- ¡Español sois, sin duda!
- Y soylo,y soylo, lo he sido
y lo seré mientras que viva,
y aun después de ser muerto ochenta siglos.
CERVANTES, La gran sultana
- Y soylo,y soylo, lo he sido
y lo seré mientras que viva,
y aun después de ser muerto ochenta siglos.
CERVANTES, La gran sultana
Apetecía este mancebo en ella lo que no tenía, porque Silvia era rubia y blanca,y él no del todo moreno y barbinegro, pero de suerte que parecía español desde el principio de una calle. LOPE DE VEGA, La desdicha por la honra, de las Novelas a Marcia Leonarda
Señor general: Yo no sigo un partido. Sigo la santa y justa causa que sostiene mi patria, que unánimemente adoptamos los que recibimos de su mano el augusto cargo de defenderla (...). Lidiamos por los preciosos derechos de nuestro rey, nuestra religión, nuestra Constitución y nuestra independencia. JOVELLANOS, Carta al general Sebastiani, Sevilla, 14 de abril de 1809
España es un continente en miniatura con un paisaje de una variedad y una belleza asombrosas. Por eso la naturaleza y el arte son dos datos fundamentales de nuestra cultura. Hemos creado una de las democracias más avanzadas del mundo, y somos uno de los países más prósperos, tolerantes y dinámicos. Somos lo que somos: valientes, solidarios, trabajadores, con ganas de divertirnos. Y nos gusta la familia, el ruido y la gente. La Corona, encarnación de nuestra unidad, garantiza el pluralismo y la libertad. Y junto a nuestros hermanos americanos, compartimos una lengua universal. Durante siglos, en España convivieron judíos, musulmanes y cristianos. Los españoles fundaron una forma propia de catolicismo. Los pintores, escritores y los músicos españoles imaginaron —en las cuatro lenguas de España— un mundo nuevo, lleno de espiritualidad y de belleza. Junto con la ciudad de Madrid, representación única de la realidad de nuestro país, aquí están estos diez motivos para amar España. Es hora de decir que estamos orgullosos de ser españoles. Porque amamos España.
Palabras previas
Quiero a España porque es mi país. Es lo primero que se me ocurrió cuando mi amigo Ricardo Artola me propuso escribir un libro que expusiera "diez motivos para amar a España". Diez motivos, más uno para no quererla tanto.
Con eso, en realidad, basta. Hay otros muchos, sin duda. España es una gran democracia, una democracia liberal que garantiza los derechos de los españoles y de los que viven aquí casi como si lo fueran. Además, España es un país de una extraordinaria belleza, con una historia infinitamente atractiva y una cultura fuera de serie. Sin ella no se entiende la historia de la humanidad. De hecho, fue el primer país en hacer posible una economía y una cultura globales, extendidas por tres continentes -cuatro, si tenemos en cuenta la España africana-.
Querría igual a España si fuera un país pequeño, discreto, al margen de las grandes corrientes del mundo. Así me lo enseñaron mis padres y así es como debe ser. El amor no necesita el ruido ni el prestigio. Y tampoco se rige por argumentos razonables.
Entre seres humanos, el amor lo enciende el deseo de posesión de una belleza que a veces solo el amante comprende. Eso sí, para él esa belleza ilumina y da sentido al mundo entero. Eso es lo que el amante tiene que comunicar a la persona de la que se ha enamorado. Lo hará a su manera, que siempre es poética, aunque no alcance las alturas estéticas a las que han llegado los poetas del amor. Lope de Vega, el mayor de todos ellos, escribió en lengua castellana.
En la relación con el país propio, el asunto es un poco distinto. No estamos hablando de una realidad ajena a nosotros mismos. Nuestro país nos ha modelado, y de una forma muy profunda. Le debemos mucho, como comprobamos cuando pensamos en todo lo que nuestro país, es decir, los demás, nos han dado. Le debemos también la manera misma en la que somos:una forma de estar en el mundo, de relacionarnos con los demás y de vernos a nosotros mismos, un horizonte de inclinaciones, también de gustos, que nos definen sin remedio. Cada uno los cumple a su manera, aunque nadie los cumple todos. Incluso puede no cumplirlos a conciencia, o rebelarse contra ellos: España no es un concepto metafísico, ni es ajena a la historia y a lo que los españoles quieran hacer con ella. Tal es la presencia de España, sin embargo, que el cambio, en vez de acabar con ella, contribuirá a crear nuevas formas de ser español.
En contra de lo que solemos pensar hoy en día, el amor necesita de argumentos. Y no porque lo requiera su objeto, sino porque esa es la materia misma del amor, aquello sobre lo que trabaja la imaginación enamorada. España, en este punto, no lo pone difícil: es un país inteligible, comprensible, con una historia y una propuesta de vida al alcance de quien quiera entenderlas. Exponer diez motivos para amar España es bucear en lo que me hace español y en lo que ser español significa, a la espera de que otros se sientan movidos a emprender ese mismo camino por su cuenta.
El amor, además, no puede quedarse callado. Si la poesía es el lenguaje del amor es porque lo canta. El amor necesita ser publicado. No se enciende una llama de esa intensidad para meterla debajo de la mesa. El amor se comparte. Y se celebra. Como una fiesta a la que estamos perpetuamente invitados. ¿A alguien se le ocurre algún motivo para hurtarse lo más hermoso de la vida?
Sea cual sea la valoración en abstracto que puedan merecer, España y los españoles estarán siempre por encima de los demás. Porque es mi país y porque son mis compatriotas. Sócrates lo dejó claro cuando aceptó su propia condena a muerte, que consideraba injusta, después de que las leyes de la ciudad le pidieran que cumpliera la sentencia porque la había dictado su amada Atenas. El más crítico de los ciudadanos se inclinaba ante su patria. El amor valora, en justicia, lo que es suyo y aquello que posee. Y sin eso, no existe lo demás.
