viernes, 10 de noviembre de 2023

LIBRO "LA SOCIEDAD DESVINCULADA: LA NECESIDAD DE UN NUEVO COMIENZO" por JOSEP MIRÓ I ARDÈVOL

La sociedad desvinculada
La necesidad de un nuevo comienzo

«En la sociedad desvinculada, hombres y mujeres persiguen como único bien superior, como hiperbién ante el cual todo lo demás se supedita, la autodeterminación individual, la propia realización personal, entendida como satisfacción de los impulsos, del deseo sin límite ni cauce. No existe norma por encima de este hiperbién. Ninguna creencia religiosa o filosófica. Ninguna tradición o fidelidad histórica, ningún deber ni tradición, ningún vínculo personal o colectivo, ni tan siquiera la condición y naturaleza humana, pueden limitar la máxima ley de la realización por la satisfacción del deseo. Todo, incluso los seres humanos, son medios para la autorrealización. Todo, hasta la vida del hijo no nacido».

«Esta ideología, necesariamente se alimenta del laicismo de la exclusión religiosa, y necesita del utilitarismo como doctrina de evaluación y juicio, cultiva el hedonismo de los instintos y el materialismo práctico como culminación social; es la que alimenta nuestros marcos de referencia desde los que juzgamos. Vivimos en una época de una ruptura social colosal, de proporciones históricas, Es la gran ruptura histórica, moral, cultural y social que nos empuja en direcciones contradictorias, generando una clase de esquizofrenia social que está identificada, pero sólo en los fragmentos de sus consecuencias aisladas. Aborto, trabajo basura y violencia cada vez más mortífera contra las mujeres, por nombrar tres elementos relevantes, son, pese a su diversidad, manifestaciones, efectos de la misma causa: la moral desvinculada».

«En esta obra, Miró relata el derrumbe moral de la sociedad y sus estragos invisibles, así como muestra cómo se diluye la idea de una Europa como horizonte de democracia y bienestar. El texto señala también el vínculo que actualmente se necesita como clave para regenerar el sistema proponiendo así un nuevo inicio»
Algunos autores han explorado temas relacionados, no tanto sobre el concepto de desvinculación como explicación de un estadio de la sociedad, como sobre algunas de sus manifestaciones:

Émile Durkheim exploró la noción de la anomia, que se refiere a la falta de normas sociales claras y la alienación.
Jean Baudrillard trató sobre la creciente alienación y la desconexión entre la realidad y la representación en la sociedad contemporánea.
Richard Sennett ha investigado la creciente fragmentación de la sociedad, la pérdida de habilidades sociales y la capacidad de compromiso en su libro El declive del hombre público.
Robert D. Putnam en Bowling Alone, analiza la disminución de la participación en organizaciones sociales y comunitarias en los Estados Unidos, argumentando que esto ha llevado a una sociedad menos conectada y comprometida. Es un autor básico en los estudios iniciales sobre el capital social.
Una aproximación global es la de Zygmunt Bauman y su idea de la «modernidad líquida» en la que las relaciones sociales quedan diluidas.
Pero en todo esto, y cito solo unas pocas referencias, no había un marco de diagnóstico global, una interpretación del conjunto, y no solo la identificación de determinadas consecuencias. Una concepción sobre su ontogenia, desarrollo y prospectiva.

Esta es la concepción que he intentado desarrollar en La Sociedad Desvinculada.

Surgió progresivamente de la lectura atenta de las Fuentes del yo de Charles Taylor y de un fundamento empírico ocasionado por mis estudios sobre el capital social y el capital humano en el Instituto de Estudios del Capital Social de la Universidad Abad Oliba CEU, que me llevó al “clic” que concibe el modelo explicativo.
Porque La Sociedad Desvinculada es:La presentación de un esbozo sobre la teoría de la vinculación como base del todo, que recorre desde el mundo inorgánico al orgánico, que alcanza al propio hombre y que tiene en la Trinidad su expresión máxima y sobrenatural. Una gradación de vínculos que se rigen por las leyes de la naturaleza en el campo de la materia, y por la ley natural en el ser humano.

La relación de necesidad entre vinculación humana y existencia en su cultura de un marco de razón objetiva que haga posible el cumplimiento de la ley natural, el Tao al que se refiera C.S. Lewis en La abolición del hombre, y que es el hecho común a toda civilización.
La identificación de la naturaleza de la cultura de la desvinculación, su fuerza descomunal y, a la vez, la peligrosa anomalía histórica que representa.

