lunes, 9 de noviembre de 2020

FUNDAMENTALISMO DEMOCRÁTICO: DE LA PARTIDOCRACIA SE PASA AL FASCISMO O COMUNISMO LIBERTICIDA 💥


«¿Es la corrupción un mal menor que se produce en nuestro sistema democrático, como se suele pensar, o es un rasgo inherente a la propia democracia? ¿Pueden los instrumentos del Estado de derecho acabar con la corrupción política como si de cualquier caso de delincuencia común se tratase? ¿Acaso es la democracia un sistema inmune, inatacable y perfecto que no puede verse dañado nunca por la corrupción?
Con gran sutileza conceptual y mordacidad polémica, el filósofo Gustavo Bueno analiza las ideas de corrupción y de democracia y trata de establecer su conexión interna. A continuación, hace un estudio exhaustivo de algunos de los casos más sonados de perversión democrática (corrupción no delictiva) que se han producido en España en los últimos años: el proyecto de ley de plazos del aborto, el «complejo de Jesucristo» del juez Garzón, los estatutos de autonomía y la opa hostil a Endesa, así como las leyes de memoria histórica, de matrimonios homosexuales o contra la violencia de género.
Una obra que somete a crítica los principios ideológicos del fundamentalismo democrático, que considera a la democracia como la forma perfecta de la sociedad política, el fin de la historia y el mejor de los mundos posibles».
El mayor fundamentalismo actual se llama... 
democracia partidocrática oligárquica

La tecnología permitiría hoy la democracia directa. Pero a la aristocracia del sistema, a la clase política, no le agrada eso.


Los fundamentalismos están de moda. Hay fundamentalismos que se han convertido incluso en religiones sociales posmodernistas. Fundamentalismos cientifistas, políticos, opinión, etcétera. También hay fundamentalismos religiosos y de esos también hablaremos, cómo no.

Los fundamentalismos principales que se dan en la sociedad son aquellos que proceden del mayor de los fundamentalismos: la democracia. La democracia entendida, no como un poder soberano del pueblo, sino como un poder arrebatado por las oligarquías para dominarlo desde unas mayorías inexistentes que se convalidan en el Congreso, llegando a una suerte de alquimias de acuerdos y pactos que ningún español ha pedido. Eso es una manera de trilear al pueblo.
Hay muchos aspectos de la sociedad en la que los ciudadanos de a pie -el pueblo, vamos-, seríamos capaces de participar y ayudar con una democracia directa al Congreso, sobre todo en esas decisiones que surgen por generación espontánea y que no iban en ningún programa electoral. Vivimos en un mundo altamente tecnologizado que, además, gracias a la banca, las redes sociales, y la estrecha ley de datos personales, pueden alcanzar un sistema más higiénico que el actual de despachos cerrados y tacticismos medidos. Con los sistemas digitales actuales, más que experimentado por diferentes sectores, podríamos perfectamente votar y conocer los resultados más rápidamente que el sistema analógico de mano alzada. Es más, podrían acudir a la votación un votante segmentando según la temática. Por ejemplo, imaginemos que sale una ley específica para autónomos, pues que vote un estudiante o un funcionario no tiene ningún sentido.

Pero si hemos sido capaces de tener una alta tecnología dedicada a la agencia Tributaria y para Tráfico con el que nos pueden multar, notificar, localizar, cobrar, embargar cuentas corrientes, incluso atar cabos de otras informaciones ajenas a ese momento y en tiempo real, seguro que también es más que posible hacerlo para determinadas decisiones democráticas.
Estamos ante la democracia convertida en un fundamentalismo que no oye al pueblo, que impone las decisiones pactadas a espaldas de los votantes 
Cuando en el Congreso se suceden una detrás de otra, posibles votaciones que sabemos que están embargadas desde el momento en que hemos colocado nosotros una papeleta en la urna, entonces lo que estamos es ante la democracia convertida en un fundamentalismo que no oye al pueblo, que impone las decisiones pactadas a espaldas de los votantes. La democracia es un sistema político para converger en la voluntad de los ciudadanos, eso sí es democracia.

Los fundamentalismos en la religión son harina de otro costal y que hace más daño a la persona, porque trasciende a su conciencia. La religión dentro de la religión, es decir los fundamentalismos religiosos que se dan principalmente en las religiones monoteístas, tanto en la religión islámica, de la que ya hemos conocido sus consecuencias de manera directa en muchos casos de occidente; y que también se da en la religión cristiana y católica. Hacer uso de la religión para subyugar al resto del pueblo es inmoral y va en contra de la libertad personal. Utilizar los fundamentos religiosos para malversar las conciencias de los ciudadanos, es inmoral. Y hay plataformas especializadas en esto, que explotan la conciencia de buenas personas para alcanzar sus objetivos personales, ya sean políticos, sociales o económicos. Incluso hay personas creyentes de buena fe que consideran que están haciendo un favor a él mismo, a la sociedad y a la moral, aplicando sin saberlo un fundamentalismo religioso. ¿Y qué demonios es un fundamentalismo religioso? Pues cuando alguien a través de cualquier medio pretende que todo el mundo se guíe por ese fundamento religioso concreto, que es la manera de censurar el comportamiento que tienen los demás. Que nos alejan de la comprensión y la caridad y atacamos de manera directa a su libertad.


La distinción democracia ideal / democracias realmente existentes puede cruzarse con otra distinción (que también consideramos ineludible cuando hablamos de democracia en general): la distinción entre democracia formal (o forma de la democracia) y democracia material [827] (o contenido de la forma democrática).

En efecto, la Idea de democracia ideal {la Idea de democracia en cuanto forma pura de sociedad política, tal como la conciben muchos de aquellos que se enorgullecen de ser demócratas, que son a la vez tratadistas de libros o alegatos en favor de la democracia} puede ir referida tanto a la democracia formal como a la material; y la Idea de democracia realmente existente puede ser considerada desde sus “componentes formales” como desde sus “componentes materiales”. En todo caso, nos apresuramos a decir que las distinciones anunciadas tienen, a su vez, versiones muy diversas, cuya consideración complica inmediatamente el tratamiento del asunto. Procuraremos reducir estas complejidades a sus líneas mínimas y esenciales.