Durante años, bastantes españoles se han sentido incómodos con su propia nacionalidad. Como si España fuera un problema, ser español fuera difícil y el amor a su propio país fuera algo de lo que avergonzarse. En cambio, la mayoría de los españoles ha llevado su país en el corazón, por mucho que se les han negado los medios de expresar ese hecho, el más básico de la vida en común. El país comprendió en 2017, cuando tuvo lugar el levantamiento de los secesionistas catalanes, que había llegado el momento de cambiar la situación. Insistir en la variedad de España y la cultura española está bien. No lo es menos subrayar su profunda unidad, plasmada en su voluntad de durar.
Como era de esperar, España, tan hermosa de por sí, crece en belleza, en atracción, en intensidad de vida cuando se rompen los tabúes que han pesado sobre la ell'.])resión de la nacionalidad. Así llegamos a este nuevo elogio de España, que aspira a continuar los de los romanos, los visigodos, los musulmanes, los judíos, españoles que estaban orgullosos de serlo y formar parte de un pueblo capaz de imaginar y fundar empresas que recreaban una y otra vez la naturaleza de su país.
1
ARTE Y NATURALEZA.
EL PAISAJE
España es un continente, un continente en pequeño, pero uno de verdad, con su unidad geográfica bien delimitada y una extraordinaria variedad de paisajes, de flora, de clima y de luz. Situada entre África y Europa y entre un océano y un gran mar interior, sobre España se proyectan los deseos y las ambiciones de los demás. Desde los primeros tiempos, da pie a multitud de leyendas que han ido configurando imágenes fabulosas de lo español que los españoles han hecho suyas, con escepticismo a veces y otras con entusiasmo. El escenario lo propicia, yendo como va de lo más agreste e indómito
-para muchos lo más atractivo de España, representado en sus castillos- a lo más matizado y humano, en las vegas y las huertas, hasta culminar en esa recreación ecléctica del paraíso que es el jardín de estilo español. Como si fuera la respuesta a esta variedad única, los españoles han inventado estilos propios: el mudéjar y el plateresco. Ahí dejan la fantasía y la imaginación a su aire, como abandonan la gravedad y la magnificencia para adaptar las grandes corrientes artísticas venidas de fuera, como el gótico y el clasicismo. Eso sí, esta adaptación lleva los estilos que incorporan a una dimensión nueva. Del clasicismo no sale naturalmente El Escorial, ni del gótico la catedral de Sevilla o la de Toledo. Y nadie podría haberse figurado que el modernismo, o el art nouveau, ese estilo decorativo por esencia, se convertiría en España, de la mano de Antonio Gaudí, en una oración de acción de gracias.
Hércules vino a España en busca del jardín donde vivían las amables Hespérides. Eran las ninfas de los árboles frutales, divinidades del Ocaso e hijas del Atardecer. Esta vez el héroe debía robar las manzanas doradas de los árboles, un fruto codiciado que proporcionaba la inmortalidad. Hércules cumplió con la tarea, pero quedó tan enamorado de aquella remota región que al despedirse dejó en ella a su sobrino Espán como gobernador. Espán, o Hispán, fue el ptimer español, por lo menos de nombre. A él le debemos la denominación los actuales espannoles, es decir, españoles. De paso, Hércules puso los cimientos de Hispalis, la futura Sevilla, que luego sería poblada por Julio César.
Alfonso X recoge la leyenda de Hispán y cuenta cómo los godos decidieron quedarse aquí.
Desde que anduvieron por las tierras de una parte a otra probándolas por guerras y por batallas y conquistando muchos lugares en las provincias de Asia y de Europa, probando muchas moradas en cada lugar y catando bien y escogiendo entre todas las tierras el más provechoso lugar, los godos hallaron que España era el mejor de todos, y lo apreciaron mucho más que a ninguno de los otros, porque entre todas las tierras del mundo España tiene un extremo de abundancia y de bondad más que otra tierra ninguna.
Así es como los godos, después de visitar toda Europa y parte de Asia, decidieron instalarse en España.
Muchos siglos después, los extranjeros seguían viniendo a España. En 1951, por primera vez los visitantes superaron el millón. El aumento fue muy rápido: 2.522.402 en 1955; 6.113.255 en 1960; 14.251.428 en 1965; 24.105.312 en 1970 y 30.122.478 en 1975. En 1980 eran un poco más de 38 millones y en 2000, 74 millones. En 2017, 82 millones de turistas visitaron el país. Acuden por lo mismo que tanto gustó España a los godos y antes a Hércules y a su familia. Y no solo vienen. También vuelven, y muchos de ellos se quedan como Hispán y los godos.
El continente
España es un país único por su naturaleza continental. Partiendo de las sierras alpinas de Guadarrama, en poco más de 600 kilómetros habremos hecho un viaje que cruza los bosques de encinas de Madrid y Toledo y, tras atravesar los huertos, los montes y las dehesas en torno al Tajo, alcanza la llanura de La Mancha, de una infinita variedad de motivos y de colores bajo un cielo sin límites. Vienen luego los imponentes tiscos de Sierra Morena, y enseguida llegamos a una vega fértil, alegre y luminosa como es la del Guadalquivir, hasta que atravesamos nuevas sierras, arriscadas en Cádiz, majestuosas en Málaga y alpinas otra vez en Granada. Y cuando hayamos cruzado Sierra Morena y las serranías de Ronda y de Cádiz, desembocaremos de pronto en el mar, tan variado como los paisajes que hemos dejado atrás: los azules grises, profundos de la inmensidad atlántica y, al este, el azul resplandeciente del Mediterráneo.
