Si miramos de cerca la historia de la celebración de Navidad, hallaremos una nueva sorpresa. En el siglo IV no se trataba de celebrar el Nacimiento de Jesús, en el pasado; por el contrario, ese día había una esperanza de futuro, orientada hacia la Segunda Venida del Señor, al término de la historia.
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La idea de que la Navidad está centrada en el Nacimiento de Jesús hace siglos, es una idea reciente. En su origen, esta fiesta tenía por fundamento la espera del Reino, del Rey futuro, universal y eterno:
«Ven, Señor Jesús» (Ap 20, 20).
«Ven, Señor Jesús» (Ap 20, 20).
El Nacimiento esperado era el del Rey de la paz. Un aniversario al revés: aniversario de un hecho futuro.
No se trata –sería imposible– de revivir la espera judía y el Nacimiento de Belén. La fiesta precedida por el Adviento y seguida de la Epifanía, quiere reavivar la tensión hacia el «porvenir» de Dios. El Rey de la gloria no vendrá sino al final de los tiempos. Navidad viene a decirnos que nosotros no tenemos aquí una morada fija y permanente.
Navidad viene a trastocar, a cambiar de ruta, a negar el presente, a mostrar el horizonte sobre el cual, el último día, se verá aparecer el Bien-Amado.
¡Cuán lejos estamos de una conmemoración solamente sentimental del Nacimiento de Jesús! Cada año, la Navidad viene a decirnos que este mundo está todavía en tinieblas, y que un día –nuevo y definitivo nacimiento–, El que había venido, volverá para siempre.
Navidad es la fiesta de un pueblo que marcha por la noche de la historia hacia el advenimiento de su Dios.
La Navidad es, además, un canto de esperanza, una Buena Noticia para todos los hombres.
Parece que es la misma noticia cada año, pero no, cada aniversario se renueva y se vibra de manera diferente, como si fuera la primera y la única Navidad, porque en realidad así es. Es el mismo acontecimiento en tres tiempos: pasado, presente y futuro.
La Navidad es una noticia que llevamos como un secreto humilde en medio de nuestra sociedad derrochadora. Una noticia en situación precaria, tan frágil que es preciso anunciarla con la entrega de su vida. Porque necesita de los vivos. Esta noticia es que Dios nos ha visitado en Jesús, para que, luego de un pasaje sangriento, llegar a la Pascua, lleno de gloria. La Navidad, el Nacimiento de Cristo, aunque haya pasado por un momento tremendamente doloroso, tiene un final feliz, definitivo: la Resurrección.
El Nacimiento de Jesús fue, sí, un momento de dolor. Su ser estaba arropado de dolor: arrojado a los caminos por las autoridades que querían censar a los ciudadanos; arrojado por los posaderos que no tenían lugar para los pobres; cercado por los soldados antes de morir en la Cruz. El Señor, desde su Nacimiento, parece anticipar el final de este mundo, un final pasajero pero patético, de su breve existencia.
Contrasta lo anterior con su Ser de ternura: el pueblo pobre de los pastores venía a Él, y también los magos extranjeros, representantes de la Humanidad lejana. Y José y María, como una cuna viviente.
Cada año, en Navidad, se inicia la fiesta inmemorial de la Humanidad que se alegra cuando el sol aparece sobre el horizonte. Pero en medio de esta fiesta se produce ahora otra que va a hacer surgir una nueva luz. Esta fiesta celebra el comienzo de la apasionante vida de Jesús, y la aurora del sol que iluminará un día el mundo definitivo.
Si llevamos en nosotros el fuego de esta fiesta, podremos dejarnos invadir por la alegría de la infancia. Pero se trata de una infancia futura, del Nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre y, al mismo tiempo, del nacimiento de la Humanidad, en Dios.
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