Esteban Hernández:
“España es un país perdedor"
La guerra oculta del siglo XXI
Las batallas invisibles de nuestro tiempo
Esteban Hernández (1965) es abogado, ensayista y analista político. Debutó con "El fin de la clase media" (Clave intelectual, 2014), donde describe con detalle el derrumbe del Estado del Bienestar, combinando materiales tan distintos como la macroeconomía y los conflictos cotidianos del grupo rockero de culto Drive-By-Truckers. Sus libros se leen como mapas de un naufragio social, donde cada vez adquiere más peso la geopolítica, que desborda las escaramuzas cotidianas entre izquierda y derecha. Ahora publica "Así empieza todo": la guerra oculta del siglo XXI (Ariel), un texto que explica por qué las actuales élites políticas y económicas no se están tomando decisiones funcionales para afrontar los problemas que merman nuestras condiciones de vida. La lucha por la supervivencia se hará cada vez más cruda si no hay una reacción a gran escala, social, económica e institucional.
En los últimos años se ha puesto de moda el término “guerra cultural”, tanto desde la izquierda como desde la derecha. Su texto describe esto como una “versión degradada” de la guerra subterránea real.
Lo relevante para mí en este instante es la guerra entre lo productivo y lo financiero, en la que va ganando por goleada lo financiero, lo alejado de la economía real, esa que produce los ingresos de la mayoría de la gente. Esta guerra significa que los parados, autónomos, trabajadores por cuenta ajena, pequeños y medianos empresarios, muchos profesionales liberales y parte de las grandes empresas ligadas al territorio van a salir perdiendo todavía más. Ese triunfo de la economía irreal, muy ligada al ‘efecto Cantillon’, que produce muchos réditos a una escasa parte de la población, genera tensiones claras en las sociedades occidentales. Para no abordar este problema, se nos entretiene con cuitas que nos enfrentan a unos contra otros, cuando los problemas que nos afectan son comunes.
El libro se cierra con esta frase: “La guerra es una contienda moral que se gana en los templos antes que en los campos de batalla” (Sun Tzu). ¿Cuáles son los templos de nuestro tiempo?
No somos muy conscientes de que el instante histórico que ha empezado a desarrollarse es muy importante, que es un cambio de gran magnitud. Se juntan dos aspectos, el cambio tecnológico que transformará productivamente a la sociedad y hará que sobren muchas personas, con una posición geopolítica similar a la de la salida de la I Guerra Mundial, que fue resuelta de una forma muy torpe y que puso las bases para todas las tensiones que vinieron después y nos condujeron a la II Guerra Mundial. Como no le pongamos remedio, los contendientes van a ser la civilización y la barbarie.
No advierte de que vienen protestas sociales: “La rebelión va a estar presente en los próximos años y los movimientos antisistémicos van a crecer”.
El futuro está por construirse: lo que anticipan estos momentos, si el futuro se convierte en la continuación del presente, será la pelea entre una opción política que apela al multilateralismo, que apuesta por la digitalización y lo verde y que defiende el statu quo, pero cuyo programa económico provocará que descienda el nivel de vida de la mayoría de la población española -y europea- y otra opción política más autoritaria, con mayor peso de lo nacional, más favorable a Estados Unidos que a la Unión Europea en lo internacional, además de antichina, y que trata de alterar el statu quo. Ninguna de las dos tendencias es buena. Insisto, el futuro está por construirse, no lo dejemos en manos ajenas.
Hace un retrato de China como negativo fotográfico de los errores de Occidente. El país ha crecido de manera espectacular no solo por sus méritos, sino porque Europa y Estados Unidos pensaban que nunca iban a ser superadas y no han planificado a largo plazo.
China es especialmente importante en la medida en que constituye la unidad de medida de los errores occidentales. Les dimos todo lo que necesitaban: capital, tecnología, acceso a los mercados mundiales… Se hizo oídos sordos, por avaricia y por estupidez, a todas las señales que enviaban, que fueron muchas, acerca de la utilización en términos imperiales que estaban haciendo de todo lo que se les proporcionaba. En cuanto a España, le afectará negativamente, como a la Unión Europea. Tanto Estados Unidos como China ganarán espacio, tratarán de expandir sus ámbitos de influencia, e intentarán tener mayores partes de nuestros mercados y de nuestras empresas y lo conseguirán. España será un terreno de adquisiciones.
"España es un país perdedor, y Alemania lo será en la nueva guerra fría, como la UE, más un territorio del que apoderarse económicamente que un aliado respetado", explica
El libro describe una guerra con tres bandos: unas élites que se desentienden de cualquier obligación social, una clase media menguante y unos perdedores a los que se consideran como seres humanos desechables.
Tenemos que ser conscientes de que las élites se han escapado de las sociedades en las que vivían. Ha ocurrido en muchos sentidos: vemos cómo se concentran en espacios apartados, como son determinadas urbanizaciones, y apenas visitan la ciudad. Sus conexiones son internacionales, y tienen más en común con élites de otros países que con la gente de su nación; sus inversiones son globales, no revierten en el territorio del que consiguen los recursos. Y así sucesivamente. Ocurre en todos los sentidos, la separación es por arriba. El país que ha roto la globalización ha sido Estados Unidos, el líder mundial. Las tensiones más fuertes en la Unión Europea vendrán causadas por Estados ricos como Países Bajos y demás norteños, y por esa parte de Alemania que entiende al sur como algo de segundo orden.
¿Cómo afecta esto a España?
Las tensiones de separación en los Estados provienen de territorios ricos: Cataluña quería irse de España, no Extremadura; Madrid quiere condiciones especiales, no Teruel, que sólo aspira a integrarse mejor. Lo absurdo de esto es que la mejor salida es la común, también para ellas, porque las élites de países perdedores son perdedoras también. España es un país perdedor, y Alemania lo será en la nueva guerra fría, como la UE, más un territorio del que apoderarse económicamente que un aliado respetado por unos y otros. Esto es evidente en la UE: la única posibilidad que tiene para sobrevivir como un bloque sólido es contar con una Europa fuerte, con peso internacional y con un fuerte consumo interno, pero todas las medidas que se toman van en dirección de volverla más frágil. Esto se traduce en un fondillo de recuperación que deja 140.000 millones menos los descuentos a España al tiempo que Alemania invierte casi dos billones de euros en su economía. Es otra forma de separación por arriba y, por tanto, de hacer más frágil la Unión Europea.