Si viniendo de Sierra Nevada y las Alpujarras bajamos desde Nerja hasta Algeciras y luego seguimos hasta Tarifa, la ciudad fortificada donde España se enfrenta a su destino eterno, habremos recorrido una de las carreteras más hermosas de la tierra, entre la sierra de Málaga y el mar, con la mole de Gibraltar enfrente y el Atlas marroquí del otro lado, como si lo pudiéramos tocar por encima del mar de Alborán, antesala del Mediterráneo. Siguiendo el camino al oeste, llegaremos a los alcornocales y las playas de Cádiz, a la desembocadura del Guadalquivir y a la exuberancia de Doñana. Al fondo, siempre, Huelva y la promesa de libertad del Atlántico, gris, batido por vientos frescos y húmedos, siempre en movimiento.
Si recorremos el camino opuesto, hacia al norte, desde Gredos nos adentraremos en los infinitos campos de cereales de Castilla, verdes y cubiertos de flores en primavera. Alcanzaremos más tarde, cerca del Duero, un paisaje suave de viñedos, abrupto de pronto cuando nos damos casi de bruces con la monumental cordillera que nos separa del mar, con picos vertiginosos, valles estrechos pero llenos de luz y aldeas de una placidez eterna: uno de los lugares de nacimiento de España en la cueva y el santuario de Covadonga. Pronto alcanzamos el Atlántico, puro y bravío en Galicia por mucho que el paisaje se remanse en bosques y en rías, o rompiéndose, nunca del todo dócil, en las inmensas playas anchas y doradas de Asturias, Santander y el País Vasco.
Al emprender desde aquí viaje hacia el este, dejaremos atrás la dramática costa vasca y el verdor eterno de sus valles y sus bosques de hayas para llegar a la suavidad opulenta de Navarra y La Rioja. Dejando a la izquierda la masiva cordillera de los Pirineos, otra cordillera intratable, allí donde se levanta el monasterio de San Juan de la Peña, seguiremos el Ebro, cada vez más caudaloso y, tras atravesar el desierto de los Monegros, llegaremos a las huertas de Aragón y luego a un país cuidado con mimo, Cataluña, que nos lleva con suavidad hasta el más puro Mediterráneo.
De un salto, podemos volver a las dehesas extremeñas, cubiertas de encinas, con las sierras de Gata y de Béjar al fondo, allí donde se esconden valles plantados de cerezos. Desde aquí atravesaremos Andalucía para llegar a los olivares de Jaén, combinación de plata, ocres y verdes que trepan hasta lo alto de los picos más inhóspitos -el paisaje más español que se puede imaginar-, hasta la sierra de Cazorla, con el correr del agua siempre de fondo, o al sistema Ibérico y sus estribaciones salvajes, que se desploman en Cuenca o se prolongan, hasta casi el Mediterráneo, en el atormentado y adusto Maestrazgo, paisaje romántico como ninguno. Y después de este trayecto de leyenda, que evoca un mundo de libertad sin límite, nos encontraremos otra vez con los naranjales de Valencia, la serenidad de la Albufera y las extensiones líquidas de arrozales, un mundo oriental, casi chino, y la transparencia de las olorosas sierras alicantinas cubiertas de almendros, el cabo San Antonio y el peñón de Ifach, que parecen salidos de un canto de la Odisea, los palmerales africanos de Elche y la huerta murciana, a la medida de lo humano, que nos conducirán hasta Almería, allí donde el desierto pedregoso y rojizo se precipita en un mar de azul inextinguible. Más allá, se elevan las islas Baleares, cada una de ellas un mundo por sí mismo: imprevisible en Mallorca, batido por todos los vientos en Menorca, luminoso y transparente en Ibiza y en Formentera.
Anclada en el subcontinente europeo, España también llega hasta las fronteras del actual Marruecos, la antigua Mauritania Tingitana, con las ciudades de Ceuta y Melilla. Hay una España africana, que se prolonga en las islas Canarias, de origen volcánico, cumbres vertiginosas con un clima casi tropical. Las islas Canarias, etapa obligada del viaje trasatlántico, destacan en el conjunto del paisaje español, pero también lo prolongan naturalmente, como un eslabón más en un país variado e imprevisible.
Tal vez la naturaleza continental de España contribuya a explicar la ambición imperial que tan bien se percibe en ciudades como Madrid, Toledo y Sevilla, por no hablar de México, Lima y Nápoles, capitales todas del Imperio español. Para eso, sin embargo, hacía falta algo más, que España también posee de forma natural. Y es que España, aislada como está al norte por los Pirineos, es -casi- una isla. Esta realidad va evocada en el escudo nacional con el detalle de las ondas azules sobre las que se alzan las columnas de Hércules. El héroe las levantó a los dos lados del estrecho de Gibraltar para señalar los límites del mundo conocido, en recuerdo de la gesta que abrió el Mediterráneo al Atlántico y planteó un nuevo reto.
Al describir por qué le gusta tanto pasear por el Grao de Valencia, un personaje de Lope de Vega solo sabe decir que el mar es como la música. Esa música, que se escucha por todas partes en España, también en las soledades de Soria y en las sierras esteparias de Teruel y Albaicín, contribuyó en su tiempo a llevar a los españoles a dominar el Mediterráneo occidental, el Atlántico y el Pacífico. Ahí están las muchas ciudades abiertas al mar, desde La Coruña hasta Cádiz, levantada sobre el agua, o bien otras mediterráneas, más prudentes, como Alicante, un poco retranqueadas del agua, pero al cabo comunicadas con la orilla gracias a sus ramblas y sus paseos. Así es como los peninsulares fueron los primeros en dar la vuelta al mundo, con la expedición del portugués Fernando de Magallanes y del español Juan Sebastián Elcano.