El relato histórico sobre el origen, desarrollo y hegemonía en Occidente y sobre todo en gran parte de Europa de la cultura de la desvinculación, que tiene su génesis en la progresiva sustitución de la razón objetiva por la razón instrumental, en la Ilustración y la modernidad, fagocitada a su vez por su vástago: el imperio del subjetivismo y la eclosión del emotivismo, que es el periodo en el que nos encontramos. Ambos se caracterizan por sustituir la atención sobre el modo de producción y la forma como se participa en él, por el modo de vida basado en el “derecho” a la autorealización por encima no solo de la ley natural, sino de la propia naturaleza humana, y tiene en las teorías de género y queer sus máximas expresiones.

Cómo esta dinámica es generadora de unas grandes rupturas, que el libro identifica, siete en concreto, y a partir de la matriz de todas ellas, la ruptura con Dios.
Rupturas que a su vez son la causa de las crisis de nuestro tiempo; la policrisis, que se ramifican, interrelacionan como un rizoma y se acumulan, mientras que muchas de las políticas públicas que se aplican, no solo no resuelven nada, sino que exacerban sus consecuencias negativas o generan nuevas crisis. La ideología de la desvinculación, que es la ideología del establishment, impide los diagnósticos correctos. Es la hibris del poder establecido, cultural, político y económico, el responsable de esta impotencia

La sociedad desvinculada vive su fase de auge y se desarrolla muy rápidamente. Mucho de lo apuntado en 2014 alcanza niveles increíbles de ruptura, pero ya son claramente perceptibles, excepto para quienes son cegados por su hibris, las señales de su caída. La única duda es si será solo de su cultura y de quienes la acogieron, o arrastra consigo a toda la sociedad europea. Porque, y rememorando una expresión de otra época, o acabamos con la cultura de la desvinculación o ella liquidará a nuestras sociedades. De ahí que el título del libro postule La necesidad de un nuevo comienzo.

Y un apunte final:

Hispanoamérica no está a salvo de esta tragedia histórica. La cultura desvinculada está menos desarrollada, tiene menos poder que en España, donde es claramente hegemónica, pero su daño es mayor y más rápido, porque sus fundamentos, sus fuentes, su marco de razón objetiva es fuertemente cristiano y carece de intermedios ilustrados. Discurre directamente de la concepción cristiana al subjetivismo emotivista. Por otra parte, su menor productividad comporta que puede dedicar menos recursos a paliar los daños de la desvinculación y frenar sus consecuencias desastrosas, como sí han podido hacer sociedades como las nórdicas y anglosajonas. El resultado será un desplome y una destrucción social y económica más rápidos, si no se consigue detener su avance hacia la hegemonía cultural y política.

¡Hipócritas! Sabéis entender el aspecto de la tierra y del cielo, 
¿cómo no entendéis, pues, este tiempo en el que vivimos? 
Lc 12, 56

A MODO DE INTRODUCCIÓN: EL MALESTAR

Un marco para interpretar la realidad profunda

En el 2014 escribí sobre lo que considero que son las causas profundas, radicales, de las crisis que nos dañan, y del porqué el paso del tiempo las acentúa y multiplica si no actuamos sobre las raíces que las alimentan. Esa fue la razón de mi libro La sociedad des­ vinculada, que me he decidido a actualizar y ampliar, porque considero que, lo que describía y presuponía en 2014 no solo se co­rresponde con la realidad de ahora mismo,sino que, ahora semuestra de manera más evidente, tanto que el concepto de desvincu­lación ha cuajado como una forma de describir lo que nos sucede, aunque en demasiadas ocasiones se utilice en un sentido excesi­vamente impreciso. Los efectos de la cultura desvinculada ahora son más evidentes y profundos de lo que podía pensar cuando fi­jaba sobre el papel virtual las ideas negro sobre blanco, hace casi una década. Por esta razón, he mantenido el diagnóstico (primera y segunda parte), y he ampliado la tercera, cuyo título es muy explícito: «Estragos». Así mismo, he actualizado algunos datos del conjunto.

La tarea que emprendí entonces, y que ahora completo, era, en buena medida, fruto de la visión que me ofrecía el trabajo como director del Instituto de Estudios del Capital Social (INCAS) de la Universidad Abat Oliba CEU. De hecho, publiqué un estudio pre­vio en 2008, El fin del bienestar, justo antes del inicio del crac que se inició aquel año, en el que, en buena medida, anticipaba algu­nos elementos de aquella crisis. Este estudio me preparaba, sin ser consciente de ello, para formular el diagnóstico que presenta "La sociedad desvinculada", que es un diagnóstico que explica racionalmente por qué vivimos bajo un estado permanente de crisis y malestar, nosotros, la sociedad que dispone de más medios materiales de todos los tiempos.

