Nadie tiene intención
de construir una nueva Iglesia
Los caminos del Señor son inescrutables. Sin embargo, los caminos paralelos de las filosofías disolventes y las teologías heterodoxas son bastante escrutables.Con el ojo bien entrenado y el oído atento se atisba de fondo en sus partituras los mismos patrones ocultos. Siguiendo con la metáfora musical vamos a discurrir sobre algo que, de alguna manera, se sitúa a medio camino entre la dodecafonía y la música atonal. De esta manera, primero nos adentraremos en el recorrido de ciertas filosofías disolventes para, más adelante, analogarlo con los derroteros trazados por algunas teologías heterodoxas de reciente cuño.
El marxismo ortodoxo fracasó, no es ningún secreto. El comunismo en todos los países donde se ha implantado ha conducido invariablemente a los mismos resultados. Confrontados con esta realidad, sus adeptos más fervientes repiten como loritos la excusa-mantra de que «el comunismo todavía no se ha aplicado como Marx y Lenin realmente querían».
El hecho es que por el camino, como nos señala Stéphane Courtois en * "El libro negro del comunismo", se calcula en 100 millones la cifra de muertos provocados por el comunismo. Al fin y al cabo, no debería extrañarnos que una ideología materialista y atea termine siempre arrojando el mismo resultado: muerte. La cosificación del ser humano, el tratarlo sin respeto a su dignidad sagrada intrínseca fruto de ser criatura creada a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 27), no puede ofrecer otro resultado.
Para el 13 de Agosto de 1961 más de 3 millones de personas que vivían en Alemania del Este habían emigrado al Oeste. Huían del estado policial oriental y anhelaban una vida mejor. De hecho, ese mismo día, la República Democrática Alemana (RDA) necesitó construir un muro para frenar el éxodo. El muro fue una de las muestras más flagrantes del fracaso estrepitoso del comunismo frente a la próspera Alemania occidental. Walter Ulbricht, jefe de Estado de la RDA, era fiel a los principios del marxismo-leninismo. Prueba de ello es que dos meses antes, en junio de 1961, en una conferencia de prensa internacional declaró: «Nadie tiene intención de construir un muro». Seguramente hoy algún conocido político español le echaría un capote declarando: «El camarada Walter no mintió, sólo cambió de opinión».
Tan irrefutable como la solidez del muro fue patente que el marxismo ortodoxo había fracasado. Necesitaba una reforma, una puesta a punto, una especie de aggiornamento. Así, mientras EEUU entraba en conflictos bélicos con el comunismo en diversos rincones del planeta, los herederos y ejecutores de la incipiente reforma marxista gozaban del máximo beneplácito en las universidades norteamericanas. Es lo que se conoce como Escuela de Frankfurt. El filósofo y periodista italiano Antonio Gramsci, alumno aventajado del comunismo, ya había señalado tan remotamente como en 1930 que la clave en el asalto comunista al poder político debía constituirlo la cultura. Resucitaba el viejo concepto de Bismark, acuñado por Rudolf Virchow, de la Kulturkampf (combate cultural) y lo conjugaba con la ideología marxistaleninista. Según Gramsci, el marxismo no debía pretender conquistar el poder de manera violenta y directa sino de manera indirecta, asaltando primero la cultura. De esta forma el poder político caería como fruta madura en manos de los comunistas de manera automática y duradera. Muy astuto Gramsci, un genio, sin duda.
Contando con el italiano como precursor, los pensadores de la Escuela de Frankfurt y los filósofos vinculados a la misma, considerados prohombres en las universidades norteamericanas (l`élite, la crème de la crème a nivel mundial) fueron a lo largo de sus sucesivas generaciones reformando el marxismo ortodoxo. Es importante señalar que fue un proceso largo, no un fenómeno puntual. Influidos de base por la dialéctica hegeliana (en origen de Fichte) y las filosofías de Marx, Freud y Nietzsche (tridente que Ricoeur bautizaría de manera célebre como filósofos de la sospecha), los pensadores de la Escuela de Frankfurt fueron elaborando una revisión crítica, reformando el marxismo-leninismo hasta dar lugar a lo que hoy se conoce como nueva izquierda. El reciente libro de Cristian Rodrigo Iturralde titulado El inicio de la nueva izquierda y la escuela de Frankfurt saca a la luz el proceso con un análisis exhaustivo y certero. Es un libro de lectura aconsejable y que hace genial maridaje con otra obra reciente, El libro negro de la nueva izquierda, de Nicolás Márquez y Agustín Laje, cuyo título rinde honor a la obra magnífica de Stéphane Courtois.