Usted acuñó una expresión que ha hecho fortuna: la burbuja de Arganzuela, que es el nombre de un barrio de Madrid. Se refiere a la zona multicultural donde unas élites de izquierda viven ensimismadas en sus mundos cuquis, ignorando o despreciando a “los perdedores de la globalización”, a quienes sin embargo aspiran a representar.
No son sólo las izquierdas madrileñas, la mayor parte de las izquierdas españolas han actuado de esta manera. Es muy difícil que salgan de ahí: hace una década, tenían un sentido de la superioridad moral que les servía para afear las ideas de los demás y señalarles como producto de un momento histórico superado. Ellos se sentían las fuerzas del futuro y se comportaban como si quisieran limpiar la esfera intelectual de impurezas arcaicas. Siempre encontraban dianas a las que disparar dialécticamente, y supongo que eso les daba la satisfacción del inquisidor. Hoy siguen haciéndolo, pero ha cambiado una cosa, su posición. En lo político es evidente, porque su generación está acabada, y lo máximo que han conseguido es pastorear para el gobierno del PSOE. El 15-M ha sido un desastre políticamente, pero no sólo por sus resultados, ni por la actitud de sus principales activistas, también por su escasa percepción de las necesidades de la gente y por unas propuestas que complementaban los cambios que el mismo sistema estaba promoviendo.
"Nos vendría bien a todos un mundo en el que los valores fueran más allá del dinero y del éxito y creo que en eso hay consenso", señala
Habla de un “momento Karl Polayni”, en referencia al antropólogo austriaco que explicó que los seres humanos necesitamos unos mínimos de relación comunitaria y cuando estos faltan se produce una reacción política.
El capitalismo va afinándose continuamente en su intento de conseguir más rentabilidad y mayor concentración de poder y recursos. Al hacerlo, provoca tensiones fuertes entre países, regiones y clases sociales, pero entiende que eso es parte del proceso, ya que estamos en un momento de destrucción creativa. La misma digitalización forma parte de esto: es la reconversión hacia la mediación digital de buena parte de la actividad real. El conductor de Uber sigue siendo un conductor, no es una aplicación; el repartidor de Glovo, los hoteleros que prestan sus servicios, los artículos que se venden en Amazon siguen siendo en su mayor parte físicos, pero todas esas actividades se derivan hacia mediadores, estadounidenses o chinos, que captan recursos y terminan ocupando posiciones oligopolísticas o monopolísticas. Podemos hablar del periodismo digital, y vemos que Google y Facebook son los principales captadores de publicidad. Y así sucesivamente. Es importante señalar esto, porque la digitalización podría ser otra cosa, pero se ha constituido como un paso adelante más en un tipo de capitalismo monopólico que busca extraer recursos, como suele ocurrir con los monopolios, en lugar de aumentarlos.
¿Cómo podemos defendernos de esas concentraciones de poder?
La solución es sencilla, tomar el camino opuesto, aunque sólo fuera para que algunas de las necesidades antropológicas que tenemos como seres humanos pudieran satisfacerse. Nos vendría bien a todos un mundo en el que los valores fueran más allá del dinero y del éxito y creo que en eso hay consenso, más allá de la orientación política que cada cual le otorgue. En este momento de transformación tecnológica vamos hacia un entorno muy poco amable con lo humano, y hay que subrayarlo.
"Ya no hay élites españolas, son gestores de ideas ajenas y por lo tanto fácilmente absorbibles en primera instancia", lamenta
Otra idea inquietante recorre el libro: Occidente es ya incapaz de tomar decisiones que le lleven a los fines que desea. Las estructuras políticas son tan rígidas como en la decadente URSS y no se escucha realmente a quienes proponen alternativas. ¿Hay margen de reacción o damos esa batalla por perdida?
Que la batalla se gane o se pierda es la segunda parte, la primera es que hay que darla. Son quienes están al frente de la sociedad, sus malas decisiones nos afectan a todos y llevamos mucho tiempo pagándolas. El ascenso chino es un ejemplo claro, pero el más significativo no es exterior, es interno: las soluciones que aplican a los problemas económicos hacen los problemas más profundos en lugar de solucionarlos. Al actuar así, crean más desafección, hostilidad y desigualdad, lo que conduce a un horizonte bastante negativo. Pero no sólo para nosotros, también para ellos. En el caso español, es llamativo cómo están tomando decisiones que también les perjudican como élite. Desde el inicio de la crisis, España tiene menos millonarios, y donde más han crecido ha sido en China, Países Bajos, Alemania y Estados Unidos. Esto no es una fotografía de un momento dado, sino una tendencia: cada vez habrá menos ricos españoles. Y en lugar de intentar poner las bases para cambiar esa tendencia, actúan en ese ‘qué hay de lo mío’ con el fondo de recuperación sin tener ninguna idea estratégica clara. Y cuando aparece, lo hace en el ámbito de la financiarización y de la digitalización, terrenos en los que no pueden competir. Ya no hay élites españolas, son gestores de ideas ajenas y por lo tanto fácilmente absorbibles en primera instancia, y prescindibles en segunda. Pero ni siquiera se dan cuenta.
Además del debate social degradado, en la España de 2020 sufrimos una desconfianza crónica hacia los políticos, que aparecen en los sondeos entre los principales problemas de la nación, ocupando el lugar que antes tenían la droga, el paro y el terrorismo.
Sería fácil decir que hacen falta líderes capaces, con sentido estratégico, visión integradora y económicamente inteligentes. Pero no me preocupan tanto los líderes como nosotros. La pregunta es más bien por qué la sociedad española carece de ideas, de activación política, por qué las fuerzas sociales tradicionales, como partidos o sindicatos, tienen cada vez menor peso, al mismo tiempo que la sociedad civil disminuye en su participación e influencia. Creo que hace falta que tomemos conciencia de los problemas más allá del típico Sánchez es un tal, Casado es un cual, y así sucesivamente. Las críticas a los políticos, a menudo demasiado encrespadas, son la señal de la renuncia de una sociedad a hacer política: su manera de participar es atacando a los políticos. Pero eso no es participar, es echarse a un lado.
La trampa de la historia
«El presidente se encuentra en una situación grave y no sabe cómo salir de ella. La presión que soportamos es enorme.» El fiscal general de Estados Unidos realizaba esta angustiada confesión en un encuentro secreto con Anatoly Dobrynin, embajador soviético en Washington, durante la crisis de los misiles cubanos. Robert Kennedy había forzado esta reunión informal con la esperanza de que se pudiera establecer una línea directa, por conductos no oficiales, entre JFK y el líder ruso Nikita Kruschev. Los hermanos Kennedy tenían motivos para desconfiar de las intenciones tanto de sus mandos militares como de los soviéticos, por lo que decidieron apelar al entendimiento directo de dos personas que eran conscientes de las consecuencias gravísimas que tendría una confrontación nuclear para sus países y para el mundo. La conversación no tenía nada que ver con fijar fórmulas definidas que pudieran resultar aceptables para ambas partes, sino con algo previo, como era establecer las bases para que la negociación se pudiera establecer sin interferencias.