Cuando oponemos la democracia ideal a la democracia realmente existente, es obvio que no estamos presuponiendo que solo hay una única democracia ideal, y una única democracia realmente existente.

Contamos, con varios “modelos ideales” de democracia. Por ejemplo, la democracia directa o asamblearia, la democracia parlamentaria representativa, sin listas cerradas y bloqueadas, la democracia inorgánica y la democracia orgánica, la democracia liberal pura o la democracia social; las democracias autoritarias y las democracias blandas; las democracias nacionales o la democracia universal; la democracia monárquica o la democracia republicana.

Contamos también con varias formas de democracia realmente existentes, por ejemplo, las democracias capitalistas y las democracias socialistas; las democracias de economía centralizada y las democracias de economía descentralizada; las democracias limpias y las democracias corrompidas (por sus funcionarios); las democracias pacíficas y las democracias expansionistas o imperialistas. O si se quieren utilizar otros criterios más empíricos de clasificación: la democracia francesa, la democracia alemana, la democracia holandesa o la democracia española.

Conviene, por tanto, tener en cuenta que al referirnos a una democracia realmente existente, o bien podemos analizarla en su relación con un modelo ideal de democracia (que podría ser el modelo que ella misma se propuso como guía, o acaso con otros modelos ideales diferentes), o bien en su relación con otras democracias realmente existentes. En realidad, estos diversos planos de relaciones suelen darse cruzados, cuando formamos la clase o conjunto de las “democracias parlamentarias homologables [855] oponiéndolas a la clase de las “democracias parlamentarias no homologables”, como sería el caso, para algunos, de las democracias de la Cuba de Fidel Castro, o incluso de algunas democracias parlamentarias llamadas populistas, como la de Venezuela de Hugo Chávez, o la de Bolivia de Evo Morales.

En general, quienes distinguen entre la democracia ideal y la democracia realmente existente suelen explicar esta distinción sobrentendiendo que las democracias realmente existentes tienden a aproximarse a su modelo ideal (algunas veces identificado como modelo ideal único); y que las distancias que aún hoy pueden observarse habría que computarlas como déficits de democracia en las democracias realmente existentes, déficits que se remediarían con más democracia.

Otra cuestión es, aun circunscribiéndonos a las democracias homologadas, la de determinar cuáles puedan ser estos déficits. Para algunos, estos déficits pueden resumirse en la práctica de las listas cerradas y bloqueadas; para otros, el déficit principal es el método de designación del presidente del gabinete por el Parlamento, y no directamente por el Pueblo. Unos terceros, consideran que constituye un déficit democrático que aleja a la democracia real de la Idea de democracia participativa la poca participación del Pueblo (manifestada, por ejemplo, en las grandes tasas de abstención en las elecciones). También hay quien considera un déficit democrático el hecho de que en la Constitución de una democracia figure la institución de la “pena de muerte” [474], o bien el proceso de designación de la magistratura del Jefe del Estado a través de la dinastía real.

Quienes así opinan, dentro de las democracias homologadas, pondrán aparte, como democracias con déficits graves, a Estados Unidos o a la Unión Rusa, por incluir la pena de muerte entre sus instituciones; o a España, Inglaterra, Holanda, Bélgica, Suecia o Noruega por incluir en las suyas a la institución monárquica. […]

Ahora bien, cuando intentamos establecer la relación entre democracia ideal y democracia realmente existente, no nos parece que sea el concepto de déficit el tipo de relación más adecuado, pues esto supone que las democracias reales no solo no alcanzan plenamente la forma democrática, sino que acaso no pueden alcanzarla nunca, o, por lo menos, que en tanto no la alcanzan no podrían llamarse democracias reales. Y esta posición estaría muy próxima al fundamentalismo democrático, es decir, a un idealismo que no está dispuesto a reconocer que eso que llamamos déficits son acaso las condiciones que han sido necesarias para que una democracia exista. […]

El fundamentalismo opone un modelo ideal límite a la realidad que pretende explicarse y justificarse desde ese modelo ideal. Pero el modelo ideal es acaso tan solo un modelo límite y utópico obtenido de realidades existentes que se ajustan a determinadas funciones definidas. Y por eso entre el fundamentalismo y el puro empirismo (escondido muchas veces bajo la hipótesis puramente negativa del escepticismo, o del relativismo) hay que oponer el funcionalismo [855].

Según la tesis que aquí presuponemos la mayor parte de lo que se denominan déficits de la democracia no son tanto desviaciones o distinciones de una sociedad política democrática respecto de su estructura funcional efectiva, sino desviaciones de una sociedad política democrática realmente existente respecto de un canon fundamental de naturaleza metafísica que jamás ha existido ni puede existir.

En cualquier caso, para el fundamentalismo democrático la democracia empírica (“realmente existente”) habrá de ser siempre entendida desde la democracia fundamental, evaluada desde el canon pertinente. El Montesquieu del Espíritu de las Leyes, y sobre todo el Rousseau [859] de El Contrato Social, podrían tomarse como los clásicos del fundamentalismo democrático (sin olvidar los precedentes, principalmente Locke), a la manera como Galileo, y sobre todo Newton, suelen tomarse como los clásicos de la Mecánica.

Como canon fundamentalista de las democracias realmente existentes tomaremos, para abreviar, la versión cristalizada en la Revolución Francesa en torno a los célebres tres principios de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad [869-870]; principios que habían ido decantándose a lo largo de los siglos XVII (Locke) y XVIII (Montesquieu y, sobre todo, Rousseau). Estos tres principios o axiomas revolucionarios, respecto del Antiguo Régimen, no habría que considerarlos como una mera enumeración o yuxtaposición de lemas, sino como un sistema de axiomas equiparables a otros sistemas de axiomas de las ciencias modernas y, en particular, al sistema de axiomas expuestos en los Principia de Newton: el principio de la inercia, el principio de la fuerza y el principio de la acción recíproca [630] (sobre el cual se edifica la ley de la gravitación universal). […]

Los axiomas de un sistema gozan de una peculiar independencia relativa y, en el límite, cada axioma podría sustituirse por su contrario sin que se rompa la consistencia del nuevo sistema.

