domingo, 8 de noviembre de 2020

JUANA DE ARCO: UN CLAMOR DE LA URGENTE NECESIDAD QUE TIENE OCCIDENTE DE SER ELLA MISMA 🗽



“En Juana de Arco tenemos otro clamor de la urgente necesidad que tiene occidente de reconciliarse consigo mismo y sobre todo con su historia”. 


Pensamiento político cristiano desde la Doncella de Orleans
Francia, siglo XV.
Bendito sea el Señor, 
mi Roca, que adiestra mis manos para la guerra, 
y mis dedos para la batalla. 
(Sal 144)
Grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Juan Pablo II
25 de octubre de 1415. El ejército real francés se dispone a aplastar a la mermada y agotada hueste de Enrique V de Inglaterra cerca del poblado de Agincourt. Una vez más, al igual que en las batallas de Crécy (1346) y Poitiers (1356), los ingleses suplen su inferioridad numérica con una posición ventajosa en un campo de batalla de su elección. De nuevo los franceses han de atacar de frente a los imbatibles arqueros ingleses protegidos por terreno elevado y fortificado. El ejército francés, con un mando dividido sin cabeza clara, muestra cierta preocupación por la desventaja del campo, pero confía en un contundente ataque de su caballería por el ala izquierda para dispersar a los arqueros ingleses antes de que puedan desatar sus devastadoras lluvias de flechas. Este ataque por el flanco, con una efímera sensación de éxito inicial, acaba en desastre mientras el centro francés avanza desordenadamente hacia la trampa. Al contrario de como se suele pensar, el grueso del ejército francés avanzó a pie, previendo que el terreno era impracticable para un despliegue masivo de caballería pesada; algo se había aprendido de los humillantes desastres de Crécy y Poitiers, pero no lo suficiente. El suelo encharcado y las incesantes lluvias de flechas ahogan al lento ejército francés en un baño de barro y sangre del que muy pocos escaparán. De nuevo, se ha producido el desastre.

Enrique V, tan hábil como despiadado, ha conseguido una victoria total contra todo pronóstico. Su ejército, cansado, repleto de enfermedades y en escasez de víveres, se entrega ahora al saqueo y la matanza entre el barrizal de cuerpos inertes que hace unos instantes era el orgullo de Francia. Ante los rumores de un segundo ataque francés, el rey Enrique ordena la ejecución de la mayoría de los prisioneros para aligerar el paso. Sólo una cosa ha salvado Francia, el rey no ha sido capturado como ocurrió en Poitiers, y esto se debe al hecho de que el Condestable d’Albert y el mariscal de Francia Boucicault han acordado no llevarlo al campo de batalla para evitar que el desastre fuese total. Hasta la Oriflama de Saint-Denis, el legendario estandarte de batalla del Reino de Francia, se ha perdido. Enrique V, volvía a la exitosa táctica empleada por Eduardo III y su hijo Eduardo de Woodstock: la de saquear y arrasar los campos y aldeas de Francia con un especial énfasis en la crueldad ejercida sobre la población en forma de torturas, violaciones y mutilaciones. Dicha crueldad conmocionó a la Europa occidental, no acostumbrada a esta clase de violencia entre reinos cristianos. Esta cruel política buscaba forzar a los franceses a combatir a campo abierto, donde habían sido derrotados una y otra vez. El principal poder que evitó estas maneras durante mucho tiempo fue el Papado, pero los tiempos del poderoso Inocencio III quedaban ya muy atrás. Sumida desde finales del siglo XIV en un terrible cisma, la Iglesia perdía su papel unificador y se deterioraba la conciencia de cristiandad.

El fortalecimiento de las monarquías y el debilitamiento de la Sede de Pedro como fuerza unificadora de occidente en el siglo XV toma forma en una sucesión de guerras civiles que asolan los grandes reinos europeos: mientras Francia se recupera de la Guerra de los Cien Años, Inglaterra y Castilla se ven sumidas en guerras civiles por cuestiones sucesorias, Italia es una amalgama de ambiciosas familias nobiliarias que se disputan el poder, y el Sacro Imperio, ya un ente ingobernable desde sus orígenes, se esfuerza por contener a los combativos herejes husitas y la expansión del siempre amenazante Imperio Otomano. El mundo medieval se va derrumbando.

Mil años antes, el colapso del Imperio Romano, el alma de occidente, marcaba cinco siglos duros que sólo de la mano de generaciones de hombres y mujeres extraordinarios pudieron encaminarse hacia el establecimiento de la civilización cristiana. Como profetas enviados por Dios a un Israel empeñado en olvidar su legado y su identidad, los santos aparecen en tiempos oscuros para enderezar lo torcido. Entre ellos se halla una joven que realiza su misión en la convulsa Europa de principios del siglo XV, que nos mostrará una manera de cargar con la cruz de la obediencia y del cuidado de la fe y la patria.

Cuestiones actuales en torno a la Doncella de Orleans.

No desprecies las historias de los ancianos, 
que ellos también aprendieron de sus padres. 
(Eclo 8, 9)

¿Por qué Juana de Arco? Con cierta frecuencia he oído el desconcierto que genera esta santa en ciertos cristianos actuales. Murió en 1431, pero no fue canonizada hasta 1920. Sin embargo, era ya un icono de santidad y heroísmo para el pueblo francés. Como ha pasado con otros santos, su figura se ha usado para representar valores e ideales completamente ajenos a la verdadera Juana. Aparece con frecuencia como representante de la Francia revolucionaria, dándose la absurda imagen de las banderas tricolor de la República de Francia rodeando las estatuas y monumentos de aquella mujer que era enemiga de todo lo que la Revolución Francesa representa. Por otro lado, quien pretendiese hacer de ella un icono de la “mujer emancipada” se daría cuenta de su falta ala verdad en el momento en que se acercase a su historia.
A cada cual que se pregunte sobre el porqué de su santidad cabe decir que no es por la poderosa influencia de Francia en la Iglesia ni por otro interés puramente nacional, es que sencillamente su vida es de santidad. Juana vivió con un código muy sencillo que rigió su vida: servir ante todo a Dios en la fe de Iglesia Católica, servir a su país en la lealtad a su rey y honrar a su familia y a sus amigos, todo en ese orden. En ella se reconoce lo que todos los cristianos deberíamos ser y tener. Fe, humildad, coraje, compasión, fuerza y lealtad.

