domingo, 13 de marzo de 2022

LIBRO "PARA SER BUEN PERIODISTA": G. K. CHESTERTON, PERIODISTA DEL SIGLO XXI 📰


Chesterton, periodista del siglo XXI

El palangre o palangrismo es la forma de cobrar o aceptar dinero para favorecer una o varias personas u una o varias instituciones sin importar la verdad del hecho. En lenguaje periodístico, práctica de recibir palangre (pago ilícito).

Cuando en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Comunicación de la Universidad CEU San Pablo enseñamos retórica clásica a nuestros alumnos, el gran descubrimiento de esas mentes inquietas es que Aristóteles ya había dicho casi todo sobre el perfecto orador en el siglo v a.C. El otro gran descubrimiento es que la mayoría de las palabras que hoy se usan en inglés, como brainstorming, ya existían en la época de los clásicos como Cicerón y Quintiliano, pero en latín, cuando lo llamaban inventio. Y es que no hay tanto nuevo bajo el sol que calienta a la humanidad, no hay tanto nuevo en nuestras relaciones interpersonales, en la forma de comunicarnos, en la manera de contar lo que sucede a nuestro alrededor. Cambia el contenido, cambian las técnicas, cambian los protagonistas, pero los problemas son exactamente los mismos, ayer, hoy y siempre. 

Cuento esto porque en nuestra profesión del periodismo es habitual encontrar una cierta melancolía que se regodea en el recuerdo del pasado y critica constantemente el presente y más aún si cabe el futuro. Pero los que somos periodistas de vocación, los que tenemos voluntad, entendimiento y corazón entregados a la nobilísima causa de contar la verdad para hacer del mundo un lugar mejor, sabemos que el periodismo sigue vivo y que los problemas que lo horadan no se diferencian tanto de los que experimentaron nuestros predecesores. En resumen, cualquier tiempo pasado no necesariamente fue mejor, sino simplemente anterior. Es precisamente esta la sensación que le quedará a usted, querido lector, después de disfrutar de esta excelente recopilación de escritos periodísticos de Chesterton que ha llegado hasta sus manos. Porque lo que descubrirá en estas selectas páginas de la historia del periodismo es que Chesterton bien pudiera ser un periodista del siglo xxi, que los problemas que él denuncia son exactamente los mismos que los que nosotros denunciamos y que la lupa de la ética a la que somete la realidad sigue funcionando a la perfección más de cien años después. 

Inmersos como estamos en la revolución digital, transformación que sin duda ha cambiado el curso de la historia y, con la historia, de la comunicación, a veces creemos que los problemas que nos inundan «antes, no pasaban». Pero resulta que en 1906 ya denunciaba Chesterton la expansión imparable de los memes porque «casi todas las bromas o actos violentos pueden perdonarse bajo esta estricta condición: que sean completamente inútiles»1. Claro está, que no utilizaba el término meme, como tampoco Quintiliano hablaba de brainstorming, pero para el caso, es lo mismo. Sin embargo, el fondo del asunto que denuncia Chesterton es tan actual que podría entrar de lleno en nuestros libros de Ética y Deontología. No deje de leer, querido lector, el imprescindible epílogo de esta obra, escrito por el profesor Gabriel Galdón, catedrático en la Facultad de Humanidades de la CEU-USP, y autor de un libro de referencia fundamental, Infoética: el periodismo liberado de lo políticamente correcto (CEU Ediciones, 2019), chestertonista convencido. 

Porque Chesterton, como Galdón, denuncia ese «periodismo moderno mediocre» que se queda en la anécdota y que a duras penas descienda al fondo de los asuntos. Nuestro ilustre autor escribía entonces: «Si mañana mato a palos a mi abuela [...] estoy totalmente seguro de que la gente dirá todo tipo de cosas sobre mi acción, excepto el simple y obvio hecho de que está mal. [...] El periodismo moderno tiene miedo constante de esta explicación moral tan simple»2. 
Ya ve, querido lector, que Chesterton podría estar hablando del mismo periódico que se leyó usted esta mañana. En el periódico que se leyó usted esta mañana ocurre no pocas veces que falta información relevante y sobra irrelevante, que uno percibe esa mano del guardameta (gatekeeper, lo llaman los teóricos de la comunicación) que decide qué llega ver la luz y qué no, que solo unos pocos determinan el contenido de la agenda (agenda setting) de los medios. 

También Chesterton lo percibía cuando denunciaba que podría parecer que «el fin primordial de los periódicos es ocultar las noticias» mediante un sencillo y eficaz sistema: «dos líneas impresas pueden callar a doscientos testigos veraces» o, lo que es lo mismo, lo que no está en los medios, no existe. Y demasiadas veces se extiende la errónea idea de que algo es verdad «porque lo han dicho en la tele» o porque «lo he oído en la radio». Con ese humor que caracteriza a nuestro autor, denuncia que «el público creería al periódico en contra de los testigos. [...] incluso los testigos creerían al periódico en contra de sus propios ojos». Esto suena enormemente a fake news pero en versión «Chesterton», que ya descubrió que la selección de noticias era «un nuevo modo de adular a los ricos y a los importantes»3. 