Kruschev recogió en sus memorias el informe que recibió de ese diálogo a media voz, y sus términos eran preocupantes: «El presidente Kennedy implora al presidente Kruschev que acepte su oferta y tenga en cuenta las peculiaridades del sistema estadounidense. Aunque el propio presidente está muy en contra de comenzar una guerra contra Cuba, podría ocurrir una cadena irreversible de eventos contra su voluntad».
Fue, por muchos motivos, un momento extraordinario de la historia. Los presidentes de los dos países más poderosos del mundo buscaban una negociación en los márgenes para evitar que la intromisión de sus militares abocase a un enfrentamiento no deseado. En la élite estadounidense había posturas muy firmes respecto de la necesidad de la acción armada contra Cuba, a pesar de las consecuencias que pudieran derivarse de ella, y en la Unión Soviética no estaban dispuestos a sacar los misiles de la isla sin una contrapartida clara y pública. Kennedy estaba dispuesto a ofrecerla, pero no podía brindar ni las garantías ni la transparencia precisas para generar confianza en los soviéticos. El presidente sabía que el instante era crucial, y era consciente también de cómo, en estas ocasiones, la historia solía inclinar la balanza del lado de la peor opción posible. JFK era un ferviente admirador de Los cañones de agosto, un libro de la historiadora Barbara Tuchman que había sido publicado ese mismo año, y que llegó a regalar al prin1er ministro británico, Harold Macmillan, para que comprendiese bien la gravedad del momento.
El libro de Tuchman contenía un detallado análisis de la génesis de la Primera Guerra Mundial desde una perspectiva inédita, la de un escenario entrelazado por lógicas y mentalidades enredadas que abocaron a un enfrentamiento que se anticipaba inevitable. Durante el siglo XIX, los militares habían sido una fuerza social de gran importancia, y en la época del imperialismo y del auge de las masas, su influencia fue todavía mayor. La fuerza ascendente de aquella época, la que estaba modelando la sociedad, era la burguesía. La industria, el comercio y la expansión por territorios extranjeros constituían el motor que impulsaba las más diversas políticas nacionales, y los valores ligados a ellas, los provenientes de los intercambios, la rentabilidad, los intereses y el capital, estaban modelando la mentalidad de los europeos. Los cuerpos militares, vinculados aún a la aristocracia, y en los que el ingreso de la pequeña burguesía y, sobre todo, el proletariado, estaban limitados, constituían el espacio de encuentro y defensa de viejas virtudes, esas que se entendía que la sociedad estaba perdiendo. El honor, la lealtad, el sacrificio, el amor por el combate y la entrega a una causa superior a la de la mera individualidad encajaban mal con las ideas emergentes, tanto las de una burguesía demasiado centrada en el interés personal como las de unas masas que percibían enormemente vulgares. El ejército era crucial por lo que suponía para la fortaleza nacional, pero también como bastión frente a la decadencia. La solución de compromiso, como suele ocurrir, consistió en la adopción de algunas de las viejas virtudes por la nueva burguesía, que vieron en el orden estructural de las fuerzas armadas una inspiración para sus organizaciones, y que promovieron valores públicos como la disciplina, el orden y el respeto a la autoridad.
El ejército contaba con sus propios códigos, en los que el honor figuraba en lo más alto. Por eso los duelos se produjeron con frecuencia, durante el siglo XIX y entrado el XX, incluso en los países que fueron formalmente prohibidos. No podían ser rechazados, y menos aún si se formaba parte del cuerpo de oficiales del ejército, bajo pena de caer en desgracia,
profesional y socialmente. La honra era el valor máximo, por encima de la propia existencia, y debía conservarse a toda costa. Y esa mentalidad operaba en todos los órdenes, el personal, el corporativo y el nacional, de forma que toda ofensa debía encontrar una respuesta adecuada. El combate no era un problema, sino parte eterna de la existencia, y las armas tenían la última palabra tarde o temprano.
Se trataba de valores funcionalmente adecuados, ya que los militares suponían la fuerza de salvaguarda del orden existente. El ejército era imprescindible para el capitalismo, ya que de él dependían la expansión exterior, el aseguramiento de los territorios dominados y de las materias primas que de allí se extraían, y constituía el elemento disuasorio por excelencia respecto de las pretensiones de otras potencias. En lo interno resultaba fundamental, ya que permitía el aseguramiento en última instancia del orden constituido frente a los intentos de desestabilización de los proletarios, y respecto de las tentaciones de esos políticos que habían ganado relevancia en el tiempo de la democratización y del sufragio universal.
Unos y otros motivos, su función y sus valores, les conducían a realizar una tarea de previsión que se concretaba en el diseño de planes estratégicos permanentes, que revisaban y actualizaban con frecuencia. En la época del imperialismo, todos los países tenían en mente la elevada probabilidad de que una guerra estallase, por lo que configuraban escenarios muy detallados acerca de las posibilidades de acción si las hostilidades se desatasen. La inestabilidad social, la red de intrincados intereses nacionales y el aumento de las tensiones entre las potencias construyeron la seguridad de que tarde o temprano el deseo bélico prendería, y la anticipación resultaba crucial.
Como detalla Tuchman, sobre ese suelo analítico crecieron dos ideas particularmente extrañas. La primera, que causó gravísimas consecuencias, fue la convicción de que la guerra sería coita. Los planes que se habían diseñado, y los distintos escenarios que estos preveían, aseguraban que en unos cuantos meses las batallas habrían cesado; si no se obtenía una victoria completa, al menos se habría ganado la posición de fuerza suficiente como para negociar muy favorablemente.
El otro aspecto negativo era el que más preocupaba a John F. Kennedy, porque lo veía completamente reflejado en la mentalidad de los mandos de su ejército, y consistía en la seguridad de que la victoria caería del lado de quien actuase primero y de la manera más rápida posible. Esa certeza articulaba los planes estratégicos alemanes: una invasión iniciada por Bélgica supondría una ventaja enorme, contaría con el factor sorpresa y llevaría a los franceses a la derrota. Cuanto antes se atacase y más contundente fuera la acción, más coita sería la contienda y más exitoso el resultado; los cañones debían dispararse antes de que lo hicieran los enemigos. De modo que, cuando el archiduque fue asesinado, todo el mundo corrió hacia lo inevitable: como en un efecto dominó, una pieza fue derribando la siguiente y la guerra explotó.