El marxismo ortodoxo instrumentalizaba a la clase social proletaria (los pobres) para alcanzar el poder político. Pero este instrumento pronto mostró sus limitaciones. El desarrollo económico acontecido en las naciones occidentales en la segunda mitad del siglo XX condujo a una mejora de la calidad de vida que, en la mayoría de los casos, incluía a las clases sociales más desfavorecidas. El resultado socioeconómico fue una reducción de los índices de pobreza y la ampliación de las clases medias. Si quería sobrevivir, el marxismo debía ahora buscar nuevos grupos a los que instrumentalizar. La nueva izquierda dio un golpe de timón al asunto ampliando sus horizontes y optó por instrumentalizar dialécticamente a las minorías marginadas (o supuestamente marginadas). Esto lo realizará sin perder nunca de vista la enseñanza del maestro Gramsci: infiltrar (y saturar) la cultura de marxismo en todos sus ámbitos.
Llegados a este punto, enlazaremos el asunto de filosofía política con la dimensión religiosa mediante una analogía. En un artículo anterior mencionamos que el modernismo fue condenado por San Pío X como compendio o síntesis de todas las herejías en la encíclica Pascendi (1907). ¿Y por qué el modernismo era una síntesis de las herejías de todos los tiempos? Porque consideraba a la Iglesia y a sus dogmas (tanto de fe como de moral) como realidades meramente humanas y, por tanto, carentes de verdad revelada o infalible y que podían, por la influencia de su tiempo histórico y cultural, ser revisadas y reformadas. El modernismo venía a proclamar que la verdad está enteramente subordinada al tiempo.
Si lo analizamos con detenimiento, vemos que la pretensión de subordinar la verdad al tiempo se autorrefuta pues subordina todo tiempo a lo que proclama como verdad por encima de todo tiempo. El modernismo ha sido, a su vez, el núcleo de gran parte de las teologías heterodoxas que se han desarrollado a lo largo del siglo XX y que llegan incluso hasta nuestros días. En las últimas décadas la teología de la liberación ha sido la heterodoxia que más radicalmente ha encarnado el nuevo rostro del modernismo. La actitud de hermenéutica de la continuidad que armonizaba el Concilio Vaticano II con los veinte concilios y siglos de historia de la Iglesia previos en una evolución homogénea del dogma, impulsada por San Juan Pablo II y Benedicto XVI, condujo al conjunto de teologías heterodoxas a fracasar en su meta de crear una nueva iglesia. Lamentablemente, como se ha visto con bastante claridad en Der Synodale Weg (el sínodo alemán y teólogos afines), parece que aún hoy perviven dentro de la Iglesia Católica grupos infiltrados que buscan adulterar la fe para fundar una nueva iglesia. Der Syondale Weg vendría a constituir una especie de Escuela de Frankfurt teologal. En ella se realizaría un reciclaje de las teologías heterodoxas y se articularían con las nuevas ideologías de moda propias del Zeitgeist (el espíritu de la época) como son:
feminismo, ecologismo, neomalthusianismo, teoría de género, globalismo, etc. Lo exponen Julio Loredo y José Antonio Ureta con brillantez en su libro ‘El proceso sinodal una caja de pandora’. La pretensión de estos nuevos modernistas es volver la sal sosa, compadreando la Iglesia con el mundo e incluso entregándola para que rinda culto a falsos ídolos y sirva a los intereses y agendas de los poderes globalistas de turno. Proféticamente ya lo advirtió el difunto padre D. Juan Claudio Sanahuja en su magnífico libro Poder Global y Religión Universal.
