martes, 26 de septiembre de 2023

LIBROS "EL ÚLTIMO TÍTERE" y "LA CONSPIRACIÓN DE LOS 12 GOLPES" por THAYS PEÑALVER 👥👿💥💀

 
EL ÚLTIMO TÍTERE
Thays Peñalver deja la estrecha mentalidad endógena que mira sólo el ombligo del propio país e indaga las causas globales del socialismo del siglo XXI, la política exterior norteamericana no siempre ‘resteada’ con la libertad, los lacayos ‘revolucionarios’, la experimentada intervención cubana, recuerda el derroche insano, los crímenes, bajezas y traiciones de esta pandilla, a Putin huyendo de la caída del muro de Berlín y sospecha, con data histórica, que la muerte y sucesión de Chávez pudo haber sido obra de los Castro, como ya lo habían hecho en el pasado con otros socios africanos.
El último títere es un esclarecedor y documentado ensayo novelado del nuevo género de la “populesca” latinoamericana (la novela/ensayo del populismo).
PRÓLOGO DE PEDRO CORZO

Thays cumplió la tarea que su conciencia le asignó. Su ficción es tan real que ha logrado plasmar en el "Ultimo Títere", su más reciente obra, la farsa que envuelve la propuesta revolucionaria.
La lectura de este trabajo facilita un apretado recorrido por la historia y algunos de sus personajes más conspicuos. No hay ficción en los relatos de los ambientes históricos. Es un andar verdadero donde los hechos son abona­dos con una visión muy crítica.

Expone la habilidad histriónica de una serie de caudillos que prometen jus ticia y bienestar, cuando en realidad únicamente les alienta una visión mesiánica de sí mismos, en la que solo subyace el objetivo de imponer su voluntad.
La autora nos ofrece una clara visión del imperialismo de Fidel Castro y de otros sujetos que al igual que él, Hugo Chávez, por ejemplo, se creyeron amos cuando en realidad eran esclavos con poderes para opri­mir a otros que estaban más tiranizados todavía. No hay dudas que elinfierno tiene todos los niveles y los que más disfrutan son los depredadores de mayor crueldad.

Estos sujetos son puestos en este libro en su lugar. Nos presenta un esclavista, un cruel colonizador con habilidad suficiente para prometer el paraíso mientras conducía a sus fieles al infierno.
El libro es sólido, basado en hechos y no especulaciones. Describe la función colonialista del Castrismo con el rigor que su desaparecido compatriota, Carlos Rangel, escribió sobre el Buen Salvaje al Buen Revo­lucionario, salvajes ambos con el bárbaro potencial para destruir todo lo construido.
En fin, es un libro de política e historia, una excelente lectura para estar al tanto de los errores cometi­dos por quienes han conducido al mundo con el objetivo de satisfacer sus intereses y no los de sus gober­nados. Una advertencia de que es nuestro deber informarnos y no repetir las consignas de los chacales.

Pedro Corzo

INTRODUCCIÓN DE NEHOMAR HERNÁNDEZ

Thays Peñalver lo volvió a hacer. Ha construido un relato atrapante en el que se narra la leyenda -inflada por la propaganda roja- del régimen castrista y su caída en desgracia por las tragedias internas y externas: el mito de tener los me­jores deportistas y médicos del mundo, la estafa ele las misiones tnternacionalistas en el África, la leyenda delgenio mi­litar de Fidel Castro, los intríngulis de la relación con la extinta URSS y la "mentoría" que Fidel y Raúl han ejercido en la región -especialmente con ese oprobrio encarnado en el chavismo- están contenidos en este trabajo.

Aunque la autora es cauta y hace la advertencia de estar recreando situaciones que no necesaria­mente ocurrieron así en la realidad, habría que decir que estamos entonces ante la presencia de una fic­ción extraordinariamente real y bien investigada, donde la rigurosidad en el abordaje de los datos está más que respaldada. ¿Se trata acaso de la verdadera realidad que hasta ahora nos había sido ocultada so­ bre el castrismo y sus engendros?

Como un lazarillo "El último títere" nos va guiando en el maquiavélico pensamiento y los sinies­tros procederes de la tiranía de los Castro, para explicarnos cómo fue posible que una Venezuela otrora "rica" y que llegó a ser publicitada -quizá incorrectamente- como una democracia modelo en la región, terminó siendo gobernada por un militar incapaz y megalómano que rápidamente fue capturado por el influjo de la leyenda comunista hispanoamericana que encarnaba el barbudo Fidel Castro.