Las dos convicciones quedaron negadas por la realidad, tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial, pero eso no hizo mella en la manera en que los mandos estadounidenses afrontaron la crisis de los misiles cubanos. Las tesis de generales como Curtis LeMay se fundamentaban en la superioridad armamentística de Estados Unidos y en el aprovechamiento del instante: se debía invadir Cuba y retirar los misiles soviéticos, y si la acción conducía a la guerra nuclear, era mucho mejor librarla en ese instante, cuando su país era superior, que en el futuro. Sin duda, habría muchas víctimas, varias ciudades estadounidenses serían alcanzadas por las armas nucleares soviéticas, pero serían daños preferibles a los que se causarían en tiempos venideros, cuando la URSS estuviera a la misma altura en armamento. La guerra iba a estallar en algún momento, ya que era inevitable que en las décadas posteriores el conflicto llegase, por lo que rehuirlo suponía un error. Un ataque contundente llevaría a la victoria y libraría al mundo de una vez por todas del comunismo; si se esperaba, las consecuencias serían catastróficas.
Kennedy logró contener esas fantasías, plenamente instauradas, y tuvo que hacerlo apelando a Kruschev, esperando que compartiese su misma perspectiva y que entre ambos lograsen frenar a los halcones de uno y otro lado. Así ocurrió, y la decidida voluntad de dos dirigentes que lograron dominar a los grupos de presión que les empujaban al desastre, consiguió detener ese instante de locura.
La crisis de los misiles cubanos, más allá de su forma de resolución, contiene un ejemplo evidente de cómo las sociedades tienden a tomar decisiones muy perjudiciales, también para los objetivos que se fijan. La acción preventiva, esa necesidad de actuar con urgencia y contundentemente antes de que los males sean mayores, es una de las más relevantes. El covid-19 es una metáfora bastante precisa de esta reacción que pretende solucionar un problema y acaba por empeorarlo.
LA ENFERMEDAD QUE SE HACE A SÍ MISMA
Los casos más graves en la infección causada por el coronavirus están causados por lo que se denomina «tormenta de citoquinas», unas proteínas que segrega el sistema inmunitario como reacción a la amenaza que supone el virus. Esa respuesta forma parte de su función, ya que cuando identifica agresiones provenientes del exterior, ya sean bacterias o virus, o del interior, como células degeneradas o tumorales, genera antígenos con el objetivo de combatir el peligro.
El sistema inmunitario es sorprendentemente eficaz, ya que es capaz de detectar toda clase de sustancias dañinas para el organismo y de responder fabricando anticuerpos específicos. Su eficacia proviene también de su memoria, que registra las amenazas sufridas, lo que le permite reaccionar rápidamente frente a una segunda exposición. El perfeccionamiento continuo de los mecanismos de respuesta es lo que permite a los seres humanos combatir esa enorme cantidad de peligros potenciales que alberga nuestro entorno.
El sistema, no obstante, tiene tres clases de fallos: puede reconocer los patógenos pero reaccionar débilmente frente a ellos, lo que causa las inmunodeficiencias, que agravan las enfermedades; puede señalar como amenazantes células que son necesarias para el cuerpo, activando así un ataque que daña a organismos necesarios, lo que provoca las llamadas «enfermedades autoinmunes»; y puede que reconozca como amenazante aquello que es inocuo, como ocurre en las alergias. En este caso, la reacción del sistema inmunitario provoca una enfermedad que de otro modo no existiría. Es también la lógica que subyace en los ataques de pánico o en algunas fobias: frente a una situación que objetivamente no es peligrosa, o que resulta perturbadora pero no causa riesgo real, el cuerpo y la mente actúan del mismo modo que si estuvieran frente a una amenaza gravísima.
Esto es lo que ocurre con las peores situaciones del covid-19. La reacción desproporcionada del sistema inmunitario genera una tormenta de citoquinas, que provoca una elevada inflamación en los pulmones, lo que dificulta todavía más la respiración del enfermo. A su vez, el cuerpo identifica un peligro en esta inflamación, y produce más defensas que agravan el estado del paciente hasta llegar incluso a causar su muerte. La sobrerreacción se constituye en el peligro en sí mismo.
Esta forma de actuación del sistema inmunitario contiene, por sus semejanzas, un retrato muy preciso de las disfunciones de los sistemas sociales: esa sobrerreacción fue precisamente lo que Kennedy logró evitar. Como demuestran los hechos, el punto de partida de los halcones estadounidenses era una enorme equivocación, ya que la guerra fría fue ganada por Estados Unidos años después sin necesidad de arrojar ni una sola bomba. Sin embargo, se consideró un acontecimiento manejable como un síntoma evidente de una amenaza gravísima, lo que exigía una respuesta a la altura. Esta perspectiva es una constante de nuestro tiempo y explica los errores más significativos del sistema inmunitario occidental contemporáneo.
Existen ejemplos en los más diversos terrenos. En el bélico, la guerra de Irak es uno de los más representativos, ya que la invasión del país no contribuyó a estabilizar la zona, más bien al contrario; desestructuró un Estado clave en Oriente Medio, contribuyó a la difusión del islamismo radical y aumentó el nivel de riesgo en los Estados cercanos. Pero también lo fue por los motivos que se adujeron para forzar el respaldo internacional de la invasión; dado que Irak poseía armas de destrucción masiva, era preciso intervenir cuanto antes, ya que de otro modo se estaría dando tiempo a Saddam a reforzarse y a preparar acciones de mucho mayor alcance. El gran peligro era aquello que los neoconservadores denominaban «lo que no sabíamos que no sabíamos», un eufemismo para señalar que la falta de evidencias sobre los planes armamentísticos reales de los iraquíes hacía aún más necesaria la intervención: el peligro real residía en todo aquello que estaban ocultando celosamente. En el terreno militar, las últimas acciones occidentales han sido particularmente contraproducentes: se expulsó del poder a Gaddafi en Libia y el resultado fue un país dividido en tres facciones enfrentadas entre sí, un Estado fallido que se ha convertido en el gran canal de África hacia Europa de todo tipo de tráficos ilegales, incluyendo drogas y armas. En general, las acciones en Oriente Medio, como el refuerzo de Al Qaeda para derribar a Hussein en Siria, han sido un desastre para los intereses de Occidente.