Contra las mentiras, que jamás serán periodismo, la verdad. Pero la verdad bien estudiada, la verdad interpretada y contextualizada. Porque hoy vivimos inmersos en un periodismo de declaraciones que roba la entidad a las noticias. Y resulta que Chesterton, en 1907, vivía en un periodismo muy similar, con el gacetillero agazapado cual animal de caza en pos del mejor titular. Y conseguida la presa, ha dejado de importar el significado. 
Si el orador dice que el primer ministro es como una marsopa en el mar, el periodista anota «marsopa» y se olvida del primer ministro. Si el orador dice que el Sr. Chamberlain es como un violonchelo, el periodista no espera a oír la razón. Ha conseguido algo material y está tan contento. Se anotan todas las palabras llamativas; la cadena de pensamiento se descarta4. 

Parece que Chesterton ya conocía Twitter. El problema que denuncia Chesterton no puede estar más de moda: 
En estos tiempos es prácticamente imposible encontrar la verdad en ningún periódico, ni siquiera en los periódicos honestos. Me refiero al tipo de verdad por la que un hombre puede sentir curiosidad inteligente, la verdad moral, la verdad que está en discusión la verdad que se encuentra en movimiento y que afecta realmente a las cosas5. 

Querido lector. No hace falta que cambie ni una coma del extracto anterior. Basta que interprete que «en estos tiempos» es hoy, y no 1909, cuando nuestro autor denunció que la información se descontextualiza, sin causas ni consecuencias, sin la valoración moral de lo que ocurre porque «la prensa diaria da noticias de ciertos hechos simplemente porque son actuales». Pero se queda solo con el final de cada historia: «el reportero llega siempre tarde a la tragedia» y ya no es capaz de interpretar qué pasó allí para acabar en ese final.
Entonces nos dijeron que para luchar contra la mentira la única vía era una supuesta objetividad que realmente no existe: solo los hechos, pero nadie se preguntó qué hechos. Y ese estudio de la objetividad que hoy se ha comido la verdadera profesión periodística, ya traía de cabeza a Chesterton. 

Lord Rosebery, según creo, hizo una paradójica sugerencia al afirmar que los periódicos debían consistir en noticias. Proponía excluir todo comentario, ya fuera moral, político y (espero) financieros. 
Pero a nuestro autor no le convence la propuesta de prescindir de la interpretación. Al fin y al cabo: 
En el peor de los casos, los comentarios serán solo falaces; las noticias pueden ser falsas. O, aunque no sean falsas, pueden ser seleccionadas de modo que den una imagen completamente falsa del lugar o del asunto del que se discute. La selección es elevado arte de la falsedad6. 

De modo que se mete el autor de lleno en un debate que hoy sigue tan vivo como siempre: no decir ninguna mentira puede estar muy lejos de haber dicho la verdad. Ante este elenco de ejemplos, uno podría pensar que debemos dejar de creer en el periodismo. Pero Chesteron, en el ejercicio de metaperiodismo que van a encontrar en estas páginas, es periodista y quiere serlo. Es decir, denuncia los problemas de la prensa con la convicción de que otra opción es posible. Explica cuáles son las limitaciones y cómo, aun así, en la mayoría de las ocasiones triunfa la verdad. 

No se pierda, querido lector, la deliciosa historia de ese periodista al que, mientras escribe su sesuda columna de los sábados:
Su casa invadida de repente por críos de todas formas y tamaños [...] le asedian problemas morales de la más pantagruélica complejidad. Le toca decidir, frente a los terribles ojos de la inocencia, si, cuando una hermana ha roto el cubo de su hermano, en venganza por el hurto por parte de este de dos de sus caramelos, puede admitirse que este, en represalia, pintarrajee su libro de cuentos y si esta conducta no justifica, a su vez, que la hermana le apague las cerillas que había encendido sin permiso de la autoridad7. 

Como periodista y madre de familia numerosa, me he sentido absolutamente identificada con la escena, que concluye con un divertido embrollo de titulares malinterpretados. Pero no le haré spoiler para que lo disfrute tanto como yo. Al final, como explico a mis alumnos en nuestras clases, el trabajo del periodista es casi un milagro cotidiano. El periodismo es el puente que permite transportar la realidad en forma de palabras (la verdad), sobre el río que separa a las personas que necesitan conocer lo que pasa de esos hechos que están ocurriendo y que son clave para su vida. Pero, a diferencia de los ingenieros, nosotros casi no tenemos tiempo para planificar cómo construir ese puente cotidiano, porque el día de mañana viene ya empujando al de hoy, porque la noticia importa ahora y no más tarde, porque a veces urge conocer la verdad para no acumular errores. 
Además, a diferencia del ingeniero, que estudia con detalle los materiales que necesita para la construcción, elabora un presupuesto y los compra, nosotros nos tenemos que nutrir de hechos que no hemos presenciado a través de testigos que no siempre conocemos y con información relevante obtenida por medios lícitos y sin pagar por ella, para no caer en ese mercenario ejercicio de un mal show que algunos quieren llamar periodismo. Para añadir complejidad a nuestra tarea, tenemos que interpretar qué se esconde detrás de cada hecho. Porque en contra de lo que se suele pensar en una sociedad cada vez más perdida, cada uno de nuestros actos esconde un trasunto moral. Hasta sonreír (o no sonreír) al quiosquero que nos vende el periódico. Y esa trascendencia la tenemos que descubrir sin conocer a ciencia cierta si el hecho de hoy será el que cambie el mañana para siempre. 