El oscurantismo que rodeó el proceso de la grave enfermedad que abruptamente le sobrevino a Hugo Chávez, y que eventualmente acabó con su vida, se esclarece con el análisis que Peñalver hace de todo el calvario que le tocó vivir al pupilo de Castro, para dejarnos en la mente el zumbido de una mosca:
¿Era posible evitar tal desenlace fatal? ¿A quién benefió la salida de Chávez de la escena política? ¿Estaba de antemano preparada su sucesión?
Si es que toca comentar la realidad hispanoamericana actual, CubaVenezuela parecen ser, la­mentablemente, de un pájaro las dos alas. Con este libro se establece el hilo conductor que hermana a ambos países en la misma tragedia, en la desgracia que implica intentar sostener ad infinitum un proyecto político antinatura, sin importar que en el camino sea necesario sacrificar millones de vidas.
Quien lea "El último títere" definitivamente no seguirá creyendo en la vieja leyenda hispano­ americana del buen revolucionario, de la izquierda piadosa que toma el cielo por asalto para repartir jus­ticia, bondad y bienestar para todos.
Este es un libro que hace espabilar, sin ambages. Valga pues la advertencia...

PUNTO CERO, CASA DE FIDEL CASTRO. LA HABANA 201O

Uno de los tantos asistentes de última hora se apresuró en ayudar a Fidel a sentarse en su mecedora de mim­bre favorita. Nadie se percató nunca de que era un poco más alta que las otras pues además de ser encargada a la medida de su más de metro noventa de estatura, siempre quería dar la sensación de imponencia, de estar mucho más alto que el resto de sus invitados a tal punto, que cuando una vez le tocó a Hugo Chávez sentarse, que era casi veinte centímetros más pequeño, algunos asistentes bromearon con que no le llegaban los pies al piso.

- Son todos unos traidores -pensó Fidel en voz alta, mientras veía marcharse al asistente recordando cómo habían sacado a patadas a su último secretario personal de la casa y ahora su vida transcurría lle­vando libros en los archivos de la biblioteca Nacional José Martí.
La joven promesa revolucionaria luego de haber probado las mieles del poder, tendría ahora que vivir en la segunda categoría y contaría con un sueldo de bibliotecario. Pero también recordaría a uno de sus más destacados escoltas, quien tuvo la osadía de renunciar y ahora le revelaba al mundo no solo sus aspectos más íntimos, sino toda la verdad siempre escondida sobre la vida de lujos de Fidel.

No fueron pocos los que se marcharon del entorno de Castro y que terminaban escribiendo libros en el mismísimo imperio o explicando desde como recelaba Fidel su propia comida hasta como: "había más prostitución en la Habana que cuando eran niños, más pobreza y gente hurgando en las basuras que co­mer ". Todo el que se marchaba de su lado, escribía sus más íntimos secretos, como uno de sus más impor­tantes interpretes, el de inglés en los momentos cumbre de su carrera.
- ¡Traidores! -repitió en voz baja, mientras se ajustaba las gafas de toda la vida y volvía a ojear su libro criticando las pequeñas letras, mientras con una sonrisa rememoraba el viejo chiste que le decía a todos los periodistas impertinentes, cuando le preguntaban por su interés por la lectura:
-"Me cuesta leer porque la letra es muy chiquita y es que escasea el papel: se lo come todo el Granma" decía, haciendo una pequeña pausa y rematando con algo que arrancaba carcajadas a los presentes: "Por eso creo que los periodistas deberían escribir más corto".

Se trataba de una respuesta con doble sentido, pero que muy pocos entendían.
Era evidente que Fidel se encontraba aislado incluso por sus propios correligionarios y pocas eran las vi­sitas por "órdenes medicas", un eufemismo utilizado hasta el cansancio por él mismo en muchas ocasio­nes cuando mantenía a sus camaradas presos. Raúl Castro había: "envuelto a Fidel en una masa de silen­cio y lo ahogó" como dijo su amigo Norberto Fuentes, para no interrumpir los cambios del gobierno que consistían en barrer a todos quienes habían estado con "El Comandante". Una vez más, todos los jóvenes que habían apostado su futuro durante casi veinte años al lado de Fidel lo perderían todo, sin que eso im­portara en lo absoluto.
- "Los periodistas deberían escribir menos"- repitió Fidel un tanto melancólico con el mismo tono de voz baja de siempre con el que hacía que sus interlocutores tuvieran que prestar más atención. Pero en esa ocasión ya no había quien lo escuchara. Había llegado a un acuerdo con Raúl para que purgara a sus hom­bres, pero en especial porque tenía que aceptar la visita de un incomodo e inesperado periodista enviado por los estadounidenses.