La manera de gestionar la economía no queda exenta de estas acciones preventivas que acaban causando males profundos. Un ejemplo bastante preciso de esta sobrerreacción tuvo lugar en la crisis de 2008, en la negociación con Grecia del memorándum de rescate. La perspectiva de los dirigentes de la Unión Europea no era llegar a un acuerdo razonable y provechoso, sino acabar con las pretensiones griegas de renegociación y dar ejemplo a quienes imaginaran que otro camino era posible. El referéndum fue percibido como un peligroso desafío que podía poner en cuestión la arquitectura económica de la Unión, por lo que el objetivo final fue sancionar al país heleno y a sus dirigentes. Consiguieron lo que pretendían, frenaron a la izquierda continental y devolvieron a los helenos al redil, pero también provocaron que el aliento euroescéptico creciera significativamente y que [os populismos anti-UE pasaron de ser fuerzas irrelevantes en lo electoral a consolidarse en muchos de los países de la Unión. El castigo para mantener el orden provocó un mal mayor, un error reconocido por los dirigentes de la UE cuando ya era tarde.
Y no es el único caso: si se extrae de los análisis cualquier valoración ideológica o ética, y simplemente se coloca un hecho detrás de otro, habrá de reconocerse que las medidas que se han tomado para que los países endeudados rebajen sus deudas no han alcanzado su objetivo y que estas no han hecho más que aumentar. Del mismo modo, las acciones desplegadas para conseguir una recuperación sólida de la economía distaron mucho de lograr, incluso antes de la pandemia, que las clases medias y las trabajadoras recuperasen poder adquisitivo o que muchas grandes empresas tuvieran cuentas saneadas, con lo que ha habido que rescatarlas con ocasión del coronavirus.
Este mal funcionamiento de los sistemas inmunitarios sociales no es exclusivo de nuestra época, ha ocurrido con frecuencia en la historia y se ha dado en toda clase de órdenes políticos. El último gran régimen en caer, el comunismo soviético, fue particularmente torpe a la hora de afrontar los cuerpos extraños en el sistema. Desde Stalin, cualquier conato de resistencia era entendido como un peligroso virus que podría infectar a la totalidad del cuerpo social; quienes mantenían posturas divergentes eran en realidad células dañinas cuyo objetivo era enfermar a la sociedad en su conjunto. La URSS lidió con esas resistencias desde una perspectiva de combate continuo, en algunas épocas muy sangriento, pero que permitía mantener firme la organización. Sin embargo, nada de ello generó un cuerpo más sano. Y no sólo porque provocase efectos contraproducentes en la adhesión de los ciudadanos al régimen, cuyo alejamiento se manifestaba de formas mucho más pragmáticas que las de la oposición política, sino por el deterioro de su mecanismo inmune para percibir las amenazas reales. Mientras se perseguían las notas de polen con instrumentos desmedidos, las contradicciones internas que se generaron en el sistema fueron sistemáticamente ignoradas, como la desmembración del Estado en poderes locales en la época Breznev, esa economía sumergida que detraía permanentemente recursos a la comunidad, una ciudadanía que descreía de la burocracia central o la creación de oligarquías ciegas a las necesidades del país. El fin de la URSS tuvo tanto de mal funcionamiento del sistema a la hora de identificar los peligros reales, a los que no se prestó la suficiente atención, como con la fijación en asuntos menores o poco relevantes a los que se atribuía una capacidad destructiva de la que carecían. El final del comunismo soviético, en cuanto forma de desgaste paulatino e incesante de un sistema establecido, debería constituir una advertencia para su rival de antaño, el capitalismo occidental, porque muchas de sus deficiencias en la gestión están siendo imitadas.
Existe la idea equivocada de que un tipo de sistema político produce, por sí mismo, sistemas inmunes más potentes y efectivos, y que la identificación y solución de las disfunciones dependen en gran medida del tipo de organización social. La democracia, en este sentido, sería incomparablemente más eficaz que los regímenes autoritarios o que las dictaduras a la hora de ganar legitimidad entre sus ciudadanos, de funcionar con mayor eficacia y de responder a las amenazas de un modo más efectivo. No es así. Un ejemplo reciente lo tenemos en la reacción contra el coronavirus, que ha sido mucho más competente en China, un régimen autoritario, que en el democrático Estados Unidos; o en la Alemania democrática que en el populista Brasil. Los intentos de juzgar la eficacia de una gestión a partir de su forma política están destinados a ofrecer diagnósticos erróneos, y más en la medida en que evitan el fondo del asunto: el análisis de hasta qué punto un sistema concreto, en un territorio determinado y en un marco temporal definido está funcionando correctamente.
LA TRAMPA DE PERICLES
La «trampa de Tucídides» es una de esas tesis que adquieren popularidad entre los expertos de Occidente y que, por tanto, tienen recorrido en los medios de comunicación, aunque la mayor parte de la población no haya oído hablar nunca de ella. Es, no obstante, una idea importante. La acuñó el politólogo estadounidense Graham Allison y expresa la encrucijada a la que se llega cuando la potencia hegemónica internacional debe enfrentarse con otra, emergente, que aspira a ocupar su posición. Debe su nombre al descarnado y lúcido análisis que Tucídides realizó sobre la guerra del Peloponeso, que tuvo lugar en el siglo V antes de Cristo, y que enfrentó a Esparta, la ciudad guerrera dominante, con Atenas, la urbe marítima y comercial que había ganado enorme influencia. El historiador griego la relata como una espiral que no podía conducir a otro final que no fuese la confrontación bélica. Allison encontraba en la historia hasta dieciséis casos similares en los que esa situación se había reproducido, y en doce de ellos se habían resuelto con la guerra.
La tesis de Allison tiene relevancia en la actualidad, ya que refleja un importante choque contemporáneo. Una potencia emergente, China, está desafiando a la hegemónica, Estados Unidos, en múltiples terrenos: su creciente influencia internacional, su músculo financiero, su desarrollo militar, sus ambiciones como imperio, su desarrollo tecnológico, así como el diseño de una nueva Ruta de la Seda, serían señales inequívocas de que las aspiraciones chinas están comenzando a realizarse. Esos deseos chocan con los de Estados Unidos, que quiere limitar su presencia y devolverla al papel de potencia subordinada, al espacio de la mano de obra barata en la cadena de producción y de complemento del orden financiero global, y ambas pretensiones han acabado chocando. La actual guerra comercial es el resultado de la creciente hostilidad entre ambas potencias con el riesgo cierto, a medio plazo, de que el horizonte de todas estas tensiones sea una guerra real.