En todo caso cabe discutir cuál de los tres principios es el más significativo para la democracia. Para unos la esencia de la democracia reside en la libertad (Aristóteles, Kelsen). Para otros en la igualdad (Babeuf, Bobbio), a pesar de que muchos teóricos (Kelsen, entre ellos) subrayan que la igualdad económica tiene poco que ver con la democracia. Para unos terceros en la fraternidad [887] (San Agustín, Marx: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”). En cualquier caso, los axiomas de la democracia revolucionaria no son exteriores los unos a los otros, sino que se complementan y codeterminan unos a otros. Una sociedad holizada, regida por el principio de la libertad, tenderá a dispersarse (como se dispersarían las masas inerciales en el espacio euclidiano sin límite); el principio de fraternidad (como el de gravitación en Mecánica) mantiene a los individuos holizados [848] en cohesión o solidaridad mutua.

En El Contrato Social de Rousseau podría constatarse, casi en estado puro, el sistema de estos tres principios (aun cuando las contradicciones e incoherencias de esta obra fundacional sean muy considerables). En efecto, Rousseau parte de un “estado originario” en el cual los individuos deciden integrarse por el pacto social originario, pacífico y no violento, como partes de un todo armónico: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la dirección suprema de la voluntad general, y recibe además a cada miembro como parte indivisible del todo. Este acto de asociación produce al instante, en lugar de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo compuesto por tantos miembros como votos tiene la asamblea, que recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma así por la unión de todos los demás recibía en otro tiempo el nombre de ciudad, y ahora recibe el de república o el de cuerpo político, al que sus miembros llaman estado cuando es pasivo, soberano [845] cuando es activo y poderoso al compararlo con sus semejantes” (Contrato Social, libro I, cap. 6).

Sin perjuicio de lo cual, en otros lugares de su obra, Rousseau pone a la familia como primera forma de socialización, o bien habla de las ciudades griegas, regidas por la democracia, diciendo que en ellas el pueblo “estaba constantemente reunido en la plaza, porque disfrutaba de un apacible clima, no era ansioso, los esclavos hacían su trabajo y su interés constante era la libertad” (libro III, cap. 15). El canon democrático, en la versión de Rousseau, tiene como referencia obviamente las democracias directas [859]: la soberanía no puede ser representada, por la misma razón no puede ser enajenada… Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser sus representantes [institución que, dice, procede del gobierno feudal], no son más que sus delegados, no pueden acordar nada definitivo (libro III, cap. 15). Advertimos cómo contrasta el canon de Rousseau con la práctica de la democracia española [870] de 1978 que considera, desde luego, transferida la soberanía del pueblo a la Asamblea de los diputados, que dejan de ser delegados del pueblo para convertirse en sus representantes [895]. En representantes que lo sustituyen, incluso cuando practican coaliciones que ni siquiera fueron anunciadas en la campaña electoral.

Por lo demás, el canon de Rousseau exige democracias de poco volumen, para que el pueblo pueda estar presente en la plaza pública, o al menos pueda asomarse a los tejados de las casas que la circundan, como ocurrió en tiempos de los Gracos (libro III, cap. 15).

Ahora bien: ¿cómo puede mantenerse, después de la Revolución Francesa, la tesis russoniana (defendida, aún sin necesidad de haber leído a Rousseau, por los fundamentalistas, pacifistas y ecologistas de nuestros días) del origen de la democracia como forma prístina [889] de un estado originado por un contrato social, pacífico y armónico? La tesis de una democracia originaria es una pura ficción [831], porque la democracia fue la resultante de la transformación de sociedades preestatales o estatales muy jerarquizadas, tiránicas, despóticas o aristocráticas. La república democrática moderna fue el resultado de una sangrienta revolución que destruyó el Antiguo Régimen: no procedía de una situación original preestatal o estatal democrática, sino de un Estado ya constituido, el que conocemos como Antiguo Régimen [733].

Tampoco la democracia española de 1978 surgió directamente del pueblo, “que se hubiera dado a sí mismo su Constitución”, sino del Estado constituido en la época franquista, cuando las mismas Cortes de Franco proclamaron como Rey, al día siguiente de su fallecimiento, a don Juan Carlos de Borbón, que Franco había nombrado sucesor a título de Rey; y solo tres años después don Juan Carlos fue reconocido como tal por la nueva democracia (lo que sin duda no se hubiera producido si don Juan Carlos no hubiera estado ya seleccionado y formado, desde la época de Franco, como candidato). Y la Constitución española de 1812 tampoco surgió pacíficamente del pueblo español, sino de las guerras de la independencia [740] que terminaron por arruinar al Antiguo Régimen.


El fundamentalismo democrático solo puede definirse etic, no ya en función de una Idea absoluta de democracia [854-855], sino en función de una previa clasificación que reconozca la diversidad empírica o fenoménica, más o menos oscura, de las ideas políticas, es decir, de una doctrina taxonómica que reconoce, al menos en el terreno de los hechos, la realidad de las sociedades políticas no democráticas. [837]

En el sistema de la taxonomía de Aristóteles, al que obligadamente hay que referirse (como se refieren de hecho, aun sin necesidad de nombrar a Aristóteles, la práctica totalidad de los politólogos), estas sociedades políticas no democráticas son las aristocracias (y su versión degenerada, las oligarquías) y las monarquías (y su versión degenerada, las tiranías). Aristóteles distingue también, aunque con oscilaciones terminológicas, las democracias (que a veces llama repúblicas) [841] de las demagogias; esta distinción podía hacerla él sin dificultad, porque su perspectiva no era la del fundamentalismo democrático [858]. Desde la perspectiva del fundamentalismo, una democracia, si realmente existe, no puede ser demagógica porque la demagogia no será una forma degenerada de la democracia, sino que es, sencillamente, una parodia suya, es tiranía o aristocracia disfrazada.

