viernes, 15 de octubre de 2021

¿EXISTE UNA LLAMADA GUERRA CULTURAL? ¿QUÉ BATALLA CULTURAL? 💥


¿QUÉ BATALLA CULTURAL?

Puesto que no sé muy bien como abordar esta pieza, comenzaré a escribir y mientras pergeño y empalmo las ideas en mi mente las plasmaré directamente en mi portátil, tecleando palabra por palabra al compás de mis pensamientos. Veremos en qué termina. Estoy despistado. Me pasa a menudo con los mantras, que de tanto repetirlos uno no sabe donde está la verdad y en qué lugar se le pone. Ocurre algo parecido con los tópicos. Todos nacen de una certeza, que acabamos vistiendo de seda, para acaso una mayor expresividad y que acaban en chascarrillo. Mantras y tópicos no son lo mismo, pero ambos son lo que son porque se repiten y ambos acaban siendo falaces por tanto repetirlos.
El cambio climático, escrito así, en minúsculas, significó algo real en un momento determinado de la Historia y en algunos lugares donde la ciencia hoy aún se respeta. Allí saben de qué hablan. Muchas personas fueron vilipendiadas en el pasado por razón de sexo, raza, condición sexual o religión, entre otros motivos. Hoy esto sigue ocurriendo. ¿Podemos enfrentarnos a los problemas medioambientales recurriendo a lugares comunes? ¿Avanzaremos en una civilización respetuosa con la diversidad tirando de clichés? Evidentemente, no. Es necesario un diagnóstico acertado para poder solucionar un problema.
NUESTRO TIEMPO TAMBIÉN ES EL DE UNAS INSTITUCIONES QUE HAN OLVIDADO DE DÓNDE VIENEN, PORQUE LOS CIUDADANOS QUE LAS USAN Y LOS QUE LAS GOBIERNAN TAMBIÉN HAN BORRADO ESTOS DETALLES DE SU MEMORIA
Vivimos tiempos de indulgencia mental. Por no ser capaces –por falta de intelecto o de ganas, pero sobre todo por falta de público que aplauda– de descomponer los problemas en todas sus componentes hemos llegado a una situación acomodaticia en la que todo se basa en eslóganes fáciles que se opongan a los que tenemos en frente. Partimos del supuesto de que solo hay dos formas de ver la vida, A y B, y que todo lo que sea negación de A es igual a B, y viceversa. Esta es la salvajada argumental en la que estamos viviendo a diario, que en realidad es muy cómoda y consume pocos recursos neuronales.

Hoy me impelían a dar la batalla cultural. Ingenuo de mí pensaba que escribir unos cientos de palabras periódicamente en este estupendo medio, intentar promover el debate con estos humildes párrafos y manifestar algunas idas que escapan a los mass media por personales, extravagantes o alejadas de las líneas editoriales preponderantes, era exactamente eso. Pero resulta que la batalla cultural, al igual que el Cambio Climático o la Justicia Social, ya se escribe con mayúsculas, lo que significa que es una, única, perfectamente estructurada, conocida y determinada. Un conjunto de acciones que deben repetirse de una forma determinada y en las que no cabe heterogeneidad alguna.

Que hayamos de ser capaces de argumentar la superioridad moral de Occidente respecto a otras culturas implica varias cuestiones. Las instituciones nacidas para vertebrar la sociedad occidental a lo largo de los últimos doscientos o trescientos años son mucho más respetuosas con cualquier ciudadano que las que podemos encontrar en otras partes del mundo y lo son por el hecho de que no entran, o no deberían entrar, en cuestiones como la raza, el sexo, la religión o el pensamiento de cada ciudadano. Uno de los pilares sobre los que se sustenta nuestro sistema “culturalmente superior” es que en él caben todos, independientemente de su “cultura”.
Nuestro tiempo también es el de unas instituciones que han olvidado de dónde vienen, porque los ciudadanos que las usan y los que las gobiernan también han borrado estos detalles de su memoria. No cabe distinción entre el populacho y la casta gobernante. Los de arriba salieron de entre los de abajo. Siendo esto así es tarea de todos recordar el camino andado y las claves de su éxito.