Desde la perspectiva de muchos expertos internacionales, serían elementos puramente estructurales los que estarían empujando al mundo hacia una posición dividida y los que explicarían también el repliegue desglobalizador. Sin embargo, el marco de análisis elegido diluye aspectos que podrían ser útiles, ya que su enfoque es puramente mecanicista. La misma elección del concepto «trampa de Tucídides» para describir el problema pasa por alto que las decisiones personales resultaron cruciales para que la guerra griega tuviera lugar: fue más la trampa de Pericles que la de Tucídides.
Pericles, un aristócrata considerado como uno de los más importantes dirigentes de la historia ateniense, logró que la ciudad alcanzase un gran vigor gracias a una dirección de los asuntos públicos que supo conciliar las distintas aspiraciones que bullían en ella. Entre sus cualidades personales, de las que se han destacado su poderosa oratoria, así como su honestidad o su habilidad militar, sobresalía su capacidad para establecer consensos. La prosperidad de Atenas fue fruto de la conciliación de los intereses de las distintas clases sociales, en la que Pericles tuvo un papel decisivo. Atenas vivió una época de esplendor durante su mandato, ya que su actividad comercial se fortaleció grandemente, como lo hicieron el nivel de vida de sus ciudadanos, la calidad de su democracia o el papel de la filosofía y las artes. El talento de Pericles para comprender necesidades diferentes y su astucia para intermediar entre ellas le convirtieron en el líder incontestable durante décadas. En la política exterior impulsó la expansión de la democracia, nucleó un buen número de ciudades en torno a Atenas, y supo utilizar los instrumentos precisos, discursivos y de poder, para fijar un orden estable que aumentase la influencia de la ciudad.
Sin embargo, sus cualidades como gobernante fueron debilitándose conforme avanzaban los años. Para el momento decisivo, el anterior a la guerra, Plutarco aseguraba que «Pericles ya no era el mismo hombre. No era tan manso, tan cortés ni tan familiar con el pueblo como antes». Esa pérdida de visión global, así como su declinante capacidad de unir diversos intereses, fue clave para que los acontecimientos tomasen el camino bélico. El asunto que ejerció de detonante del enfrentamiento, como sucede a menudo, no era demasiado relevante en sí mismo. Atenas prestó ayuda a la isla de Córcira en su conflicto con Corinto, aliada de Esparta, por lo que estos decidieron convocar a la Liga del Peloponeso, la alianza de territorios nucleada en torno a los espartanos. Los embajadores de Atenas estuvieron presentes en sus debates y tomaron la palabra en diferentes ocasiones, pero nunca para calmar los ánimos. Tras discursos enconados que Tucídides relata con detalle, la Liga acabó declarando la guerra a Atenas.
Los espartanos, sin embargo, no se dieron mucha prisa, en buena medida porque su rey, Arquidamo, no deseaba la contienda, ya que estimaba que sería larga y perjudicial, y que los atenienses podrían resistir mejor gracias a la gran cantidad de capital que acumulaban.
Enviaron hasta tres embajadas a Atenas tras la declaración de guerra con la intención de llegar a un acuerdo. En ellas exigían que levantaran el sitio de Potidea y que permitieran la autonomía de Egina. Y, ante todo, proclamaron que habría guerra si derogaban el decreto que prohibía la utilización de los puertos de Atenas y del Ática por parte de los megareos. Mégara era una pequeña ciudad con la que Atenas había tenido una disputa territorial y contra la que había reaccionado dañando sus intereses comerciales. La oferta peloponesia era sencilla de aceptar, en la medida en que suponía un precio perfectamente asumible a cambio de la paz.
Hubo, pues, numerosas ocasiones de frenar un enfrentamiento poco conveniente para la ciudad, y Pericles fue el mayor obstáculo en todas ellas. Se han ofrecido diferentes explicaciones sobre los motivos que llevaron al dirigente ateniense a apostar de manera decidida por la confrontación, entre ellas la creciente debilidad de su gobierno, sometido a tensiones internas y a la presión de la oligarquía de la ciudad, pero fueran cuales fuesen, estaban marcadas por el argumento con el que convenció a los atenienses para que le siguieran: ceder en lo mínimo era ceder en lo máximo. Si Atenas no se mantenía firme con Mégara significaría el fin de su crecimiento y de su prosperidad: sus socios les verían como una fuerza que no era capaz de mantener sus posiciones, las exigencias de la Liga del Peloponeso aumentarían, la disensión interna se multiplicaría y la ciudad acabaría siendo vencida sin haber siquiera combatido en el campo de batalla. Quizá el asunto de fondo fuese menor, pero poseía un aspecto claramente simbólico. Un acuerdo en esas condiciones suponía una declaración de rendición.
En segundo lugar, había un elemento decisivo que Pericles recalcó con insistencia: estaba tan convencido de que la guerra era inevitable como de que Atenas acabaría ganándola. En el discurso que ofrece a sus conciudadanos para convencerles de la necesidad de no plegarse a las exigencias peloponesias, el argumento crucial era su confianza en la victoria; buena parte de él lo dedicó a enumerar las fortalezas atenienses y las debilidades espartanas. Su ciudad estaba en un momento de superioridad, por lo que la guerra les convenía.
A partir de entonces, los errores se sucedieron, y al igual que desapareció la habilidad conciliadora de Pericles, también lo hizo su visión estratégica. Conocedor de la superioridad terrestre de los espartanos, planteó un doble camino de resistencia y ataque: para evitar al enemigo allí donde era más poderoso, por tierra, decidió refugiarse tras la fortaleza que proporcionaban las murallas atenienses y resistir desde allí el asedio, para lo cual dio orden a los campesinos de abandonar sus tierras, quemar sus cosechas y refugiarse en la ciudad. Al mismo tiempo, utilizó su gran flota para plantear las hostilidades en el terreno en el que contaba con mayor ventaja. En el fondo de esta táctica estaba la convicción de que era conveniente que la guerra fuese larga, ya que la otra gran fuerza ateniense, la económica, reforzaría su posición si la contienda se dilataba; lo mismo que pensaba Arquidamo.