Desde el momento en el que mantenemos una taxonomía de las sociedades políticas, habremos de distinguir el momento genérico de la sociedad política […] ([que] desempeña la función de materia política) de sus momentos específicos ([que desempeñan] la función de forma). […] Otra cosa es cómo se interprete ese “hilemorfismo político”. La tradición escolástica (cuyas pulsaciones todavía actúan en las “democracias cristianas” [874]) llegó a aplicar a la sociedad política la doctrina aristotélica de las cuatro causas [827] propias de cualquier entidad hilemórfica. […]

Ahora bien, aun dejando de lado la versión causal del hilemorfismo político propio de la tradición escolástica, y ateniéndonos tan solo al sentido lógico material de este hilemorfismo (centrado en torno a la distinción entre género/especies), la cuestión más importante en filosófica política tendría que ver con la determinación de la materia política que pueda corresponder al género “sociedad política”. Y las alternativas del género “sociedad política” en relación con sus especies nos conducirían a la distinción entre el sentido porfiriano y el sentido plotiniano [817] del género de referencia:

1) O bien, la materia común a las especies del género tiene la estructura de un género distributivo (porfiriano o linneano) expresado como “sociedad política”, cuyas especies dividirán inmediatamente el género. En esta hipótesis se abren principalmente las opciones siguientes:

a) La que defiende la existencia de una sociedad humana pre-política (a la que se refería acaso la definición de hombre debida a Panecio, como zoon koinonikon: el hombre es “animal social con cualquier otro hombre”), que habría que poner en correspondencia con algunas interpretaciones de la “sociedad civil” [836], de suerte que su materia precediera a las formas específicas (monarquía, aristocracia, democracia) que serían las especies de sociedades políticas que se habrían ido formando independientemente, según tiempos y lugares.

b) La que defiende la tesis de que la sociedad humana es originariamente política (el zoon politikon de Aristóteles: el hombre es “animal que vive en ciudades”), de suerte que el género “sociedad política” se da inmediatamente como monarquía, como aristocracia o como democracia. Además, se planteará aquí la cuestión de si las especies de este género son disyuntas o pueden considerarse como alternativas realizables en un genus permixtum.

2) O bien, la materia es el mismo género plotiniano “sociedad política”, porque sus especies no se derivan inmediatamente del género, sino unas por mediación de las otras: según unos la democracia será la primera especie del género; según otros la primera especie será la aristocracia, la oligarquía, la tiranía o la monarquía, de suerte que la democracia se nos aparezca como una evolución o revolución avanzada a partir de las formas anteriores.

La esencia del fundamentalismo democrático (o la Idea fundamentalista de democracia) podríamos también definirla por medio de la tesis según la cual el fundamento de toda sociedad política es la forma democrática de esa sociedad. Esta definición está, por tanto, expresada dialécticamente en relación con las otras alternativas de especies de sociedades políticas. [889]

La traducción práctica, en la Realpolitik, más importante de este concepto de fundamentalismo democrático es esta: una democracia no reconoce en “pie de igualdad” las diversas especies de sociedades políticas. Las considera como pre-políticas o como desviaciones de la auténtica sociedad política, incluso como de-generaciones de la forma genuina. Esto tanto en el caso de las interpretaciones porfirianas como en el caso de las interpretaciones plotinianas del género “sociedad política”. En el último caso, el fundamentalismo podrá darse en dos versiones genéticas:

a) O bien suponiendo que la forma democrática sea la primera forma evolutiva de la sociedad política, en el terreno de la génesis, en cuyo caso las demás formas de las sociedades políticas se interpretarán como corrupciones o degeneraciones de la forma original, que será preciso recuperar.

b) O bien suponiendo que la forma democrática será la definitiva, la estructura madura de las sociedades políticas, después de que la sociedad política haya atravesado las fases embrionarias de la tiranía o de la aristocracia, fases de una sociedad inestable cuyo equilibrio final se encontrará en la democracia. [885]

Para el fundamentalismo, por tanto, solo la sociedad política democrática merece el nombre de sociedad política verdadera; las demás serían, a lo sumo, verdaderas sociedades políticas, pero sociedades políticas falsas o inestables. El fundamentalismo democrático rechaza, por tanto, cualquier posibilidad de una mezcla de formas políticas, de genus permixtum, en el sentido de la tradición que va de Platón a Dicearco, Polibio o Cicerón. El esquema del fundamentalismo democrático, en el sentido dicho, nos lo ofreció san Agustín, para quien la Ciudad política verdadera era la que se subordinaba a la Ciudad de Dios. Roma es tan solo una corrupción (Babilonia, la Ciudad terrena), y solo en la medida en que se conforme por la Ciudad de Dios llegará a poder ser considerada un Estado, y no una mera banda de ladrones.

Como hemos visto, el fundamentalismo democrático adoptará las posiciones del exclusivismo y, en los casos más generales, del proselitismo propio de la mayoría de los fundamentalismos, sobre todo religiosos: “Todas las religiones serán verdaderas religiones; pero solo el catolicismo (en su caso el islamismo) es la religión verdadera, porque las demás son corrupciones derivadas de la religión primitiva revelada por Dios a los hombres”. Es preciso definir ahora la “especificación” de la democracia [865] que suele ser utilizada por el fundamentalista democrático.


El fundamentalismo democrático definido dialécticamente (respecto a otras especificaciones o categorías de sociedades políticas) adopta las posiciones del exclusivismo y del proselitismo [864] propio de la mayoría de los fundamentalismos.

Es preciso definir ahora la “especificación” de la democracia que suele ser utilizada por el fundamentalista democrático. Consiste esta “especificación” principalmente en la idea de la “autoorganización de la sociedad”, del gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo. Pero el pueblo, o demos, no será tanto el todo social (un Volk respecto del cual los individuos fueran “accidentes”) cuanto el conjunto de los ciudadanos. Pero no será necesariamente un conjunto meramente cuantitativo o enumerativo, un “total” (pan), cuanto un conjunto o un todo que llega a estar por encima de cada parte, en algunos casos, pero siempre en función de partes que han de concebirse como individuos capaces de juzgar, de seleccionar, de votar. Por ello, este todo (holon) puede estar representado por la mayoría (pollous); pero la mayoría siempre ha de representar al todo, como también las minorías que gobiernan de un modo no degenerado han de mirar al todo, y no a sus intereses particulares. El fundamentalismo considera además que solo puede “mirar al todo” aquella parte que más se le aproxima, a saber, la mayoría democrática. Por ello, el fundamentalismo tiende a identificar la democracia con la oloarquía [891], y por eso descalifica las oligarquías, las aristocracias, las tiranías y las monarquías (tanto si “miran al todo”, como si no), en cuanto sociedades políticas estables. Y, por ello también, a las teorías de la democracia más o menos próximas al fundamentalismo (como pueda ser el caso del profesor Russell Hardin) se les presentan, como cuestiones problemáticas principales, todas aquellas que tienen que ver con la “racionalidad del voto” y con la explicación de la abstención [863], que tiende a ser “justificada” a partir de las dificultades de acceso a las urnas, lo que daría cuenta de la elevada abstención de Nueva York frente a la alta participación de Chicago.