El mundo no es de color de rosa. Qué les voy a contar. Más a favor de desterrar las soluciones fáciles. El mundo no es un juguete que hay que arreglar, por lo tanto, no caben simplificaciones cerradas e inamovibles. Solo análisis, diagnóstico, adaptación y reevaluación.
Hay que pelear contra la estandarización del individuo en colectivos, que es el camino fácil y que encandila a la clase política y volver al estudio individualizado de cada uno de nosotros, que es lo complicado, pero en lo que pretendemos fundamentar nuestros sistemas sociales o legales, al menos de boquilla. La defensa de la Libertad es superior moralmente, porque en la Libertad caben todos, incluso los que no la defienden. Cuando pasen del dicho al hecho, el resto haremos lo mismo. Esa es la superioridad moral de nuestra cultura y de eso hay que convencer a los que no la comparten, para que se adapten. A la Libertad se llega por convencimiento, no por la fuerza.

¿EXISTE LA LLAMADA GUERRA CULTURAL?

Hace unos días Guadalupe Sánchez Baena publicaba un interesante artículo acerca del controvertido asunto de la llamada guerra cultural. Una noción que se ha popularizado entre la opinión pública como consecuencia de la reciente dimisión-cese de Cayetana Álvarez de Toledo. La dirigente popular destacó como la falta de interés por parte de la actual ejecutiva del PP sobre la cuestión de marras había originado múltiples controversias en el seno de la portavocía popular.
En el artículo La mal llamada 'guerra cultural' de Vozpopuli al que hago referencia, Guadalupe, con el didactismo que la caracteriza y la exquisitez de la que hace gala en sus brillantes crónicas, intenta demostrar casi De More geométrico como tal noción de guerra cultural no sólo es inservible políticamente a efectos de combatir la crisis institucional que a traviesa el país, sino que además constituye eso que los escolásticos llamaban un “ente de razón” o, en lenguaje coloquial, una estupidez sin sentido. (A continuación una extracción del citado artículo de Guadalupe Sánchez Baena):

La dignidad humana, en juego

Claro que estamos inmersos en una confrontación, pero no es precisamente 'cultural'. Lo que está en juego son los derechos y libertades fundamentales inherentes a la dignidad humana y los principios en los que se sustenta la convivencia democrática liberal, que desde las instituciones se cuestionan y/o vulneran sistemáticamente. Imaginen un debate en el que los ponentes fueran, por un lado, un señor que defiende avanzar hacia un régimen totalitario (comunista o fascista) mientras que el otro argumenta a favor del Estado liberal y democrático de Derecho. ¿Aceptarían reducir una discusión de esas características a una mera cuestión “cultural”? ¿O les parecería una banalización reduccionista y peligrosa?

La política se ha convertido en una mera cuestión de suma de escaños para hacerse con el poder aún a costa de los derechos fundamentales

Lo peor de todo esto es que no hay guerra alguna porque, por desgracia, no hay bandos. Todos los partidos del Hemiciclo lo hacen. Miren si no el derecho fundamental a la presunción de inocencia, herido de muerte. Quienes no lo ignoran cuando la excusa es el sexo de la víctima, lo hacen si el pretexto es la nacionalidad. En esto no hay combate ni conflicto, porque es una guerra que como sociedad ya hemos perdido.
Los españoles hemos decidido remar para salvar al partido con el que simpatizamos en lugar de hacerlo para proteger nuestras libertades. Así que la política se ha convertido en una mera cuestión de suma de escaños para hacerse con el poder aun a costa de los derechos fundamentales, no hay más. Pero como eso es algo difícil de vender entre un electorado que necesita creer en la bondad intrínseca que guía al gobernante, anestesian al votante con un 'reto democrático' de nuevo cuño: que si la transición ecológica, que si la violencia de género o que si la memoria democrática. Nos embarcan en la eterna búsqueda del arcoíris una y otra vez. Y mientras intentamos vislumbrar los colores entre las espesas nubes, no nos percatamos de cómo socavan aquello que de verdad nos permite realizarnos personal y socialmente: nuestra libertad.

Triste es observar cómo nos obligan a intervenir en este campo de batalla. Algunos de verdad creen que aceptando determinadas premisas impuestas desde la izquierda serán perdonados. Lo cierto es que, al igual que en nombre de la identidad han resucitado algo tan infame como el derecho penal de autor (en el que la condena no depende del acto cometido sino de características personales del autor) en nombre del consenso se ha instaurado también una suerte de política de autor, en el que lo que importa no es el qué sino el quién. Porque no es lo mismo que el escracheado sea de izquierdas que de derechas, o que el Gobierno que nos mienta a diario sea popular o socialista. Cuando se quieran dar cuenta de que, mientras pensaban estar combatiendo ya se habían rendido, será tarde. Y no sólo para ellos, sino para todos.