Hasta ese momento, Castro nunca había concedido una entrevista que no estuviera previamente arre­glada o con un periodista amigo o apologista de la revolución, pero a su edad sentía que pocas cosas im­portaban. Hacía mucho que pensaba que toda la jerarquía de la Isla prácticamente no existía y a unos periodistas que llegaron de Galicia les había dicho taciturno: - "Ahora la historia la escribirán los enemigos de la revolución y nadie conocerá la verdad hasta dentro de mil años". Mientras que a otros les dio a entender que él en realidad nunca había gobernado corno todos suponían.
- "Aquí todo venía ya listo, hasta los planes de gobierno"-, dijo con su siempre calculada voz amigable. "Es que nunca me hicieron caso (...) si me hubieran hecho caso la revolución" sería otra cosa, "pero no me lo hicieron", repetía con una mezcla de resignación y rabia, lo que los periodistas interpretaban como un achaque de octogenario.
Pero Fidel decía por primera vez la verdad y no tuvo problemas en contradecirse después de haber dicho mil veces en el tope de su fama, que: "nosotros somos un país que hicimos la Revolución por nuestra pro­pia cuenta; nadie nos hizo la Revolución a nosotros: la hicimos nosotros". Finalmente, y al borde de la muerte les decía a los suyos la verdad, no había almuerzos gratis: todo había llegado hecho, desde Moscú.

Hacía ya cinco años que había sorprendido a las nuevas generaciones cuando en otro arranque de since­ridad frente a los estudiantes, se refirió a la ignorancia de los revolucionarios castristas: "Ustedes se están riendo, me alegro, porque me anima a contarles algunas cosas más. Una conclusión que he sacado al cabo de muchos años: entre los muchos errores que hemos cometido todos, el más importante error era creer que alguien sabía de socialismo, o que alguien sabía de cómo se construye el socialismo. Parecía ciencia sabida (...) cuando decían: "Esta es la fórmula, éste es el que sabe".
De pronto, el hombre que había pasado más de cuarenta años implementando el socialismo y había di­cho hasta el cansancio que todo provenía de su mente, revelaba a los nietos de la revolución que los había engañado como a unos críos y que en realidad nadie tenía la menor idea de qué iba aquel asunto del so­cialismo. Pero además confesaba que nadie se les había rebelado a los rusos, porque: "tú no vas a discutir con el médico acerca de anemia, de problemas intestinales, de cualquier especialidad, al médico nadie lo discute".

Era la primera vez que los nietos de la revolución se enteraban públicamente del viejo rencor de Fidel a sus amos, algo que no era nuevo y que incluso había sido estudiado en su quinquenio antisoviético a par­tir de 1967. Pero pese a que lo convencieron de cambiar el discurso e intentó pedir disculpas en Moscú, su rabia había venido creciendo durante décadas y por eso finalmente desarrolló aquella retórica indig­nada contra quienes supuestamente lo habían engañado a lo largo de tantos años.
En otra ocasión volcaba todas sus críticas sobre la ''tecnocracia" soviética y se escudaba de sus propios errores con la excusa de haberle tenido tanta confianza: "Hicieron una suerte de guerra contra mí -le dijo a otro asombrado periodista -el sistema de planificación ya llegaba hecho (de Rusia). Era la influencia de las ideas de los padres mayores, de los campeones olímpicos en la construcción del socialismo (...) nos habían hecho creer que aquello funcionaba. Fueron los tecnócratas, los "inteligentes", los "sabios", los "sú­per científicos" (...) los hechiceros de la tribu (...) ellos sabían qué era lo que había que hacer (...) pero se de­mostró, en primer lugar, que no sabían realmente qué es lo que había que hacer; y en segundo lugar, que explotaron la economía".

"Ellos eran los que tenían las llaves de los truenos, apoyándose en la infalible experiencia de esa que ahora están demoliendo..."y demostraron que no sabían" "y no sabían, nadie lo sabía (...) fueron años per­didos", le dijo a otro periodista.
"Nadie me hizo caso", gruñó entre dientes. Impresionando a otro más que no daba crédito al escuchar que Fidel había sido una marioneta rusa hasta 1989.
A otro nutrido grupo de revolucionarios Fidel les habría dicho que la culpa era de: "los tecnócratas, los burócratas, los que se creen que son revolucionarios, incluso sin saber que son rematadamente reacciona­rios, el cero lo ponen a la izquierda, y la diferencia entre una revolución o una degeneración está en poner el pueblo a la derecha o a la izquierda".
Pero de nuevo decía por primera vez, al menos públicamente buena parte de la verdad. Su animadver­sión contra los buenos colonizadores había nacido casi desde el primer día, cuando se dio cuenta de que los rusos no solo no daban almuerzos gratis, sino que trataban a los cubanos con mucha distancia. Los rusos solo daban para recibir y su deuda comenzó a acumularse desde el primer día.
Y no precisamente en rublos- vociferó Fidel muchas veces.