Preguntaba entonces si la causa de la crisis económica no era en realidad moral y la democracia liberal estaba tocada de muerte por este motivo. Y si las ideas dominantes no hacían otra cosa que disimular, con abundante retórica, la degradación y ruptura de los vínculos humanos.
El problema radical de Europa, y el de la mayoría de los estados que la configuran, es que no saben por qué pasa lo que les pasa, a pesar de la magnitud de la tragedia cotidiana. Para constatarlo basta con pasearse por muchas de sus plazas, acudir al mercado de Campo de Fiori, en Roma, al del Ninot, en Barcelona, al Marché SaxeBreteuil, en París, hablar con sus gentes, observar el sufrimiento de algunos, el temor y el malestar creciente de muchos, constatando a la vez la incapacidad de las élites para articular las respues­ tas que aquellos males necesitan. De ahí que sea necesario y urgente abordar a fondo nuestros problemas prescindiendo de la losa de lo culturalmente correcto, del marco de la ideología hegemónica que impregna nuestras sociedades. Hacerlo es una cuestión de supervivencia. Lo es para la sociedad antes de convertirnos en un gran geriátrico de individualidades disgregadas, solitarias y en­frentadas. Lo es para el mejor sistema de bienestar del mundo, antes de que retornemos a una sociedad dividida en sans culotte y privilegiados. Hay que hacerlo antes de que seamos una península de Asia en la frontera con una masiva y joven población musulmana .

Y hay que hacerlo también antes de que nuevas crisis se acumulen a las que experimentamos sin solución a la vista. A finales del 2012, dos profesores del MIT, Eryc Brynjolfsson y Andrew McAfee, concretaron en un libro de impacto, Race Against the Machine (Carrera contra las máquinas), una hipótesis que barruntan algunos economistas, entre ellos un nobel como Paul Krugman. Se trata de la reaparición de ideas neoludistas, aunque en este caso no sean trabajadores iletrados los que las propagan. Los luditas fueron un movimiento histórico del siglo XIX que se desarrolló en Inglaterra como protesta a la destrucción de la producción arte­ sanal, los despidos en las industrias y los bajos salarios ocasionados por la introducción de las máquinas. Una de sus acciones ca­ racterísticas era la destrucción de los equipos industriales. Ahora la observación surge en los Estados Unidos y el grito de alarma nos avisa de una presunta e inecuperable sustitución de mano de obra por elementos robóticos e informáticos, y la inteligencia ar­ tificial como un añadido que lo ensombrece todavía más. La sustitución en este caso opera también en campos universitarios, como el de la traducción y el de la investigación legal. Si llegara a ser cierto, no solo nos encontraríamos ante una crisis de propor­ciones revolucionarias, porque incidiría sobre el núcleo duro de la economía, sino que más allá de ello destruiría la misma idea de progreso. Lo haría, además -como sucede con las crisis acumuladas- sin que la sociedad tuviera capacidad de respuesta.

A la grave crisis del 2008, solo comparable al crac de 1929, y cuando sus heridas sociales no estaban del todo cerradas, se ha su­ mado la coronacrisis del 2020, de origen todavía desconocido. Y cuando mal que bien, a finales del 2021, se empieza a salir de ella se hacen presentes las consecuencias de los costes de la transición energética, que vuelven a castigar a lo más débiles económica­mente, mientras el fantasma de la inflación, tantas veces negado, vuelve a imperar después de ser menospreciado, y no solo por la guerra de Ucrania. El fantasma revivido ya se hacía presente de antes, y tenía una causa mucho más estructural y profunda: la enorme cantidad de dinero a coste cero que han inyectado los bancos centrales para salir de la última gran crisis. En definitiva, los propios banqueros públicos han olvidado, por razones políticas, que la inflación tiene casi siempre una razón en el exceso de oferta monetaria. En todo caso, la guerra, la ruptura de las cadenas de valor añadido, el parón de la fábrica China por la COVID, han enmascarado la realidad, presentando la idea de una inflación causada por oferta. 

