'Perrhijos'
Leo en estos días un reportaje donde se proclama la consolidación de un nuevo «modelo de familia multiespecie», donde los niños son sustituidos por mascotas, muy especialmente por perros. En España, el número de perros (9,3 millones) supera holgadamente el de niños menores de quince años (apenas 6,7 millones); y en algunos lugares, como Madrid, los perros triplican a los niños. Inevitablemente, este ‘modelo de familia multiespecie’ está favoreciendo fenómenos jurídicos y sociales que hasta hace poco nos parecerían más bien ocurrencias propias de un esperpento: las parejas que se divorcian firman convenios de ‘custodia compartida’ sobre sus perros; los testamentos los incluyen en lugar predominante; y se organizan grotescos velatorios para despedirlos.
Evelyn Waugh escribió una sátira feroz titulada "Los seres queridos", cuyo protagonista se emplea en una empresa dedicada a brindar servicios funerarios de primera calidad para mascotas: enterramientos de canarios, embalsamamiento de perritos, cremación de gatitos cuyas cenizas son después arrojadas al aire desde una avioneta, etcétera. Y, en los aniversarios de la muerte de sus mascotas, los clientes reciben en casa una ridícula tarjeta, muy jubilosamente decorada, en la que pueden leer que su mascota está feliz en el cielo, meneando la cola. Menos partidario de la sátira que del exabrupto, Léon Bloy compara las tumbas de un cementerio de pobres, «incultas, abandonadas por completo, áridas como la ceniza», con las tumbas de un cementerio de perros que los ricos han erigido en una isla del Sena, para enterrar allí a sus mascotas domésticas, con tumbas de mármol, monumentos suntuosos y epitafios ridículos. Y Bloy se pregunta entonces «si la tontería, decididamente, no es más odiosa que la misma maldad»; y también si es «el resultado de una idolatría demoníaca o de una imbecilidad trascendental».
La mascota se convierte en el sumidero de nuestro egoísmo, en ese simulacro de hijo que no se queja ni nos suelta una terrible verdad
Tal vez sea el resultado de una combinación de ambas. Puesto a catalogar las diversas expresiones del amor humano, C. S. Lewis se detenía a analizar la naturaleza del afecto que a veces profesamos a los animales, mediante el cual subsanamos «la atrofia del instinto que nuestra inteligencia impone, nuestra excesiva autoconciencia, las innumerables complicaciones de nuestra situación, la incapacidad de vivir en el presente». Pero, con frecuencia, ese afecto encubre otras intenciones:
«Si usted necesita que le necesiten –prosigue Lewis–, y en su familia, muy justamente, declinan necesitarle a usted, un animal es obviamente el sucedáneo. Puede usted tenerle toda su vida necesitado de usted. Puede mantenerle en la infancia permanentemente, reducirlo a una perpetua invalidez, separarlo de todo lo que un auténtico animal desea y, en compensación, crearle la necesidad de pequeños caprichos que sólo usted puede ofrecerle». De este modo, la mascota se convierte en el sumidero de nuestro egoísmo, en ese simulacro de hijo que no se queja, que no lanza reproches, que no nos amonesta, que no nos suelta de vez en cuando una terrible verdad. Lewis no llega a designar la forma de depravación que anida al fondo de este afecto egoísta a los animales, aunque se atreve a proponer que «quienes encuentran en ellos un consuelo frente a las exigencias de las relaciones humanas deberían examinar sus verdaderas razones».
Mucho menos contemporizador que C. S. Lewis, Joseph Roth, en "La cripta de los capuchinos", se atreve a lanzar una reflexión incómoda:
«Siempre me ha parecido que los hombres que aman a los animales emplean en ellos una parte del amor que debieran dar a los seres humanos; y me di cuenta de lo justa que era esta apreciación cuando comprobé casualmente que los alemanes del Tercer Reich amaban a los perros lobos, a los pastores alemanes. ¡Pobres ovejas!, me dije».
Una apreciación que hoy se vuelve mucho más nítida y enojosa que en la época del Tercer Reich. Pues nuestra generación, que encumbra a sus mascotas a la categoría de hijos (unos hijos que no pueden interpelarnos, que no pueden sacarnos los colores, que no pueden acusarnos, que no pueden escupirnos en la cara), asume que la vida humana ha dejado de ser inviolable, asume que no todos los seres humanos son dignos de protección, ni en todas las etapas de su vida. Como nos recuerda Chesterton, tras el ideal de tratar a los animales como si fuesen seres humanos, se esconde el secreto anhelo de tratar a los seres humanos como si fuesen animales.
