¿Existe una crisis en el valor de la palabra?
"Hay que reivindicar el valor de la palabra -y del silencio-,
poderosa herramienta que puede cambiar nuestro mundo".
William Golding
"Cuando las palabras pierden su significado,
la gente pierde su libertad".
Confucio
¿Cuál es el valor de la palabra? ¿De qué valores hablamos cuando decimos: el valor de la palabra? Hay una distinción platónica que es válida, a nuestro entender, tanto para la política como para el ciudadano común: el pedagogo enseña a amar la Ley, el demagogo, en cambio, quiere que lo amen a él. El valor de la palabra está en esa pedagogía de la legalidad que alcanza al discurso mismo y su libertad para expresarse. El uso demagógico del discurso es tan totalitario como el totalitarismo que ciertos sujetos oscuros quieren denunciar. Por Angelina Uzín Olleros
La pregunta formulada por Conrado Yasenza se extiende al discurso político y al de la vida en general. Pienso en el alcance de la misma, recuerdo la pregunta que respondió Kant sobre la ilustración, imagino estos espacios que antaño eran solamente gráficos y ahora están diseminados en las redes y el universo virtual. El filósofo respondió sobre el valor de la emancipación y el significado ético/político de la autonomía, muchos discursos dejaron correr las palabras desde el siglo XVIII; las palabras se separaron de las cosas afirmó Foucault, las palabras estallaron en una polisemia propia de la torre de Babel, a veces como premio, otras como castigo.
¿Cuál es el valor de la palabra? Hubo un tiempo en el que el término “valor” se enlazaba al de “honor”, valor moral de cumplir con la promesa, la palabra era portadora de dignidad, quien falta a la palabra empeñada es indigno. Pero la palabra ha sido portavoz de otros valores: valor de uso, valor de intercambio, valor que nos sitúa en una parte de la escena social o en una región geopolítica. ¿De qué valores hablamos cuando decimos: el valor de la palabra? Máxime porque a esta altura de las circunstancias sabemos que la palabra también incomunica, o como dijo Lacan, lo que predomina es el “malentendido”. La orientación tomada por Lacan es la de sustituir con el término malentendido, presente desde las primeras palabras de la Carta de disolución, el de inconsciente. Según él, haya sido deseado o no, "se nace malentendido", pues no se nace sino de seres hablantes. El malentendido se transmite así de generación en generación, los sujetos parlantes forman parte de la habladuría de sus antecesores, porque no se puede revelar todo.
Antes de Lacan, hubieron quienes ante la aparición de los mass media pensaron en el mundo como una “aldea global”; otros anunciaron la posibilidad concreta de la manipulación. Dos tradiciones se enfrentaron: el cosmopolitismo con la globalización. Ciudadanos del mundo bajo el amparo del derecho internacional o simples consumidores de mercancías que circulaban por todo el planeta. ¿Se puede ser y estar en ambas situaciones sin entrar en contradicciones? Comunicar y consumir, comunicar en el valor simbólico de la palabra y consumir discursos preparados para la dominación. Aquí una enorme cuestión para resolver; en este punto el valor de la palabra debe ser considerado como el valor de la verdad, y el poder de la palabra como capacidad para crear, no para dominar.
Las ciencias de la comunicación emergen como nuevo campo disciplinar, la verdad como episteme queda reducida a mera opinión. Uno de los fundadores de la disciplina, Paul Lazarsfeld, propuso la teoría del “doble flujo” para la cual los medios hacen fluir los mensajes que llegan a los sectores activos de la población denominados “líderes de opinión” para ser transmitidos a los actores pasivos que son definidos como “los seguidores”. Los líderes de opinión constituyen un grupo de liderazgo social que recibe y procesa la información de los medios e interactúa con ellos; producen un proceso de influencia hacia el resto del público. Para Lazarsfeld los medios de comunicación tienen dos grandes funciones: la de conferir prestigio y reforzar las normas sociales, acompañadas de una disfunción que denomina “narcotizante”, porque los medios representan un nuevo tipo de control social, y son los causantes del conformismo de las masas.