Y con todo, la Doncella, como tantos santos, choca frontalmente con el pensamiento de muchos cristianos actuales. Ya hay algunos que el simple hecho de que se dedicase a la guerra basta para excluirla del santoral contemporáneo, mientras que, para otros, es un icono exclusivo del patriotismo francés y no tiene cabida para otros católicos. Y es que Juana de Arco es la mujer medieval por excelencia; nos muestra cómo puede brillar la vieja fe de occidente perfeccionada por la santidad, sin aires de superioridad ni afán revolucionario. Sólo en la sencillez de la fe tradicional que nutría a familias, reinos y civilizaciones, vemos la fuerza de una rectitud, una justicia y compasión que deja fuera de lugar a los conceptos actuales de lo que es bueno.
En Juana de Arco tenemos otro clamor de la urgente necesidad que tiene occidente de reconciliarse consigo mismo y sobre todo con su historia. En la última década se ha acrecentado enormemente el discurso de demonización de la historia de occidente, de su identidad, de modo que en demasiados de los habitantes de esta cultura impera la sensación de culpa, de pasado ignominioso y, por tanto, de vergüenza de nuestro legado y de nuestros ancestros. 
Esta corriente ha encontrado en la izquierda progresista y sus poderosos medios de comunicación, cine y televisión su principal fuerza. Inquisición, colonialismo e imperialismo, racismo, esclavitud… Ahora el occidental tiene que avergonzarse de todo, disculparse de todo. En el mismo seno de la Iglesia, la llamada autocrítica está destrozando la identidad de los católicos. Porque si no hay nada bueno en tu pasado, nada que desearías que te definiese, ¿quién eres? Por esta razón, mirar atrás o pensar en el pasado, ahora visto como una actitud inservible, es en realidad donde nos vemos cara a cara. Nos dicen que no miremos atrás ni pensemos en antaño, porque quizás al hacerlo, recordemos quiénes somos.

La fe de los sencillos.

Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, 
porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, 
y se las has revelado a la gente sencilla. 
(Mt 11,25)

Cualquiera que haya podido ver la fe que antiguamente se transmitía en la familia y marcaba la vida de los pueblos, tiene un tesoro de valor incalculable. Los mayores de entre nosotros recuerdan cuando todo el mundo en el pueblo, al toque de la campana, dejaba sus quehaceres y dedicaban un par de minutos a orar y adorar. La experiencia de dejar lo que se esté haciendo durante un momento para rezar el Ángelus a mediodía también es muy enriquecedora, como la recolección de donativos por las calles del pueblo para las misas por las ánimas del Purgatorio. Todos estos pequeños gestos y detalles expresan una fe sencilla pero muy devota, más fuerte que cualquier otra, pues es la fe vivida en el día a día, como centro de todo lo que se hace. Esta fe era la que se transmitía por familia y sociedad. Era la fe de Santa Juana de Arco.

Mucho antes de que Juana tuviese sus primeras experiencias místicas, ya era reconocida como la niña más piadosa de su pueblo. Y esto se debe a que era hija perfecta de su tiempo; era humilde, sencilla, y familiar, sin más ambiciones que hacer lo que Dios esperaba de ella. Las fuertes experiencias místicas o revelaciones que se dan en santos no son tanto una brusca llegada de Dios sino los frutos de una fe y devoción sencilla sembrada en el seno de la familia y alrededor de una sociedad sana, una fe que se puede tomar su tiempo en crecer. Juana, en su proceso en Ruan, reconoció que todas la oraciones y cosas piadosas se las enseñó su madre. Por su condición social, mostraba desconocimiento de materias teológicas y eclesiales complejas, pero en todos los aspectos fundamentales de la fe católica puede dar lecciones a cualquiera. Porque la fe de los sencillos, cuando se va perfeccionando, es la más fuerte de todas.

Tristemente, la secularización y descristianización que se disparó aún más tras el Concilio Vaticano II está secando este preciado campo donde se cultivaba la santidad. En demasiadas esferas de la jerarquía de nuestra Iglesia se ha celebrado esta pérdida. Una carencia importante de parte del cristianismo actual es tomar como positivo que la fe ya no actúe en la sociedad. Se contraponía, como decían, una fe sencilla e ignorante a una madura y responsable, una impuesta a una elegida. Todo un engaño, pues con demasiada constancia vemos que la fe sencilla, social, “impuesta”, es mucho más fuerte, madura y responsable que la fe de los elegidos. Hay hoy día una suerte de cátaros contemporáneos que se burlan de la fe popular, de las devociones y de las tradiciones piadosas, porque se creen que su fe es más seria y acorde a los tiempos que corren. Su fe pura no necesita de familias ni sociedades para transmitirse porque directamente no se transmite. Estas personas que se hicieron fuertes en sedes episcopales y facultades de teología, se habrán visto como la renovadora generación de nuevos creyentes, que a su vez se gloría de haber provocado la sequía de la fe que les precedió. A éstos es a quienes el Padre ha decidido ocultarles los misterios del Reino. Para comprobar este engaño, no hay más que ver cuántos sacerdotes se congratulan del fin del “nacionalcatolicismo” y de la sociedad religiosa a la vez que se lamentan de la falta de asistencia a los sacramentos, la nula formación de los fieles, o la escasez de vocaciones al matrimonio o la vida religiosa y sacerdotal.

Cuando uno escucha algunos sermones pastorales o vocacionales, parece que lo fían todo al milagro. No es en absoluto malo esperar el milagro; sí esperar que se dé cuanto te has negado a crear el ambiente propicio. Yo planté, Apolo regó; más fue Dios quien hizo crecer (1 Cor 3,6), nos dice San Pablo. Pues da la sensación de que se espera que crezca donde no se ha sembrado. No esperemos que Dios coseche lo que no quisimos plantar. Juana de Arco recibió su fe en una sociedad católica y una familia piadosa, y en ese ambiente, regado con el amor de muchas generaciones de fieles, Dios hizo crecer el milagro que sería salvación de Francia y de muchas personas.

La guerra y la fe.
El Señor de los ejércitos está con nosotros, 
nuestro alcázar es el Dios de Jacob. 
(Sal 45)

Sin lugar a duda, la cuestión de la guerra y la religión ha sido la que más afectada se ha visto desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días. Cabe mencionar que la interpretación de la fe que trae Jesús de Nazaret es muy pacífica en comparación con cómo había sido el judaísmo desde sus orígenes, y las primeras comunidades cristianas tenían una fuerte opción por la no violencia que era una de sus armas más fuertes. Cuando el cristianismo se convierte en una fuerza unificadora en la cultura del tardío Imperio Romano, la responsabilidad adquirida no le permite aplicar una política completamente pacifista. Pero no podemos hablar completamente de la “Iglesia guerrera” hasta el periodo que va desde la caída del Imperio hasta la consolidación de las monarquías cristianas medievales (siglos V- X). Es en esta etapa cuando la Europa cristiana se ve amenazada por varios frentes: la impresionante expansión del islam por Oriente Medio y África, las invasiones magiares por el este, y los belicosos pueblos paganos del norte. En Inglaterra e Hispania, anglosajones y visigodos libran una desesperada lucha por su supervivencia frente a paganos y musulmanes, mientras que los francos llevan a cabo una serie de exitosas campañas contras los frisios y otros pueblos paganos del norte. En este tiempo en el que la supervivencia de la fe cristiana pendió de un hilo, varias generaciones de reyes, obispos guerreros, monjes y monjas de gran valor fueron capaces de salvar el occidente católico y encaminarlo de las monarquías germánicas a una civilización más cohesionada cultural y sobre todo religiosamente, resultando en la brillante Europa medieval de los siglos XI al XIII, muy criticada por las constantes campañas de desprestigio ideológico llevadas a cabo desde la Ilustración hasta nuestros días.

¿Habría sobrevivido la religión cristiana sin librar guerras? 