Es el resultado de una imbecilidad trascendental, pero también de una idolatría demoníaca. Y es el emblema de una época sin futuro, condenada al basurero de la Historia; que, por supuesto, tendrá el atildado aspecto de aquel cementerio de mascotas que sublevaba a Bloy. Pues la abyección gusta de expresarse mediante la cursilería.
Los pijos de los perrhijos
Yo tengo una gata. La quiero mucho. Muchísimo. En ocasiones, mi chica me dice que tengo un problema porque soy capaz de privarme de días de vacaciones o de actividades de cualquier tipo solo para estar con ella y que me muerda cuando menos me lo espero. Porque, aunque Mía es buena el 99% del tiempo, el otro 1% es una asesina y me muerde a traición. Sería una gran cazadora, creo, la tía tiene instinto y una agilidad asombrosa. Evidentemente, cuando me voy un par de días, dejo a alguien encargado de que se pase a verla diariamente. Pero yo sé que no es suficiente, es un animal muy cariñoso y se pasa conmigo el día entero. Duerme a mis pies. Cuando me ducho, me espera fuera. Desayuna conmigo, se tumba en la mesa cuando trabajo y si me levanto, viene a mi lado por el pasillo. Ella fue abandonada de cachorro y de algún modo quizá se sienta más segura a mi lado, pero no lo sé, no soy un gato, quizá sea todo una mentira y esté humanizando una situación.
Pero yo sé que mi ausencia le causa tristeza. Y no puedo aguantar que mi gato esté triste y azul, como el de Roberto Carlos. Mi chica dice que es un delirio mío y que cuando me voy ella es feliz sin que nadie la moleste y con niveles de melancolía nulos. Pero yo sé que no es cierto, no lo es. Mía es feliz a mi lado, yo soy feliz al suyo y dejarle sola me causa culpa y tristeza infinita.
Pero tengo claro que es un gato. Mía no es mi hija. Mía es un animal. La vida de cualquier persona del mundo vale más que la de Mía y si algún día lo pusiera en duda, sé que estaría perdiendo la cabeza y me habría convertido en una persona horrible, en una abominación, en alguien monstruoso que antepone un animal a una vida humana, aunque el animal sea tan maravilloso como mi gato y la persona la basura más malvada. La vida humana es sagrada y tiene sentido por sí misma. La vida de un animal no, esa vida es instrumental y los animales existen en cuanto a que dan un servicio al hombre. Los pollos nos los comemos, los toros los lidiamos y ahora que no hay zaguanes con ratones ni pájaros comiéndose la fruta de los árboles del corral, los gatos sirven para acariciarlos y que nos muerdan cuando menos nos lo esperamos. Ya está.
Humanizar un animal es maltratarlo. Como dice Felipe Vegue «todos los perros han evolucionado para llegar ser animales de utilidad. Muchos se empeñan en convertirlos en meros animales de compañía y además poniendo verdadero empeño en darles una vida cómoda y relajada, una vida para la cual no están creados. Esas muestras de cariño mal entendido generan en el perro mucho más sufrimiento que si encamináramos sus vidas hacia aquello que sus instintos dictan: la caza, el pastoreo, la guarda y defensa. Dar al perro su utilidad: ese es el verdadero bienestar animal». Es decir, un animal está programado para ciertas cosas y es feliz cuando las hace. Cuando se le trata como a un humano se le está maltratando.
Pero mucho peor aún que humanizar es ‘prohijar’. Vemos estos días perros que son tratados como hijos, los ‘perrhijos’. Esto es abominable.
En primer lugar, para los hijos, deja muy claro la consideración que tienes hacia los humanos cuando los tratas igual que a animales.
En segundo lugar, para los perros, por supuesto.
Y en tercer lugar para el ‘padre o madre’ del perro.
La relación de un humano con un animal no es una relación de igual a igual y yo sé que mucho más fácil que educar a una persona es vivir en una relación en la que la otra parte simplemente ladra, obedece, se muestra sumiso, dependiente y está a tu servicio. Un hijo es otra cosa. No te reciben en la puerta moviendo la cola. Dan problemas y disgustos y no son herramientas para tu felicidad. Un hijo no es un instrumento. Una persona no es un instrumento, una persona es una persona, un milagro. No, no hay perrhijos. Ni gathijos. Hay botijos, entresijos y también hay muchos pijos. Y mucho depravado que no sabe que lo es. Como decía Chesterton, tras el ideal de tratar a los animales como si fuesen humanos, se esconde el secreto anhelo de tratar a los humanos como si fuesen animales. Y, por lo tanto, tener un perrhijo no hace de ti una persona buena, sensible y protectora de los animales sino un malvado, oscuro y perturbado maltratador de personas. Apenas eso.
José F. Peláez es columnista de ABC, El Norte de Castilla y colaborador de Onda Cero.
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