El valor de la palabra dada
MARCO ATILIO RÉGULO
Todas las barbaridades de la guerra no pueden empañar el gesto del cónsul, capaz de cumplir a la vez su compromiso con Roma y la palabra empeñada al enemigo.
La civilización, la confianza y hasta el amor romántico se construyen con promesas. Para que dos personas se entendieran primero hizo falta un apretón de manos, después una firma, más tarde un testigo y un notario, y ahora ni aunque el compromiso haya quedado grabado en imagen y sonido podemos estar tranquilos, de hecho los vertederos de las ciudades deben estar repletos de vídeos de boda, esa conciencia tecnológica que hay que arrojar lejos, porque con el tiempo -y en determinadas circunstancias- pueden dar fe de lo poco que vale una palabra, ni siquiera aunque esté adornada con los más solemnes juramentos.
Para Chesterton, el hombre que hace una promesa se cita consigo mismo en el futuro, y en los tiempos modernos tememos que cuando llegue ese momento ya será otra persona diferente, que no se reconoce con el que se ha comprometido. “Este cuento horrible de un hombre constantemente cambiando en otros hombres es en lo que consiste el alma misma de la decadencia”. Pero ni Marco Atilio Régulo, cónsul de Roma, ni su época, estaban aquejados de esta enfermedad contemporánea.
No nos acordaríamos de Régulo por sus victorias militares, aunque fueron muchas e importantes, que fue él -junto con Manlio Vulso- el primero que desembarcó en África, tratando de poner fin a la primera guerra púnica. Derrotó a los cartagineses de Amilcar y Asdrúbal en mar y en tierra, conquistó Túnez y se acercó peligrosamente a la temida Cartago. Queda para los historiadores el recuento de prisioneros y muertos que le hizo al enemigo, los elefantes, caballos y barcos que capturó en Ecomo, Aspis, Adís y Túnez, todo hasta que llegó a los Llanos de Bragadas, donde los cartagineses se tomaron su venganza aniquilando a sus tropas y cogiéndole prisionero.
Cinco años de cautiverio le aguardaban a Régulo, suficiente como para que Roma se rearmara y las legiones de Quinto Cecilio Metelo volvieran a poner en apuros al imperio africano. Pensaron entonces los cartagineses en enviar una embajada a la misma Roma, y convencerles de la necesidad de paz. El prisionero Régulo formaría parte de la delegación, y tendría que hablar en el Senado para conseguir el cese de la guerra. Por supuesto, antes de partir, al romano le obligaron a prometer que si la embajada no conseguía su propósito, él regresaría a Cartago.
Pero Régulo no había prometido nada respecto al contenido de su discurso, y al llegar a Roma los cartagineses comprobaron, espantados, que Régulo no sólo no habló en favor de la paz, sino que reclamó a los senadores que se continuase la guerra hasta alcanzar la victoria total. Hasta aquí todo habría quedado en un inteligente ardid del general romano, que efectivamente consiguió convencer a sus compatriotas para que continuaran las hostilidades. Pero es que Régulo, una vez finalizado su discurso -y desoyendo los consejos de amigos y familiares que le pedían que se quedara en la ciudad- no dudó en cumplir su promesa, y en regresar prisionero para poder acudir a la cita que se había dado consigo mismo cuando dio la palabra de volver.
En Cartago no premiaron ese concepto extremo del honor, y le dieron una muerte horrible, sobre la que no se ponen de acuerdo las crónicas, pero que en su versión menos cruel consistió en encerrarle en un cofre claveteado y arrojarlo por una ladera. Roma se vengó de aquello en las personas de sus prisioneros -Amílcar y Bostar-, pero todas las barbaridades de la guerra no pueden empañar el gesto del cónsul, capaz de cumplir a la vez su compromiso con Roma y la palabra empeñada al enemigo, aún a sabiendas de que significaba el tormento y la muerte. Es lógico que nos cueste entender su acción, ya no creemos, como Plutarco, que la palabra empeñada no debe dejar lugar a reflexiones, y buscamos siempre un resquicio para burlarla, para burlarnos de nosotros mismos. Pero hubo tiempo en que no fue así, y ni siquiera hace mucho. En 1892, el Tribunal Supremo incluiría en una de sus sentencias una máxima al respecto: “Lo prometido es deuda”. Régulo las pagó todas.
Nació en la Roma republicana, de la que fue general y cónsul en dos ocasiones, del 267 al 266 a. C. y del 256 al 255 de la misma era. Durante su primer mandato consular alcanzó el honor de un triunfo, al derrotar a los salentinos y capturar Brundisium (Brindisi). Sin embargo no fue esta victoria, ni tampoco sus continuados éxitos frente a Cartago los que le inmortalizarían en la historia, sino su forma de aceptar la derrota y el honor hasta el extremo a la palabra dada.
VER+:
PALABRA REDENTORA, palabras redimidas
En todo, hijo mío:
“SÉ TU PALABRA...”
Conságrate en respetarla, en recuperarla
(VITAM IMPENDERE VERO VERBUM)
“SÉ TU PALABRA...”
Conságrate en respetarla, en recuperarla
(VITAM IMPENDERE VERO VERBUM)
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