Los que a causa de la gran contracción del 2008 de­cían que debía revisarse el capitalismo y después seolvidaron, harían bien en tomárselo en serio.
Vivimos inmersos en un conjunto de crisis que no acaban de resolverse, que se acumulan, ramifican e interrelacionan, hasta el extremo de acuñar una nueva palabra: polícrisis. Los derechos de autor de esta nueva palabra corresponde, sino voy errado, al pro­fesor de la Universidad de Columbia Adam Tooze, el autor de "Crashed: How a Decade of Financíal Crises Changed the World", y fue utilizado por vez primera en el artículo publicado en su Chartbook # 73.
Estábamos con la inflación y se alza rampante la sequía extrema, que tampoco es que sea una sorpresa porque en abril del 2023 hacía treinta meses que se había iniciado, y porque mucho antes que esto, los modelos de previsión de las consecuencias del "cam­bio climático" auguraban tiempos difíciles para la península desde finales de 1987, y sin necesidad de recurrir a ello, solo falta consultar este dato en Eurostat regional yearbook 2022, o en Aqueduct30_Rankings, para saber que la sequía y el estrés hídrico es un problema estructural irresponsablemente desatendido.

En fin, son tiempos malos para la política porque sus protagonistas, los polítiicos, entendidos en términos aristotélico-tomistas, aquellos que son maximizadores del bien común, parecen haber desaparecido, suplantados por demagogos y autócratas carismáti­cos, que se acuerdan de que no llueve solo en la proximidad de unas elecciones. La política de la partitocracia consiste, cada vez más, en prescindir de la realidad para fabricar una realidad alternativa ajustada a su conveniencia. Por esta razón, resulta decisivo disponer de un marco de referencia que haga posible interpretar nuestra realidad profunda a fin de entender las causas de nues­tros daños. Solo a partir de un diagnóstico completo y acertado podemos construir un nuevo renacimiento europeo.

Y de esto trata este libro. Es la presentación de un diagnóstico sistemático que persigue explicar las raíces profundas, las causas visibles y su desarrollo, sus mutuas relacionesy las consecuencias de todo ello.
Si buscamos un denominador crítico común en lo que parece un inacabable desorden económico, aparecerá un concepto con fuerza:crisis moral. Siendo así esto significa una gran dificultad, individual y colectiva, para identificar el bien, la justicia, buscar la verdad, vivir en libertad, y también unos seres humanos que tienen un grave problema para diferenciar lo necesario de lo super­fluo. A poco que nos detengamos a pensar en todo ello podremos constatar que buena parte de nuestros problemas surgen de tales incapacidades y limitaciones. Lo percibimos de manera especial en la política, pero no porque en ella abunden mucho más tales discapacidades, sino porque, al estar en la escena pública, bajo los focos, las imperfecciones son mucho más visibles. Natural­mente todo esto tiene consecuencias, genera un daño social y personal creciente. Claro que siempre se puede aducir que nuestros millones de pobres y marginados son multitudes afortunadas al lado de los pobres de África, pero esto no es ningún consuelo para sus carencias y penas. No se arregla así la herida de una desigualdad rampante cada vez más abierta, ni se deshace la convicción de vivir una injusticia. Los parados que invaden Europa, España, Grecia, los subocupados de Francia y Alemania, los precarios en to­das partes, si todo esto permanece mucho tiempo en tal situación, serán como muertos sociales, personas sin futuro que depende­rán de las ayudas del estado, y posibilidades de construir un proyecto propio.

Pero no se trata solo de las consecuencias del paro, de los minijobs y el trabajo precario. Existe además otira sensación que mueve a preocupación y desesperanza. Es la convicción muy extendida de que todo funciona peor. Siempre más que ayer y menos que ma­ñana. La comparten los propios gobernantes en la sinceridad de sus expansiones privadas, la viven las familias, los empresarios, los trabajadores. Son much os los que tienen la impresión de que todo funciona de una manera cada vez más imperfecta, como si a mayor complejidad correspondiera una menor eficacia y eficiencia. Nuestra vida colectiva, empujada por los medios de comunica­ción y las redes sociales, se ha convertido en un debate interminable incapaz de llegar a ninguna conclusión proyectual, al tiempo que aumenta la sensación de impotencia e injusticia. La propia democracia se ve profundamente cuestionada. ¿De qué sirve ante la ley de los mercados financieros? ¿Cómo puede ser que la Unión Europea se haya podido gastar dos billones de euros para salvar a los bancos, y dejara en el aire un programa para generar ocupación? ¿Cómo es posible que el gobierno español haya aportado 52.000 millones a los bancos, al tiempo que tiene seis millones de parados, el 27 % de la población activa el 2013? Con la corona­ crisis el planteamiento ha ido a mejor, la unidad europea ha funcionado mucho más, y este es un paso positivo (¿?).
La causa histórica, cultural, de todo ello puede resumirse en una imagen arquitectónica: la del hundimiento de la gran bóveda de la civilización occidental, bajo la que hemos vividodurante más de dos mil años.