Claramente no. A diferencia del islam, la expansión primera del cristianismo no es violenta, pero sí batalló posteriormente para defenderse y expandirse. Hay muchos que se niegan a aceptar la contundente verdad de que el esfuerzo de muchos guerreros permitió al cristianismo ser la gran religión que ha llegado a ser, forjada entre el martirio pacífico y la lucha por lo justo. Ya nos dice el Eclesiastés que hay tiempo para pelear y tiempo para la paz. Como ya hemos comentado, Dios hará grandes obras si los fieles están dispuestos a implicarse. Cuando los teólogos del Delfín preguntaron a Juana en Poitiers por qué habría que movilizar ejércitos si realmente Dios estaba por la causa de Francia, la joven se limitó a responder: “Los soldados combaten y Dios les da la victoria”.

Si bien la fe católica siempre ha mostrado la justa preferencia por la paz, en la tradición no hay oposición alguna entre la fe y tomar las armas para defender al país, a los seres queridos y a la religión. ¿Por qué entonces esta condena directa de la guerra, justa o injusta, en tantos ámbitos cristianos? A partir de la segunda mitad del siglo XX, en la Iglesia tomaron poder muchas corrientes influidas por el movimiento de Mayo del 68, asociaciones obreras comunistas y otras formas de marxismo cultural, resultando en un rechazo frontal a varios aspectos clave del cristianismo. Aquí se empieza a fraguar un antimilitarismo más o menos inocente que ha calado profundamente en círculos católicos. Una condena irracional y pánico instintivo a lo militar, las armas y lo patriótico. Condena que no atiende a motivos ni razones, sencillamente excluye del Cielo a los practicantes de la violencia no revolucionaria. Esto también se nutre de una carencia que arrastra la espiritualidad católica desde hace mucho tiempo, que es un neomarcionismo. En el mejor caso, el Antiguo Testamento se ha olvidado y no se emplea, y en otros se usa como ejemplo de oposición a la predicación del Reino por parte de Jesús. 

La visión de un Antiguo Testamento cruel, violento y teocrático enfrentado con el mensaje de amor de Jesús y sus seguidores es muy común, pero no es católica. No es católica porque reduce la Revelación de Dios y sólo tiene por sagrada una pequeña parte de la Escritura. No en vano se afanó la primitiva Iglesia por subrayar la importancia de los dos Testamentos entendidos dentro de la Tradición como una unidad que es la Escritura. Cuando la espiritualidad se reduce sólo al Nuevo testamento, o a veces sólo a los cuatro Evangelios, la imagen de Dios queda incompleta. Por esto, los cristianos tenemos claro que Dios es el que perdona y ama sin límites (también en el Antiguo Testamento tenemos este testimonio), pero con frecuencia se olvidan otros atributos de Dios que nos trae la Escritura: El que es justo, el que defiende a su pueblo, y el que desata su ira cuando los malvados hacen daño a los débiles y a los inocentes, los favoritos de Dios. Todo este desconocimiento de nuestra riqueza heredada corre el peligro de difuminar la moral cristiana que siempre fue: una moral de caballeros, de justicia y de rectitud, para sustituirla por una moral de emotividad buenista.

¿Aporta la fe cristiana algo en la guerra? Es aquí donde el ideal cristiano medieval se realiza sin mancha en la figura de Juana de Arco. La situación en la que ella desempeñó su ministerio era terrible. Hacía siglos que le guerra no era tan cruel entre reinos cristianos. Durante gran parte de la Edad Media, el poder de la Iglesia fue un fuerte control para la violencia que nobles y reyes podían ejercer en el abuso de su autoridad, pero cuando los reyes se impusieron a los nobles y a los papas, ya nada podía detener sus políticas. En el pensamiento bélico medieval, existía una doble medida que marcaba la diferencia en el modo de hacer la guerra: si se peleaba contra otros cristianos o contra paganos, infieles o cismáticos. La primera situación imponía muchas más limitaciones en la violencia ejercida, limitaciones que eran impuestas por el poder religioso y que se cumplían con mucha más frecuencia y observancia de lo que se nos ha querido transmitir. También está el caso de pactos y comportamientos honrosos incluso en guerras por motivos religiosos, aunque eran mucho más duras. El hombre de mediados de la Edad Media sabe que no es lo mismo cuando pelea por unas tierras o por lealtad a un señor que cuando pelea por la fe y la Cristiandad. Esta mentalidad es la que entra en crisis desde mediados del siglo XIV y así se hallaba en 1429 cuando Juana se dispone a dar el último empujón a la cruel Guerra de los Cien Años, donde los dos reinos cristianos más poderosos de occidente llevan desgastándose durante muchas décadas.

Todos reconocen que en la guerra aflora lo peor del ser humano, pero pocos tienen la profundidad para reconocer que también aflora lo más noble; trigo y cizaña crecen juntos. Cuando uno se ve envuelto en la espiral de violencia que es la guerra, parece que la crueldad es inevitable, pero Juana demuestra que no hay espacio donde la santidad no pueda abrirse paso. Ella tenía muy claro que guerreaban contra un enemigo que había saqueado y destrozado su querida Francia, y que, a pesar de sus reclamos de legitimidad, era una fuerza invasora que estaba donde no debía. Los ingleses tenían que irse de Francia o ser expulsados de ella, porque sencillamente, no era su lugar y Dios así se lo había manifestado a la Doncella. Ni en todo el ministerio de Juana ni en todo cuánto ella misma reveló a sus jueces hay el más mínimo signo de odio por los ingleses; de ahí la constante preocupación de Juana de advertir a sus enemigos y pedirles su retirada en cartas, a fin de evitar derramamiento de sangre cristiana, porque los consideraba tan cristianos como a los suyos. Los tenía por enemigos de su reino por su situación de fuerza invasora, nada más. Por eso, quien se acerca a la historia y los testimonios sobre Juana de Arco, ve completamente comprensible lo que decían de ella: que en su presencia y en las huestes bajo su mando no se podían producir matanzas ni maltrato de prisioneros, saqueos ni destrucción, y que con frecuencia se la veía ayudando, consolando y pidiendo confesión para heridos franceses e ingleses por igual.

El servicio a Dios y a su país en el campo de batalla se convirtieron para Juana en un lugar privilegiado donde se desarrollaría su santidad. De este modo, es cierto que Juana trajo compasión y nobleza a una guerra que había perdido casi toda su caballerosidad hacía tiempo, pero si presentamos a nuestra santa como una fuerza atemporal que trae luz a un tiempo de absoluta barbarie, estaríamos siendo injustos en cierta medida con la historia. La principal carencia que uno encuentra en los escritos sobre santos hechos tras el Concilio Vaticano II, es el afán por presentarlos como personas ajenas a su tiempo, con una fuerza que choca totalmente con sus circunstancias, principalmente para destacar lo extraordinario o actual que hay en sus figuras. Si bien esto es comprensible, no es necesario. Un determinado santo no se entiende bien si no se comprende su tiempo, y esto no es problema alguno para que resulte fuente de inspiración actual. San Francisco, Santo Domingo, San Benito, Santa Clara, Santa Mónica, San Bernardo y todos en cuantos se quiera pensar eran hijos de su tiempo y sólo en una época como la que vivió cada uno podría haber dado el mundo gente como ellos. De este modo, no hacemos justicia a la historia ni a Juana de Arco si no la presentamos como lo que era, una mujer medieval en el mejor sentido de la palabra. Esto no sólo queda lejos de impedir que ella y los demás santos sean ejemplo para nuestro tiempo, sino que nos enseña la importante y sana lección de valorar el momento histórico que llevó a estas personas a ser quienes fueron.