Es decisivo, para configurar la de Idea de fundamentalismo democrático, tener en cuenta:

1. Que la democracia, como forma política, presuponga una materia política dada a un nivel praeterpolítico, que puede ponerse en correspondencia con la llamada “sociedad civil”, con una sociedad civilizada compuesta de alfabetos, que viven en la civitas, en la ciudad, en la polis. El fundamentalismo podría redefinirse como aquella concepción de la democracia que supone que la constitución democrática es la constitución que se da a sí misma una “sociedad civil”, es decir, añadiremos, una sociedad con el nivel económico necesario para que la democracia pueda ponerse en la materia y no solo en la forma de la sociedad política. La democracia no se entenderá, por supuesto, como una “forma separada”. [846]

2. Que la democracia introduzca una línea divisoria entre el individuo-ciudadano y el individuo-hombre [733]; una distinción que suele ponerse en correspondencia con la distinción entre lo público y lo privado.

3. Que la democracia aparezca como forma positiva, pues aun cuando aparezca como negación de la aristocracia o de la tiranía, habrá que interpretar esta oposición como una “negación de la negación”.

4. Que la democracia-olocracia vaya referida a una sociedad concebida como solitaria en principio, al margen de otras sociedades, sin perjuicio de que pueda mantener con ellas relaciones de alianza o enemistad. Pero la democracia ha de suponerse ya establecida en cada una de las sociedades que forman parte del conjunto genérico de las sociedades democráticas. [837-838]

¿Qué conexión hay que establecer entre el fundamentalismo definido dialécticamente frente a otras especies de sociedades políticas, por el exclusivismo, y el fundamentalismo definido metafísicamente por la oloarquía? ¿Podríamos aceptar la posibilidad de que alguien defendiera un fundamentalismo oloárquico, pero no exclusivista de la democracia, y que reconociera ser compatible con la existencia de otros tipos de sociedades políticas? En este caso, la oloarquía no sería propiamente fundamentalista, sino simplemente metafísica. Y existen, sin duda, formas de esta Idea de la democracia de la oloarquía no fundamentalista. Pericles considera superior su democracia, pero no la impone como la forma exclusiva de politeia (al menos en los límites en que su pensamiento nos es ofrecido por Tucídides) [829-830]. Lo mismo diríamos de Platón, de Aristóteles [858] y, en general, de los defensores de un genus permixtum. Para un demócrata fundamentalista el género permixto es un círculo cuadrado.


La tercera acepción [866] del fundamentalismo democrático […] es la mantenida por Felipe González y el Grupo Prisa {Juan Luis Cebrián, Joaquín Estefanía}, con gran influencia en España y en Hispanoamérica, en contra de sus críticos fundamentalistas. Puede servir de hito entre las posiciones del PSOE en la época de González (cuya concepción de la democracia socialista, después de su renuncia al leninismo y al marxismo, era mucho más laxa y próxima al pragmatismo falsacionista de Popper [875] o de Kelsen [827]) y las posiciones del PSOE en la época de Zapatero [867] (cuyas concepciones de la democracia socialista son mucho más metafísicas en el terreno ideológico literario: “La Tierra no es de nadie, es del viento…”, una metafísica poética [712-715] más propia de un adolescente que de un líder político “hecho y derecho”).

La tercera acepción del rótulo “fundamentalismo democrático” ya no es utilizada como canon de la democracia, sino, por el contrario, como una calificación (en realidad descalificación) de los partidos adversarios (particularmente el Partido Popular), que proclaman su condición democrática, pero asociada, según los “miserables”, a prácticas autoritarias y a compromisos confesionales (nacional católicos) o belicistas, más propios del fascismo o del nacionalcatolicismo.

Esta acepción del rótulo fundamentalismo democrático aparece, por tanto, como una reacción a la acepción segunda, que hemos denominado canónica [868]. Y la llamamos miserable, ante todo, por las circunstancias de la lucha sucia parlamentaria en las que se gestó, para salvar la condición democrática de su gobierno frente a las críticas por corrupción de otros partidos políticos del arco parlamentario, acusándolos de autoritarismo o de fascismo enmascarado, y adjudicando al adversario no tanto el rótulo de democracia, cuanto el de fundamentalista (que ellos en la coyuntura asociaban al fundamentalismo islámico); miserable porque pudiendo haberse distanciado de los vencedores considerándolos como demócratas de alguna otra especie homologada, en Europa o en Norteamérica –pongamos por caso, la especie demócratas neoliberales (al estilo de Hayek o de Milton Friedman), o de la especie demócratas autoritarios (al estilo de Schumpeter)–, prefirieron considerarlos como antidemócratas criptofranquistas, como autoritarios enmascarados con la capucha del fundamentalismo, utilizando este término con la connotación oblicua que adquiría para designar a los integristas talibanes que marcaban el significado que el fundamentalismo islámico tenía en aquella época; miserable, en resumen, por la superficialidad y la intención puramente erística de su gestación, una intención comparable a la que impulsó a Vázquez Montalbán a crear su concepto, no menos miserable, de “nacional constitucionalismo de las JONS” para dibujar las líneas políticas supuestamente criptofranquistas de Aznar.

Los inventores de esta nueva acepción del fundamentalismo democrático se acogían, sin embargo, a una idea de democracia muy común entre los admiradores de Churchill y los lectores de Popper. Para ellos la democracia era una metodología en la cual los planes y proyectos de un gobierno eran sometidos periódicamente a una prueba de falsación (cuando el gobierno perdía las elecciones); la democracia, y menos aún el “pueblo”, no necesitaban ser sacralizados, aunque se reconociese que la democracia era en cualquier caso la forma menos mala entre las posibles.