La gran bóveda de la tradición cultural occidental

La bóveda es una solución imprescindible en la construcción, muy utilizada en Occidente desde el tiempo de los romanos. Gra­cias a ella consiguieron esa dimensión monumental que caracterizó a la capital del Imperio. Desde entonces forma parte de luga­res solemnes de extraordinaria belleza, de claustros y catechales. Aunque también tiene un abundante empleo en el presente como la solución técnica más adecuada. La minería y las grandes infraestructuras del metro lo testifican. Es una solución constructiva que aúna eficacia y belleza. Admite multitud de materiales que han ido cambiando con el paso de los siglos, ofreciendo más y me­ jores soluciones, ladrillo y piedra primero, acero después, hasta llegar al hormigón armado. Su diversidad es extraordinaria: bó­veda romana, de medio punto, claustral, de crucería. Quien no haya visto la Basílica de la Sagrada Familia en Barcelona no puede imaginarse la capacidad que ofrece este instrumento arquitectónico, sobre todo cuando es manejada por un genio como Gaudí. Su variante esférica, la cúpula, es el tipo de obra que se elige para culminar edificios queridos como monumentales. 

En las antípodas europeas, la cúpula de Namihaya en Japón y la de la Ópera de Sídney son buenos ejemplos, aunque la cúpula por antonomasia siga siendo la de la Basílica de San Pedro en Roma, la más alta del mundo, pero no la mayor, porque la del Panteón de Agripa, también en aquella ciudad, y la de la Catedral de Florencia la superan por unos pocos metros de diámetro. Toda esta vaúedad, utilidad, be­lleza y persistencia histórica se fundamenta en un sencillo concepto de mecánica, si bien su simplicidad queda confundida cuando se observa el sistema de hiperboloides cóncavos y convexos que configuran las naves de la Sagrada Familia barcelonesa.

La bóveda es una técnica ai-quitectónica que tiene por objet o cubrir, albergar o proteger, según sea el caso, el espacio que existe entre dos muros o series de pilares. Eso es todo. Su problema constructivo radica en una sola cuestión, que teóricamente no fue bien comprendida hasta el siglo XIX, aunque en un aparente desafío a una determinada racionalidad todas las grnndes cúpulas son muy anteriores. El punto crucial de la bóveda es la capacidad de las paredes laterales para soportar su carga de compresión. La debilidad en uno solo de suspilares desencadena la catástrofe.

Toda la civilización occidental se ha desarrollado bajo una bóveda cultural que articulaba y aportaba sentido a su forma de razo­nar y actuar. Uno de los sistemas de pilares que soportaba la carga era la concepción helénica, en toda su evolución desde los tiem­pos homéricos. El otro es el gran relato bíblico. El cristianismo articuló aquellas dos grandes cosmovisiones que parecían incon­mensurables, incompatibles entre sí. Los padres de la Iglesia primero, y en especial san Agustín, y la monumental síntesis de Tomás de Aquino, después, asentaron la gran construcción del pensamiento occidental que ha unido el gran espacio que separaba a ambas formas de entender el mundo. A partir de ellos, y con el paso del tiempo, los materiales y las formas de la cúpula fueron modificándose, pero siempre se mantuvo el equilibrio sobre las cargas laterales. Hubo grandes derrumbes parciales, como la im­plosión del Imperio romano de Occidente y la desarticulación cultural y política de todo su espacio, pero surgieron arquitectos que levantaron magníficas soluciones reparadoras. Fueron los monasterios benedictinos que se extendieron regidos por las normas establecidas por san Benito, creando y difundiendo la cultura, la tecnología y productividad agrícola,construyendo nuevas comu­nidades. Más tarde vinieron los renacimientos. El carolingio primero entre los siglos VIII y IX, el otomano en el año 1.000, y más tarde, en el siglo XII, surgiría otro extraordinario impulso cultural y económico, al que siguió el Renacimiento por antonomasia en la Italia del siglo XV,hasta la más reciente eclosión reparadora después de la Segunda Guerra Mundial. Ha habido siempre, incluso en los periodos más difíciles, minorías creativas que conocían la lógica interna de la gran construcción, la tenían, por así decirlo, entera en su cabeza, sabían de sus cimientos y sus desarrollos, y eran fieles a sistemas de pilares que soportaban su carga. Como Gaudí en la Sagrada Familia, eran capaces de introducir cambios espectaculares, sin perder la concepción global, la de la bóveda.