Estoy convencido de que si les preguntásemos a los infiltrados sobre sus intenciones, ellos, emulando a Walter Ulbricht, nos responderían cínicamente: «Nadie tiene intención de crear una nueva iglesia». Y en cierta manera, a pesar del cinismo, habría algo de verdad en sus palabras: quieren crear una nueva iglesia pero no quieren que sea otra diferente a la Una, Santa, Católica y Apostólica, fundada por Cristo. Quieren suplantar a la Iglesia Católica. Pretenden la protestantización de la propia Iglesia Católica. Pero dicho intento está abocado inexorablemente al fracaso. La razón de esta certeza radica en la fe que profesamos en Nuestro Señor Jesucristo. Él es el Señor de la Historia y ha prometido a su Iglesia, su cuerpo místico, su auxilio y su victoria frente a los poderes del enemigo: «Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 18). Y además, podemos confiar en que dicho auxilio divino, unido al de nuestra madre celestial la Virgen María Santísima y al de todos los ángeles y todos los santos, durará por siempre pues el Señor dijo: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
***
LA VICTORIA DEFINITIVA ES DE CRISTO
Los fieles católicos contemplamos no sin cierta preocupación el surgimiento de amenazantes nubarrones en el horizonte del camino sinodal alemán. Vi a Satanás caer del cielo como un relámpago (Lc 10, 18). Algunos parecen pretender reformar la doctrina bimilenaria de la iglesia católica en asuntos tan medulares y delicados como la antropología del amor humano (el sacramento del matrimonio) o el sacramento del sacerdocio. Por un lado, las presiones mediáticas del mundo para maniobrar en estos sentidos son muy intensas, por otro, el emotivismo y la confusión imperantes no ayudan. Con la efigie del amor se acuña mucha moneda falsa. Hay quienes parecen pretender fundar algo que tomando prestado el término de Übermensch (el concepto superhombre del filósofo impío alemán Nietzsche) podríamos considerar una especie de Überkirche (superiglesia). Se trataría de una pseudo-iglesia, una iglesia fundada por hombres, una iglesia impostada que rompería con las tradiciones morales impuestas por el cristianismo al fin de alcanzar la libertad de la voluntad de poder autodeterminar su esencia y, así, congraciarse con el mundo.
El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. San Francisco de Sales, doctor de la Iglesia católica, atribuye dicha frase al también doctor San Bernardo de Claraval. Estas pretensiones nos recuerdan a aquella tentación tan funesta como recidivante, aquella con la que el diablo le tentó a Jesús en el desierto, el falso camino de la gloria mundana frente al camino de la cruz. Todo esto te daré, si te arrodillas delante de mí y me adoras (Mt 4, 9-10). El memorable diálogo entre los magos Saruman y Gandalf en la película La comunidad del anillo dirigida por Peter Jackson, nos viene como anillo al dedo para comentar este misterio de iniquidad. El oscuro poder de Sauron está creciendo, asolando la Tierra Media a su paso, y el líder mago Saruman trata de convencer a su compañero Gandalf para que en vez de combatir a Sauron sean sus aliados. Saruman arguye: «Contra el poder de Mordor no hay victoria posible. Debemos unirnos a él, Gandalf. ¡Debemos unirnos a Sauron!» Ni corto ni perezoso el viejo Gandalf le contesta: «¿Cuándo, amigo, abandonó Saruman el sabio la razón por la locura?». Tolkien parece aproximarnos a profundas simas teológicas y la sentencia Corruptio optima, pessima (la corrupción de lo mejor es lo peor) atribuída a San Jerónimo sale a nuestro encuentro. Y es que como escribía S. Agustín en su obra La ciudad de Dios, Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios, porque aquélla busca la gloria de los hombres, y ésta tiene por máxima gloria a Dios, testigo de su conciencia.