Haga la prueba, querido lector, de escudriñar entre los titulares de los días previos a una gran guerra, da igual cuál elija. Descubrirá crónicas de teatro, críticas literarias y columnas de sociedad, quizá algunos comentarios sobre la tensión política, pero la guerra nunca estalla el día de antes. 
«Titulares como “El misterio del incendio provocado: 
entrevista con el emperador” (a Nerón le hubiera gustado ser entrevistado) hubieran sido lecturas deliciosas», dice Chesterton con sorna. Porque él sabe que ser periodista no es fácil. Los periodistas empezamos siempre por el final: Descubrir un cadáver significa que no se ha podido descubrir una conspiración. Sin duda, la prensa romana del día siguiente al asesinato de César cubriría toda la escena del crimen en el Capitoio y entrevistaría a Casio y Antonio. [...] Pero los periódicos no se hubieran forjado una opinión de lo que estaba sucediendo. [...] Los periódicos llevan la penitencia del pecado de su ciega adoración a la velocidad. Van tan rápido que no se enteran de nada y tienen que decidirse tan rápido que acaban sin decidirse por nada8. 

Y, ante todos estos males, tiene Chesterton la solución: dosis ingentes de verdad y ética, sustentadas por una firme cultura que mantenga al periodista a flote: «el periodismo morirá pronto si se conforma con permanecer ignorante». 
¿Qué cultura quiere Chesterton? La misma que los rétores con los que arrancamos este prólogo, los que afirmaban que el perfecto orador es el que conjuga en sí no solo los saberes, sino que se convierte en persona «buena y justa moralmente hablando», según dijo Cicerón. 
«Le pediré al lector que no piense en museos ni en clases de música ni librerías, sino en campos, granjas y jardines»9. 

Porque Chesterton sabe que el buen periodista es el que comprende a las personas, el que trasciende a los hechos, el que interpreta el mundo con un único fin: hacer de la sociedad a la que se lo cuenta un lugar mejor. Aquí le dejo, querido lector, en la mejor de las compañías. Un Chesterton de ayer que es un Chesterton de hoy. Un periodista a carta cabal que ya supo entrever los problemas que en el siglo xxi seguirían acuciándonos, que planteó las soluciones a ese sensacionalismo que ahora se viraliza en las redes, que comprendió el riesgo de banalizar las declaraciones y sacarlas de contexto, que se aplicó con insistencia a la búsqueda de la verdad, que comprobó con acierto que, si la palabra no sirve para distinguir el bien del mal, la palabra no sirve. Chesterton no puede estar más de moda.

Prof. Dra. María Solano Altaba 
Periodista y Doctora en Periodismo. 
Decana de la Facultad de Humanidades y Ciencias 
de la Comunicación de la Universidad CEU San Pablo

«¿Tan difícil es decir que algo es inmoral?» 
Illustrated London News, 24 de noviembre de 1906

No siento ninguna simpatía por los ataques internacionales cuando se toman en serio, pero sí profeso una simpatía extraña y disparatada cuando son totalmente absurdos. Los ataques siempre están injustificados como práctica política, pero son normales y previsibles como bromas. De hecho, casi todas las bromas o actos violentos pueden perdonarse bajo esta estricta condición: que sean completamente inútiles. Si el agresor saca algún provecho, entonces es imperdonable. El menor indicio de utilidad o provecho lo condena. Una persona vital y culta puede enzarzarse en una pelea, pero no roba. Un caballero puede quitarle el sombrero a su amigo de una patada; pero no se apropia del sombrero de su amigo. Por esta razón (como ha señalado ya el Sr. Belloc), el muy combativo pueblo francés siempre vuelve a casa tras sus inmensos ataques –las incursiones de Godofredo de Bouillón, los ataques de Napoleón–; «se les trae de vuelta, tras no haber conseguido nada más que una épica». 

En ocasiones, veo en los periódicos retazos informativos que hacen que el corazón me dé un brinco de simpatía patriótica irracional. He tenido la desgracia de quedarme frío ante muchas de las iniciativas y proclamaciones recientes de mi país. Sin embargo, el otro día encontré en el Tribune el párrafo siguiente, que con su permiso reproduzco como ejemplo del tipo de ataque internacional por el que siento instintivamente la mayor de las simpatías. También hay algo atractivo en el laconismo con que se narra el asunto: Ginebra, 31 de octubre Ayer fue puesto en libertad, tras pagar una multa de 24 libras esterlinas, el estudiante inglés Allen, detenido en la estación de tren de Lausanne el sábado pasado por pintar de rojo la estatua del General Jomini de Payerne. Allen ha marchado a Alemania donde continuará sus estudios. Los habitantes de Payerne están indignados y pedían que lo retuvieran en la prisión. No me cabe duda de que la ética y la necesidad social requieren una actitud contraria, pero confieso que lo primero que sentí al leer esta hazaña fue un placer profundo y elemental. Hay algo grande y simple en la operación de pintar de rojo la estatua de piedra de un general. Naturalmente me parece lógico que los paisanos de Payerne estuvieran indignados. 