La exposición al mar explica también la llegada de pueblos y naciones a España. Los griegos, interesados solo en el comercio, fundaron puertos como Ampurias y Rosas con un paisaje de la más estricta pureza clásica. De los demás, ninguno se dejó atemorizar por los montes imponentes que se alzan casi en la misma costa, como si cerraran con una muralla infranqueable el acceso al interior. Más parecen haber sido un desafío que un obstáculo y quien no ha visto España desde el mar, en el norte y en el Mediterráneo, no se hace una idea de lo misteriosa y soberana que aparece, llena de promesas sin formular. Más aún les atraería, claro está, la riqueza legendaria del territorio. Riqueza minera que subsistió mucho tiempo y ha dejado cicatrices brutales en el paisaje, como en Las Médulas de León, donde Roma ejerció su autoridad como luego los españoles hicieron en América. También riqueza agrícola, con las fértiles vegas andaluzas, la banda costera valenciana, las huertas de Murcia y la campiña catalana. Los ríos, además, llevaban oro... Y por si todo esto fuera poco estaba la abundancia de pesca, inagotable en la apertura española al Atlántico; dio pie a una industria global que continúa hoy en día con la segunda flota pesquera más importante del mundo.
Leyendas
Cuenta el Antiguo Testamento que el rey Salomón «tenía la flota de la mar en Tarsis (o Tarshish) y una vez cada tres años venía la flota de allí y traía oro, plata, marfil, simios y pavos» (Reyes 10:22). Puede que Tarsis sea la ciudad, hoy en día turca, donde nació san Pablo. (También hay una Iberia en Oriente, al este del mar Negro, que fue luego el reino de Georgia, próximo a la región hasta donde viajaron los argonautas en busca del vellocino de oro, el mismo que da nombre al Toisón, la más alta distinción de la Corona de España). Hay quien cree que Tarsis es una forma de hablar de Cartago, la ciudad fenicia del norte de África que se enfrentó a Roma por el control del Mediterráneo. Y según otras versiones, Tarsis es Tartessos, el reino mítico de la vega del Guadalquivir y la más antigua civilización de Europa. Tartessos era de una riqueza fabulosa y fue gobernado, en sus últimos tiempos, por el sabio rey Argantonio (Hombre de Plata) que vivió 300 años.
En España, o un poco más allá, en alguna isla del océano, vivió Gerión, rey monstruoso, con tres cuerpos, dueño de un fabuloso rebaño que le fue arrebatado por Hércules, quien, de paso, se hizo, como ya sabemos, con las manzanas del jardín de las Hespérides. Como era astuto, además de fuerte, se sirvió de Atlas, el gigante condenado a sostener el peso del cielo tras su rebelión contra los dioses. Atlas robó para el griego las manzanas, aunque luego se dejó engañar otra vez por él y ahí sigue, en el estrecho, sosteniendo el peso del mundo. Hasta tal punto es estratégico el sur de España.
Durante la misma aventura, Hércules separó África de Europa. Así dio lugar al estrecho y a la cuenca mediterránea, que tendría su origen en España. Al norte del territorio, los Pirineos deben su nombre a Pirene, joven amante de Hércules, muerta de horror tras haber dado a luz a una serpiente. El fuego de su pira funeraria provocó un incendio tal que devastó los montes e incluso fundió las minas de metales preciosos que escondían.
Y no acaban aquí las leyendas. De vuelta otra vez al sur, fue aquí mismo o muy cerca, en el océano, donde se levantó la Atlántida, el reino mítico que Platón evocó en dos de sus diálogos. Luego la Atlántida fue hundida en las aguas en castigo por la soberbia y la arrogancia de sus habitantes. Creyeron haber realizado un modelo de ciudad perfecta sin entender que las utopías no deben salir de la imaginación de los seres humanos.
El infame conde don Julián rindió España a los moros por despecho, según la leyenda de la Cava y su amante el rey don Rodrigo. Al invadir España y durante su larga estancia aquí, aquellos trajeron sus propias leyendas, algunas de creación propia y otras venidas del Medio Oriente, de Persia y de la India. En Toledo, ciudad de nigromantes y saberes ocultos, estuvo custodiada la Mesa de Salomón, de oro o de esmeralda, que otorgaba un poder omnímodo, el poder de la creación, a su dueño. Según una etimología fantástica, al-Ándalus sería heredera de la Atlántida.
De Oriente vino también la religión cristiana, difundida por la Hispania romana en los campamentos militares y en las sinagogas de los judíos llegados con la diáspora tras la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén. En su Carta a los romanos, san Pablo habla de su proyecto de venir a España, que no llegó a cumplir. La Iglesia española encontró la forma de relacionar su origen con los doce apóstoles cuando se descubrió en Galicia, en el extremo occidental de Europa, la tumba de Santiago el Mayor. Navegar el Mediterráneo se había convertido en una empresa mortal, y la ciudad compostelana pasó a ser la nueva Jerusalén, la de Occidente. El apóstol Santiago se transformó en el abanderado de la Reconquista, y la peregrinación devota hasta aquella tumba santa, en un eslabón crucial en la reincorporación de España al resto de Europa. Como entonces, España sigue siendo hoy en día una de las fronteras meridionales del continente.