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Dado que he escrito en reiteradas ocasiones al respecto me siento en cierto sentido compelido a aclarar el por qué pienso que sí existe esa realidad llamada guerra cultural. Para exponer mi visión al respecto voy a referirme dialécticamente a algunos de los puntos que trata Guadalupe en su artículo. Mi propósito es meramente aclaratorio y no tiene ningún afán polemista. Básicamente comparto el fondo de la mayoría de las reflexiones de Guadalupe en relación con el declive de las principales instituciones penales y procesales en España y me atrevería a decir que en la mayoría del mundo occidental. Lo que me separa de ella es la diversa concepción que mantengo respecto a las causas últimas de lo que está sucediendo.

AUNQUE LA NUEVA IZQUIERDA USE CONCEPTOS Y TÉRMINOS CLÁSICOS DE LA TRADICIÓN PROGRESISTA, SU SENTIDO ES RADICALMENTE NUEVO. PRECISAMENTE ESE VACIADO SEMÁNTICO DE LAS PRINCIPALES INSTITUCIONES POLÍTICAS Y JURÍDICAS QUE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL HA ALUMBRADO DESDE LA ILUSTRACIÓN ES EN LO QUE CONSISTE ESA GUERRA CULTURAL QUE GUADALUPE NIEGA

Primero voy a exponer someramente algunos de los puntos que Guadalupe defiende en su artículo para posteriormente pasar a comentarlos críticamente y de esta forma poder plantear mi visión alternativa al respecto. Según ella la llamada guerra cultural no sólo no existe sino que es una creación discursiva de la izquierda, un señuelo que ésta ha puesto a liberales y conservadores para que se entretengan mientras la izquierda se dedica a demoler el edificio legal institucional heredado del liberalismo y de la ilustración. También señala en su artículo como el origen del término guerra cultural hay que situarlo en la obra de James Hunter que lo presenta en clave de la política norteamericana como un conflicto sociológico entre valores liberales-progresistas y conservadores (derechos de los homosexuales, tenencia de armas).

Guadalupe también señala como la polarización de valores es una simplificación de la lucha política. Baena pone el ejemplo de la defensa por parte de la nueva izquierda de los derechos de la comunidad LGTBi que se contradice con la visión clásica homófoba del comunismo de la URSS o cubano. Ahondando en la misma idea señala como la propia izquierda ya no encarna esos supuestos valores de igualdad en la medida en la que el progresismo que dice defender valores como la libertad y la igualdad acaba abrazando el identitarismo. Esto lleva a la izquierda a defender las llamadas discriminaciones positivas que de facto suponen una negación de la propia esencia de la igualdad.

Según la visión de Guadalupe, James Hunter nos daría la clave de lo que en realidad significa la guerra cultural, que no sería otra cosa que una suerte de lucha de clases, entre la minoría progresista ilustrada y la masa obrera indocta que votante conspicuamente a peligrosos pseudo-dictadores como Trump. Lo que llamamos guerra cultural no deja de ser una forma de inversión de la lucha de clases de toda la vida, sólo que contemplada desde la óptica de unas élites progresistas nacidas al albur de las universidades americanas. Para concluir su interesante artículo señala que realmente no hay una guerra cultural en curso, más bien lo que hay es una ofensiva del populismo, ya sea de derechas o de izquierdas contra los fundamentos del llamado estado de derecho liberal, lo que se traduce en el caso del populismo de derechas en una xeofobia creciente y en el caso del llamado populismo de izquierdas es un ataque contra los principios básicos del Estado de derecho con la excusa de proteger a unas minorías raciales y sexuales oprimidas por un estado racista, patriarcal y homófobo. Este silogismo conduce a Guadalupe a etiquetar a Podemos y a VOX como dos partidos populistas que en lo sustancial están de acuerdo en lo mismo: atacar los fundamentos del Estado liberal de derecho.

Desde mi punto de vista el principal error de la visión de Guadalupe radica en considerar a las ideologías como intemporales, entes que parecen estar al margen del tiempo. En este aspecto Guadalupe es claramente Straussiana, para ellos los problemas políticos parecen ser intemporales y los valores asociados a la política permanecen anclados a ideologías políticas determinadas. Así no habría diferencia sustancial alguna entre lo que defiende un conspicuo representante de la nueva izquierda como Laclau y un marxista clásico como Lenin (suponiendo que Lenin fuera un marxista según las teorías de la dupla Marx-Engels). Tampoco habría diferencia entre un Edmund Burke y un Irving Kristol, representante del neoconservadurismo norteamericano.