Pero la democracia así entendida es muy superficial, al menos desde las coordenadas del materialismo, precisamente porque elude las verdaderas cuestiones filosóficas que las democracias entrañan. La “teoría pragmática” o metodológica de la democracia pretende explicar sus instituciones como resultados de cálculos psicológicos sobre las ventajas o inconvenientes (verificables o falsables) de una determinada institución; rechaza, sin duda, las explicaciones metafísicas de la democracia (desde la crítica general a cualquier certidumbre dogmática de índole fundamentalista, y en este punto la teoría podría encontrar apoyos en Kelsen), pero sustituye esta explicación metafísica por una teoría ahistórica que se sostiene sobre la hipótesis de un racionalismo psicologista de los ciudadanos que forman el cuerpo electoral.

Sin embargo, quienes así proceden no renuncian explícitamente a los principios del socialismo democrático (al pueblo, al Estado de derecho), y se limitan a descalificar a los “socialistas dogmáticos”, a los comunistas, adheridos a certidumbres fanáticas, a los nacionalsocialistas o a los fascistas por la misma razón. Pero, de hecho, su concepción de la democracia “con los pies en el suelo” les libera de todo rigorismo integrista y del puritanismo (“un socialdemócrata no está obligado a utilizar la bicicleta o el utilitario en lugar de un automóvil de alta gama, ni tiene por qué utilizar zamarra o alpargatas en lugar de abrigos y zapatos escogidos”). Ser demócrata no significa vivir como un mendigo; el demócrata socialista también busca el incremento de su “calidad de vida”, y ello permite comprender la posibilidad de que alguien, sin dejar de ser demócrata y socialista, traspase los límites de una moderación siempre relativa. Humano es errar, y si un demócrata socialista traspasa alguna vez los límites esto no debe descalificar su condición de demócrata. Que un gobierno socialista haya visto cómo algunos dirigentes suyos han ensayado los métodos del GAL o hayan caído en la tentación de hacer un negocio poco limpio no lo descalifica como tal, y en todo caso la democracia tiene sus métodos, en cuanto Estado de derecho [609-638], para corregir estas desviaciones y para reintegrar a los desviados. Por ello, quien en nombre de la democracia continúe con sus hábitos autoritarios y criptofranquistas no será propiamente demócrata, sino un rigorista fundamentalista, de estirpe fascista, un fundamentalismo democrático.

Y no habría más misterio en la génesis de esta tercera acepción de fundamentalismo democrático, novedad atribuida algunas veces al propio Felipe González (ver El Mundo, 30 de mayo de 2001) para designar al estilo de gobierno de Aznar. Hacemos nuestra la exposición del rótulo “El fundamentalismo democrático según Felipe González y Juan Luis Cebrián”, tal como Gustavo Bueno Sánchez nos lo ofrece en [el “Averiguador” del Proyecto Filosofía en Español].


¿Qué es el fraude?
- Elecciones aseguradas.
¿Qué son las elecciones aseguradas?
- Felicidad de la democracia.
¿Qué es la democracia?
- El reinado de los mercaderes por medio del lucro, soborno y fraude.
¿Qué es un partido?
- Es la liga de los que quieren vivir sin trabajar, comer sin producir, ocupar empleos sin estar preparados y gozar honores sin merecerlos (LA CASTA FEUDAL).
¿Qué es el sufragio universal?
- La manivela del hacer opinar al pueblo de lo que no entiende para no darle mano en lo que no entiende.
¿Qué es el liberalismo¿
- El enemigo de Dios y el amigo interesado del pueblo.
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La sacralización de la DEMOCRACIA: del rito al mito. FORJA 090

PALOMA PÁJARO
FORTUNATA Y JACINTA

 Y es que el término “democracia” se ha ido inflando a lo largo del siglo XX hasta convertirse hoy día, ya bien entrado el XXI, en un dogma sagrado, sostenido de forma talmúdita (esto es, de manera acrítica) tanto por nuestras élites políticas, periodísticas, artísticas, universitarias, &c. como por la mayoría de la ciudadanía, sin importar el signo político de cada cual. La sacralización de la democracia cumple la misma función que, durante el Antiguo Régimen, ocupaba la idea de Dios: dar legitimidad al poder. Es por vía de los rituales de la democracia (las urnas, las elecciones, la ley de partidos, &c.) y a través de la ideología democrática (derechos humanos, libertad, igualdad, tolerancia, &c.) como se sacraliza el poder de turno, como se consagran y legitiman las oligarquías que van rotando en el poder: del rito al mito.

Y en este sentido cabe recordar que, para Carl Schmitt, todos los conceptos políticos significativos de la teoría moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados. La voluntad general se eleva, entonces, a voluntad divina. Ahora la voz de Dios es la voz del Pueblo, como si existiera tal cosa, el “Pueblo” (con mayúsculas), entendido como una unidad armónica y lisológica. Pero no existe tal unidad del pueblo: el pueblo está dividido, re-partido, en múltiples partes enfrentadas entre sí (gremios, grupos, clases, partidos) que constituyen su morfología. La llamada voluntad del pueblo solo puede elegir entre los materiales objetivos que le son ofrecidos, presentados, a través de los partidos políticos que, a su vez, necesitan de habilidosos prescriptores para persuadir a sus clientes (los votantes) sobre la bondad de sus productos (tal o cual candidato político). Y en eso están los distintos medios de comunicación, tertulianos, cineastas, actores y actrices y otros sujetos de autoridad del mundo del arte que ejercen como comisarios políticos, también deportistas, politólogos, sociólogos, youtubers, twitteros y cantamañanas de todo pelaje y condición. Y hasta tal punto esto es así que, hoy día, sencillamente, la democracia sería imposible sin televisión, sin prensa o sin redes sociales.