Un atardecer, de regreso a sus casas por las calles de su hermosa ciudad (¿o es una provincia?) habían visto, destacada sobre el fondo plateado de la puesta de sol, la impresionante figura gris del héroe local, apostado para proteger la ciudad bajo las estrellas. Tuvo que ser una auténtica conmoción salir al clarear la mañana y encontrar un enorme general bermejo mirándolos fijamente bajo el sol. No les culpo por pedir que retuvieran al muchacho en la prisión; puede que una estancia corta en la prisión no le viniera mal. Pero aun así, considero que este acto inmenso tiene algo de humano y excusable; y cuando me esfuerzo por analizar la razón de este sentimiento, descubro que no está en el hecho de que el acto fuera llamativo, atrevido o que tuviera éxito, sino en el hecho de la acción era totalmente inútil para todo el mundo, incluso para quien la perpetró. El ataque termina en sí mismo, sin conseguir nada más que una epopeya. La noticia contiene una frase alarmante. Dice, claramente, que Allen ha marchado a Alemania, donde continuará sus estudios.

¿Qué estudios? Si entiendo la psicología de mi querido amigo Allen como creo que la entiendo, no me parece que sea el típico muchacho tan sumido en sus estudios de escolástica que pueda olvidarse del mundo exterior. ¿Qué estudios son esos que va a continuar? ¿Serán quizá artísticos? ¿Serán, por una curiosa casualidad, estudios de la pintura roja? ¿Propagará por el Imperio Alemán su decoración pública? Puede que dentro de pocos días se lea en los periódicos algunas noticias como estas: «La estatua del General Moltke en Berlín apareció esta mañana pintada de un verde guisante brillante. Los habitantes de Berlín están ligeramente sorprendidos». 
O «Una conmoción sacudió a la ciudad de Coblenza esta mañana al aparecer la estatua colosal del Emperador Guillermo I pintada de azul brillante con lunares rosas»; o «En la ciudad de Rudesheim se están haciendo investigaciones a fin de descubrir quién pintó de rojo la nariz de la estatua de Germania a orillas del Rin»; o «Los habitantes de Frankfurt no creen que el haber pintado de cuadros amarillos y negros la estatua de Schopenhauer sea una mejora; pero lo acatan con una enérgica resignación germana». 
Me temo que las hazañas de nuestro amigo común, el espontáneo capitán von Köpenick10, palidecerán ante los éxitos grandes y devastadores de este sencillo estudiante inglés, que va a continuar sus estudios en Alemania.
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1 «Sobre las acciones perversas»
2 Ídem.
3 «Las mentiras del periodismo».
4 «Los estilos indirectos».
5 «La verdad en los periódicos»
6 «Distorsiones periodísticas»
7 «El periodista real».
8 «Lo que no ven los periódicos».
9 «Periodismo y cultura»
10 Chesterton alude a un episodio que ya había comentado en el mismo Illustrated London News. En 1906, ocurrió en Köpenick un divertido incidente que dio la vuelta al mundo. Wilhelm Voigt, un zapatero desempleado, que había sido anteriormente condenado a muchísimos años de prisión por delitos prácticamente insignificantes, se disfrazó de oficial del ejército prusiano y después de convencer a unos soldados se apoderó con ellos del Ayuntamiento de la ciudad y del erario, haciendo detener a su alcalde. El hecho de que nadie dudara de su autoridad –a pesar de no mostrar ni una orden escrita– hizo que pronto se convirtiera en un líder popular, pues gozó del apoyo de la prensa desde que el caso saltó a la luz. Condenado a cuatro años, el Kaiser lo indultó al haberse cumplido la mitad de la pena. En 1931 se estrenó una comedia sobre el suceso y ha sido posteriormente la base para más de diez películas. En la ciudad de Köpenick, en el mismo ayuntamiento donde se llevara a cabo su proeza, se alza hoy una escultura de bronce de Voigt. En el artículo en que Chesterton lo cita por primera vez (10 de noviembre de 1906), realiza un agudísimo análisis y crítica de la mentalidad que lleva a obedecer a un hombre por el mero hecho de ir uniformado.