La compasión y la bondad de esta sencilla mujer representan lo más noble que nos podía ofrecer la mentalidad occidental de finales del medievo, y vemos que no es poco. Tenía ella ese espíritu de cruzada que se hallaba en el corazón de todo cristiano, que lamentaba las guerras fratricidas en las que se veían obligados a pelear los occidentales sabiendo que los verdaderos retos estaban en enfrentarse a los enemigos de la Cristiandad. Hacía tiempo que los reinos cristianos se enzarzaban en duros combate unos contra otros, pero en el corazón de aquella gente había un deseo de volver al siglo XIII, al tiempo de las grandes cruzadas, y una esperanza de que todos los cristianos aun podían formar una unidad religiosa fuerte. Para los caballeros de los siglos XIV, XV e incluso aún principios del XVI, el sueño de todo cristiano era derrotar a los sarracenos y recuperar Jerusalén. Pero a medida que pasaba el tiempo se iba convirtiendo cada vez más en un ideal y no una posibilidad. Juana tenía muy claro que, aunque urgía expulsar a los invasores de Francia, el esfuerzo bélico de la Cristiandad debía centrarse en detener a los otomanos y defenderse de las herejías. Cuando increpaba por escrito a los ingleses para que se retiraran, les dejaba claro que, si tenían ganas de pelear, fuesen a guerrear a los sarracenos; y la carta que ella misma escribió a los imbatibles herejes Husitas demuestra cuáles eran las grandes preocupaciones de Juana.

Dios nos ha dado muchísimos santos para que apoyemos nuestro caminar. Todos ellos tienen una lección especial para dar. La común de todos es la obediencia a Dios y la devoción, pero Juana de Arco es una inspiración fundamental para todo cristiano que libre cualquier tipo de batalla. Ella nos demuestra que la compasión y la bondad son posibles también en situaciones de muerte y de odio, sin ello significar una renuncia total a la lucha. Si el cristiano lucha, ha de asumir la responsabilidad de intentar que su lucha no caiga en la crueldad innecesaria; algo harto difícil teniendo en cuenta que el odio es una reacción natural contra alguien que pretende hacer daño a lo que uno ama. Con frecuencia se escucha la acusación a la religión de ser causante de guerras. Nadie tiene las manos limpias, pero de todas formas no es motivo de deshonra que una causa haya sido amada tanto y por tantos como para que haya habido disposición a pelear y morir por ella. Las guerras más brutales que ha vivido occidente son las resultantes de las revoluciones liberales, cada vez con menos sentido religioso. Es evidente que una nobleza como la que mostraba Juana en la guerra sólo se deriva de la fe, saliendo al paso de quienes hablan de la religión como principal fuente de violencia. La fe católica de la santa es un ejemplo de cómo la religión añade rectitud donde una lucha meramente política no tiene por qué atenerse a principios. El cristiano ha de tener claro que la paz sólo brota de la justicia, y que aquella situación de no violencia sostenida por el miedo, la amenaza o la opresión está lejos de la paz. Dios no es un espectador imparcial que da la espalda a los que luchan por defender a los suyos ni menos aun a aquellos que luchan por defender su fe.

Dios, rey y nación.
Agudas son tus flechas, sometes a los pueblos, 
pierden coraje los enemigos del rey. 
(Sal 44, 6)

Nos adentramos en el terreno de la política, cuya complejidad sólo se iguala a su importancia. Quien transmita que la fe no tiene nada que ver con la política, no entiende la fe. El cristianismo es un proyecto de comunidad, y tiene aspiraciones sociales, porque la fe tiene precisamente su sentido en la influencia que ejerce sobre todos los aspectos de la vida humana. Quienes han pretendido evitar la relación entre fe y política, y quienes la han aceptado, en el fondo pretenden evitar que la fe tenga efecto. Cuando la religión se queda encerrada en lo personal e individual, deja de influir en el modo de vivir de los creyentes, y tan sólo queda a la espera de desaparecer. Es por eso por lo que los enemigos de la religión más sutiles no han sido los que la han perseguido violentamente sino los que logran convencer al creyente que deje su fe aparte a la hora de pensar y actuar. No es posible la santidad si no se siguen los caminos de la fe a la hora de desenvolverse en el tiempo y lugar que a cada uno le ha tocado.

Juana de Arco veía absolutamente toda su vida y su actuar en el marco de su ministerio encomendado por Dios para su país. Es evidente que no había nada en su mirada o su actuar que no estuviese movido por su amor a su religión y a su Dios. Y en esta visión, Francia y su legendario trono tenían mucha importancia. Sí, para Juana, Francia es impensable sin la Corona. Pero antes de profundizar en este asunto, hemos de conocer cuál fue la situación política de la Francia de Juana.

Ya antes del desastre de Agincourt en 1415, el rey de Francia Carlos VI estaba sumido en una profunda locura, y el gobierno del reino se disputaba entre las dos personas más poderosas: Luis de Orleans, hermano del rey, y su tío Felipe II, duque de Borgoña. Las dos ramas de la casa Valois estaban a punto de chocar. Luis fue asesinado en París antes de Agincourt, viendo muchos la mano de los borgoñones detrás de tal acto. La tensión entre ambas facciones francesas fue una de las causas de falta de liderazgo en el ejército, que lo precipitó al desastre frente a Enrique V de Inglaterra. En 1419 Juan I de Borgoña fue asesinado brutalmente por orden del Delfín Carlos, futuro Carlos VII e hijo del loco Carlos VI. Esto desembocó en el acuerdo que fijaba la derrota de Francia, el Tratado de Troyes de 1420. En él, el rey Carlos VI aceptaba la pretensión inglesa al trono de Francia, nombrando a Enrique V de Inglaterra su sucesor, acordando un matrimonio con su hija. Los borgoñones, poderosos y ricos poseedores de una gran parte de Francia, aceptaban el tratado y su duque, Felipe III, vengaba el asesinato de su padre reconociendo a la dinastía inglesa como legítima dueña del trono de Francia. El Delfín Carlos, hijo del rey, era apartado totalmente de la línea sucesoria, indicando así su demenciado padre que el suyo era un hijo ilegítimo.