Esto no se sostiene, pues si se lee, por ejemplo, Hegemonía y estrategia socialista de Laclau uno se da cuenta de que la manera de entender ciertos aspectos del marxismo (La noción de ideología) de Laclau tiene poco que ver con la del célebre revolucionario soviético. Si en algo difieren la nueva izquierda y la izquierda totalitaria clásica representada por los marxistas soviéticos es en su diferente estrategia para imponer su ideología. Los soviéticos, por la influencia del leninismo, creían que el socialismo se impondría a través de un proceso revolucionario. Laclau, en este aspecto es más astuto, y se da cuenta de que Gramsci tenía razón: ninguna revolución te garantiza el poder si antes no has conquistado algo tan obvio como el sentido común de la gente. Es por lo tanto preciso apropiarse de las categorías políticas clásicas, ley, democracia, pueblo y dotarlas de un nuevo sentido.

Así, aunque la nueva izquierda use conceptos y términos clásicos de la tradición progresista, su sentido es radicalmente nuevo. Precisamente ese vaciado semántico de las principales instituciones políticas y jurídicas que la civilización occidental ha alumbrado desde la ilustración es en lo que consiste esa guerra cultural que Guadalupe niega. La guerra cultural del lado liberal-conservador se está perdiendo por incomparecencia, por la tozudez en no darse cuenta de que el sentido de muchos términos políticos está siendo transformado. De nada sirve apelar al respeto a la ley o al estado de derecho, porque estos conceptos están siendo resignificados por una nueva izquierda que está ganado esa batalla por la hegemonía cultural.

Por otro lado en relación al origen norteamericano del concepto de la llamada guerra cultural cabe añadir lo siguiente. James Hunter es un famoso profesor de teoría sociológica en los Estados Unidos que se ha caracterizado por introducir en el debate académico norteamericano elementos Gramscianos. Es el pensador italiano la fuente última de buena parte de los análisis de Hunter, que lo único que hace es aplicar marcos conceptuales propios del llamado marxismo occidental al campo de la vida cultural estadounidense. Hunter ha analizado con bastante detalle la influencia que el pensamiento evangélico ha tenido en la configuración política de los llamados “red states”, estados tradicionalmente republicanos como Texas. Hunter ha destacado como el pensamiento evangélico protestante ha logrado hegemonizar el sentido común de buena parte de los votantes de estos estados en cuestiones como el aborto o la libertad de conciencia como límite frente a las políticas de la llamada affirmative action (discriminación positiva) promovidas por parte de las administraciones demócratas en la era Clinton u Obama. Hunter es un gramsciano por lo tanto, verdadero padre de la idea de la guerra cultural.

Por último me gustaría señalar mi discrepancia con respecto a su visión acerca del populismo. El populismo es uno de los conceptos más esquivos de la teoría política y que ha sido objeto recientemente de nuevos análisis por parte de multitud de autores (Zanatta, Laclau, Fraser, Rosanvallon…).Multitud de controversias anidan en su conceptualización (fenómeno moderno o antiguo, patología o no de un sistema democrático, si se trata de una ideología o es pura retórica política…). Kenneth Minogue, cuyo análisis me parece muy acertado, lo define como un movimiento político que se asienta sobre dos principios: la transitoriedad, pues surge en momentos de convulsión política y su carácter no ideológico sino puramente discursivo.

Guadalupe parece presentar un enfoque sincrético del fenómeno populista, pues lo presenta tanto como una ideología básicamente iliberal o incluso anti-liberal, como una suerte de estrategia política patológica que daña la normalidad democrática e institucional. Siguiendo la estela de autores como Canovan consigue poder abarcar dentro de la misma etiqueta dos fenómenos populistas, cuyas semejanzas de fondo serían mucho mayores de las que uno podría pensar a priori. La realidad es que VOX y Podemos son partidos que han utilizado estrategias populistas con finalidades diversas. Podemos, en la línea laclausiana, para instaurar una vía cesarista hacia el socialismo del siglo XXI y VOX, como dique frente al derrumbe cada vez más evidente del edificio político-institucional de 1978, en la línea de la Koservative revolution de la nueva derecha. Poco o nada tienen que ver más allá de una apelación genérica al pueblo como sujeto político traicionado por unas élites oligárquicas, de base económica en el caso de Podemos y de base nacionalista en el caso de VOX. Equipararlos equivaldría a identificar el populismo de los Gracos, dirigido a salvar a Roma de las guerras civiles, del populismo de César encaminado a ser nombrado dictador perpetuo primero y finalmente imperator.