Pero si algo más llamó su atención, fue que todos los generales y técnicos de ese país que pisaban la Isla eran especialistas en África, dándose cuenta así de que por debajo del paralelo doce, todo para la madre Rusia era considerado territorio africano y tratado por igual.
Fidel era a los ojos de los soviéticos algo más que una mercancía en el complejo mercado de la Guerra Fría. Ya se lo había advertido el Che pocos días antes de marcharse en busca de su muerte, en su última carta criticando los "errores en la política económica". El argentino le dijo prácticamente lo mismo que ahora admitía Fidel, no sin antes explicarle que esa planificación copiada de los soviéticos no era otra cosa que "una válvula loca" que posiblemente terminaría por cerrar la economía "herméticamente po­niendo en peligro de explotar la caldera". Lo que no sabían los revolucionarios tropicales, es que habían caído en las manos de aquellos que el Che criticaba: "Los grandes mariscales con salarios de grandes ma­riscales, los burócratas de las dachas y las cortinitas en los automóviles de los jerarcas".

El Che podría ser un despreciable asesino, pero sabía que Fidel se enfilaba a ser un esclavo.
"Nosotros hemos funcionado como si esa ficción fuera real", le había dicho el Che cuarenta años antes: "improvisación (...) una política de bandazos (...) inversiones injustificadas (...) metas ilusorias (...) la eco­nomía ha demostrado que tiene una serie de leyes y que violentarlas cuesta muy caro", sentenció.
Aquella carta censurada casi por completo y que Raúl Castro solo autorizó a publicar en 2019, marca un hito en la historia porque el Che no solo hablaba de errores económicos y políticos, deconstruía los seis primeros años y discurso tras discurso de Fidel, las enormes torpezas del líder de la revolución y sus alo­cados planes. Pero el Che estaba consciente de que el cubano no leería aquellas críticas, porque señalar los errores económicos o políticos era señalarlo a él, así que de esta forma se despidió: "No tengo mucha se­guridad de que llegues a esta hoja, porque ya han sido muchas".
Aquello no fue una carta, se trataba en realidad de una confirmación por escrito de la ruptura de estos dos hombres.

El problema es que los rusos no solo tenían su propia agenda en Latinoamérica, sino que se aprovecha­ rían por completo de los Castro. Algo que Fidel comenzó a entender cuando vio que no lo defenderían jamás de una agresión en caso de presentarse y por eso Serguei Jrushchov, el hijo del famoso líder sovié­tico llegó a explicar lo que en verdad pensaba su padre: "Cuba era para nosotros lo mismo que Berlín, un pequeño e inservible pedazo de tierra adentro de un territorio hostil (...) pero como los norteamericanos con Somoza, no importaba que fuera bueno o malo, era nuestro hijo de puta".
Para los rusos la importancia de Fidel y de Cuba no radicaba en su revolución, en la que no creían, sim­plemente como la llamaba la KGB se trataba solo de un "puesto de avanzada" con un tonto útil a cargo. Por esa razón Fidel fue también el último en saber que los rusos pretendían instalar armas atómicas en la Isla, pese a su primera negativa. Y como todo el planeta vio, fue también el último en enterarse de la ne­gociación para retirarlos. Por eso Castro intentó por todos los medios influir al menos en las negociacio­nes posteriores, cuando hábilmente impidió la entrada de los expertos de la ONU en desmantelamiento de los misiles, pero observó horrorizado cómo los rusos ni siquiera lo tomaron en cuenta y optaron por permitir la inspección de sus propios barcos en lo que se llamó "striptease".

"Estábamos muy irritados y muy disgustados, porque creemos que fue incorrecto por completo (...) ig­norando a Cuba de una forma extraña, (Jrushchov) tenía obligación no solo política, sino legal de consul­tarnos, y no nos consultaron", sentenció el propio Fidel en una entrevista. "La forma en la que lo hizo, humilló a Cuba", diría un par de añosmás tarde.
Su biógrafo y amigo, el famoso jefe de espías ruso Nikolai Leonov, explicó que presenció "una pelea entre Fidel y Nikita Jrushchov. El primero de mayo del 63 me llevaron a Moscú para traducir a Fidel, y se generó una discusión muy aguda entre ellos", no sería ni la primera ni la última porque también "hubo otro momento muy amargo (...) el momento en el que Moscú se negó a apoyar a Cuba frente a las continuas amenazas de Reagan".
Pero no había nada "extraño", se trataba simplemente los intereses del "buen colonizador" y solo eso im­portaba. Luego del incidente del avión U-2 derribado, los soviéticos aceptaron tácitamente que los avio­nes de reconocimiento estadounidenses tomaran fotos abiertamente sobre la casa de Fidel y el horror se convirtió en desconsuelo.