La humillación para un reino que llevaba décadas luchando por su legitimidad era total. El propio rey, en su locura, había entregado Francia a los ingleses, y las personas más influyentes del reino, la corte de Borgoña, lo apoyaba totalmente. En poco tiempo, los anglo borgoñones eran los legítimos dueños del reino, tenían en su poder más de la mitad del territorio incluyendo la capital, París. El hecho que impidió que este tratado saliera adelante fue que un grupo de caballeros, soldados y clérigos se opusieron al designio del legítimo rey de Francia porque no aceptaban la manera en la que su patria había sido vendida; los leales a Francia eran ahora una facción de rebeldes. Apoyaron al oficialmente deslegitimado Delfín Carlos como auténtico rey de Francia y crearon un estado paralelo al sur del Loira. A este grupo desesperado de luchadores situados entre la fidelidad y la rebeldía, Dios les hizo un regalo en forma de una valiente muchacha consagrada al Señor.

Desde un punto de vista “actual”, la misión de Juana no era en absoluto religiosa sino política. Para ella, como ferviente cristiana, tal distinción no tenía lugar. La progresiva separación de la religión de la política y su concepción como un atributo meramente personal y prescindible que no marca la diferencia es lo que ha llevado al cristianismo a ser una religión que, aunque dominante en números, tiene una prácticamente nula capacidad de influencia social. Es decir, que pierde su capacidad de cambiar el mundo. Una religión sin tal fuerza es intrascendente, una mera vía más de autorrealización personal.

La expulsión de los ingleses y la coronación de Carlos como rey de Francia era la misión de Juana, y ello significaba que Francia y su Corona ocupasen el lugar que Dios les tenía pensado. Se ha querido ver en la figura de Juana un ejemplo de un fervor nacional que supera a los reyes y los señores para encarnar una idea superior del reino como nación y patria. Esto no es del todo incorrecto, ya que los lealistas franceses (armagnacs) habían violado el Tratado de Troyes entendiendo ya que la autoridad de un rey no basta para rendir una nación. El siglo XV supone un avance para los reinos europeos, fundados por las monarquías bárbaras, que ahora se van encaminando a estados modernos, con una gran autoridad real, pero a su vez con un concepto de reino mucho más avanzado que al del resto de la Edad Media. De esta manera, Francia necesitaba un rey, pero a su vez, Francia era algo más que el rey. Este patriotismo guarda un equilibrio entre la lealtad al rey y la nación, un equilibrio muy delicado que en este caso sólo en la fe se sostenía. Y es que, para la Doncella de Orleans, Francia no pertenecía al rey, ni tampoco a los franceses ni siquiera como conjunto. Francia pertenecía a Dios y a quien Él le encomendase su cuidado.

El caso de Carlos VII es curioso. Rey legítimo de Francia por voluntad de Dios, y en apariencia un hombre indeciso y débil que, sin embargo, dio unos resultados excelentes para su reino. Cuando Juana pudo finalmente encontrarse con él en Chinon, era un candidato descartado y sin ambición ni esperanza, pensando refugiarse en Castilla, con mucha gente leal dispuesta a pelear por lo que él representaba, pero sin fuerzas para representarlo él mismo. Y cuando Juana muere en Ruan un algo más de un año después, es el hombre más poderoso de Europa. No era un rey de los que lideraba a los suyos en batalla, no era un líder ni un guerrero como el ya difunto Enrique V de Inglaterra, pero demostró ser más hábil de lo que cualquiera pudo pensar. Su figura ha de analizarse con cautela en el tiempo en que coincide con Santa Juana de Arco, pues no sería el primer caso de un buen rey eclipsado por una grandiosa figura de más baja cuna y con gran leyenda detrás. A los españoles se nos haría más cercano el ejemplo del gran rey Alfonso VI de Castilla y León, que hizo de su reino una gran potencia y sin embargo sólo es recordado por sus desencuentros con Rodrigo Díaz, el Cid, un hábil señor de la guerra con ejército y ambiciones propias y un poema para engrandecer su figura.

¿Estamos ante el mismo caso con Carlos VII el Victorioso? Aunque no participase en batallas, su reinado pone fin la Guerra de los Cien Años, expulsando a los ingleses de manera definitiva (excepto Calais) en 1453, más de veinte años tras la muerte de Juana. Durante este tiempo, alcanzó el éxito ya sin la Doncella a su lado como líder, pero seguramente sí como intercesora. Es innegable que un rey incompetente no habría puesto fin al conflicto de la manera que lo logró Carlos VII. El problema es que casi todas las biografías de la Doncella culpan al rey de abandonarla en su campaña más ambiciosa, la liberación de París, y abandonarla también tras su captura. No podemos saber si el rey calculó que Juana ya no podía brindarle más beneficios sino problemas, o que simplemente su inactividad se debió al carácter pasivo que mostró al menos en los primeros años tras su coronación. Sí sabemos que Juana nunca cuestionó a su rey ni siquiera tras las decepciones que sufrió de su parte. Ella liberó Orleans, limpió el Loira de enemigos y culminó su campaña con la gloriosa batalla de Patay, “el Agincourt francés”, sólo para llevar a Carlos a ser coronado en Reims, lo cual consiguió y marcó la cumbre de la corta pero intensa carrera de Juana, que desde entonces se precipitaría hacia un abandono que terminó en su captura. Tras esto, Carlos la recompensó con títulos y dignidades que ella nunca usó, y luego se limitó a deshacer por completo el costoso pero prometedor asedio de París que ella y el Duque de Alençon habían logrado tras mucho esfuerzo. También es evidente que Juana no habría sufrido tal proceso ni muerte si se hubiera tomado Carlos cierto interés. Unos hablan de la envidia de Carlos VII y otros de su mera pasividad, no lo sabemos; pero el caso es que Juana murió abandonada por el rey al que ella misma consiguió la corona. Claramente, Carlos VII no fue leal con Juana como ella fue leal con él, pero terminó por lograr aquello por lo que Francia había luchado durante 116 años. Juana lo sacó de entre los perdedores y puso la guerra en su mano, pero luego él mismo fue capaz de culminar la victoria.

Juana de Arco tuvo muy claro que el primero ante quien respondía era Dios, al que solía referirse como el Rey de los Cielos. Después, su lealtad incondicional era para Carlos VII. Sin duda, Juana tuvo que experimentar el conflicto entre su misión divina encomendada por Dios y la obediencia al rey Carlos. Tras su coronación, Carlos VII comenzó una política que pretendía resolver el conflicto mediante pactos y negociaciones con Inglaterra y Borgoña, mientras que Juana sabía que había que aprovechar el momento anímico para echar por la fuerza a los enemigos del reino. Es posible que, de prevalecer la opinión de la Doncella, la guerra hubiese concluido bastante antes de 1453. Sabiendo que el rey no estaba por la labor de continuar las hostilidades, Juana siguió luchando porque su misión prevalecía sobre la opinión real, hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5, 29). No obstante, nunca desobedeció a Carlos VII directamente; incluso detuvo el ataque a París ante su orden, no sin dolor y frustración. Incluso en sus últimos momentos, ante su pira preparada y el verdugo dispuesto, Juana alzó la voz con fuerza para defender a Carlos VII cuando uno de los jueces lo acusó de apóstata y cismático. Ni en las peores situaciones se creyó Juana con autoridad para juzgar al rey por su comportamiento o decisiones, si bien en más de una ocasión fueron para ella motivo de grandes decepciones. Sabemos esto con certeza, pues si las biografías de Juana estuviesen motivadas por un patriotismo republicano del siglo XIX, no se haría mención a su absoluta lealtad al rey y si, por el contrario, fuesen movidas por interés puramente monárquico, no nos quedaría tan claro su abandono por parte de Carlos VII.