Según la visión de Guadalupe el populismo habría contaminado la vida política de las sociedades occidentales, hasta el punto de que todos los partidos, con tal de rascar algo electoralmente, sucumben de una u otra manera a las recetas populistas que acaban menoscabando los fundamentos del Estado de derecho. Guadalupe pone el acento en casos como el de la Manada, en el que partidos teóricamente sensatos y serios, PSOE y PP, acaban aceptando la última aberración jurídica con tal de no ser descalificados como “machistas y patriarcales” por parte de una opinión pública cada vez más sesgada por la nefasta influencia de unos malvados populismos que incitan las más bajas pasiones del vulgo ignorante en cuestiones legas y cada vez más ayuna de sólidos principios morales.

Precisamente esa deficiente comprensión de la guerra cultural es lo que lleva a Guadalupe a realizar una serie de análisis relativos al auge del llamado populismo punitivo en las sociedades occidentales que ella vincula a un auge del llamado derecho penal de autor, que conoció su periodo de esplendor en la llamada escuela de Kiel durante el III Reich. Desde mi particular punto de vista, que expondré en un próximo artículo, el declive de las garantías penales y procesales del mundo occidental no tiene su origen tanto en una vuelta hacia un pensamiento jurídico anti-liberal cuanto a la infiltración en el derecho penal de formas de pensamiento jurídico críticas de carácter anti-formalista, como los critical legal studies, la influencia de la teoría del derecho feminista de Catherine McKinnon o el auge del paradigma funcionalista en la llamada teoría del delito, especialmente el funcionalismo sistémico de Gunther Jakobs con su conocido derecho penal del enemigo.

Están abriendo la Caja de Pandora, es decir, nosotros (EL PODER) cambiamos las leyes, cambiamos conceptos porque una vez que tú cambias el concepto, automáticamente tú estás haciendo un cambio completo en la Norma, que es lo que no terminan de entender. No se trata simplemente, de dejar que dos personas del mismo sexo se casen, no se trata simplemente, de decir, Bueno, vamos a cambiar los pronombres, sino que se trata un cambio completo: y es una ideología.

El problema es que ellos dicen y, ellos mantienen que no es una ideología, sin embargo, una ideología que busca modificar, buscan modelar y. busca condicionar. Así es, modificar, condicionar y modelar. Eso es lo que busca una ideología.

LA BATALLA CULTURAL HA MUERTO

Es común escuchar que la gran disputa de nuestros tiempos es cultural y que está asociada al lenguaje. Efectivamente, bajo el supuesto de que la realidad es construida, o al menos está mediada de una u otra forma por el lenguaje, parece una verdad comúnmente aceptada que el acto de nombrar es político y que la hegemonía de una perspectiva sobre otra se vincula directamente con su capacidad para construir un sentido. La denominada “batalla cultural”, entonces, se reduciría así a una batalla por quién impone ese sentido a las palabras. Naturalmente el debate se puede remontar al Crátilo de Platón y necesariamente tendrá que atravesar por todos los autores que trabajaron la problemática del lenguaje al menos desde el denominado “giro lingüístico” de las primeras décadas del siglo XX. Como ese recorrido es imposible por razones de espacio, me gustaría posarme en algunas de las polémicas actuales para desde allí realizar algunos comentarios.