Esta decisión causó graves problemas con el paso del tiempo, ya que debilitó el orden de la ciudad. Atenas había perdido parte de su cohesión social por las tensiones políticas previas, y la fragmentación provocada por la decisión de ir a la guerra y por las penurias que aparejaba, la hizo más profunda. A ese entorno dividido se añadieron las masas de recién llegados, campesinos que eran muy conscientes de todo lo que habían perdido al abandonar sus propiedades y que carecían de un alojamiento mínimamente digno, lo que provocó una convivencia difícil. Las murallas, ideadas para ofrecer seguridad, eran también un espacio de encierro insano, por las condiciones vitales, por el descontento y por los enfrentamientos que empezaron a producirse. De ahí surgió, de manera inesperada, el segundo gran problema. Las condiciones higiénicas se deterioraron enormemente por el hacinamiento y generaron el caldo de cultivo idóneo para las enfermedades, lo que acabó por producir una pandemia que acabó con la vida de muchos de sus habitantes, entre ellos Pericles y gran parte de su familia.
Tras la muerte del líder, la situación no mejoró. La ciudad había quedado presa de la hubris, quiso aferrarse a las seguridades de un pasado que anhelaba, y no supo elegir a los líderes adecuados: los errores del último Pericles se prolongaron tras él. Tras largos años, con tregua incluida, Atenas perdió la guerra. La trampa de Tucídides fue más bien la trampa de Pericles.
Es sorprendente cómo llamamos destino a lo que es consecuencia de las acciones humanas. Y pocos mitos tan reveladores al respecto como el de Edipo, ese ser arrojado por los dioses a acabar con la vida de su padre y a desposar a su madre. Sin embargo, si reconsideramos el relato, encontraremos una perspectiva muy diferente a la atribuida a la fatalidad divina. En el nacimiento de Edipo, el adivino Tiresias profetizó al rey Layo que moriría a manos del recién nacido. El rey, para evitar el cumplimiento de la profecía, le atravesó los pies con una aguja y puso al niño en las manos de un pastor con la orden de que lo abandonase en el campo. Edipo sobrevivió y acabó acogido por los reyes de Corinto, que le criaron como a un hijo. Ya en edad adulta, le fue dada a conocer la profecía, y Edipo huyó de Corinto y de aquellos que identificaba como sus padres en un intento de evitar que el designio divino se cumpliera. Pero en el trayecto, se encontró en una encrucijada con su verdadero progenitor y con su comitiva. Según relata Sófocles en Edipo rey, la reacción de estos, al encontrar en mitad del camino a un extraño que dificultaba el paso, fue desproporcionada: el auriga golpeó a Edipo y quiso arrojarlo a la cuneta, y ante su resistencia, el mismo Layo le agredió con una pica de doble punta. Edipo se defendió airadamente y mató a ambos. Si se observa el relato con otros ojos, hallaremos a un niño al que su padre envió a la muerte y al que, años después, cuando el azar le puso en su camino, agredió salvajemente sin motivo. Lo que llamamos destino tuvo mucho más que ver con la conducta del rey Layo que con leyes escritas en las estrellas.
Mirar las cosas desde otra perspectiva ayuda a entender que este mecanicismo fatalista suele ser una versión de la pereza intelectual, una justificación banal de los errores del poder, que son descritos como inevitables, o una fabulación acerca de leyes que operan por sí mismas sin necesidad de intervención humana. Las historias de Edipo y de Tucídides son dos retratos de cómo los sistemas atribuyen a la fatalidad lo que son simples y profundos fracasos. Muchos reyes, e incluso imperios, cayeron exactamente por esos motivos.
INSENSATEZ, NECEDAD, IMPRUDENCIA
Cuando el mundo se lee a través de una serie de silogismos, todo resulta mucho más sencillo de comprender, pero esa simplificación lleva siempre a la misma consecuencia, un mal funcionamiento del sistema inmunitario que no es capaz de detectar los problemas hasta que es demasiado tarde. La ortodoxia se convierte en un obstáculo mayúsculo, y no sólo por el contenido de sus ideas, sino porque la refutación es señalada como sistémicamente peligrosa. Buena parte de los errores occidentales han consistido precisamente en ignorar los problemas de fondo mientras se presta toda la atención a asuntos escasamente relevantes, un síntoma típico dle los órdenes en decadencia.
Los años posteriores a la crisis de 2008 constituyeron una demostración de ese desdén por la realidad. La recesión generó numerosos problemas a través del aumento del desempleo, el cierre de negocios y la pérdida generalizada de poder adquisitivo, una situación que se hizo más grave por el crecimiento de la deuda pública y por las dificultades para que los Estados se financiasen a precios razonables. En países como España supuso una carga adicional que obligó a ajustes presupuestarios, que condujeron al aumento de impuestos y a la disminución de los servicios públicos. De ese contexto surgieron los populismos, primero de izquierdas, con Syriza y Podemos, y después los de derechas, que provocaron la salida del Reino Unido de Europa o el triunfo de Trump en Estados Unidos, y que cobraron notable auge en Europa del Este y en los países europeos de mayor tamaño como Italia o Francia (y, en menor medida, Alemania). Resultaba previsible que las dificultades económicas y el malestar social buscaran un camino de expresión política, y lo encontraron en nuevas fuerzas. La respuesta de gobernantes y élites occidentales fue siempre la misma: identificar las consecuencias como causas mientras ignoraban estas. Acusaron a quienes simpatizaban con los partidos populistas de atrasados, viejos, nostálgicos, reaccionarios, machistas y xenófobos, y a sus dirigentes de irresponsables, cínicos, ambiciosos y totalitarios. Centraron sus esfuerzos en categorizar a quienes se resistían en lugar de entender sus motivos, lo que habría hecho más fácil la formulación de respuestas adecuadas.
El debate social se articuló a través de una extraña lectura según la cual todo funcionaba razonablemente bien si no fuera por esas nuevas fuerzas políticas y sus votantes, como si bastara con su desaparición para que todo regresase a una normalidad próspera y razonable. La táctica era bastante pobre, por lo que resultaba previsible que no ofreciera buenos resultados, pero incluso después de que el fracaso quedase demostrado, no se variaron un ápice ni el discurso ni las acciones; más al contrario, se redoblaron esfuerzos. La secuencia del Brexit es ejemplar en lo que supone de retrato de las élites occidentales: no creían que se fuera a plantear un referéndum; cuando este se convocó, afirmaron que era imposible que los brexiters ganaran; cuando se iba acercando la fecha y las encuestas ofrecían un empate técnico, avisaron con enorme insistencia de la gran catástrofe que viviría el Reino Unido en caso de separación; cuando el resultado fue favorable a la marcha, señalaron que el proceso se revertiría; cuando este siguió adelante, insistieron en los graves peligros que supondría para el país británico no llegar a un acuerdo con la Unión Europea; cuando la salida era inevitable, afirmaron que la negociación sería compleja y llevaría años; más tarde, que esta obligaría a los británicos a continuar sus vínculos con la UE en términos muy parecidos a los que implicaría su permanencia; y así sucesivamente, hasta llegar a una salida rápida y sin acuerdo. Actuaron como Layo con Edipo y obtuvieron un resultado en consecuencia.
