El poder de la televisión está más que demostrado, y eso lo sabe tan bien la publicidad como los políticos. La televisión nos hizo videntes, nos mostró lo que imaginábamos por la radio, que aunque tuviera una gran fuerza, no podía aportar pruebas visibles. Y el cine era cine. La televisión nos elige el coche, el perfume, la casa, la ropa, la comida, porque la televisión sabe que lo que entra por los ojos se queda dentro con la doble fuerza del sonido y de la imagen.
Cuando no existía la televisión, todo lo lejano era como casarse por poderes con alguien de quien sólo teníamos una referencia epistolar o, como mucho, fotográfica. La televisión vino a dejarnos en la salita la vida que ocurría muy lejos de nosotros.
Hoy, esa fuerza de la imagen la utilizan para todo, ya sea para tratar de convencer a un pueblo de una determinada tendencia política, o para hacerlo partícipe de acontecimientos deportivos, o para meterlo de lleno en una tragedia que ocurre a miles de kilómetros. Y la misma fuerza que tiene una marca de perfume, la misma fuerza que tienen las imágenes de una nevada, tiene la tragedia servida en tiempo real. Recordemos algunos sucesos que nos han marcado, ya sea la imagen de aquella niña en un pozo a la que iba subiéndole el nivel del agua hasta que la ahogó, porque su cuerpo estaba atrapado y tratar de rescatarla hubiera supuesto acelerarle la muerte, ya las imágenes de las Torres Gemelas, aquella belleza del espanto de aquel mediodía de septiembre en Nueva York.
El terremoto de Haití ocurre todos los días, a todas las horas, en el salón de nuestra casa. Es una tragedia que no tenemos que imaginarla, porque la vemos. Será por eso por lo que aquellas huchas del Domund que tenían en relieve rostros de niños cobrizos, negros o amarillos, no tenían la fuerza de convicción que tiene la televisión. Y quizá por eso todo el mundo está con Haití: hermandades, asociaciones, ayuntamientos, colegios, futbolistas, toreros… Todo el mundo con Haití. Es la fuerza de la televisión.
Si nos televisaran todos los días el hambre cercana, la miseria cercana en la que viven miles de niños, las huchas sonarían llenas de nuestra caridad y nos desviviríamos por acarrear ropa y comida. Necesitamos ver para creer. Y sobre todo, para movernos.
Hay veces que la pobreza necesita el temblor asesino de un terremoto para que sepamos dónde está. Y entonces —sólo entonces— vamos a socorrerla.
ANTONIO GARCÍA BARBEITO
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