Un buen punto de partida podría ser el que ofrece el psicoanalista argentino radicado en España, Jorge Alemán, en su último libro llamado "Ideología". Cercano a PODEMOS, Alemán es, junto a su amigo, el ya fallecido Ernesto Laclau, uno de los intelectuales que mejor ha trabajado una nueva concepción de “populismo”. Pero en este caso, el libro aborda distintas temáticas entre las que quiero destacar su idea de que los discursos de la derecha no tienen “punto de anclaje”.
LO QUE ESTAMOS VIVIENDO NO ES LA MALDICIÓN DEL SILENCIO COMO SUPO PADECER OCCIDENTE EN TIEMPOS OSCUROS. LA PEOR CONDENA DE LA ACTUALIDAD PARECERÍA, MÁS BIEN, AQUELLA VINCULADA A LA INCAPACIDAD DE COMUNICARNOS
Apoyado en los presupuestos del psicoanálisis lacaniano, Alemán indica que los poderes mediáticos y las redes sociales que inundan el debate público de fake news han roto completamente la relación entre el significante y significado. Si bien merecería, de mi parte, alguna precisión técnica, podría decirse que estamos asistiendo a un momento en el que las palabras significan cualquier cosa y se han desvinculado completamente de su significado y su sentido. Por ejemplo, cuando tanto en España como en distintos países del mundo se habla de “Comunismo o libertad”, estaríamos asistiendo a un ejemplo de ruptura del punto de anclaje. En otras palabras, PODEMOS en España, el peronismo en Argentina, o Pedro Castillo en Perú tendrán mayores o menores influencias del pensamiento de izquierda o avanzarán más o menos en pretensiones colectivistas pero no son Stalin ni prometen la revolución del proletariado. Nos pueden gustar o disgustar pero reducirlos a “comunismo” puede ser útil como estrategia electoral pero no ayuda a dar cuenta de la complejidad de los procesos.

En el libro citado, Alemán lo explica en una serie de pasajes que podemos compilar a continuación:

“La ‘batalla por el sentido’ y ‘la batalla cultural’, aunque sigan siendo actividades vigentes, están sostenidas por narraciones que se van erosionando en sus puntos de anclaje. En semejante situación, el problema creciente es que a los representantes del poder neoliberal no les interesa más sostener tal o cual programa de sentido o de cultura, pues su objetivo final no necesita de ello. Su narrativa se inspira en el contrasentido y en la anticultura (…) Lo propio del capitalismo no es solo generar falsedades sino también abolir en cada sujeto la experiencia de la verdad, al ser difundidas informaciones y datos, supuestamente transparentes, de manera proliferante, para que los sujetos naturalicen la manipulación (…) La función de esos agentes de la derecha extrema es que la verdad desaparezca”.

Alemán observa este fenómeno con particular preocupación porque entiende que la izquierda y los movimientos populares todavía creen que la batalla cultural es una batalla que se da por el sentido y donde se juega la experiencia de la verdad. En otras palabras, ¿cómo dar una batalla por el sentido si a tu adversario el sentido ya no le interesa?

Sin embargo, desde distintas tradiciones políticas, esto es, desde la derecha pero también desde puntos de vista liberales y hasta de una izquierda más clásica, se le hace a la izquierda actual críticas similares a las que Alemán le hace a la derecha. Esas críticas, creo que pueden sintetizarse en dos episodios, uno de ellos, al menos, bastante conocido. Me refiero al denominado “affaire Sokal”.

Para quienes no lo conocen, Alan Sokal es un físico que se propuso exponer el sinsentido del relativismo en la ciencia derivado de algunas de las elaboraciones de los principales referentes de la Escuela de Frankfurt y los posestructuralistas franceses. Para ello, no tuvo mejor idea que enviar un artículo titulado “Transgressing the Boundaries. Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity” a una prestigiosa revista en el que su tesis principal era la de sus adversarios, a saber: la ciencia es una construcción social y lingüística impuesta por la ideología dominante. Sokal esperó que el artículo fuera publicado y luego envió a una segunda revista un artículo en el que contó lo que había hecho. Allí, entonces, reveló que había utilizado conceptos de la matemática y la física cuántica mezclados con citas de filósofos posmodernos reconocidos, para realizar una parodia y exponer la falta de rigurosidad de este tipo de publicaciones y de este tipo de autores a quienes acusa de manejar un lenguaje oscuro y confuso además de ser poco precisos al momento de utilizar conceptos científicos.

Este episodio, que lo pueden encontrar en el libro que luego Sokal publicara junto a otro físico llamado Bricmont, en 1997, titulado "Imposturas intelectuales", probablemente haya inspirado el segundo episodio, bastante menos conocido, ocurrido en 2018 y al que se lo conoce como “Grievance Studies affaire”. En este caso, quienes llevaron adelante el fraude fueron Peter Boghossian (profesor de Filosofía de la Universidad de Portland), James Lindsay, (doctor en Matemáticas de la Universidad de Tennessee) y Helen Pluckrose, (editora de la revista Areo). En la línea de Sokal, estos académicos enviaron veinte artículos a prestigiosas revistas de estudios culturales, donde deliberadamente se incluyeron afirmaciones y tesis delirantes que parodiaban las nuevas derivaciones posmodernas asociadas en muchos casos a las políticas identitarias.