Hace ya muchos años que Gustavo Bueno afirmó que hablar de democracia es tanto como hablar de mercado pletórico de bienes y servicios y a nadie se le escapa que en el actual mercado de candidatos es la ideología democrática la que está funcionando a todo tren: esta ideología exalta a la democracia como valor supremo, nos la presenta como la forma de gobierno definitiva con la cual se ha llegado al “fin de la historia”, quedando superados, moral y políticamente, los arcaicos gobiernos “no democráticos”. Por ello, las élites políticas, las oligarquías, las partitocracias que nos gobiernan, necesariamente han de aliarse con otras élites (periodísticas, artísticas, universitarias, cinematográficas, &c.) financiándolas y arropándolas, porque ellos conforman los canales a través de los cuales se traslada la papilla ideológica a sus votantes, en particular, la ideología democrática; ideología que, en tanto valor absoluto y fin de la historia, es comprendida al modo fundamentalista.

En definitiva, la palabra “democracia” se utiliza como una palabra fetiche para hacer propaganda ideológica, esto es, partidista, y se usa de forma acrítica junto a otras como “libertad”, “igualdad”, “tolerancia” o “progreso”; muchas veces para justificar atropellos que sencillamente son injustificables o directamente aberrantes. Ya lo decía Tomás de Kempis: «Más vale sentir la compunción que saber definirla». Pues aquí podríamos parafrasearlo de la siguiente manera: más vale sentir la democracia, la libertad, la igualdad, la fraternidad, la tolerancia y el progreso, antes que saber definir cualquiera de estos términos. Más vale praxis que teoría. Y en eso está la mayor parte de la población, aquí y en EEUU: sintiendo intensamente ser demócratas o, mejor aun, sintiéndose muy de izquierdas “de toda la vida”, sin hacer el más mínimo esfuerzo de definición y clasificación de lo que sea o no la democracia o de lo que sean o dejen de ser las izquierdas. Yo dejaré para próximas entregas el análisis filosófico de la idea de democracia y, sobre todo, el ejercicio de trituración del fundamentalismo democrático, así que les ruego que estén atentos a los próximos capítulos porque, desde luego, pocas ideas han alcanzado cotas de corrupción tan elevadas como estas que nos traemos entre manos y buena parte de nuestros problemas se han ido gestando por culpa de tan lamentable fundamentalismo.

Y ya que hemos hablado del progresismo fundamentalista que acompaña a la ideología democrática, habrá que subrayar que las leyes para el control de la desinformación recientemente aprobadas por nuestro Gobierno de coalición no suponen, precisamente, un progreso respecto de los derechos que establece la Constitución, sino un retroceso descarado y vergonzoso que legitima mecanismos de opresión y censura muy sofisticados. Señorías y votantes de la izquierda más indefinida y recalcitrante, o sea, de la izquierda más fundamentalista, ese tipo de leyes cumplen la misma función que el Consejo censor eclesiástico en su época de esplendor o que la Junta censora del régimen franquista, pero ustedes tienen el morro de descalificar a aquellas por oscurantistas y reaccionarias, como la encarnación del mal absoluto, al tiempo que tienen el descaro de emitir sus propias leyes censoras en nombre de la libertad, la tolerancia y la democracia como si fuesen la panacea. Y es esto es lo que hay que hacer visible y denunciar: que esta censura real, efectiva y en crecimiento, es continuamente presentada bajo la milonga de la libertad y de los valores democráticos, cuando lo cierto es que los medios de comunicación están más controlados que nunca por los dictados de lo políticamente correcto, por el maniqueísmo más simplón y por el moralismo filisteo más cochambroso y ponzoñoso. Los medios de comunicación, las producciones cinematográficas, nuestras escuelas y universidades, están cada vez más condicionados por los intereses de las oligarquías políticas y económicas, al tiempo que los filtros para limitar la propagación de determinados posicionamientos críticos en internet son cada vez mayores. Y basta echar un vistazo a las plataformas de streaming como Netflix, HBO, Movistar+, Prime video… da igual cuál elijamos: cada serie, cada documental o película y hasta los anuncios publicitarios están atravesados por el sistema de ideologías dominante. Lo que es asombroso es que Trump, teniendo en contra esta gigantesca maquinaria propagandística, haya alcanzado una cuota de voto tal elevada.

En definitiva, lo que hay que hacer visible y denunciar es el hecho de que no se comparece el discurso falaz, mentiroso, de nuestros políticos con la realidad. ¡Oh, qué horror, en Rusia no hay libertad! Lo fantástico es pensar que aquí sí la hay. Ahora se trata de prohibir el acceso a la verdad sustituyendo el estudio riguroso de la historia por leyes de memoria histórica, por ejemplo, o censurando la crítica filosófica. De un tiempo a esta parte y de forma asombrosamente rápida, ciertas cuestiones se han asumido como verdades reveladas, como dogmas de fe, tal y como decía al principio: cuestiones como el cambio climático, la ideología de género, las políticas de fronteras abiertas, la ideología proabortista, el veganismo, en definitiva, el propio sistema de ideologías que sostiene el Partido Demócrata de EEUU, que encaja en eso que llamamos “globalismo” y que han sido rastrera y servilmente asimiladas por la mayoría de los políticos de Occidente. Siguiendo con la metáfora religiosa, los nuevos administradores de estas verdades reveladas aplicarán la excomunión a cualquiera que se atreva a cuestionarlas, ya sea desde un punto de vista científico o desde la crítica filosófica. Todo el que no sea fundamentalista democrático, es anatema. Se procederá a la exclusión social del disidente, se le condenará al ostracismo por considerarlo un peligro para la convivencia “democrática”. Y si cuestionar el cambio climático es equivalente a cuestionar el holocausto nazi, no digamos ya lo que implica hoy día cuestionar la democracia: ni el político más “pintao” se atreve a tanto, al menos en esta parte del mundo que llamamos Occidente. Porque ni los países de la órbita islámica, ni los asiáticos, ni Rusia o los países de la Europa del Este han caído todavía en las garras del fundamentalismo democrático, enfermedad mortal para la eutaxia de los Estados, pero que viene como anillo al dedo al turbocapitalismo financiero más escandaloso de toda la historia.

El fundamentalismo democrático está haciendo inmensamente poderosas a las oligarquías que lo predican al tiempo que debilita peligrosamente a nuestras naciones frente a otro tipo de fundamentalismo, en concreto, el islámico. La imprudencia de nuestros gobernantes puede precipitar nuestra ruina porque al fundamentalismo islámico no se le combate con tibieza ni con diálogo, sino con decisión geopolítica y con planes y programas en los que no tiene por qué aparecer la democracia.

