Paparruchas pacifistas
JUAN MANUEL DE PRADA
ABC 23/11/15
El pacifismo pretende imponer una paz caricaturesca en la que falta la unión de voluntades que exige la verdadera concordia.
A Manuela Carmena le preguntaron, tras la matanza de París, cuál debía ser la respuesta que merecía tal salvajada; a lo que Carmena contestó: —La respuesta no es la venganza, sino hablar, oírnos, escucharnos, entender que el de enfrente es tan hombre y mujer como nosotros.
Es una réplica a la vez malvada y pánfila, que puede a la vez provocar hilaridad y santa ira; pero, ante todo, es la respuesta de una pacifista a ultranza. Y es que el pacifismo, para extender su gangrena sobre las almas, se sirve insidiosamente del más preciado anhelo de los seres humanos, que es la paz; pues faltando la paz, ningún bien puede alcanzarse en plenitud ni disfrutarse sin temor. Pero la paz no es la ausencia de conflicto (ni mucho menos la negación cobarde del conflicto existente), sino –como nos enseñaban los antiguos– una concordia fundada en la justicia.
El pacifismo, por el contrario, pretende imponer una paz caricaturesca en la que falta la unión de voluntades que exige la verdadera concordia; y, además, una paz sin justicia, rechazando todo conflicto (incluso aquel que trata de restablecer la justicia), sin importarle siquiera que la injusticia sea el fundamento de una paz pérfida (como es siempre la paz en la que los criminales no son castigados). El pacifismo aspira, en definitiva, a imponer una paz execrable fundada en el indiferentismo, una paz que cobije en su seno todo tipo de iniquidades y acostumbre a las almas a respirar tranquilamente su aire venenoso, una paz donde todos seamos muy tolerantes y blanditos, de tal modo que el imperio del mal pueda adueñarse de nuestras vidas sin oposición alguna.
Naturalmente, el pacifismo –como todas las ideologías modernas– tiene un trasfondo de odio teológico que René de Naurois, héroe de la Resistencia francesa contra el nazismo, supo señalar: «Si el pacifismo tuviera razón, sería preciso que Cristo se hubiese desinteresado de la historia humana, o bien que la hubiese condenado por completo. Pero lo cierto es que la historia divina supone la historia humana y las dos no cesan de entrelazarse». En efecto, el pacifismo, al postular una paz quimérica lograda mediante meros medios humanos, niega la acción de la Gracia sobre la naturaleza. Por eso Cristo estableció una división tajante entre la paz que Él brinda y la paz que brinda el mundo; por eso el pacifismo preconiza el indiferentismo religioso, que es el traje modosito del odium fidei.
Además, el pacifismo, al derramar sobre los pueblos la gangrena del indiferentismo, al hacerlos incapaces de afrontar la iniquidad, da alas a la guerra sucia, a la guerra de tapadillo, a la guerra que hiere y no sana, a la guerra injusta. En efecto, frasecitas como la de Carmena, tan merengosas y majaderas en su forma, tan irracionales e inicuas en su fondo, se han convertido en un mantra para las sociedades occidentales, en las que la corrección política impone claudicaciones de la razón tan grotescas como la desquiciada defensa de la multiculturalidad, o el demente y azufroso empeño de exaltar el laicismo y presentar el islam como una religión pacífica.
A la postre, el éxito del pacifismo ha consistido en saber cubrir con un disfraz respetable el miedo con olor a caquita de las sociedades occidentales, a las que previamente ha convertido en rebaños pusilánimes, incapaces de empuñar un arma en defensa de unos principios de los que ha abjurado. Pero como a la postre el pacifismo es un disfraz inane que sólo sirve para amariconar a los pueblos, las guerras siguen librándose, pero son las guerras que convienen al Nuevo Orden Mundial, guerras teledirigidas o subterráneas, guerras –en fin– de gentes cobardes que se llenan la boca con paparruchas pacifistas.
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