Las lecciones que podemos aprender de Juana y los suyos aquí son valiosas. Un rey indigno no hace indigno al reino ni a la Corona, y eso que Carlos VII está lejos de contarse entre los reyes más indignos, a pesar de su claro abandono a Juana. Los españoles sabemos de sobra lo que es un rey indigno, puede que mejor que ningún otro reino, pues pueden contarse más o menos siglos desde que la monarquía española no está a la altura de lo que representa. No obstante, y sabiendo esto, muchos españoles nunca han dejado de defender a la monarquía porque forma una parte esencial de lo que es España. Cuando a España le arrancan su Corona, deja de ser España, es otra cosa; al igual que la República Francesa nacida de 1792 no es la Francia verdadera, la fundada sobre los monarcas francos y la Iglesia Católica. De aquí se deriva que los políticos y nacionalistas franceses que se ponen en ridículo ondeando banderas republicanas alrededor de los monumentos de Juana de Arco; la bandera de una república laica ante el monumento de la mujer que sabía que Francia era el designio de Dios confiado a una Corona. Además, cualquiera que aprecie la historia con sinceridad puede ver que Francia, Rusia, y más recientemente España, son algunos ejemplos de que las repúblicas siempre han conducido al terror, la crueldad y la división. La Doncella solía decir que Carlomagno y San Luis se hallaban constantemente ante Dios para interceder por Francia. Por eso hemos de tener claro que, ante todo, lo que constituye a una nación es Dios, porque el poder sólo viene de Dios y sólo lo ostenta legítimamente aquel a quien se lo conceda. Las naciones no pertenecen a los reyes, a los partidos ni al conjunto de los ciudadanos, las naciones pertenecen a Dios.

Desgraciadamente, en el último siglo, las autoridades eclesiásticas fueron desistiendo de la lucha política al ver que cada vez se volvía más dura. De modo que los países de raíces y cultura cristiana empezaron a regirse por normas no cristianas o directamente anticristianas ante la permisividad de muchos obispos y pontífices. Hoy día, el cristianismo ha perdido casi toda su capacidad política y social, y a diferencia del islam en el mundo árabe o el judaísmo en Israel, la fe cristiana ya no es un motivo a tener en cuenta a la hora de hacer política. La reacción de muchos cristianos fue regocijarse en la falta de peso de la fe, envolviéndose en una aureola de falsa humildad que justifica la completa pasividad de su fe ante las injusticias que se cometen a diario ante sus ojos y los de nuestros pastores. Esta fe puramente personal e intrascendente, sin fuerza para hacer nada de peso, se ha rodeado de un sistema de ideas que justifican su total irrelevancia a la hora de regir la vida de las personas. Así, no faltan cristianos que se desentienden de los asuntos de su país porque consideran que su fe pura de autocomplacencia está por encima de asuntos tan sucios y banales como las naciones, y que el patriotismo no tiene lugar para creyentes contemporáneos. El temido “nacionalcatolicismo” sigue siendo el mantra esgrimido por muchos cristianos que se horrorizan ante el hecho de ver su fe relacionada con su nación. Porque en el fondo, la fe derrotada se consuela en lo único que le queda: la individualidad espiritualizada.

Los cristianos que hoy día se siguen comprometiendo en la lucha por su fe y por su país no deben dejar de tener a Santa Juana de Arco como referente y protectora. Ella experimentó la desesperación de un país ancestral que veía sus días contados, la pasividad y la falta de nobleza de un rey por el que muchos estaban dispuestos a luchar, la traición de una parte importante e influyente de su nación por motivos de ambición, los complejos de la clase dirigente y su miedo a ser tachados de belicistas o impulsivos, incluso la incredulidad en forma de compatriotas blasfemos y clérigos cobardes sin fuerza ni fuego. A nosotros, católicos españoles de 2020, todo esto nos resulta terriblemente familiar, sin embargo, no resulta suficiente para hacer capitular a los santos ni a quienes se acogen a Dios por medio de ellos. No basta una autoridad política o religiosa indigna, no basta un poderoso enemigo enardecido con el mundo en sus manos, no basta con una ni cien generaciones incrédulas y apátridas.

Juana de Arco, la Santa.
Sed santos, porque yo, 
el Señor, vuestro Dios, soy Santo. 
(Lv 19, 2)

Lo común que se puede rastrear detrás de todos los santos es su entrega total a la causa divina; causa que muchas veces termina por destrozarlos. Juana, como su Señor Jesucristo, abandonó su hogar para cumplir la misión que Dios le había encomendado con claridad, despertó amor y envidia entre los suyos, y terminó muriendo acusada de traición y herejía. El martirio es la culminación de sinceridad y compromiso con lo que se hizo y se dijo en vida. Eso es por lo que Dios concede su santidad a las personas.

La santidad, desde la vieja tradición hebrea, es el atributo principal de Dios. Lo que está tocado y bendecido por Dios desprende santidad, y la vida intachable según los preceptos del antiguo pueblo de Israel era lo que asemejaba a los fieles a Dios y los hacía como Él, santos. Por eso con verdad se dice que sólo Dios es santo, porque las personas a las que se les reconoce este atributo son aquellas cuya vida es presencia de Dios reflejada. ¿Qué concepto de santidad tenemos hoy? Por lo general, suele reducirse a una categoría moral en marco religioso. No hay duda de que la santidad necesariamente deriva en una rectitud moral ejemplar para todos, pero es más que eso; de hecho, podríamos decir que la fuerza moral de un santo no es causa sino consecuencia de su santidad. Lo que definiría la santidad es más bien la total cercanía, confianza y obediencia para con Dios, y eso se traduce en palabras y obras.

El celo religioso es lo que está detrás de todas las acciones de los santos, las más tiernas y las más duras. De este modo, el buenismo infantil e irresponsable que predica la dictadura del mundo progresista no tiene lugar para la fe cristiana. Una mirada que para hacerse pasar por buena evita responsabilidades, toma la ignorancia y la simplicidad como virtudes, y se abstiene de contemplar la realidad no es la mirada de un santo, no es la mirada de Dios. La bondad verdadera no tiene por objeto hacerse ver sino dar fruto, y a veces, su compromiso ha de llevarla a situaciones donde los demás la cuestionen. El Evangelio muestra constantemente que quien habla con sinceridad por un motivo justo, se expone al rechazo, como ocurre a Jesús; Muchos al oírle dijeron: Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo? (Jn 6, 60). Por eso la tolerancia y el consentimiento hasta los últimos extremos no son virtudes cristianas. Como Jesús, Juana de Arco se mostró dulce y respetuosa cuando tenía que ser, e implacable y dura cuando se requería. Paso por paso, Juana de Arco es un desafío frontal a todos los valores que trata de imponer el mundo del “progreso”.