Difícilmente podrá encontrarse un momento previo en la historia en que los tentáculos del poder tuvieran tal capacidad de actuación y contara con un consentimiento tan explícito por parte de enormes masas de población cómplice, población que permite y refrenda electoralmente las distintas corrupciones en que puede devenir la democracia, que permite su desviación hacia el despotismo populista, hacia la demagogia. Y no olvidemos que, en varios pasajes de la Política, Aristóteles reserva el término “democracia” para referirse a la forma desviada o patológica de ese sistema político que deposita la soberanía en la mayoría porque, en su forma desviada o torcida, “la democracia busca el interés de los pobres, pero no el provecho de la comunidad”. Por eso, no cabe más que el desprecio cuando en España vemos que las izquierdas indefinidas son capaces de incendiar las calles a propósito del sacrificio del perro Excalibur a causa del ébola, o de llenarse la boca todos los santos días con las víctimas del franquismo de hace 80 años, pero que callan como meretrices cuando en nuestros días más recientes sus líderes políticos son responsables de una de las tasas de mortalidad por COVID-19 más altas del mundo; no cabe más que desprecio cuando son capaces de apoyar una moción de censura al PP por sus casos de corrupción delictiva, pero callan tras el escándalo de los EREs de Andalucía, uno de los latrocinios más alucinantes de la historia de España que deja en pañales a los de la Gurtel; no cabe más que desprecio cuando la izquierda indefinida es capaz de movilizarse contra la llamada Ley Mordaza del PP, pero callan cobardemente frente a la inverosímil acumulación de despropósitos y traiciones del actual Gobierno de coalición que atenta descaradamente contra la Nación española, contra la lengua española y contra la igualdad isonómica de todos los españoles ante la ley… No, a estas alturas no cabe hablar de votantes ingenuos o desinformados: a estas alturas ya sólo se puede hablar de mala fe y de ignorancia, pero de una ignorancia culpable, inexcusable en todo punto. Ningún tonto es bueno, y menos en política.

Porque si nuestros políticos se atreven a actuar de forma tan escandalosa es porque se saben impunes, completamente legitimados por un electorado que es capaz de tragar cualquier cosa que les echen aunque eso signifique hacerles comulgar con ruedas de molino: es el izquierdismo más fundamentalista, aunque también es verdad que los españoles, en general, estamos enfermos de fundamentalismo democrático, que es la enfermedad por la que se está consagrando la decadencia de Occidente y que de seguir así los chinos, los rusos o hasta los países musulmanes nos van a comer la tostada.

En definitiva, el término “democracia” se ha vaciado de sentido hasta el punto de que se ha convertido en la palabra fetiche con la que se intenta solemnizar, revalorizar, encarecer, cualquier cosa, aunque el resultado sea un absurdo desde el punto de vista lógico. Así se llega a hablar hasta de “matemáticas democráticas”, como si la verdad objetiva de la operación 2+2=4 dependiera del consenso de la mayoría. Y tal y como cualquiera de ustedes puede observar, la palabra “democracia” se utiliza desvergonzadamente para justificar cualquier acción política, aunque dicha acción sea, por definición antidemocrática. Por eso, en España ya se habla sin ningún tipo de pudor de terrorismo democrático, de latrocinio democrático y, sobre todo, de separatismo democrático, una auténtica aberración sostenida desde la idea torcida del “derecho a decidir”.

Porque lo importante ahora es ser demócrata, como antes lo importante era ser cristiano. Decir “yo soy demócrata” es como decir “yo soy cristiano y la providencia está conmigo” y, a la manera luterana, poco importarán mis actos porque bastará la fe para salvarme. La fe en la democracia, se entiende. La diferencia es que, al menos en la tradición católica, no en la protestante, existía la mediación objetiva de una institución que era la que regulaba las bondades del buen católico. Hoy día, sin embargo, la orgía de subjetividades narcisistas en la que vivimos disuelve por completo la mediación objetiva de las instituciones: desde el fundamentalismo democrático se exige que toda opinión sea respetable, que todo sentimiento debe ser elevado a derecho, debe ser reconocido, legislado, consagrado por obra y gracia de la santa democracia.

De tal suerte que si los separatistas han decidido ahora presentarse como demócratas pues alharacas y verbena para todos, qué alegría, qué alborozo: por emergencia metafísica se han convertido en partidos respetables, aunque lo que persigan sea el robo de una parte del territorio español al resto de españoles. Ahora bien, ¿tan respetables como cualquier otro partido político? No, porque siempre cabe la maniobra de tildar al oponente político de antidemócrata y bien sabemos que para nuestro Gobierno de coalición el oponente político no es Bildu, con quien mercadea prebendas políticas, sino la derecha, pero sobre todo Vox, de igual manera que el gran enemigo de la democracia en EEUU es Donald Trump, que dispone de sienes magnéticas con poder de irradiación paralizante y que expele fuego por las narices.

El caso es que la filosofía, si no quiere ser “la criada de la democracia”, como en otro tiempo se quiso que lo fuera de la teología, ha de regresar a la “caverna” para denunciar ante los ciudadanos las ilusiones que la ideología democrática genera. Así lo hicieron Platón, Rousseau, Lenin y otros nobles críticos de la democracia y así lo haremos nosotros, conscientes de que los “indignados” nos tirarán piedras, tal y como advirtió Platón, y de que nos llamarán fascistas, como es de rigor. De la mano del materialismo filosófico de Gustavo Bueno, bajaremos a la caverna (por ejemplo, a las redes sociales) para decir bien alto y claro que la democracia se corrompe como cualquier otra forma de gobierno y que ahora, más que nunca, hay que estar atentos a lo que se dice y se hace en nombre de la democracia.

Y hasta aquí este capítulo de Fortunata y Jacinta. Agradezco su apoyo a todos los amigos mecenas y recuerda: “Si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.


Pacto PSOE-Bildu: 25 claves para clarificar los planes reales del Gobierno. FORJA 092


DEMOCRACIA. FORJA 094


Fundamentalismo democrático por Don Gustavo Bueno

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