En uno de esos artículos se podía leer la necesidad de imponer unos juegos olímpicos para personas con sobrepeso; en otro se llamaba a la masturbación anal masculina con dildos como una práctica que llevaría a que los varones fueran menos transfóbicos; en otro se hallaba una conexión entre el pene y el cambio climático y finalmente, en un caso, los autores lograron que una revista feminista les publicara un artículo en el que reescribían un fragmento de Mein Kampf con perspectiva de género sin que los padres que revisaron el artículo lo notaran. Al momento en que los autores revelaron el fraude, cuatro de esos artículos fueron publicados, tres estaban a punto de serlo, siete estaban en proceso de aceptación y apenas seis fueron rechazados.

Estos dos episodios mostrarían que la falta de un punto de anclaje era una crítica que se le venía haciendo a las perspectivas de izquierda desde hace ya algunos años atrás de modo que nos encontramos ante un panorama en el que desde diferentes sectores y desde distintas perspectivas ideológicas se realizan acusaciones cruzadas respecto al modo en que se estarían utilizando las palabras arbitrariamente haciendo del debate público una disputa de significantes completamente desvinculados de la realidad y del significado. En este panorama, parece razonable decir que la batalla cultural ha muerto.

A propósito, y para concluir, cabe mencionar el modo en que Dante, en La Divina comedia, encara el caso de Nemrod en el marco del relato de la Torre de Babel y de la confusión de las lenguas. Como ustedes recordarán, algunas generaciones después de Noé y su arca, Nemrod desafía a Dios impulsando la construcción de la Torre de Babel. Esa soberbia es castigada por la proliferación de distintas lenguas que acabarán disgregando y enemistando a la comunidad humana. En un libro titulado Curiosidad, el escritor argentino Alberto Manguel lo describe así:

“Nemrod y sus trabajadores y su ambiciosa torre sufrieron la maldición de hablar con un idioma que se había vuelto no solo confuso sino inexistente, incomprensible, aunque sin carecer totalmente de su significado original. El significado (…) no es la maldición de saber que no comunica nada, sino la maldición de saber que lo que comunica será siempre considerado un galimatías. A Nemrod no se lo condena al silencio, sino a transmitir una revelación que jamás será comprendida”.

La metáfora de Nemrod puede ser útil aquí. Porque lo que estamos viviendo no es la maldición del silencio como supo padecer occidente en tiempos oscuros. La peor condena de la actualidad parecería, más bien, aquella vinculada a la incapacidad de comunicarnos. Palabras, frases, significantes que valen todo lo mismo y que significan cualquier cosa. Por derecha, por izquierda, por arriba y por abajo, se estarían construyendo realidades paralelas sin un punto de anclaje en la realidad, haciendo que el diálogo sea solo aparente. De ser así, el mundo que viene será un mundo fragmentado en el que cada ideología e incluso cada persona tengan un lenguaje propio y personal incomprensible para el otro. El mundo que viene, entonces, no será un mundo de silencio. Será un mundo en el que todos hablaremos al mismo tiempo pero donde nadie entenderá qué demonios se nos está queriendo decir.



(First Things)- Entre los integrantes del panteón ultramundano de los megamonstruos comunistas, Lev Davidovich Bronstein (más conocido por su nombre de guerra bolchevique, León Trotsky) es una personalidad humana más interesante que Ioseb Besarionis dze Jughashvili (José Stalin o, en la correspondencia entre Roosevelt y Churchill, el «tío Joe»). Trotsky realmente tenía ideas, aunque deformadas, y algo vagamente parecido a una conciencia. Stalin estaba patológicamente loco por el poder y no tenía conciencia alguna. Trotsky también era inteligente con las palabras, como en la cita sobre la lucha de clases que a menudo se le atribuye: «Puede que no te interese la guerra, pero la guerra está interesada en ti».
Independientemente de que Trotsky lo expresara de esta manera tan concisa -las opiniones difieren-, hay una verdad análoga que muchos que se autoidentifican como católicos progresistas pasan por alto. Así que a mis amigos catoprogresistas les digo: puede que no te interese la guerra cultural, pero la guerra cultural está interesada en ti, y en todos los demás.