Chesterton y la eterna batalla
contra la desinformación
«Para ser buen periodista», una selección de artículos de Chesterton sobre el periodismo de su tiempo que siguen hablando a periodistas y comunicadores más de cien años después

En nuestra profesión del periodismo es habitual encontrar una cierta melancolía que se regodea en el recuerdo del pasado y critica constantemente el presente y más aún si cabe el futuro. Pero los que somos periodistas de vocación, los que tenemos voluntad, entendimiento y corazón entregados a la nobilísima causa de contar la verdad para hacer del mundo un lugar mejor, sabemos que el periodismo sigue vivo y que los problemas que lo horadan no se diferencian tanto de los que experimentaron nuestros predecesores.
En resumen, cualquier tiempo pasado no necesariamente fue mejor, sino simplemente anterior. Es precisamente esta la sensación que le quedará a usted, querido lector, después de disfrutar de esta excelente recopilación de escritos periodísticos de Chesterton que ha llegado hasta sus manos. Porque lo que descubrirá en estas selectas páginas de la historia del periodismo es que Chesterton bien pudiera ser un periodista del siglo xxi, que los problemas que él denuncia son exactamente los mismos que los que nosotros denunciamos y que la lupa de la ética a la que somete la realidad sigue funcionando a la perfección más de cien años después...

¿Puede el periodismo contemporáneo aprender algo a partir de lo que escribió alguien como Chesterton hace más de cien años, cuando ni siquiera habían llegado la información radiofónica o televisiva? Un servidor de ustedes cree que sí, y mucho.
Chesterton tiene fama merecida de profeta. Resulta casi escalofriante leer lo que escribió hace más de cien años sobre cuestiones que hoy están de plena actualidad. El periodismo no es una excepción. Por eso, nada mejor que leer lo que escribió Chesterton si queremos ir a la raíz de un problema tan presente en nuestros días como la necesidad de saber si lo que leemos, vemos o escuchamos es información o desinformación.

El lector hispanohablante tiene ahora una buena herramienta para que el siempre luminoso Chesterton nos ayude a no perdernos en medio de la oscuridad provocada por la constante emisión de cortinas de humo que impiden ver la verdad. Se trata del volumen "Para ser buen periodista", una selección de artículos de Chesterton sobre el periodismo de su tiempo publicados en el semanario Illustrated London News entre 1908 y 1925.
El volumen se completa con un prólogo de María Solano, decana de la facultad de Humanidades y Ciencias de la Comunicación de la Universidad CEU San Pablo, y un epílogo de Gabriel Galdón, catedrático de Periodismo recientemente jubilado en la misma facultad y autor de Infoética. El periodismo liberado de lo políticamente correcto. Este último libro está plagado de referencias a Chesterton y podría definirse como un intento de responder a la pregunta ¿qué pueden aportar la teoría y la práctica periodística de Chesterton al mundo informativo de la primera mitad del siglo XXI? El libro de Galdón podría ser una prueba muy bien documentada de que Chesterton tiene mucho que decir en la eterna batalla entre la información y la desinformación.

"Para ser buen periodista" se suma a la larga lista de aportaciones del Club Chesterton de la Universidad CEU San Pablo a la difusión de la obra del escritor inglés. Es la primera vez que promueve la publicación de una traducción de textos de Chesterton dedicada en exclusiva al Periodismo, pero en obras anteriores hay antecedentes. Ya en 2013, con la publicación de La utopía capitalista y otros ensayos (Palabra), aparecía un texto titulado «La tiranía del mal periodismo», artículo en el que Chesterton viene a decir que el mal periodismo, el que desinforma, es consecuencia inevitable del sistema capitalista: «En los últimos veinte años los plutócratas que gobiernan Inglaterra sólo han permitido a los ingleses el mal periodismo».

Más recientemente, otra edición impulsada por el Club Chesterton, en este caso para Ediciones Encuentro, fue La prensa se equivoca y otras obviedades, recopilación de artículos publicados por Chesterton también en el semanario The Illustrated London News en 1908.
Conviene recordar que Chesterton fue apodado «El príncipe de las paradojas». Todas sus críticas a ciertos malos hábitos del periodismo de su época quedan envueltos en humor fino e irónico, hasta el punto de que, si no se lee con atención, pueden dejarse escapar sus cargas de profundidad contra lo que él consideraba corruptelas de una profesión que para él era máximamente noble y de la que se sentía muy orgulloso.
Así que Chesterton a veces parece decir lo contrario de lo que está diciendo. Y hay otra dificultad nada despreciable: sus propuestas chocan frontalmente contra ciertos dogmas de nuestro tiempo. Muchos lectores captan perfectamente sus sutilezas, pero entonces viene un segundo freno: estar de acuerdo con Chesterton significa pensar que el Periodismo debería dar un giro de 180 grados si quiere cumplir lo que se supone que es su misión. Dar voz a los sin voz, para que la información contribuya a hacer el mundo un poco mejor.

Qué tiene que ver la mala prensa con el capitalismo

Se hablaba unas líneas más arriba de la relación entre la desinformación y el sistema capitalista. Es casi imposible leer un libro de Chesterton sin encontrar un ataque frontal al capitalismo. 
Para ser buen periodista no es la excepción. En uno de los artículos del libro, publicado en Illustrated London News el 17 de enero de 1925, escribe: 
«el capitalismo y el comunismo son bastante parecidos». 
Puede que en aquella época resultara más difícil entenderlo, pero es justo ahora, en 2021, cuando es imposible negarlo. El país más poderoso, la República Popular China, es la demostración definitiva de lo bien que se entienden el comunismo y el capitalismo.
No es el momento de profundizar en esta idea, pero sí de ver cuánto daño hace el capitalismo al periodismo. Si el capitalismo consiste en la acumulación de cada vez mayor riqueza en cada vez menos manos, uno de los cánceres del periodismo, desde siempre, es la acumulación de los medios informativos en muy pocas manos. Chesterton se esforzó en convencer a sus lectores de que no puede haber libertad si la propiedad no está muy ampliamente repartida. Por eso no puede haber libertad de información si los medios informativos están concentrados en muy pocas manos. Esto estaba más o menos claro antes de la pandemia, pero la pandemia ha acelerado muchos procesos.