La humildad de Juana nunca se tradujo en incapacidad o duda para actuar. La clave es que se trataba sencillamente de una cristiana sin complejos. Resulta impactante la cantidad de complejos que arrastran tantos católicos como asimilación de la intensa campaña ideológica de desprestigio contra las estructuras tradicionales que forman el espíritu de occidente; campaña que se ha asentado en la política progresista con la que se ataca al legado cristiano y occidental. Por el cine y la televisión, por la enseñanza pública, por la publicidad y por otras muchas formas, nos bombardean con su ideología izquierdista radical. Los grandes movimientos de venganza cultural e histórica que destrozan la forma de vida de nuestros predecesores están en su momento más fuerte. 
El marxismo cultural se ha atrincherado en los espacios donde llega a nuestra juventud para predicarles la venganza del pobre contra el rico, la crueldad del hombre contra la perfecta inocencia de la mujer, la opresión del hombre blanco contra la pureza de los hombres negros. Frente a esta ofensiva, la respuesta general de tantos cristianos es el silencio, el consentimiento, o la asimilación, porque tenemos un problema con los complejos.
El complejo se traduce en miedo, el miedo en pasividad, y la pasividad hace cómplice. Todos estos complejos contemporáneos que nos han impuesto a los cristianos europeos nos alejan de la santidad, porque tenemos miedo a ser fieles. Si predicamos nuestra fe de manera sincera nos acusarán de odio, de ofensa, de ser excluyentes; el miedo a ofender nos paraliza. ¿Temió Jesús ofender a alguien? ¿Temía Juana ofender a alguien cuando abofeteaba a quien blasfemaba o cuando golpeaba a las prostitutas para echarlas de su ejército? El miedo a provocar ofensa es una lacra que está peligrosamente cerca de hacernos perder totalmente el sentido de la misión cristiana. Por no ofender, cada vez menos pastores de la Iglesia levantan su voz cuando el feminismo convierte en un derecho básico negar el derecho a la vida, o cuando los movimientos de venganza racial arrasan iglesias y las estatuas de todos aquellos que no compartían sus exactos patrones de pensamiento, aunque ellos sean los inclusivos. En otros muchos casos, directamente tenemos que ver a cristianos, en incluso obispos, aprobar con alegría a estas corrientes de destrucción de cultura, aceptar como un bien la tolerancia de la blasfemia o desentenderse cuando el régimen genocida y torturador de la II República española es presentado como perfecto modelo de la libertad, humillando así a los que aún recuerdan a las víctimas a las que los luchadores por la libertad torturaban y asesinaban por su condición social o religiosa. Pareciera que el buenismo nos ha hecho creer que el pecado ya no tiene capacidad para perder a personas, países y civilizaciones. Por no parecer radicales, le hemos perdido el respeto al mal, considerándolo un pequeño accidente sin importancia, como si fuese algo que a Dios no le preocupa. Y donde no se cree en la fuerza del mal, no se da espacio a la necesidad de salvación. Por consiguiente, la fe y los sacramentos quedan relegados a mero simbolismo intrascendente, que no cuentan para la salvación porque solo cuenta “ser bueno”.

Ardo en celo por tu causa, Señor de los Ejércitos, porque los israelitas han abandonado tu Alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas; quedo sólo yo y buscan mi vida para quitármela (1R 19, 14). El grito del profeta Elías podría ser el de muchos de nosotros, y en él se muestra que cuanto más adversa es la situación, más crece el fuego del amor por la causa, causa abandonada, pisoteada y acusada traicioneramente de las culpas de la humanidad. Juana de Arco se consagró en cuerpo y alma a esta causa, que en su tiempo tampoco pasó por un momento fácil. La Iglesia del siglo XV estaba llena de divisiones y escándalos, y carecía de fuerza para enderezar los grandes problemas de su tiempo. Las iglesias nacionales empezaron a gestarse con fuerza, como símbolo del poder regio que iba apartando al de Roma. El galicanismo y los husitas fueron intentos menos exitosos de lo que logró Lutero en el siglo siguiente, crear un cristianismo sin cabeza ni unidad, a conveniencia de cada lugar. Cuando mucha gente veía en la Iglesia católica sólo corrupción o injerencias en la soberanía de los reyes, Juana fue una celosa defensora de la Iglesia Universal. Ella quería combatir a los husitas, y se hubiese opuesto a la ruptura protestante de haberla vivido. En su juicio, fue crucial su ignorada apelación al Papa y al Concilio de Constanza, a los que pidió someterse totalmente en su caso. ¿Por qué Juana confió tan ciegamente en una entidad que perdía prestigio y fuerza cada día? 

Porque, como toda persona extraordinaria, veía más allá, y sabía que corrupción, escándalo y división no son suficientes para deslegitimar a la Iglesia, que lo humano no puede expulsar a lo divino. Proclamó que Dios y la Iglesia eran una sola cosa para ella, todo en el juicio que la conducía a la hoguera. Hemos de descartar totalmente que sea una opositora a la Iglesia despótica y corrupta, y quien así lo diga, no puede dar mayor signo de ignorancia sobre la Doncella. Sin embargo, sí es víctima de un partido de clérigos completamente vendidos a una causa política. Todo ello por la debilidad del Papado, pues cuando la Iglesia universal no es fuerte, es inevitable que vaya detrás de la corriente dominante de turno. Y no es la primera vez en la historia que jerarcas eclesiásticos dan la espalda a quien por ellos ha dado la cara, es sabido. 

En el siglo XIII, el martirio de Juana no podría haberse realizado por cauces eclesiásticos, pero en tiempos de Juana, la Sede de Pedro apenas podía garantizar la universalidad de la Iglesia; prueba de esta debilidad es que Roma sólo pudo declarar nulo el proceso y no evitarlo, y todo ya cuando Francia se alzaba como clara vencedora del conflicto en 1453. Juna se negó a someterse a sus jueces porque no los reconocía como jueces eclesiásticos legales sino como clérigos fieles al rey de Inglaterra, clero que un siglo después apoyaba casi unánime que Enrique VIII rompiese con Roma y asumiese el control de la Iglesia en Inglaterra para lograr un segundo matrimonio. En cambio, apeló al Papa y al Concilio de Constanza, donde la autoridad de la Iglesia se hallaba legítimamente reunida bajo su propio poder, no el de una monarquía concreta. Fue examinada además por clérigos leales a Carlos VII en Poitiers y no pudieron declarar nada en su contra, aun cuando ella no había logrado ninguna victoria y no había motivo partidista para auparla; antes bien asumían un riesgo al bendecir la misión de una campesina devota que sólo traía promesas.

Una mujer que a los 13 años decide dedicarse completamente a servir a Dios y permanecer virgen y obediente no es el modelo al que las mujeres ni los hombres de hoy día miran para sus aspiraciones, pero es el tipo de gente a la que Dios elige para dejar su sello en la historia y para realizar sus planes salvíficos. Es importante recalcar que las personas como ella, los santos, no pueden ser reclamados por nadie que no comparta su causa. Ni liberalismo, ni feminismo, ni patriotismo sin Dios pueden adueñarse de Juana de Arco, porque en toda su vida mostró ser ante todo una santa de la Iglesia.