De pronto los aviones enemigos fotografiaban palmo a palmo su Isla "cada dos horas" a baja altitud, mientras las baterías antiaéreas operadas principalmente por los rusos permanecían en silencio con los soldados tomando vodka. Incluso después de haberse llevado los misiles, los aviones americanos seguían sobrevolando a baja altitud. Y pese a las órdenes y gritos de Fidel a las pocas secciones de artillería do­minadas por castristas, ningún avión enemigo fue siquiera rasguñado.
Así se dio cuenta no solo de que no habían preparado siquiera a los isleños, sino de que algunas de esas secciones no funcionaban realmente porque les habían retirado el mecanismo. Jrushchov, como bien dijo en sus memorias, había enviado al personal "idóneo"para evitar que Castro pudiera manejar dicha tecno­logía, por que, a fin de cuentas: "no pudimos involucrar a los cubanos en ese trabajo, porque no tenían ninguno el entrenamiento".
De hecho, la verdad es que a los cubanos se les "prohibía totalmente el acceso" a las bases militares por­ que eran "territorio soviético".Y cuando Fidel visitó las pocas unidades de defensa antiaérea cubanas se dio cuenta que ni siquiera: "había comunicaciones entre las quince baterías de artillería antiaérea emplazadas", nadie podía darles las órdenes, "porque lo poquito que existía en la base eran teléfonos soviéticos de magnetos, de la segunda guerra mundial" y no habían sido instalados. Fidel sintiéndose humillado, tuvo que poner una patrulla de policía en cada batería antiaérea para dar las órdenes.

Lo mismo había ocurrido con sus aviones. Contaba con más de cincuenta cazas, pero los únicos arma­ dos eran los de los pilotos rusos, no podían usar radares porque se encontraban en las bases soviéticas que no compartían la información y apenas unos pocos pilotos eran cubanos que tenían que salir a volar con escoltas soviéticas. Años más tarde los pilotos estadounidenses se enterarían también de que sus pa­ res rusos habían ordenado que sus MIG-21 los siguieran para asustarlos, pero con la advertencia de no disparar.
El colmo para Fidel había sido lo que consideró una verdadera traición de su amigo Mikoyan, quien en el medio de las negociaciones con un Castro iracundo le había dicho que no había tanto problema porque se quedaría con los seis bombarderos atómicos IL-28 que no estaban en las negociaciones de Kennedy. Cuando los norteamericanos ordenaron también que se retiraran esos aviones, Castro casi se desmaya cuando su amigo le dijo: "la verdad es que son reliquias (..) no sirven siquiera como blancos de disparos, ni siquiera sirven para entrenar a nuestras tropas", a lo que Castro respondió: "¿y para que nos los trajeron?".

El mundo suspiró aliviado tras la crisis de los misiles. Todos menos Fidel quien entendió magnífica ­mente bien una invaluable lección sobre lo que significaba ser un simpletítere de las potencias.
Su animadversión fue creciendo poco a poco, pero los rusos no sabían que "el loco" como era conocido desde su niñez se encargaría desde ese momento en hacerse notar. A partir de allí todos entenderían por qué muchos en Cuba le habían llamado siempre "el caballo" y entraría en conflicto una y otra vez con los soviéticos tratando de soltarse de unas cadenas imposibles de cortar. Y mientras los revolucionarios del tercer mundo fantaseaban con las magníficas relaciones, puertas adentro el distanciamiento comenzaba a gestarse y los enfrentamientos y encontronazos entre Fidel y los rusos fueron cada vez más gran­des. El resto fue simple propaganda.