Pero toda esta edificación se basaba en el elemento común que hizo posible el equilibrio a pesar de sus grandes diferencias inicia­les, el factor común al que todas las civilizaciones y culturas vástago se mantuvieron fieles, el que aseguraba la adecuada distribu­ción de todas las cargas. Se trataba, se trata, de la razón objetiva, que en la versión de Occidente tiene una formulación concreta, el cristianismo, pero que en su naturaleza es universal. También se fundamentan en una razón objetiva las civilizaciones originarias de América, o las sínicas e hindú en Asia, así como el islam. La cuestión de fondo, lo que define la gravedad de la encrucijada euro­pea, es el hecho de que no ha existido ninguna gran civilización que no se haya construido sobre el soporte de una razón objetiva; de signo más o menos religioso, el confucionismo, por ejemplo, lo es en unos términos muy vagos, pero sigue siendo el factor que otorga homogeneidad a la sociedad china en su acelerado proceso de crecimiento posmarxista. Solo Europa, sobre todo a partir del siglo XVII, y en términos populares desde una fecha tan reciente como la segunda mitad del siglo XX, intenta construir su socie­dad con otro tipo de razón, precisamente la que ha destruido la bóveda.

De la razón objetiva surge toda nuestra comprensión y, de hecho, todavía vivimos a sus expensas. Era la forma de entender la vida y el mundo. Consideraba la conciencia individual como formando parte de una gran red, un sistema de relaciones entre los seres humanos, sus grupos e instituciones sociales, que se extendía a la naturaleza articulando un orden cósmico donde el hombre tenía un lugar que daba sentido a su vida, realizable mediante una práctica que definimos como virtud. Esta razón era objetiva porque situaba su reflexión más allá de la preferencia individual, ejercía una reflexión metafísica.

Esta concepción concebía a la razón como «fuerza contenida no solo en la conciencia individual, sino también en el mundo obje­tivo: en las relaciones entre los hombres y entre clases sociales, en instituciones sociales, en la naturaleza y sus manifestaciones (Horkheimer, M.; Crítica de la razón instrumental)1».
La concepción de totalidad desarrollaba una jerarquía de todo lo existente,y en ella el hombre conocía cuál era el fin de su exis­ tencia y, por consiguiente, el sentido de esta. La acción humana tomaba en consideración aquella totalidad, y no solo sus propios fines. En este marco de referencia el sujeto necesariamente solo podía ser relacional, trascendente, vinculado a los demás, a su co­munidad. La polis griega y el pueblo de Dios, judío y cristiano, la huma de los fieles, expresan esta densidad de relaciones horizon­tales y verticales, tan grande, que hoy necesitamos de un esfuerzo extraordinario para imaginarlo. Este orden objetivo podía ser tiránico o benevolente, amoroso o cruel, pero aportaba un sentido.

Según Horkheimer, grandes sistemas filosóficos, tales como los de Platón, Aristóteles, la escolástica y el idealismo alemán, se ba­san sobre una teoría objetiva de la razón, porque se sustentaba sobre la base de una concepción de la totalidad, aspirando a desa­rrollar un sistema que abarcase en una jerarquía todo lo existente, incluido el hombre y sus fines.
La armonía de la vida del hombre con esta totalidad definía el grado de racionalidad. Las acciones y pensamientos individuales en este contexto tomaban como referencia la estructura objetiva de la totalidad.
Los esquemas de pensamiento con sustento en la razón objetiva concebían el conocimiento como la capacidad de elucidar los principios universales del ser y, a partir de estos, construir los parámetros necesal'ios para la existencia humana. Es decir, la cien­cia era entendida como una serie de procesos reflexivos y especulativos, más que como un método clasificatorio de objetos y datos, tal cual se presenta bajo la razón subjetiva. La clasificación integra el conjunto de maneras de conocer objetivas, pero en un lugar de subordinación.

Los sistemas filosóficos de la razón objetiva implicaban la convicción de que es posible descubrir una estructura del serf undamental o universal y deducir de ella una concepción del designio humano. Entendían que la ciencia, sí era digna de ese nombre, hacía de esa reflexión o especulación su tarea. Se oponían a toda teoría epistemológica que redujera la base objetiva de nuestra comprensión a un caos de datos descoordínados y que convirtiese el trabajo científico en mera organización, clasíficación o cálculo de tales datos. Según los sistemas clásicos, esas tareas (en las que la razón subjetiva tiende a ver la función principal de la ciencia) se subordinan a la razón objetiva de la especulación (Ob. cit, p. 14).
No se trata de que no existiera algún tipo de razón instrumental, sino que esta, cuya función era ocuparse de los medios, actuaba dentro del marco de referencia de la razón objetiva, estaba sujeta a los fines establecidos.
En esta concepción, lo que definía la vida racional era el grado de armonía con la que se conseguía vivir en relación con la totali­dad. Los sistemas filosóficos de la razón objetiva tenían como punto de partida la posibilidad de descubrir una estructura funda­mental y universal, y deducir de ella una concepción del designio humano.