Ahora, de un modo mucho más claro que antes de la pandemia, quien abra los ojos verá que la falta de libertad informativa está tan presente en las democracias parlamentarias como en la China comunista. También en esto el tiempo ha dado la razón a Chesterton. Esa lucidez que le permitió ver muy pronto que comunismo y capitalismo son dos caras de la misma moneda le llevó a esta joya que aparece casi al final del libro, en un artículo titulado «Nuestro periodismo antediluviano»: «No debemos tener miedo de un gran cambio. En una palabra, sería mucho más fácil transformar un estado moderno empresarial en uno bolchevique antes que en uno de verdadera libertad y propiedad». El empujoncito de la pandemia lo ha dejado más claro que el agua.

Para ser buen periodista hay que ser buena persona

Cuando uno dice para sí «Para ser buen periodista…» es fácil que venga a la cabeza como terminaba la frase Kapucinski: «...hace falta ser buena persona». Pero para ser buena persona hay que tener principios éticos bien definidos. Otra de las grandes lacras del periodismo, casi desde sus inicios, es la adopción generalizada del relativismo moral.
Cuando se parte de que no existen y el bien y el mal se está provocando una grave desinformación en el público, a veces mucho más necesitado de discernimiento ético que de acumulación de datos inconexos. Es ese discernimiento ético el que da sentido a esa avalancha de información, y a través de ese sentido, el público consigue que la recepción de información le ayude a resolver sus dilemas personales.
Todo esto viene a cuento del título del artículo con que se abre Para ser buen periodista: «¿Tan difícil es decir que algo es inmoral?». Por culpa de ese mantra tan dañino según el cual «Los hechos son sagrados, las opiniones son libres», nos hemos malacostumbrado a una falsa neutralidad que, en realidad, es una estafa al público consumidor de información.
Por supuesto que hay muchas cuestiones discutibles, muchos debates abiertos, pero Chesterton acertaba de pleno al poner el dedo en esta llaga: «El periodismo moderno tiene miedo constante de esta explicación moral tan simple. Calificará la acción con cualquier adjetivo, loca, bestial, vulgar, absurda, todo menos calificarla de inmoral».

Una de las frases más famosas de Chesterton es aquella que dice que «el mundo moderno está probado de viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas». Y por eso, como es tan antinatural ese negarse a otorgar calificación moral a los hechos que se cuentan en los medios informativos, hemos acabado realizando juicios morales absolutos contra quienes, por ejemplo, rechazan la vacuna contra el coronavirus, calificados alegremente de «asesinos», mientras otras conductas directamente homicidas se van de rositas o envueltas en eufemismos que son un insulto a la inteligencia. Viejas virtudes que se vuelven locas.
El mejor periodismo está por venir. Es el periodismo que, quizá con un siglo de retraso, podría decidirse a dejarse guiar por Chesterton. Hay una dificultad. Como también dijo Chesterton, lo malo de la era moderna no es su capacidad de cometer grandes errores, sino su incapacidad de reconocerlo y pedir perdón.

Véase qué hizo el periodismo español (el de los grandes medios, en manos de unos pocos propietarios) en febrero de 2020, cuando todo eran burlas e insultos contra los que decían que iba a ocurrir lo que ocurrió. Quizá fue un error comprensible, pero lo que es incomprensible es la obstinación en no reconocer aquel error. Si no se reconoce, no se pide perdón. Y si no se pide perdón, no se rectifica.
Por eso Cervantes, que hoy sería muy chestertoniano, dijo lo que dijo sobre la humildad. El periodismo puede salir del pozo y acabar adquiriendo una reputación mayor que la que nunca tuvo, pero necesita algo tan fácil y tan difícil como la humildad. Tan fácil para Chesterton, que encontró un equilibrio casi milagroso entre sabiduría e inocencia. Tan difícil para el común de los mortales, que no somos como Chesterton.
 