Al día siguiente del milagro Jimena dando muchas gracias a Dios ha podido ver con claridad prístina cómo más de un millón y medio de jóvenes como ella se han unido al Santo Padre para celebrar la misa de cierre de la JMJ en Lisboa. Es menester que nosotros, a ejemplo de los pastorcillos de Fátima (recuerdo de aquellos pastorcillos de Belén), atendamos a la Virgen que nos lleva ante su Hijo para que, colocándole en el centro de nuestras vidas, veamos bien y le sigamos. El camino de los justos es como la luz del amanecer, que cada vez brilla más hasta que se hace de día (Pr 4,14). En la Iglesia ocurren milagros. Decía el Padre José Antonio Sayés S.J. (fallecido en 2022, Dios lo tenga en su Gloria) en una célebre emisión del programa Lágrimas en la lluvia que por muy oscuras que sean las crisis de la Iglesia «no debemos darlas por definitivas porque por encima está el Espíritu Santo abriendo una esperanza», a lo que asentía el director del programa Juan Manuel de Prada añadiendo además que «la crisis final en sentido escatológico será gloriosa», aludiendo a la Segunda Venida de Cristo. Lo definitivo es que la luz de Dios es más poderosa que todas las tinieblas y las arreciantes tormentas que pese a su ensordecedor y cegador aparataje pirotécnico relampagueen contra la Iglesia. La victoria definitiva es de Cristo. Vienen a colación las palabras que en otra JMJ, allá por 1987, dirigía el papa San Juan Pablo II a los jóvenes: «El amor vence siempre. ¡El amor vence siempre, como Cristo ha vencido! El amor vence siempre aunque, en ocasiones, ante sucesos y situaciones concretas, pueda parecernos impotente. Cristo parecía impotente en la Cruz. ¡Dios siempre puede más!».
Stéphane Courtois, Nicolas Werth, Karel Bartosek,
Jean-Louis Panné, Jean-Louis Margolin, Andrzej Paczkowski
El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión (1997) es un libro escrito por profesores universitarios e investigadores europeos y editado por Stéphane Courtois, director de investigaciones del Centro Nacional para la Investigación Científica, organización pública de investigación de Francia. Entre los diversos académicos europeos que participaron se encuentran Andrzej Paczkowski, Nicolas Werth y Jean-Louis Margolin. El libro documenta la historia de la represión política de los estados comunistas, incluyendo genocidios, ejecuciones extrajudiciales, deportaciones y muertes en campos de trabajo y hambrunas creadas artificialmente.
¿Cómo un ideal de emancipación y de fraternidad universal pudo transformarse, un día después de la Revolución de Octubre de 1917, en una doctrina del poder absoluto del Estado, que practicó la discriminación sistemática de grupos sociales y de naciones enteras y recurrió a las deportaciones en masa y, muy frecuentemente, a las masacres?
El velo de las negaciones puede por fin ser desgarrado. El rechazo del comunismo por parte de la mayoría de los pueblos implicados, la apertura de numerosos archivos hasta ahora secretos, la proliferación de los testimonios han sacado a la luz algo que pronto será una evidencia: los países comunistas se preocuparon más de hacer crecer los gulags que el trigo, de producir cadáveres más que bienes de consumo. Un equipo de historiadores e investigadores universitarios ha realizado, continente por continente y país por país, un balance lo más exhaustivo posible de los daños producidos bajo la enseña del comunismo: los lugares, las fechas, los hechos, los verdugos y las víctimas, que se cuentan por decenas de millones en la URSS y en China y por millones en pequeños países como Corea del Norte y Camboya.
La introducción, a cargo del editor, Stéphane Courtois, mantiene que «...el comunismo real [...] puso en funcionamiento una represión sistemática, hasta llegar a erigir, en momentos de paroxismo, el terror como forma de gobierno». De acuerdo con la información cedida por los gobiernos, cita un total de muertes que «...se acerca a la cifra de cien millones», se estiman valores reales muy superiores.
El análisis detallado del total es el siguiente:
– URSS: 20 millones de muertos.
– China: 65 millones de muertos.
– Vietnam: 1 millón de muertos.
– Corea del Norte: 2 millones de muertos.