La concepción del conocimiento auancaba de la filosofía, de la metafísica y de la teología, trataba de elucidar los principios uni­versales, y es a partir de ellos que construía los parámetros necesarios para la vida humana.
La razón objetiva constituía una instancia más vasta que excedía el estrecho horizonte a partir del cual se entiende la razón contemporánea. Contenía en su seno tanto las consideraciones hacia el existir humano, como el mundo de todas las cosas y los seres vivos, y las relaciones entre ellos.
Tal concepto de la razón no excluía jamás a la razón subjetiva, sino que la consideraba una expresión limitada y parcial de una ra­cionalidad abarcadora, vasta, de la cual se deducían criterios aplicables a todas las cosas y a todos los seres vivientes. El énfasis re­caía más en los fines que en los medios. La ambición más alta de este modo de pensar consistía en concebir el orden objetivo de lo racional, tal como lo entendía la filosofía, con la existencia humana, incluyendo el intelecto y la autoconservación (Ob.cit., p. 9).

Este modelo de razón se amparaba bajo la aspiración de concebir un recorrido de valores realizables mediante las virtudes en la vastedad de la existencia, en lugar de un mezquino cálculo de ganancias inmediatas y temporales. Es decir, en lugar de pensar los medios adecuados para fines establecidos, se pensaba sobre los fines mismos.
Con la Ilustración, en realidad en algunos de sus componentes que terminaron por ser hegemónicos en el pensar, surge otro tipo de razón: la instrumental, cuyos precedentes son los pensadores ingleses previos a la Revolución francesa como Hobbes, y ]ohn Locke. 
La Ilustración no es, en contra de lo que afirma el tópico superficial la entrada de la razón en la historia humana, sino la sus­titución de un tipo de razón, la objetiva, por otra, la instrumental, caracterizada por negar la existencia de cualquier metafísica. 

No existe nada más allá de la materia y de lo experimentalmente verificable. Para el pragmatismo contemporáneo, lo racional es lo útil, entonces, una vez decidido lo que se quiere, la razón se encargará de encontrar y definir los medios para conseguirlo. Lo que sirve para algo es racionalmente correcto y, por lo tanto, verdadero. 
«En última instancia, la razón subjetiva resulta ser la capaci­dad de calcular probabilidades y de adecuar así los medios correctos a un fin dado. Esta definición parece coincidir con las ideas de muchos filósofos eminentes, en especial de los pensadores ingleses desde los días de John Locke» (Ob. cit., p. 17).

En esta razón subjetiva que articula los medios a los fines, el acento está puesto en discernir y calcular los medios adecuados, quedando los objetivos a alcanzar como una cuestión secundaria, ceñida a la subjetividad. Solo se trata de que le sirvan a cada su­jeto. Es evidente que este enfoque es incompatible con la razón objetiva, que concibe el conocimiento, no como una cuestión de medios sino como la capacidad de elucidar los principios universales del ser, y a partir de estos construir los parámetros necesa­rios para la existencia humana. A partir de aquel momento los fines humanos ya no nacen en relación a la armonía con el todo, sino solo del propio sujeto. El resultado ha sido la generación de un ser cada mes más intrascendente, autoreferenciado, más ce­rrado en símismo, más individualista, que mide sus actos en razón de la conveniencia de sus propios fines. Ahora se trata de razo­nar en otros términos. 

Primero, considerar que lo relacional es solo lo útil o lo deseable para mí. 
Segundo, definir los fines que me convengan de acuerdo con su utilidad y deseabilidad, y asignar a la razón que determine los medios para conseguirlos. En este or­ den de subjetividades en pugna, el papel primordial del estado es el de evitar el conflicto por medios procedimentales. En la prác­tica el resultado ha resultado cada vez más penoso, y lo constata la incapacidad actual para conseguir alcanzar de manera sistemá­tica objetivos a largo plazo, porque los esfuerzos se concentran en resolver las fricciones y desgastes que se producen en lo inmediato el conflicto de los millones de subjetividades guiadas por suspropios fines, por la razón instrumental.