El impulso de la unificación de España, la política de alianzas europeas de las Coronas de Castilla y de Aragón, y la pujanza de los dos reinos llevaron al país a convertirse en la cabeza de un imperio extendido por cuatro continentes. El esfuerzo de los españoles y la maquinaria, tan sofisticada, de la monarquía española o católica -universal, por tanto- fue objeto de admiración en buena parte de Europa. Así lo muestra el tratado escrito por el italiano Tommaso Campanella, fascinado por aquella soberbia invención política.
Los españoles occidentalizaron todo un continente, asumieron el control del Mediterráneo occidental y monopolizaron el comercio con Exremo Oriente por el Pacífico. Tanto poder, y una ambición tan desmedida, no podían quedar sin respuesta. Así se empezó a articular una monumental campaña propagandística. Los italianos difundieron la idea de que los españoles, además de tener sangre de marranos (judíos), se complacían en los excesos de la sensualidad desbordada y el cultivo de los prejuicios góticos, léase medievales. Para los alemanes y los ingleses, España estaba al servicio del papa, que encarnaba la corrupción de la Iglesia católica romana. Los holandeses, embarcados en una larga guerra de independencia, tacharon a los españoles de seres brutales y fanáticos. Felipe II era el anticristo y el duque de Alba se desayunaba unos cuantos niños holandeses todos los días.
Todo lo facilitó la crítica de la conquista de América a cargo de algunos españoles, en particular la Relación de la destrucción de las Indias (Brevísima, además, para facilitar su difusión), de fray Bartolomé de las Casas. La expresión «destrucción de las indias» remitía a la «destrucción de España», que es como los cronistas cristianos habían descrito la invasión musulmana. Desautorizaba por tanto la acción española en América y servía de material inflamable a lo que un estudioso -Julián Juderías- llamó más tarde la Leyenda negra.
La Leyenda negra no era una simple crítica política; era una descalificación de la naturaleza política de España y un ataque a la cultura española, como los que en el siglo XX se lanzaron contra Estados Unidos. Bien es verdad que entonces los españoles, seguros de ellos mismos, se reían de aquellas simplezas y se sentían halagados por los reproches de fanfarronería y sensualidad.
La España romántica
La Leyenda negra evolucionó luego, en tiempos de la Ilustración, a una nueva consideración de lo español. Además de despreciar al mundo entero, expandir la sífilis y tener sangre judía y sarracena corriendo por las venas, los españoles también nos habíamos apartado del espíritu de la modernidad. En pleno Siglo de las Luces, España seguía anclada en un mundo arcaico y en vez de abrazar la causa de la razón, se empeñaba en encastillarse en la superstición, el oscurantismo y el odio a la libertad. España se había tibetanizado, según la expresión posterior de Ortega. Los Pirineos nos aislaban de Europa y nos acercaban a África, nuestro entorno natural. Ni Europa ni el mundo -en general- debían nada a España. Más que un país, era una colección de tribus y cabilas.
Este retrato servía sobre todo para que los ilustrados pulieran su imagen. También era una excelente propaganda política contra un imperio que seguía siendo temible, como demostró con su intervención en la guerra de Independencia norteamericana. Todo cambió en el siglo XIX. Los ideales de la Ilustración habían llevado a las primeras matanzas políticas realizadas en nombre de la razón, en la Francia revolucionaria de 1792 y 1793. Luego, Bonaparte, siempre en nombre de la racionalidad universal, sumió a Europa en una guerra brutal. Descabezados de sus representantes políticos, los españoles se enfrentaron a los soldados bonapartistas que traían en su mochila los ideales revolucionarios. Y la revuelta encontró eco en el resto de Europa.
Aquello era la manifestación de algo nuevo, una energía desconocida que se alzaba contra la voluntad uniformizadora de una razón abstracta y criminal. El pueblo español se convertía, sin haberlo querido, en el adalid de la nueva causa romántica contra la modernidad. En el siglo XVIII habíamos caído del lado oscuro y siniestro de la historia. El escritor alemán Friedrich Schlegel, empeñado en su propia guerra contra la Ilustración francesa, se entusiasmó con Calderón. Beethoven celebró la batalla de Vitoria, derrota final del ejército napoleónico en España, con una descomunal y ruidosa pieza sinfónica. Kleist, el espíritu mismo del Romanticismo, cantó a Palafox, el héroe de los sitios de Zaragoza, en una oda épica.
El fondo de la cuestión no cambiaba gran cosa. Seguíamos en los márgenes de la historia, pero ahora eso era lo correcto. No dejábamos de ser menos europeos que el resto, pero encarnábamos todo aquello que las demás naciones europeas habían echado a perder al abrazar el plan ilustrado. A favor de los españoles estaba la religión, que seguía vertebrando la sociedad con un significado trascendente, visible en las catedrales, el arte, las manifestaciones de la cultura popular. Los españoles habían sabido conservar algo de la Edad Medía, que ya no significaba el espíritu gótico, es decir, atrasado, del que abominaba el siglo anterior. Ahora era una forma de vivir más natural, más caballeresca también, generosa y valiente, desconocedora de esa falsa igualdad que produce el dinero. En España la igualdad no era el resultado de una ley abstracta. Era una realidad moral básica.