ARTÍCULOS 1908
G.K. CHESTERTON

INTRODUCCIÓN
EL PERIODISMO COMO PARÁBOLA
El padre Ian Boyd, C.S.B. presentó su ponencia «El periodismo como parábola» en conferencias realizadas en Estados Unidos, Latinoamérica y Europa y fue publicada en la revista The Chesterton Review, vol. XXXLIII, nos. 3 & 4, otoño/invierno, 2017. El padre Boyd es fundador y presidente emérito del G. K. Chesterton Institute for Faith & Culture y editor fundador de la revista del Instituto The Chesterton Review ambos con sede en Seton Hall University, So. Orange, N.J. 
Podemos considerar a Chesterton como un escritor que continúa la tradición periodística de Thomas Carlyle y John Ruskin y el resto de los sabios victorianos cuyos escritos trataban de educar a un público aturdido y confundido por unos cambios intelectuales y sociales que apenas podían entender. En su meritoria introducción a una antología de escritos periodísticos de Chesterton, The Man Who was Orthodox, A.L. Maycock cita un pasaje de Ruskin en el que el autor dice que por cada cien personas que sienten, solo hay una que piensa, y que por cada diez mil que piensan, solo hay una que ve. Maycock aplica este comentario al propio Ruskin y a Chesterton, y los describe como autores que poseen el don del poeta, «un insólito poder de intuición que en las Escrituras recibe el nombre del don de la sabiduría, la aprehensión inmediata de la verdad, que supera al ejercicio de la razón, presentándose como un repentino resplandor y como una revelación». Maycock cita algunos aforismos tomados del periodismo de Chesterton: «El hombre más miserable es inmortal y el movimiento más poderoso es temporal, por no decir fugaz»; o, hablando del sufrimiento, «el rey puede dar una condecoración cuando clava al hombre en la cruz tanto como cuando clava la cruz en el pecho del hombre»; o cuando se refiere a la relación entre la anarquía moral y el moderno Estado burocrático: «cuando te saltas las grandes leyes, no encuentras la libertad, ni siquiera encuentras la anarquía, lo que encuentras son leyes pequeñas». Maycock sigue después comentando la trascendencia de este tipo de escritos: un hombre puede recordar la primera lectura que hace de estos fragmentos como hechos decisivos en su vida. Provocan, precisamente, el efecto de shock o sorpresa que, como Chesterton repite una y otra vez, son necesarios para permitirnos ver las cosas tal y como son, para ver el mundo con el asombro y la gratitud que merece. 

Muchas de las dificultades que presenta el periodismo de Chesterton pueden ser resueltas cuando se le reconoce y se le lee como una expresión imaginativa y visionaria, más que como una sobria información de investigación científica. El comentario más claro acerca de lo que era el distributismo, por ejemplo, se encuentra en El regreso de Don Quijote (Londres, 1927), una novela que apareció, parcialmente, por entregas en el G.K.’s Weekly. La novela lleva el subtítulo de «Una parábola para reformadores sociales» y se dedica a W.R. Titterton, uno de los seguidores más entusiastas y literales del distributismo. Chesterton escribió en una ocasión que dudaba de que una verdad pudiera ser contada salvo a través de parábolas, y el sentido de esta parábola particular es fácil de captar. Lo que la novela satiriza es precisamente el medievalismo romántico que supuestamente representaría el sueño político del propio Chesterton. La novela advierte contra los peligros inherentes a la nostalgia de ciertas políticas, porque estos movimientos políticos pueden acabar cegando a las personas frente a los acuciantes problemas de la vida contemporánea y pueden hacerlos vulnerables a la explotación por parte de ideologías políticas extremistas y sin escrúpulos. En lugar de una toma de partido estridente y vacía de humor frente a la corrupción política, el periodismo de Chesterton contiene sutiles y autocríticas preguntas acerca del movimiento que él había fundado. La crítica más inteligente del periodismo de Chesterton está, por tanto, contenida en su propio periodismo. John Coates señala en su libro Chesterton and the Edwardian Cultural Crisis, el único que analiza los textos chestertonianos en su contexto periodístico, que el rostro del Chesterton periodista lleva una irónica sonrisa cervantina. En opinión de Coates, el periodismo de Chesterton presenta una perspectiva cautelosa, humana y equilibrada de las limitaciones del hombre y del pecado original; renuncia a invocar panaceas autoritarias; nunca rechaza ni la democracia ni las tradiciones liberales acerca de la tolerancia; es de corte moderado y desconfía de las declaraciones estrechas, simplificadas o blancas o negras hasta de sus propias posiciones, y establece con sus lectores una relación que se apoya en el afecto, la confianza y la libertad, así como en un cierto tono de guasa y burla de uno mismo. No reconocer estas características en su periodismo equivale a no entender su periodismo. 

Los defectos más evidentes del periodismo de Chesterton se entienden mejor como defectos de su imaginación, normalmente generosa y exuberante. Una época de crisis imaginativa y emocional le sucedió poco tiempo antes de la Primera Guerra Mundial, cuando bajo la tensión de una situación política agobiante, y con su hermano amenazado por las circunstancias del escándalo Marconi. Se convirtió, por poco tiempo, en el estrecho y furioso periodista que algunos aviesos críticos han creído que fue siempre. De modo intermitente, durante estos años, por ejemplo, en los artículos que escribió para el diario socialista y sindical Daily Herald, la crítica del periodismo de Chesterton estaría tristemente justificada. Es muy significativo que la mayoría de los pasajes que podrían considerarse como verdaderamente anti-semitas procedan de esta época. Pero si bien comenzó su carrera periodística protestando contra el tratamiento de los judíos en la Rusia zarista y previniendo al indiferente público eduardiano acerca de los peligros de un movimiento protonazi y racista como el movimiento eugenésico, acabó su carrera denunciando la persecución hitleriana de los judíos en Alemania, persecución que consideró la continuación de un mal anterior, pero bajo nuevas formas. En el periodismo de Chesterton, como señaló John Gross, no hay ninguna sombra larga que manche su honestidad. 