La guerra cultural que define gran parte de la vida pública contemporánea en todo el mundo occidental tiene dos formas. Un grupo de agresores culturales, bien arraigado en el gobierno de Biden, insiste en que los seres humanos son infinitamente plásticos y maleables, que no hay nada «determinado»en la condición humana (incluido lo determinado que está inscrito en nuestros cromosomas), y que los actos de voluntad, ayudados por la tecnología, pueden, por ejemplo, corregir las «asignaciones de género» mal aplicadas al nacer. Otro grupo de agresores culturales adopta una postura muy diferente, insistiendo en que nuestra raza, sexo, etnia o alguna combinación de ellas nos marca indeleblemente como víctimas u opresores. El movimiento LGBTQ+ es una expresión de lo primero. La teoría crítica de la raza y ese tipo ejercicios de fantasía histórica como el «Proyecto 1619» del New York Times (a través del cual se enseña a los escolares que la verdadera fundación de Estados Unidos ocurrió cuando los primeros esclavistas llevaron su carga humana a Virginia) son un buen ejemplo de lo segundo.
No voy a hacer de Trotsky y entrar en una discusión dialéctica para responder a la pregunta obvia: ¿cómo podemos estar al mismo tiempo totalmente indefinidos y definidos para siempre? Simplemente señalaré que ambos tipos de agresores están en guerra con la visión bíblica y católica de la persona humana. Esa es la guerra cultural y no se puede escapar de ella, excepto por actos voluntarios de negación, ignorancia culpable o pura mendacidad.

El desarrollo de una antropología teológica católica refinada -una visión católica distintiva y ennoblecedora de la persona humana- ha sido uno de los principales logros de la Iglesia en el último siglo. Este desarrollo hizo posible dos afirmaciones sorprendentes en la Constitución Pastoral del Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo moderno. En primer lugar, los padres conciliares enseñaron que Jesucristo revela tanto el rostro del Padre misericordioso como la verdad sobre nosotros, de modo que aprendemos toda la gloria de la naturaleza humana al contemplar a la persona de Cristo. A continuación, enseñaron que la realización del deseo humano y del destino humano pasa por la entrega, no por la autoafirmación voluntaria. Estas enseñanzas tienen profundas implicaciones para la renovación cultural actual.
Según la autorizada enseñanza del Concilio Vaticano II, los católicos no deben encasillar a los seres humanos por su raza, etnia, identidad cromosómica u objeto de atracción sexual. Los católicos que se toman en serio los textos del Concilio Vaticano II se niegan a ceder, y de hecho ofrecen resistencia, a aquellos agresores culturales que piensan en los seres humanos como unos meros paquetes crispados de deseos moralmente iguales cuyo cumplimiento agota el significado de «derechos humanos». Los católicos que se toman en serio el Concilio trabajan para dar efecto legal a la enseñanza del Vaticano II de que «el aborto, la eutanasia… [y] la mutilación» (pensemos en las niñas de trece años que se someten a una doble mastectomía en nombre de los derechos «trans») «envenenan la civilización», «degradan a los autores» así como a las víctimas, y «militan contra el honor del Creador».

En un reciente discurso en vídeo dirigido al Congreso español sobre los católicos en la vida pública, el presidente de la Conferencia episcopal de Estados Unidos, el arzobispo de Los Ángeles, monseñor José Gómez, desafió valientemente a los movimientos autodenominados de «justicia social» basados en conceptos totalmente anticatólicos de la persona humana. Fue atacado de inmediato por los habituales trolls catoprogresistas de Twitter y la blogosfera, que consideraron que la verdad expresada por el arzobispo era insensible a la guerra cultural.
Esta acusación, como tantas otras histerias catoprogresistas de los últimos meses, es ridícula. También sonaba al tipo de intimidación que con consiguió que el arzobispo Gómez se acobardara cuando publicó una reflexiva carta al presidente Biden el pasado mes de enero. El arzobispo es un hombre tranquilo, al que no le gusta especialmente la controversia. Pero también es un pastor que cree que no se puede escapar de la guerra cultural cuando los agresores niegan verdades esenciales de la fe católica sobre nuestra humanidad. Más poder para él.
Publicado por George Weigel en First Things
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.


VER+:
LA GUERRA CULTURAL

Lo que llamamos cultura, uno de los conceptos más esquivos para la antropología, se ha venido convirtiendo desde mediados del siglo XX en el patrimonio casi exclusivo del llamado pensamiento progresista.

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