España abrió igualmente una de las grandes vías por donde alcanzar lo exótico. El español desciende del moro y ha sabido preservar la fantasía y la intensidad orientales que los europeos habían despreciado. Además, España es un inmenso territorio vacío, despoblado, agreste, siempre imprevisible y en cierto modo virgen, no como Francia, Alemania o Italia, paisajes en los que la imaginación tiene poco que hacer de tan cultivados y amables como han llegado a ser. (El concepto de «España vacía», referido a la despoblación del país como un dato fundamental de su naturaleza, ha reaparecido en un reciente libro del mismo título de Sergio del Molino, precedido por la reflexión lírica de Julio Llamazares en La lluvia amarilla. Y para muchos el agreste paisaje de la España indomable sigue siendo tanto o más atractivo que la suavidad un poco enervante de la dulce Francia y la exquisita Toscana). Por si fuera poco, la variedad y el contraste de los paisajes reflejaban los de una sociedad en la que la miseria lindaba con la mayor de las opulencias, lo sublime con lo grotesco, la bestialidad con el más alto refinamiento.El alma española, al tiempo que se deja tentar por los apetitos más sensuales, también sabe hablar con Dios.
Los románticos no inventaron leyendas tan extraordinarias como los griegos y los pueblos de Oriente. Supieron, eso sí, poetizar lo que tenían a mano. El escritor polaco Jan Patocki imaginó en su Manuscrito hallado en Zaragoza una historia descabellada de apariciones, brujas, gitanos y personajes del otro mundo. Washington lrving, que venía de un pueblo tan poco romántico como el norteamericano y había conocido a Moratín en Burdeos, reinventó el material moruno en sus Cuentos de la Alhambra y lo puso en circulación en todo Occidente. En la «Leyenda del astrólogo árabe» evoca la figura de un sabio, venido de Egipto y vinculado con el profeta Mahoma, que ayuda al viejo rey de Granada a vencer a sus enemigos hasta que cae presa de su concupiscencia. Alekxandr Pushkin se inspiró de esta leyenda para su último poema fantástico "El cuento del gallo de oro", del que luego se sirvió Rimski-Korsakov para su ópera "El gallo de oro"; los rusos se reconocían en aquel legendario territorio de frontera, del otro lado de Europa.
El francés Prosper Mérimée llegó a conocer España como muy pocos. Fue, de hecho, su patria de adopción. Recrea la libertad propia de las costumbres y la literatura españolas en su "Teatro de Clara Gazul", donde se disfraza tras un pseudónimo que viene de Lope de Vega. Analiza la vida política con inteligencia y se deja seducir por el arte español, justo cuando el gusto europeo lo empieza a descubrir, tras el saqueo por las tropas napoleónicas. Se dice que Mérimée se complace en el lugar común con su Carmen, prototipo de la mujer libre, ajena a la moral común, rodeada de las cigarreras sevillanas, de contrabandistas y toreros. Personificaciones todas del ser humano sin civilizar, que se enfrenta con el mismo gesto a la ley y a la muerte. En realidad, Mérimée logró con su Carmen inventar una de esas individualidades que el arte eleva a categoría de mito. No hay españolada, sino una comprensión muy fina de la libertad propia de la vida y el arte español, algo que Bizet supo luego captar con su ópera.
El también francés Théophile Gautier escribe que «un viaje por España sigue siendo una empresa peligrosa y novelesca». Es lo que se venía buscando, como demuestra el estupendo "Viaje por España" que él mismo escribió. Se viene a España en busca de emociones fuertes, como las que cree encontrar un Alejandro Dumas que sobreactúa con los toros. También escribe a su corresponsal que «si alguna vez viajáis a España, si visitáis Madrid, fletad un coche, montad una diligencia, esperad, si hace falta, a que pase una caravana, pero no dejéis de ir a Toledo, señora, no dejéis de ir a Toledo».
Esta España romántica y pintoresca ya había encendido la imaginación inglesa gracias a las muy finas y analíticas "Cartas de España", del español naturalizado inglés José María Blanco White, y a los libros de recuerdos escritos por los soldados ingleses que participaron en la guerra de la Independencia -para ellos la «guerra peninsular»-. Dará pie a dos obras maestras. El maravilloso viaje, apasionado, lírico y a veces atormentado de Richard Ford y el más burlón y picaresco de George Borrow, un joven aventurero empeñado en evangelizar España mediante la difusión de la Biblia en la versión clásica del protestante Casiodoro de Reina. El libro "La Biblia en España" fascinó a Azaña, que lo tradujo, y a los miembros de la Institución Libre de Enseñanza, que lo publicaron. También ellos estaban convencidos de que había que cristianizar España. A tanto había llegado nuestra barbarie.
Jardines. Arte y naturaleza
El agua siempre ha sido una obsesión para los habitantes de España. Lo fue para los romanos, que construyeron acueductos para transportarla y termas para la higiene y el recreo públicos. Los musulmanes, venidos de climas desérticos, la incorporaron a la vida privada con su gusto por la sombra y las fuentes. Con ellos el agua se aplicó a la producción agrícola con tanta meticulosidad y tanto ingenio, que los huertos de verdura y de naranjas parecían un vergel.
Aquellos sistemas de riego se han conservado hasta hoy mismo, como se conservaron fuentes muy antiguas a lo largo de toda España. Las ha habido míticas, como la del claustro mudéjar de Guadalupe; góticas, como la de Blanes, en Gerona, o la de Real de la Trinidad, en Xátiva, ciudad valenciana famosa por sus fuentes; renacentistas, como la de Santa María, en Baeza; barrocas, como las de los jardines de La Granja y otras, pintorescas, pobladas de animales, como la de los Galápagos en el Retiro de Madrid y la de las Ranas del parque de María Luisa. La Pila, una fuente de traza muy elaborada, en la ciudad mexicana de Chiapa de Corzo, atestigua el éxito del estilo mudéjar en América. Muchas de estas fuentes, y no las menos importantes, eran simples pozos o humildes caños que surtían de agua a una población. (Los autores andalusíes recomendaban que las casas tuvieran siempre un pozo en el patio. Hoy los patios de las casas andaluzas, como huertos cerrados que huyen del calor y matizan la luz, continúan la tradición).