Su tesis enmarcada en el paradigma funcionalista entra en choque con la teoría crítica que intenta desmontar el efecto ideológico, definido como “falsa conciencia”, para hacer una lectura política de los discursos que se imponen desde los medios masivos de comunicación. De la tradición crítica es heredera la categoría de Habermas de “acción comunicativa”, para la que el discurso es una forma especial de comunicación, la que por medio de la argumentación se determina lo que es verdadero, así la verdad es un resultado consensual sobre el cual no actúa ninguna influencia que lo distorsione. El consenso se logra cuando se dan cuatro condiciones de validez aceptadas por todos los participantes: que el enunciado que hace un hablante sea comprensible, que el hablante sea fiable, que la acción pretendida sea correcta por referencia a un contexto normativo vigente, y por último que la intención manifiesta del hablante sea, en efecto, la que él expresa.
El valor de la palabra para el funcionalismo es comparable a la tinta del calamar que segrega una señal para camuflarse y de algún modo marcar su territorio, no es la tinta que utilizaron los grandes relatos de la modernidad para emancipar al individuo y constituirlo como sujeto soporte de los derechos y garantías del estado nación. Aquí también se oponen dos racionalidades: una instrumental y otra emancipatoria; de las que devienen dos modelos de comunicación que también podemos definir como instrumental, en un caso, y liberador en otro. Para un espíritu conciliador, si es el caso, lo instrumental del discurso puede ser un medio pero nunca una finalidad, ya que el fin de todo “acto de habla” debe ser en orden a la libertad del sujeto.
Del viejo debate sobre libertad y determinismo sabemos que es imposible la libertad absoluta, para lo cual Castoriadis propone una noción de libertad como “creación de formas nuevas de determinación” que sean preferibles a las existentes. En un giro lingüístico a esta propuesta, la palabra tiene el valor de crear nuevas determinaciones que sean más libres que las que heredamos.
En la actualidad, la palabra circula en redes sociales, desde las cuales el control biopolítico que anunciaron y analizaron desde Foucault hasta Agamben, acentúa una categoría que es la de “psicopolítica”. Byung-Chul Lan dice: “El panóptico digital no es ninguna sociedad biopolítica disciplinaria, sino una sociedad psicopolítica de la transparencia. Y en el lugar del biopoder se introduce el psicopoder. La psicopolítica, con ayuda de la vigilancia digital, está en condiciones de leer pensamientos y de controlarlos. La vigilancia digital se desprende de la óptica del Big Brother, no fiable, ineficiente, perspectivista. Y es tan eficiente porque carece de perspectiva. La biopolítica no permite ninguna intervención sutil en la dimensión psíquica de los hombres. En cambio, el psicopoder está en condiciones de intervenir en los procesos psicológicos.”
Es, como dice el autor, una fenomenología del me gusta, donde el otro no existe; la acción que supone decidir y elegir en un mundo intersubjetivo es reemplazada por la operación, a esta última no le precede ninguna decisión en sentido enfático. La tardanza que requiere la toma de decisiones es considerada ineficiente. “Las operaciones son como átomos (actomes), acciones atomizadas dentro de un proceso en gran medida automático, a las que le falta la amplitud temporal y existencial.” El valor de la palabra queda despojado de su contenido moral, el riesgo que implica el acercamiento al otro queda oculto ante la mediatez de la red. Estamos en el “enjambre digital” en el que vamos rumbo a la época de la psicopolítica que desarrolla rasgos autoritarios en la sociedad de masas.
¿Cuál es en la actualidad el valor de la palabra?, ¿el lenguaje chabacano del mafioso?, ¿el lenguaje sublime del amante?, ¿el lenguaje oscuro del manipulador? Hay una distinción platónica que es válida, a nuestro entender, tanto para la política como para el ciudadano común: el pedagogo enseña a amar la Ley, el demagogo, en cambio, quiere que lo amen a él.
El valor de la palabra está en esa pedagogía de la legalidad que alcanza al discurso mismo y su libertad para expresarse. El uso demagógico del discurso es tan totalitario como el totalitarismo que esos sujetos oscuros quieren denunciar.
Muy lejos estamos en la mayoría de los programas de TV del banquete griego donde circulaba el amor por la verdad. Voy a decirlo con crudeza: los almuerzos que presentan a supuestos líderes de opinión son el escenario donde la palabra ha perdido todo valor, y quedan como ejemplo de lo que no se debe decir, porque estamos convencidos de la materialidad del discurso; y desde esa materialidad podemos tomar el ejemplo de lo que No es ni Debe ser el valor de la palabra sentados a la mesa del discurso oscurantista.
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La Comunicación más alta posee la gracia de despertar en otro lo que es y contribuir a que se reconozca.
Gracias amig@ de la palabra amiga.
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Juan Carlos (Yanka)