Sin embargo, aún permanece una persistente convicción de que en el recorrido periodístico de Chesterton hay algo más que una mera honestidad característica del liberalismo del momento. El propio Chesterton insistía siempre en que las ideas populares acaban siendo más ciertas que falsas. De ser así, será también verdad la opinión popular que Orwell expresó cuando afirmaba que el periodismo de Chesterton es en realidad una forma de propaganda política y religiosa. No sería fácil decir si es propaganda y de qué. Como liberal de larga trayectoria, Chesterton fue, no obstante, un duro crítico del liberalismo político, y aunque insistía en que fuera lo que fuera, él no era un conservador, lo cierto es que combinó un respeto profundamente conservador por la tradición y un radical disgusto por los que despreciaban la tradición. Enemigo de la nostalgia de los conservadores, sus antagónicos héroes eran Samuel Johnson y William Cobbett, ambos tories, pero de muy distinto signo. Como distributista, Chesterton pareció quedar significativamente distante del movimiento político que él había fundado. Su posición religiosa era igualmente compleja. Si a comienzos de su labor periodística hacía gala de una formación deísta, casi unitarista, se hizo anglicano y siguió siendo anglicano durante gran parte de su carrera periodística. Pero incluso como anglicano no practicó la fe de la que era portavoz. Su conversión al catolicismo romano fue el gran acontecimiento de la última parte de su vida. A pesar de ser católico romano, y practicante, en su periodismo tomó parte, sorprendentemente, en muy pocas de las controversias católicas del momento. Como el Padre Brown, era católico sin ambages, pero apenas dice nada acerca de las doctrinas específicamente católicas, prefiriendo la defensa de las sencillas realidades materiales, el lado aparentemente profano de la vida diaria que se encarna en la recta razón y en las buenas formas. 

Aun así, aunque todo esto sea cierto, la mordaz crítica de Orwell expresa la verdad fundamental del periodismo de Chesterton. Más que ninguna otra cosa, Chesterton es portavoz y apologeta del catolicismo. Sus escritos políticos, sociales y literarios son parte integral de una singular concepción de la vida. El Chesterton periodista es, verdaderamente, el Chesterton maestro religioso. 

Cómo un periodismo que evita entrar directamente en las cuestiones religiosos pueda ser profundamente religioso es, quizás, la mayor de las paradojas chestertonianas. T.S. Eliot comentó que Chesterton era, en su tiempo, el más importante portavoz de las ideas sociales y políticas católicas; pero desde el punto de vista de Eliot, en orden a mantener a su público inglés, Chesterton ocultaba sus objetivos revolucionarios bajo un disfraz johnsoniano, de modo similar a como en su novela El hombre que fue jueves, el presidente Domingo oculta sus designios revolucionarios reuniendo a sus compañeros y conspiradores anarquistas en un balcón de Leicester Square. Ocultaba mostrándose. Pero esta táctica no era deshonesta. La tradición a la que pertenecía Chesterton, como anglicano y como católico romano, era una tradición sacramental. Según esta tradición, la Encarnación fue el punto culminante de la historia humana, porque esta entrada de lo divino en los acontecimientos humanos significa que toda la historia humana adquiere un significado religioso. Cristo es el signo sacramental de la presencia de Dios entre los hombres a través de la comunidad cristiana que recibe el nombre de Iglesia. La tarea de un periodista cristiano es, por tanto, interpretar los acontecimientos contemporáneos como signos sagrados de la permanente revelación del Dios encarnado. En la tradición sacramental, Dios mismo es considerado como un novelista que habla a través de parábolas y alegorías. Pero estas historias sagradas son también historias humanas cuya significación religiosa solo es comprendida por los que admiten que el acontecimiento único del Evangelio se hace continuamente presente a través de la historia, en la vida de las personas comunes. 

Esta fe en la sacramentalidad nos da la clave para todo lo que es desconcertante en el periodismo de Chesterton. El gusto por la alegoría y la expresión simbólica y la creencia de que las verdades últimas solo pueden ser reveladas a través de parábolas acaba teniendo una gran importancia religiosa. La visión del distributismo social, a la que Chesterton dedicó gran parte de su carrera periodística, adquiere una profunda significación. El respeto por el hombre común no es un sentimentalismo popular, sino la expresión de una fe religiosa en que todo hombre es el signo sacramental privilegiado de Cristo. La intención de enseñar a unas personas vulnerables e interiormente confusas acerca de su dignidad humana puede ser vista ahora como el intento de ofrecerles comprender la significación religiosa de un aspecto de su vida que consideraban meramente humano. Este periodismo evita las estrechas disputas religiosas, porque lo que busca es acentuar aquellos aspectos de la vida material que normalmente se consideran profanos, pero que contienen en sí la más profunda y más rechazada de las verdades religiosas.
Ian Boyd, C.S.B.


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