La Alhambra llegó a ser la viva representación del jardín como ideal de vida. Se incorporó a la iconografía arquitectónica y decorativa occidental, y pasaría a formar parte de esa renovación estética que fue el estilo morisco, con toda su fantasía orientalizante. Los jardines, por su parte, pasaron a formar parte esencial de la imagen de España, ya sean los orientales evocados por Lope de Vega en una comedia temprana, como El remedio en la desdicha, los renacentistas de la reina Isabel de Castilla en la Isla de Aranjuez, los clásicos de Felipe II en El Escorial y, más tarde, los franceses de Sabatini en Madrid y el de René Carlier en La Granja, los románticos de Sevilla y de Ronda, hasta llegar al estilo puramente español en el del Buen Retiro en Madrid.
El eclecticismo había preparado la aparición de un estilo propio en el que prima el correr del agua en fuentes y canales, la frondosidad, los paseos cubiertos, las pérgolas, los pabellones, las flores y las fragancias. Las baldosas y los azulejos, por fin, componen un conjunto único, que resguarda del sol y del calor, pero deja pasar la luz en juegos de contraste que evocan -con el murmullo del agua que corre, el frescor y los olores -un pequeño paraíso, como el que Sorolla reprodujo en su casa madrileña. El edén vuelve a estar detrás de esta gran creación del gusto español. Manuel de Falla evocó este mundo encantado en sus Noches en los jardines de España. Mediante el extremo artificio, y lejos de cualquier abstracción metafísica, el jardín español reinventa, o recupera, si se prefiere, la naturaleza. Se convierte así en la mejor muestra de un gusto capaz de espiritualizar la más sensual de las evocaciones.
Castillos
En el extremo sur del país, al bajar de Ronda hacia La Línea de la Concepción, antes de llegar a la costa, se entra en un valle cubierto de huertas, árboles frutales y naranjos. A la salida, por el sur, se alza un castillo en lo alto de una colina. Por las laderas trepa una ciudad pequeña, de casas blancas y calles largas, a veces escarpadas. Estamos en Jimena de la Frontera. En el término municipal se conservan unas pinturas rupestres que permiten contemplar la llegada de unos barcos, tal vez los de los forasteros y colonizadores de Oriente.
El castillo de Jimena de la Frontera es pequeño, pero lo bastante elevado como para dominar la ciudad y todo el valle bajo su protección. A un lado, sobre una roca, todavía se ve un oratorio mozárabe. Quedan en pie parte del recinto amurallado, una torre albarrana -de las que forman parte de la muralla, levantada sobre unos restos monumentales romanos-flanqueada de una majestuosa puerta con dos arcos de estilo califal con lápidas romanas en los muros, la torre redonda de homenaje y unos aljibes intactos, obra de gente práctica y con sentido del estilo. En tiempos de la Reconquista, esta fue una ciudad de frontera, como muchas otras de la zona, siempre amenazadas por las incursiones de los musulmanes granadinos: Arcos, Jerez, Chiclana, Vejer... todos de la Frontera. Cubierto durante mucho tiempo de hierbas, matorrales y chumberas, el recinto interior del castillo de Jimena se animaba con la presencia de un asno que acompañaba al visitante con cierta curiosidad -no mucha, la verdad y de vez en cuando, en la atmósfera transparente saturada del canto de las chicharras, algún rebuzno.
El castillo de Jimena de la Frontera se alza sobre una antigua población. Y de aquellas muy primeras construcciones quedan vestigios en el castro más pequeño, pero igualmente hermoso, que se levanta en una colina aislada, de unos 150 metros de altura, detrás del pueblo valenciano de La Alquería de la Condesa. Desde ahí domina, en una panorámica circular completa, toda la comarca de la Safor, la gran montaña que la protege y le da nombre -nevada la última vez que estuve por allí: algo extraordinario-.
En la cumbre del pequeño monte, llamado montaña del Rabat, se encuentran los restos de un poblado ibérico, con sus murallas de piedra y relleno de mampostería, unas habitaciones y lo que parece un esbozo de calle. Los íberos habían elegido bien el lugar: fácil de defender por la altura y la perfecta visibilidad de los alrededores, y rodeado de tierra que siempre ha sido fértil. Hoy es un inmenso huerto verde, tan jugoso y fragante que se diría que hasta la altura llega el perfume del azahar, como sube el sonido de los campanarios de las iglesias en torno a los que se arraciman los pueblos blancos de la comarca.
¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres
Cuántos sucesos y victorias grandes…
Pues tienes quién haga y quién te obliga
¿Por qué te falta, España, quién lo diga?
Francisco de Quevedo Villegas
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El discípulo de Ortega y Gasset, Julián Marías, autor de la obra de referencia ‘España inteligible’, dejó escrito: “España es un país formidable, con una historia maravillosa de creación, de innovación, de continuidad de proyecto… Es el país más inteligible de Europa, pero lo que pasa es que la gente se empeña en no entenderlo”.
La presente pieza no aspira a desentrañar las espesas razones por las cuales los españoles no han entendido su propio país, mas sí procura exponer, siquiera someramente, algunos de los argumentos por los que, al decir de Julián Marías, España es “un país formidable”.
Valga el siguiente ejemplo para empezar: Hace pocos días Deloitte, la firma de auditoría más importante del mundo, y Social Progress Imperative (SPI), designaron a España como “el mejor país del mundo para nacer” por su alto nivel de bienestar y salud. Se examinaron 128 países en base a 50 categorías. España destacó, sobre todo, en tres categorías: salud y bienestar (primer puesto), calidad medioambiental (tercer puesto, solo por detrás de Suiza y Suecia), y el acceso a los conocimientos básicos (cuarto puesto).