Los rusos se marcharon tal y como llegaron, sin dejar absolutamente nada en la Isla que trajera algún progreso. De ahí sus tardías palabras públicas contra ellos. No es que no sabían construir el socialismo, que a fin de cuentas se simplificaría en multiplicar masivamente los medios de producción siendo el es­ tado su dueño, es que los rusos jamás les dieron las menores posibilidades de hacerlo porque tampoco hubo inversión real de desarrollo o intercambio de tecnología.
Pero aquel día en particular Fidel se sentía incómodo, porque en breve recibiría a un periodista estadou­nidense y en esta ocasión la entrevista no estaba arreglada con anticipación como era habitual, y mucho menos era un reportero condescendiente con la revolución. No recordaba algo así en su vida, se trataba de la primera vez que Fidel dialogaría con un periodista enviado desde los Estados Unidos con una intención política y su hermano había sido muy enfático en la necesidad de "invitarlo". "De esto dependen muchas cosas", le había confesado.
Hugo Chávez aún ni siquiera se había enfermado y su hermano Raúl acababa de dar la orden de estable­ cer los contactos y negociaciones secretas con Barack Obama, para iniciar el proceso de apertura para Cuba.
A fin de cuentas, Chávez no sería nunca más presidente a partir del 2012, pensaban los Castro.


LA CONSPIRACION 
DE LOS 12 GOLPES

PRÓLOGO
El intento de asesinato de Romulo Betancourt a las puertas de un restaurant, la sorpresiva conspiración para asesinar, al estilo Anwar Sadat, al presidente Luis Herrera Campins durante un desfile militar. Los nueve intentos de golpe de estado a Carlos Andrés Perez y mucho más. Quienes fueron Los Notables y por qué son considerados culpables del debilitamiento de la democracia?, Por qué algunos medios de comunicación se plegaron a los golpistas?, ¿Cómo eran nuestras Fuerzas Armadas? y dos capítulos inéditos sobre las razones por las que los militares venezolanos no atendieron el llamado a rescatar la democracia en el siglo XXI, son solo parte de las nuevas revelaciones que nos esperan al abrir las páginas de este famoso Best Seller.
La conspiración de los 12 golpes es el nuevo libro de Thays Peñalver, editado por La hoja del norte. Es un recorrido por la vida política de Hugo Chávez Frías desde sus años en la Academia Militar. A continuación presentamos el prólogo escrito por Plinio Apuleyo Mendoza, cedido gentilmente por la editorial para los lectores de Prodavinci.
Rara vez he encontrado en nuestro ámbito continental una periodista capaz de cumplir la tarea que Thays Peñalver se ha propuesto en este libro: seguir paso a paso la vida de un personaje como Hugo Chávez, quebrando los mitos creados en torno a su figura para mostrarnos la cruda realidad de su trayectoria. Todo esto lo hace sin furia ni pasión, más bien con la fría y delicada precisión de quien maneja un escalpelo.

¿Cuál es la conspiración de los doce golpes que anuncia el título de la obra? No es, como podría uno suponerlo a primera vista, doce golpes de estado promovidos por Chávez para cumplir con los propósitos revolucionarios que tenía desde antes de ingresar a las Fuerzas Armadas. Tal es una de las leyendas que él mismo ha tejido y que incluso ha sido aceptada por sus propios adversarios. Pero no es así; lo demuestra Thays Peñalver cuando examina, una tras otra, a lo largo de los años, las amenazas conspirativas que se urdieron en el establecimiento militar contra los sucesivos regímenes democráticos que ocuparon el poder desde la caída de Pérez Jiménez. La paradoja que uno descubre leyendo estas páginas es que tales golpes no estuvieron a cargo solo de oficiales influidos por Castro y el marxismo. Había conspiradores de extrema izquierda y de izquierda nacionalista, como también de un generalato o de militares de derecha que solo buscaban repartirse los beneficios del poder. Su unión en el proyecto de golpe era provisoria y no excluía más tarde feroces retaliaciones.

Para explicar este fenómeno de las reiteradas amenazas conspirativas sufridas siempre por la democracia y también la dura realidad de las dictaduras militares que aparecen en la historia de Venezuela, Thays inicia el libro con un minucioso y detenido estudio de lo que ocurrió en sus primeros tiempos con la Armada y con la Aviación, descuidadas hasta el punto de dejar al país desprotegido mientras sus altos mandos se repartían buena parte de los recursos destinados para mejorar sus dotaciones. “Las Fuerzas Armadas —escribe Thays— en general representaban a una nación cuyo presupuesto se gastaba en ellos [sus comandantes], mientras que el 80% de la población no sabía leer ni escribir”.