– Camboya: 2 millones de muertos.
– Europa Oriental: 1 millón de muertos.
– América Latina: 150.000 muertos.
– África: 1,7 millones de muertos.
– Afganistán: 1,5 millones de muertos.
– Movimiento comunista internacional y partidos comunistas no situados en el poder: una decena de millares de muertos.
El total se acerca a la cifra de cien millones de muertos.
Es cierto que en los siglos anteriores pocos pueblos y pocos estados se han visto libres de algún tipo de violencia en masa. Las principales potencias europeas se vieron implicadas en la trata de esclavos negros; la República francesa practicó una colonización que, a pesar de ciertos logros, se vio señalada por numerosos episodios repugnantes que se repitieron hasta su final. Los Estados Unidos siguen inmersos en una cierta cultura de la violencia que hunde sus raíces en dos crímenes enormes: la esclavitud de los negros y el exterminio de los indios.
Pero todo eso no contradice el hecho de que nuestro siglo parece haber superado al respecto a los siglos anteriores. Un vistazo retrospectivo impone una conclusión sobrecogedora: fue el siglo de las grandes catástrofes humanas –dos guerras mundiales, el nazismo, sin hablar de tragedias más localizadas en Armenia, Biafra, Ruanda y otros lugares–.El imperio otomano se entregó ciertamente al genocidio de los armenios, y Alemania al de los judíos y los gitanos. La Italia de Mussolini asesinó a los etíopes. Los checos han tenido que admitir a regañadientes que su comportamiento en relación con los alemanes de los Sudetes durante 1945-1946 no estuvo por encima de toda sospecha. E incluso la pequeña Suiza se encuentra hoy en día atrapada por su pasado de gestora del oro robado por los nazis a los judíos exterminados, incluso aunque el grado de atrocidad de este comportamiento no tenga ningún punto de comparación con el del genocidio.
El comunismo se inserta en esta parte del tiempo histórico desbordante de tragedias. Constituye incluso uno de sus momentos más intensos y significativos. El comunismo, fenómeno trascendental de este breve siglo XX que comienza en 1914 y concluye en Moscú en 1991, se encuentra en el centro mismo del panorama. Se trata de un comunismo que existió antes que el fascismo y que el nazismo, y que los sobrevivió y alcanzó los cuatro grandes continentes.
¿Qué es lo que designamos exactamente bajo la denominación de comunismo? Es necesario introducir aquí inmediatamente una distinción entre la doctrina y la práctica. Como filosofía política, el comunismo existe desde hace siglos, incluso milenios. ¿Acaso no fue Platón quien, en La República,estableció la idea de una ciudad ideal donde los hombres no serían corrompidos por el dinero ni el poder, donde mandarían la sabiduría, la razón y la justicia? Un pensador y hombre de estado tan eminente como sir Tomás Moro, canciller de Inglaterra en 1530, autor de la famosa Utopía y muerto bajo el hacha del verdugo de Enrique VIII, ¿acaso no fue otro precursor de esa tesis de la ciudad ideal? La trayectoria utópica da la impresión de ser perfectamente legítima como crítica útil de la sociedad. Participa del debate de ideas, oxígeno de nuestras democracias. Sin embargo, el comunismo del que hablamos aquí no se sitúa en el cielo de las ideas. Se trata de un comunismo muy real que ha existido en una época determinada, en países concretos, encarnado por dirigentes célebres –Lenin, Stalin, Mao, Ho Chi Minh, Castro, etc. (...)–.
Sea cual sea el grado de implicación de la doctrina comunista anterior a 1917 en la práctica del comunismo real (...), fue éste el que puso en funcionamiento una represión sistemática, hasta llegar a erigir, en momentos de paroxismo, el terror como forma de gobierno. ¿Es inocente, sin embargo, la ideología? Algunos espíritus apesadumbrados o escolásticos siempre podrán defender que ese comunismo real no tenía nada que ver con el comunismo ideal. Sería evidentemente absurdo imputar a teorías elaboradas antes de Jesucristo, durante el Renacimiento o incluso en el siglo XIX, sucesos acontecidos durante el siglo XX. No obstante, como escribió Ignazio Silone, "verdaderamente, las revoluciones, como los árboles, se reconocen por sus frutos". No careció de razones el que los socialdemócratas rusos, conocidos con el nombre de bolcheviques, decidieran en noviembre de 1917 denominarse comunistas. Tampoco se debió al azar el que erigieran al pie del Kremlin un monumento a la gloria de aquellos que consideraban precursores suyos: Moro o Campanella.
