia” se actúe en pura autocracia y que so pretexto de “derechos humanos” se creen falsos derechos a todo lo que la humana subjetividad pudiere desear (y que nunca será algo legítimo, puesto que cuando se pone la legalidad como base de la legitimidad implica que es la misma voluntad quien, sin competencia alguna para ello, postula cuanto quiere por su gusto y placer).
Por ello, aun a riesgo de aburrirle, estimado señor lector, creo pertinente que insistamos (¡a tiempo y a destiempo!) en los conceptos básicos. La Justicia es un orden legítimo y correcto de actuación, sencillamente. Por supuesto, ha de expresarse necesariamente en el sistema jurídico. Este debe ser siempre un camino privilegiado para la acción de la justicia, un lugar donde la justicia se encarna en la vida (y que técnicamente se denomina como “justicia estructural”).
La ley, medio de expresión de la justicia, está llamada a ser y a colocarse como estructura de justicia. Esto significa que el orden jurídico encuentra en la justicia su contenido fundamental, su criterio de autenticidad, la justificación de su carácter obligatorio, el alcance insuperable de su despliegue. Por supuesto, al ser interna a esta correlación, existe una causalidad mutua entre la ley y la justicia, ya que esto es en el sentido de que la justicia genera ley y la ley debe generar justicia en toda convivencia humana.
Sin embargo, como afirma Karl Larenz, si se diera el caso en el que el sistema legal no se ajustara a la justicia, ésta dejaría de ser tal y, según el pensamiento de Tomás de Aquino, y de acuerdo con los principios generales de la ley misma, legitimaría la desobediencia a una norma injusta contemplada en ese orden.
Esto significa que el derecho positivo que se forma o se actúa contra o sin justicia, no es ley –sea la IVE, la ayer refrendada por el Tribunal Supremo Ley de Eutanasia, leyes de educación y adoctrinamiento, de supuesto “género”, etcétera–, ya que las leyes injustas, aunque tienen todas las características formales y estructurales del derecho, no son leyes, sino “monstruos de derecho”, ya que se convierten en violencia institucionalizada, injusticia estructural o esclavitud legalizada, siendo evidente, por lo tanto, que este derecho perdería toda su capacidad intrínseca de ser respetado, colocando ante sí otro derecho que también es irrefutable: el derecho a la vida (desde su concepción hasta su fin natural), el derecho a la educación (objetiva, histórica, real, verdadera, neutral), el derecho a la salud (vaya con pandemias, estelas, fumigaciones, inoculaciones, prevenciones…), el derecho a disentir (sin ser estigmatizado por ello como “enemigo público”), la objeción de conciencia o la desobediencia legítima –ésta última no arbitrariamente, por supuesto, sino cuando la supuesta justicia legal no es tal–.
En verdad, da vergüenza tener que remontarse al primer semestre de la carrera de derecho, pero (al menos en mis tiempos) una de las primeras lecciones de Derecho Natural (creo que ya no se estudia, fue asignatura suprimida hasta en las universidades eclesiásticas) dice que la autoridad pública no es omnipotente ni competente para legislar contra la naturaleza de la persona humana y sus fines, lo que se llama para el Estagirita (Aristóteles) “teleología humana”.
Recordemos, pues, que este derecho y deber se funda en la persona humana misma, y es verdaderamente una exigencia de justicia y como una necesidad para la coherencia de la ley con su carácter instrumental en la conducta de la persona humana misma. Por lo tanto, que la ley debe estar subordinada a la justicia no es sólo un imperativo de la lógica jurídica, sino también un requisito de la naturaleza humana misma, ya que el propósito de la ley se refiere inmediatamente al concepto del bien común, universal, que es la totalidad de los elementos y necesidades de las personas e instituciones para lograr su plena realización, siempre en consonancia con su dignidad intrínseca y con su esencia.
Por ello mismo, ninguna «ideología» puede legítimamente imponerse desde el imperio de la ley. La autoridad siempre debe fomentar las condiciones para que pueda obtenerse la justicia (sin que esto signifique quitar la dignidad de los gobiernos y las autoridades públicas justas, que siempre deben respetarse), y será tan precisa cuando se vea y ejecute la realidad que el orden jurídico debe proteger el bien común (desde la unidad de la Patria hasta la vida, desde los intrínsecos derechos a la salud, el trabajo, la vivienda, etcétera, hasta el libre desarrollo de la personalidad en base al bien, no a supuestos «bienes» inventados por la ideología). Es más, de hecho, todo y todos deben contribuir a la realización de este bien común.
La ley, por lo tanto, debe estar subordinada a la justicia y, de esta manera, el derecho según la justicia se convierte en el derecho a la justicia y la justicia legítima, la que no altera la ley natural ni la recta razón. ¿Es una utopía? No: es derecho natural, inalterable, imprescriptible y objetivo. Todo lo demás es veneno ideológico, subjetivismo exacerbado y distractores del auténtico bien. ¡Y pensar que nos lo estamos comiendo con patatas…!
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