Quienes amamos y conocemos bien a este país, sabemos lo dura y heroica que ha sido la lucha por la democracia cada vez que esta ha sido amenazada. Lo vemos hoy. Cárcel o exilio, para no hablar de los riesgos de muerte, constituyen el duro precio que deben pagar quienes afrontan tal combate. El llamado Socialismo del Siglo XXI, con todos sus sueños y promesas, ha sido derrotado por la realidad. Nunca Venezuela ha conocido un desastre tan grande y terrible como el producido por este desvarío, triste resurrección en nuestro continente del comunismo y del castrismo, con las argucias engañosas de un populismo asistencial. Detrás está el mito que tras la muerte de Hugo Chávez se propone, con sacramental respeto, recordarlo como un segundo Bolívar. Era necesario que una detenida investigación, como la que recorre las páginas de este libro, nos mostrara con una fría objetividad su real perfil biográfico, sin pisar los linderos de la leyenda.

Ningún rasgo de tal leyenda lo pasa por alto este libro. Por ejemplo: siempre se ha dicho que Chávez, catequizado desde muy joven por dos devotos del marxismo –su hermano Adán y José Esteban Ruiz, su profesor en Barinas–, había conseguido entrar en la Academia Militar gracias a sus méritos deportivos para cumplir tareas políticas clandestinas. Sin embargo, cuando uno se sumerge en las páginas de este libro, encuentra que su pasión por el béisbol y sus dotes de pítcher no les consta a ninguno de sus compañeros de entonces. Lo recuerdan más bien como un muchacho aficionado al arpa, al cuatro y las maracas.

No tenía tampoco una verdadera vocación militar ni se distinguió en los batallones a los cuales fue asignado. Su propia abuela le decía “Usted no sirve pa’ eso”. “Jamás había comandado realmente fuerza militar importante –escribe Thays–. No se había destacado por nada”. Expulsado del pelotón donde debía prestar reales servicios militares, su carrera como capitán podría reducirse a tareas de bombero, cocinero, oficial de personal, presentador de espectáculos folclóricos, profesor de historia, jefe de cultura y artes plásticas. Jamás se vio sujeto a disparar un arma, ni comandar una escuadra.
Tampoco es cierto que desde su ingreso a la carrera militar, como se ha dicho, haya adelantado labores de adoctrinamiento ideológico para propagar entre los oficiales su credo marxista, a fin de llegar al poder por la vía insurreccional y abrirle paso a la revolución bolivariana. Como bien lo recuerda Thays Peñalver, todos sus compañeros, en diferentes entrevistas, coinciden en manifestar que Hugo no era realmente importante dentro del movimiento conspirativo y lo que producía más bien era miedo de que no respondiera a las expectativas ni a las tareas encomendadas. De modo que siempre le sacaban el cuerpo.

La única vez en que las circunstancias le asignaron un papel decisivo para tomarse el Palacio de Miraflores fue el cuatro de febrero de 1992, cuando Carlos Andrés Pérez estuvo a punto de ser derrocado. El golpe, leemos en este libro, había obtenido un rotundo éxito a nivel nacional, pero el único de los comandantes que falló fue Hugo Chávez. Se hallaba a solo 700 metros del palacio, en el Museo Militar, pero se limitó a presenciar con binóculos todo lo que estaba ocurriendo en aquellos parajes sin atreverse a enviar sus tropas al combate. Sin duda, en ello jugó su escasa experiencia militar.
Fue el primer comandante en rendirse y ello de mucho le serviría, pues para no verse implicados en el frustrado golpe, los generales decidieron presentarlo como el jefe supremo de aquella frustrada insurrección. Una vez capturado, Chávez no tuvo inconveniente en asumir gloriosamente tal papel. Lo demostró ante las cámaras de televisión cuando declaró: “Compañeros, lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la ciudad capital”. Su “por ahora” pasó a la historia.

Las últimas páginas de este libro nos revelan la pasmosa conversión del irrelevante militar en el personaje que astutamente, con la bandera de una revolución bolivariana y el total apoyo de Fidel Castro, llegaría al poder para nunca dejarlo hasta morir.
La conspiración de los doce golpes es un libro destinado a convertirse en una pieza esencial para comprender el origen de un desastre llamado Socialismo del Siglo XXI.
Plinio Apuleyo Mendoza

INTRODUCCIÓN

Fidel Castro se encontraba nervioso y emocionado mientras recorría apresurado los últimos metros que lo alejaban del salón de recepciones en la residencia presidencial de Venezuela. Cincuenta años exactos le había costado entrar a las habitaciones privadas de un presidente venezolano de la mano de una revolución, pero con el tiempo había aprendido a ser cauteloso. Mientras esperaba el arribo de Hugo Chávez, se detuvo en el salón donde se encuentra ubicado el cuadro Diana Cazadora. Allí contempló por unos momentos la maestrta de Arturo Michelena que retrataba a una imponente Diana. Le había encantado desde que Carlos Andrés Pérez se la enseñó unos años atrás, mientras conspiraba contra él, y la escena no podía ser más apropiada para la ocasión: la diosa era la figura principal y parecía flotar sobre nueve sabuesos que rodeaban y sometían a mordiscos a un aterrado cervatillo. De este recuerdo lo despertó el pensamiento de que la situación de Cuba era intolerable y que, como él mismo había explicado en un discurso histórico que dio luego del derrumbe del campo socialista y la industria cubana cuando los soviéticos se marcharon,"(...) la desmoralización, el desaliento en muchos, la falta de fe y de confianza" estaban logrando que por primera vez su liderazgo comenzara a verse en aprietos.