No ha ocurrido únicamente en el terreno político. Este mecanicismo indolente se ha manifestado también en la economía, donde se ha operado con una serie de normas constantes, que teóricamente funcionaban siempre y en todo contexto, y a las que se atribuía una seguridad similar a la de las leyes físicas. Apartarse de ellas implicaba una enorme temeridad. Sin embargo, la realidad última ha venido a desmentir en repetidas ocasiones este funcionamiento cristalino de la economía y de los mercados. Una de estas convicciones, que ha estado muy presente estos años, señala que la introducción de grandes cantidades de capital en la economía genera inflación; otra que bajar los tipos de interés hará que exista más dinero y, al aumentar la oferta dineraria, provocará que la actividad económica se active. Nada de eso ha funcionado. La introducción de una masa monetaria brutal tras la crisis de 2008 a través de los bancos centrales y de los mismos bancos comerciales no ha llevado a una inflación disparada, más bien se ha mantenido en un terreno estable; tampoco bajar o subir los tipos ha tenido demasiado efecto, y por eso se insistía, ya antes de la pandemia, en que era el momento de adoptar impulsos fiscales. Otra idea, muy insistente, afirmaba que combatir los déficits públicos mediante presupuestos ajustados era la única manera de que las deudas se redujesen. Sin embargo, la adopción de esas medidas no ha llevado a que los países endeudados mejorasen, más bien ha conducido al aumento de lo que deben.
Dar por sentados todos estos silogismos es justo lo que hace que los sistemas pierdan efectividad, ya que las ideas preconcebidas tienen más peso que los hechos. Estos entornos en los que una idea de partida lleva inevitablemente a la siguiente, olvidan hasta qué punto la historia se hace a través de la estructura y de la agencia, de la relación entre el contexto y la acción humana, entre las circunstancias históricas y la manera en que las fuerzas sociales reaccionan a ellas. Cada época marca límites, pero también permite posibilidades, cambios y transformaciones. Esa es también la lección de la trampa de Pericles.
Comparemos las condiciones similares de Estados Unidos y de Europa durante los años veinte y primeros treinta del siglo pasado, un tiempo que tiene significativas semejanzas con nuestra época. En Alemania, la República de Weimar, liderada por el SPD, el partido socialdemócrata, tenía el doble objetivo de detener al comunismo y de construir un Estado que reuniese consensuadamente distintas voluntades. Todas esas intenciones volaron por los aires, junto con la misma estructura institucional, fruto de las tensiones sociales, de la inflación, del descenso acentuado en el nivel de vida y de la falta de futuro. Los distintos grupos de interés, acuciados por una situación que no sabían cómo solucionar, optaron por vincularse con una opción dictatorial, a la que consideraban el mejor camino de salida; era la fórmula que compatibilizaría la necesidad de orden social, los intereses de la burguesía, el resentimiento de las clases populares y la defensa contra el comunismo. Estados Unidos tuvo que solventar problemas muy parecidos cuando, tras la prosperidad ficticia de los felices veinte, hizo su aparición la Gran Depresión. Las tensiones sociales llevaron a Roosevelt al poder, pero en lugar de desorganizar las instituciones las reforzó, dio un giro económico, vinculó a las clases medias y las trabajadoras al New Deal, peleó con el ámbito financiero y su victoria dio a luz al Estado del bienestar del que Europa gozó tras la Segunda Guerra Mundial. Sus problemas se parecían mucho, sus soluciones fueron muy diferentes.
Con un dirigente distinto a Roosevelt, la suerte estadounidense habría sido muy distinta, lo que subraya una vez más que la historia no se compone de elementos puramente mecánicos, que las fuerzas sociales influyen en las decisiones que se toman, y que élites y dirigentes tienen un peso especial a la hora de construir el futuro. En nuestro tiempo, sin embargo, el sistema aparece quebrado en su composición y en su dirección: se parece a esas grandes empresas lideradas por accionistas con intereses enfrentados, que pelean por imponerlos en los consejos de administración y cuyos CEO son débiles, porque su puesto depende de los apoyos conseguidos en esas luchas entre accionistas: el resultado final es que ninguno de ellos piensa en el futuro de la compañía. Nuestras instituciones son cada vez más el escenario en el que cada grupo de interés trata de ganar posiciones e imponer un tipo de gestión ejecutiva que le sea conveniente, sin preocupación por el medio plazo o por las consecuencias sociales que las decisiones públicas generen.
Este peso decreciente de las fuerzas sociales y de los mismos líderes en la gestión económica y política de las sociedades, produce una consecuencia de la que ya había advertido Maquiavelo en los Discorsi. Cualquiera que sea el sistema político que las ciudades se otorguen, la política y la economía son producto de una relación continua y dialéctica entre lo que Aristóteles llamaba los «grandes» y los «pequeños», y de ese equilibrio depende la perdurabilidad de los regímenes. Ese balance puede darse de diferentes maneras, pero resulta indispensable. Cuando desaparece, primero salen de escena las fuerzas sociales que equilibran el sistema, pero poco después también se pierde todo aquello que podría generar un contrapeso interno, como las personas con visión o conocimiento, las ideas diferentes, las perspectivas distintas. La pérdida de esta segunda capa es crítica, ya que la primera ha desaparecido, y se abre el camino hacia la decadencia.
Barbara Tuchman, dos décadas después del éxito obtenido con Los cañones de agosto, publicó otro libro, menos conocido, que era consecuencia del anterior, La marcha de la locura. En él señalaba la extraña persistencia en la historia de un virus sistémico cuyo resultado era la incapacidad de los sistemas para conseguir los fines que se perseguían: se tomaban decisiones encaminadas a conseguir un objetivo, pero acababan por producir efectos muy diferentes, y a menudo contrarios a los deseados. Es una idea que resuena en muchas de las disfunciones del mundo occidental contemporáneo. Tuchman denominó a ese virus folly, cuya traducción es locura, pero también insensatez, necedad, estupidez, imprudencia, desvarío, delirio o despropósito.
Presentación libro 'Así empieza todo', Esteban Hernández
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