Todos los cristianos comparten la deuda de Roy Campbell con España. Es la nación a la que todos debemos algo porque, por medio de las gracias abundantes que se le dieron, salvó el alma cristiana de Europa.
¡Viva Cristo Rey!
¡ORGULLOSO DE SER ESPAÑOL!
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QUE BONITA ERES ESPAÑA
Así es, lo es. España no es sólo un trozo de tierra o una bandera que se posee. España es de todos y para todos. Parte de los problemas que ocurren en este país, es por la falta de una identidad española, por la falta de unión, consenso y por supuesto por la falta de cultura. Por la falta de conocer, precisamente España. En EEUU, se iza la bandera con orgullo, y se defiende y protege con honor y valor, seas de la ideología que seas. En la mayoría de los países es así, la bandera y la patria es de todos, de todas las ideologías.
Hubo un tiempo, un tiempo cruel y duro, en el que nos matábamos entre hermanos y en el que todo español gritaba ‘viva España’. Sí, gritaban que viva España, su España, la España que ellos defendían. La que cada uno quería para sus hijos. Pero siempre por España.
¿Qué ha pasado ahora? ¿Por qué llaman puta a mi tía por llevar una bandera roja y gualda? ¿Por qué estás pensando que soy un ‘facha’ por escribir ésto? En mi humilde opinión, a los de arriba, les interesa que estemos divididos. Les interesa que no sepamos quiénes somos, que no nos hagamos fuertes unidos, que no sepamos lo grandes y lo fuertes que podemos llegar a ser como españoles. Que no sepamos qué es España. Tal vez yo tampoco lo sepa. Pero te voy a contar lo que es para mí.
España es mi familia, mis padres que sudaron sangre y lágrimas por mí, su trabajo, sus esfuerzos. Mis antepasados que lucharon por dejarme una España mejor, mis abuelos y sus abuelos. Mis amigos, mis hermanos, el barrio en el que nací, el parque donde me tomé mi primera cerveza, el bar de Moncloa donde me tomé mi primera copa. España son las españolas, las morenas, las rubias, esa sonrisa pícara, esos ojos verdes o negros, ese vacile y esa salsa que sólo tenéis vosotras. España es los españoles. La alegría, la felicidad, la simpatía, la chulería madrileña, la gracia andaluza, la frialdad del norte…
España son los Pirineos nevados, el Valle de Arán, la ciudad Condal, Barcelona al mar. España es el Atlántico de Galicia, un atardecer en finisterre, esa ‘musiquiña’ de una gallega poniéndote un blanco en frente del mar. Son los campos de Castilla, tierra de Reyes, tierra que vio nacer nuestro idioma con el que ahora te pinto, querida patria. Castilla es la tierra del Cid Campeador, de las aventuras más leídas en el mundo entero, de la obra de arte de Don Quijote. Es esa tierra de cuyo nombre me quiero acordar. Es la tierra donde nacían los dioses de antaño, Extremadura, Pizarro, Cortés… España son las calas azul cristalino del Levante, de Valencia, de Murcia. El mar que baña las preciosas playas andaluzas. La cerveza en el chiringuito, frente al mar, mirando de reojo a esa morena malagueña. España son las sevillanas, las cordobesas… El desierto donde Clint Eastwood tanto se «alegró el día», tabernas almerienses…
España es la Alhambra, la Giralda, la Almudena, la Gran Vía, las Catedrales de Santiago y de Burgos y de Córdoba, la Sagrada Familia, la Torre del Oro, el acueducto de Segovia, las ruinas romanas de Cartagena, la muralla de Ávila, las Hoces del río Duratón, el Ebro y el Tajo. La guitarra, el flamenco, la buena poesía, Quevedo, Góngora, Unamuno, Dalí, Picasso..
España es la tortilla de patata poco cuajada, paella del Levante, el cocido madrileño, los churros de año nuevo resacoso, el roscón de Reyes sin frutas de esas que no le gustan a nadie. El aperitivito’´, las tapas y más tapas con ese oro líquido entre medias. ¿Cuántas llevas? Ni idea. El marisco gallego, las gambas de Huelva, los percebes (a quién demonios se le ocurriría probar eso, tenía que ser español). Es la fabada asturiana, las migas de Aragón, el jamón, el ‘pescaito’ de Cádiz. La crema catalana, la butifarra, la carne de buen buey castellano, y poco hecha no, que muja. Las rabas de santander, el vino tinto, el aceite de oliva… España es sentarse en el sofá y resoplar después de una comida repleta de cualquiera de estos manjares, y la siesta.
Es imposible nombrarlo todo. Pero lo más importante, es que España es cultura. España es Cartago. España es Roma. España es celta. España resistió y recibió los regalos de los musulmanes. España es el país de María. De Santo Tomás y de San Francisco Javier. Lo más importante es que España fue el Imperio más grande de la historia bajo el manto de Isabel y Fernando. Con Carlos I y Felipe II en España, chicos y chicas, no se ponía el sol. Los héroes innombrables, la valentía, el martirio, el honor y la gloria. Rodrigo Díaz de Vivar, Blas de Lezo, Don Pelayo, los hermanos García Noblejas, Daoíz y Velarde, que se revelaron contra los franceses aquél dos de mayo… España son la piel de gallina y los pelos de punta con los que escribo ahora mismo. España soy yo. España eres tú. España somos nosotros, desde nuestros ancestros hasta descendientes.
En serio, ¿que coño más quieres?
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Juan Carlos (Yanka)