Fidel había sido golpeado por sus propios socios ideológicos hasta tal punto que ahora la isla se consumía por completo en la inactividad y lo único que prosperaba era la doble moral y el mercado negro. Los tres símbolos del campo cubano se habían hecho añicos: de ochenta mil toneladas de azúcar, apenas producían quince mil; lo mismo ocurrió con el ron y el tabaco, que quedaron reducidos en un 52%; para colmo habían tenido que ceder a los franceses el control de estos rubros. La  producción de leche había caído en un 47%, la de pollo en un 63%. Entonces llegó el hambre, haciendo que Fidel terminara explicando que, al marcharse los rusos, "(...) las proteínas y calorías se redujeron aproximadamente un 40 por ciento", mientras sus expertos admitieron que en realidad se trataba de más de un 50%. Así fue como la pobre isla entendió que hasta las calorías eran soviéticas. "¿Por qué ningún economista se dio cuenta de esto?", se lamentaba Castro en sus memorias... "¿Por qué no descubrimos que sostener esa producción era ruinoso?".

Por eso había llegado a acuerdos impensables con la Unión Europea, había llevado al Papa el año anterior a Cuba, por primera vez en la historia, para darle esperanzas al pueblo cubano. Pero además todo se le había complicado internamente y había tenido que reducir su ejército a más de la mitad, mandando a muchos oficiales a sus casas, no sin antes fusilar a unos cuantos, y enviar a prisión a aquellos en quienes ya no confiaba, mientras sus equipos militares ahora estaban canibalizados por falta de repuestos. Para colmo de males la Fuerza Aérea estaba compleiamente en el suelo, con la salvedad de un par de pilotos que dejaron, por el temor de que ocurrieran más deserciones como la del famoso avión MIG-21 que se fugó a Miami, justo en el momento en que por primera vez solo el 44% del pueblo estadounidense rechazaóa una intervención armada en Cuba si los cubanos iniciaban una lucha contra Castro.

Ante semejante crisis se había iniciado el peor éxodo de balseros en la historia cubana, cuando apenas en un par de meses 36 mil cubanos se echaron al mar, incluso nadando. Por si no bastara, ahora las universidades se planteaban la idea de una perestroika cubana y no pocos estudiantes fueron encarcelados. Así que cada paso que daba Fidel hacia el salón de receptiones en Venezuela le recordaba el hambre que estaba pasando su gente. Ya no se trataba de ideología, sino de pragmatismo del más puro y simple. Sin Venezuela y sus recursos económicos, las posibilidades de que la Revolución subsistiera eran nulas. Por eso había puesto en este país todo su empeño y eI poco dinero con el que aún contaba.

Venezuda significaba para él la salvación, pero los nervios no impidieron que pensara en el pasado. Como flashes recordaba la única vez que entró a un palacio de gobierno en semejantes condiciones. Noviembre de 1971 le parecía lejano mientras evocaba que en aquel Palacio de La Moneda de Chile le había dicho a Allende: "El imperialismo no va a intervenir materialmente", pero, en caso de que lo intentaran, había afimiado a su amigo: "Tengo la seguridad y la certeza absoluta de la respuesta implacable y dura del pueblo".

Fidel sabía que había pagado caro aquel comentario ante las cámaras, cuando sus palabras resonaron apenas dos años más tarde, al enterarse de que Allende se había suicidado junto con el periodista que las grabó. Por eso cuando llegó a la recepción lo hizo de forma cautelosa, se detuvo ante las puertas y pasó revista en el reflejo de su impecable uniforme verde oliva. Sabía muy bien que la primera impresión era la definitiva y que al momento de entrar, como siempre, todo el mundo haría silencio. Fidel dio dos pasos hacia adelante asomándose a las puertas de la inmensa sala de recepción en la que se celebraba el triunfo de la Asamblea Constituyente de Venezuela, y acto seguido dio dos pasos hacia atrás, vacilante, escondiéndose detrás de la puerta. (...)

Por qué los cubanos no se rebelan? (Armando de la Torre)

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