Cualquier intento de comprender a esta santa desde un razonamiento sin fe es inútil. Ella como cualquier santo, a los ojos de toda persona sin fe no dejaría de ser una persona con un fuerte desequilibrio psicológico. Locos, fanáticos o radicales son algunos de los adjetivos con los que el incrédulo se explica a las personas extraordinarias por su fe. Por eso, ignorar a los santos, o concederles menos credibilidad según las preferencias individuales es un signo de una fe por pulir. Juana es una perfecta imagen de lo que los cristianos occidentales podíamos llegar a ser antes de que la autodenominada Ilustración y sus hijos comenzasen a arrancar lentamente el alma de nuestras tierras, culturas y personas; y de lo que todavía podemos ser si somos lo bastante fuertes como para rechazar los venenosos prejuicios que se han vertido sobre todos nosotros. Ella no reivindicó solo derechos individuales, no exigió para ella ni para nadie la libertad absoluta que exime de responsabilidad, no quiso cargar sobre ella ni sobre su género todas las desgracias de la humanidad para convertirse en víctima ideológica, no pretendió poner cabeza abajo el mundo que le había dado la fe, todo porque amaba a su Dios y a su reino antes que a sí misma.

Siempre hay motivos para la esperanza. Los aspectos devocionales de Juana y su martirio han sido compartidos por muchos santos en muchas épocas, pero también antes y después hay gente como ella, santos guerreros; pues donde el cristianismo, de una manera u otra deba luchar, dará gente como ella mientras haya fe. La Iglesia no yerra al reconocer santos, pero son muchos los no reconocidos, son muchos cuyos cuerpos terminaron destrozados por el enemigo, tras la lucha o incluso aun con el arma en la mano, bañados por las nieves de Rusia, las brumas del norte de Europa o las arenas de Oriente medio, defendiendo a los suyos y la fe en su Dios. No hay motivo para rendirse; Santa Juana de Arco, la Doncella de Orleans, se ofrece como poderosa intercesora por aquellos macabeos que en todos los tiempos se alzaron y podrán alzarse para ponerse entre el enemigo y el pueblo de Dios.














VER+:

Hna. Marie de la Sagesse Sequeiros - 
La misión de Sta. Juana de Arco y la realeza de Cristo


A propósito de la doncella de Orléans muchos historiadores afirman que su figura es inagotable: “de Ioanna nunquam satis”. Al mismo tiempo, sus detractores han tejido negras leyendas en torno a la figura de esta pastorcita que en el otoño de la Cristiandad hizo patente al mundo la efectiva reyecía de Jesucristo y realizó el milagro político más grande de la historia: libertar del yugo inglés a Francia en tan solo tres años de vida pública. Capaz en pleno combate de retirarse a rezar y volver dispuesta a seguir con su misión “a punta de espada”, dirigió con solo 18 años un ejército de 10.000 hombres para acabar con una guerra centenaria y restaurar la unidad política y espiritual. 

En el punto culminante de su misión fue traicionada por los suyos y vendida al enemigo para ser sometida a un juicio inicuo en el que debió defenderse sola frente a un farisaico tribunal que la había condenado de antemano. Virgen, reina y mártir son aureolas que raramente se dan en una sola y misma santa, y menos en el breve lapso de diecinueve primaveras. No debe por ello extrañarnos que diferentes banderías hayan intentado usurpar la fascinante figura de quien, vestida de varón, hizo la guerra y acabó sus días en una hoguera como hereje... Aunque el dulce nombre de “Jeanne d’Arc” ha suscitado una excelente bibliografía, poco y nada de este tesoro ha sido traducido a nuestra lengua. Por eso, al ofrecer este primer estudio documental en español, espero hacer brillar el misterio de su apasionante figura a la luz de las actas de sus procesos -de condenación, de rehabilitación y de canonización- y de la más actualizada bibliografía francesa.

La vocación de Juana o, mejor dicho su camino de santidad, fue una misión política que constituye lo que los estudiosos llaman con una expresión griega un “hápax”, algo expresado una sola vez, un hecho único. Pues fue la única vez en 2000 años que Dios, por una intervención directa, salvó un poder. No hay santo alguno -y menos, santa- en toda la Historia de la Iglesia que deba ser honrada como salvadora de la patria por un inmediato mandato divino cumplido hasta la muerte, y muerte de hoguera. Mons. Delassus, gran estudioso de la doncella, nos recuerda: “Ninguna nación moderna tiene en sus anales una figura comparable a la de Juana de Arco, heroína, santa y mártir…” Y Pierre Virion llega a afirmar justamente que: “Dios ha hecho de ella la gran santa política para los tiempos de las naciones”. ¡Qué maravilla pocas veces meditada!

Nuestro Señor Jesucristo como soberano de todos los reyes, tiene necesariamente una política, y una política sobrenatural donde ha asignado a cada pueblo una misión -unas más importantes que otras según el beneplácito de la Divina Providencia- siendo la de Francia, la de ser la “Hija mayor de la Iglesia”, título indiscutido desde el bautismo de Clodoveo y que hasta el momento no ha sido conquistado ni por Estados Unidos ni por Rusia, ni menos aún por el imperio chino, y que tampoco perdió a pesar de su posterior infidelidad. Una nación verdaderamente privilegiada para cumplir una vocación primordial como nuevo Israel que reivindica para sí el Salmo “No hizo nada semejante a ninguna otra nación”. Por eso mismo Dios al enviarle a Francia una Juana de Arco para salvarla de un peligro “in extremis”, la proveyó con medios proporcionales a su elevada misión.

Acá ya estamos haciendo teología de la Historia. Y justamente esta cosmovisión nos permite no solo comprender con exactitud la misión de la doncella a la luz de la política divina, sino también considerar el valor sagrado de los países, de las culturas y de las lenguas.

La historia más bella del mundo”, como le gustaba decir al filósofo liberal Alain. Historias bellas y análogas existen y muchas; basta con recordar a “Antígona” o “Ifigenia…”, ambas admirables, pero que no dejan de ser una ficción teatral. El drama de Juana de Arco, por el contrario, es real, al punto que Charles Péguy no exageró al ver en la heroína francesa una perfecta imitación de la Virgen y sobre todo de Nuestro Señor: “La pasión de Juana es una de las más perfectas imitaciones de la Pasión de Jesús” -decía.

En efecto, la historia de la Pucelle es la más bella del mundo, pero además es verdadera.


"EL CRISTIANO HA NACIDO PARA LUCHAR": 
PAPA LEÓN XIII

“Retirarse ante el enemigo o callar cuando por todas partes se levanta un incesante clamoreo para oprimir la verdad, es actitud propia o de hombres cobardes o de hombres inseguros de la verdad que profesan.
"La cobardía y la duda son contrarias a la salvación del individuo y a la seguridad del Bien Común, y provechosas únicamente para los enemigos del cristianismo, porque la cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos. El cristiano ha nacido para la lucha”. S.S. León XIII, Papa


Canto a Santa Juana de Arco - Canción Católica

Juana de arco (1999) - Película completa en español


VER "JUANA DE ARCO" 1948

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