Superando los crímenes individuales, los asesinatos puntuales, circunstanciales, los regímenes comunistas, a fin de asentarse en el poder, erigieron el crimen en masa en un verdadero sistema de gobierno. Es cierto que al cabo de un lapso de tiempo variable –que va de algunos años en Europa del Este a varias décadas en la URSS o en China– el terror perdió su vigor y los regímenes se estabilizaron en una gestión de la represión cotidiana a través de la censura de todos los medios de comunicación, del control de las fronteras y de la expulsión de los disidentes. Pero la memoria del terror continuó asegurando la credibilidad, y por lo tanto la eficacia, de la amenaza represiva. Ninguna de las experiencias comunistas que en algún momento fueron populares en Occidente escapó de esa ley: ni la China del "Gran Timonel", ni la Corea de Kim Il Sung, ni siquiera el Vietnam del "agradable Tío Ho" o la Cuba del radiante Fidel, acompañado por el puro Che Guevara, sin olvidar la Etiopía de Mengistu, la Angola de Neto y el Afganistán de Najibullah.
Sin embargo, los crímenes del comunismo no han sido sometidos a una evaluación legítima y normal, tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista moral. Sin duda, ésta es una de las primeras ocasiones en que se intenta realizar un acercamiento al comunismo interrogándose acerca de esta dimensión criminal como si se tratara de una cuestión a la vez central y global. Se nos replicará que la mayoría de estos crímenes respondían a una legalidad aplicada por instituciones que pertenecían a regímenes en ejercicio, reconocidos en el plano internacional y cuyos jefes fueron recibidos con gran pompa por nuestros propios dirigentes. Pero ¿acaso no sucedió lo mismo con el nazismo? Los crímenes que exponemos en este libro no se definen de acuerdo con la jurisdicción de los regímenes comunistas, sino con la del código no escrito de los derechos naturales de la humanidad.
La historia de los regímenes y de los partidos comunistas, de su política, de sus relaciones con sus sociedades nacionales y con la comunidad internacional, no se resume en esa dimensión criminal, ni incluso en una dimensión de terror y de represión. En la URSS y en las "democracias populares" después de la muerte de Stalin, en China después de la de Mao, el terror se atenuó, la sociedad comenzó a recuperar su tendencia y la coexistencia pacífica –incluso si se trataba de "una continuación de la lucha de clases bajo otras formas"– se convirtió en un dato permanente de la vida internacional. No obstante, los archivos y los abundantes testimonios muestran que el terror fue desde sus orígenes una de las dimensiones fundamentales del comunismo moderno. Abandonemos la idea de que determinado fusilamiento de rehenes, determinada matanza de obreros sublevados, determinada hecatombe de campesinos muertos de hambre sólo fueron accidentes coyunturales, propios de determinado país o determinada época. Nuestra trayectoria supera cada terreno específico y considera la dimensión criminal como una de las dimensiones propias del conjunto del sistema comunista durante todo su período de existencia.
¿De qué vamos a hablar? ¿De qué crímenes? El comunismo ha cometido innumerables: primero, crímenes contra el espíritu, pero también crímenes contra la cultura universal y contra las culturas nacionales. Stalin hizo demoler centenares de iglesias en Moscú. Ceausescu destruyó el corazón histórico de Bucarest para edificar en su lugar edificios y trazar avenidas megalómanas. Pol Pot ordenó desmontar piedra a piedra la catedral de Phnom Penh y abandonó a la jungla los templos de Angkor. Durante la Revolución Cultural maoísta, los guardias rojos destrozaron o quemaron tesoros inestimables. Sin embargo, por graves que pudieran ser a largo plazo esas destrucciones para las naciones implicadas y para la humanidad en su conjunto, ¿qué peso pueden tener frente al asesinato masivo de personas, de hombres, de mujeres, de niños?
Nos hemos limitado, por lo tanto, a los crímenes contra las personas, que constituyen la esencia del fenómeno del terror. Éstos responden a una nomenclatura común incluso, aunque una práctica concreta se encuentre más acentuada en un régimen específico: la ejecución por medios diversos (fusilamientos, horca, ahogamiento, apaleamiento; y en algunos casos gas militar, veneno o accidente automovilístico), la destrucción por hambre (hambrunas provocadas y/o no socorridas) y la deportación, o sea, la muerte que podía acontecer en el curso del transporte (marchas a pie o en vagones de ganado) o en los lugares de residencia y/o de trabajos forzados (agotamiento, enfermedad, hambre, frío). El caso de los períodos denominados de "guerra civil" es más complejo: no resulta fácil distinguir lo que deriva de la lucha entre el poder y los rebeldes y lo que es matanza de poblaciones civiles.
No obstante, podemos establecer un primer balance numérico que aún sigue siendo una aproximación mínima y que necesitaría largas precisiones, pero que, según estimaciones personales, proporciona un aspecto de considerable magnitud y permite señalar de manera directa la gravedad del tema:
– URSS: 20 millones de muertos.
– China: 65 millones de muertos.
– Vietnam: 1 millón de muertos.
– Corea del Norte: 2 millones de muertos.
– Camboya: 2 millones de muertos.
– Europa Oriental: 1 millón de muertos.
– América Latina: 150.000 muertos.
– África: 1,7 millones de muertos.
– Afganistán: 1,5 millones de muertos.
– Movimiento comunista internacional y partidos comunistas no situados en el poder: una decena de millares de muertos.
El total se acerca a la cifra de cien millones de muertos.
Este grado de magnitud oculta grandes diferencias entre las distintas situaciones. Resulta indiscutible que en términos relativos la palma se la lleva Camboya, donde Pol Pot, en tres años y medio, llegó a matar de la manera más atroz –hambre generalizada, tortura– aproximadamente a la cuarta parte de la población total del país. Sin embargo, la experiencia maoísta sobrecoge por la magnitud de las masas afectadas. En cuanto a la Rusia leninista y estalinista, hiela la sangre por su aspecto experimental pero perfectamente reflexionado, lógico y político.
[...]
Nuestra obra contiene muchas palabras y pocas imágenes. En ella se aborda uno de los puntos sensibles de la ocultación de los crímenes del comunismo: en una sociedad mundial hipermediatizada, en que la imagen –fotografiada o televisada– es lo único que merece credibilidad ante la opinión pública, solamente disponemos de algunas escasas fotografías de los archivos dedicados al Gulag o al Laogay, y ninguna foto de la deskulakización o del hambre durante el Gran Salto Adelante. Los vencedores de Nüremberg pudieron fotografiar y filmar con profusión los millares de cadáveres del campo de concentración de Bergen-Belsen y se han encontrado las fotos tomadas por los mismos verdugos, como ese alemán que dispara a bocajarro sobre una mujer que lleva a su hijo en brazos. Nada de eso existe en relación con el mundo comunista, en que se había organizado el terror en el seno del secreto más estricto.
No se contente el lector con algunos documentos iconográficos reunidos aquí. Consagre el tiempo necesario a conocer, página a página, el calvario sufrido por millones de seres humanos. Realice el indispensable esfuerzo de imaginación para representarse lo que fue esa inmensa tragedia que va a continuar marcando la historia mundial durante las próximas décadas. Entonces se planteará la cuestión esencial: ¿por qué? ¿Por qué Lenin, Trotsky, Stalin y los demás consideraron necesario exterminar a todos aquellos a los que designaban como "enemigos"? ¿Por qué se creyeron autorizados a conculcar el código no escrito que rige la vida de la humanidad: "No matarás"?
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