La sustitución progresiva de la razón objetiva por la instrumental significó un cambio de gran alcance en el pensamiento occi­ dental en el modo de concebir a la realidad y al ser humano. La modernidad generada por la Ilustración concibe al ser humano de una manera distinta. El individuo por sí solo, por su sola razón, por sus propias fuerzas, con independencia de toda tradición cul­tural es el que debe encontrar la verdad entendida como conespondencia con la realidad, y presupone que esta forma de proceder hará mejores a los individuos, y que será posible encontrar una razón armoniosamente común a partir de la elaboración de las distintas subjetividades. Pero esta ilusión ha quedado muy lejos de cumplirse, y sus consecuencias, como veremos en la segunda parte, han terminado por ser destructivas.

Entramos de lleno en el tiempo de la modernidad frustrada, fagocitada por el emotivismo filosófico y sobre todo social, porque la razón instrumental al desarrollar cada vez más la subjetividad sin limites destruye todo principio de racionalidad ilustrada.
Todo ello culmina por ahora en la cultura de la desvinculación, a la espera de la fuerza que alcance el poshumanismo. Estas ideo­logías han sido asumidas por muchas de las instituciones estatales y dan lugar a una creciente represión administrativa, penal y cultural, de manera que los llamados estados liberales más influidos por ella, caso de España, pero también de otros más como el Reino Unido, donde la oración en silencio está penada si se realiza a menos de 150 metros de una clínica, el estado de derecho de­ viene en estados de leyes, donde estas regulan los derechos de manera asimétrica, penalizando a los disidentes y contraculturales. 

Todo el sistema liberal preconizado por Rawls está siendo demolido en nombre precisamente del liberalismo, empezando por la neutralidad del estado, que ahora asume la ideología de género y utiliza su poder para imponerla, hasta el extremo que se puede editorializar sin rubor sobre la necesidad de reeducar a las nuevas masculinidades. En esto late una siniestra palpitación totalitaria, porque todos estos tipos de regímenes siempre persiguen construir un hombre nuevo desde la fuerza del estado.

En este estado, originariamente de derecho, el cambio se ha producido por su transformación en un estado de leyes, donde estas se aplican de forma asimétrica en función de las ideas del sujeto. En este régimen, resulta admisible que los piquetes de huelga puedan actuar sin especiales limitaciones, pero son perseguidos y presuntamente castigados con penas de cárcel, por una modificación específica del Código Penal, quienes rezan frente a las clínicas que practican abortos. Son leyes dirigidas a amedrentar, como corresponde a un estado policiaco. La libertad de elección termina al penalizar la ayuda a la reversión de homosexuales y trans, la presunción de inocencia no existe si el acusador seidentifica con alguno de aquellos grupos, el derecho constitucional a la objeción de conciencia seve discriminado si la persona, un médico del servicio público de salud, no quiere hacer abortos o eutana­sias, y entonces debe identificarse en un registro oficial y dar a conocer su posición ante susjefes políticos, partidarios de aquellas prácticas terminales. 

La propia garantía de la constitucionalidad del sistema en el caso de España desaparece cuando el Tribunal Constitucional, con una mayoría de miembros gubernamentales, dictamina la plena constitucionalidad de las leyes del aborto y eutanasia, a pesar de su tramitación fraudulenta, la jurisprudencia del propio tribunal y la existencia de artículos obviamente inconstitucionales. Y lo mismo hace con la ley de enseñanza.Y todo ello precedido por Ja negativa de aquellos miembros a no parti­cipar en la decisión por estar contaminados al haberse pronunciado, antes de su condición de juez constitucional, sobre las mate­rias que ahora juzgan.

Los costes sociales del emotivismo son crecientes en la medida que se convierte en la única razón de relación, y se expresan en costes de transacción y de oportunidad, mientras que los fundamentos que hacen posible el estado del bienestar, los vínculos fuertes de la familia, son erosionados y destruidos.
El resultado es la degrndación de democracia liberal, regida por la partitocracia de los partidos de la gran alianza objetiva entre el liberalismo de la globalización y los progresistas de género. 
La anomía (Estado de desorganización social o aislamiento del individuo como consecuencia de la falta o la incongruencia de las normas sociales) se ha apoderado de las instituciones, y el ciclo de decisiones solo opera a corto plazo, y la respuesta a la disfunción del sistema, que deteriora la sostenibilidad del estado del bienestar, es la apelación continuada al endeudamiento, acrecentando así la losa que pesa sobre las generaciones futuras, ya muy cargada por la destrucción de la familia por una parte y la crisis ambiental por otra, y el desempleo por otra.

La izquierda tradicional, la socialdemocracia, desarbolada en sus concepciones desde hace décadas ha terminado por aferrarse al emotivismo en todas sus manifestaciones, olvidando así toda cuestión relacionada con el modo de producción. La izquierda pos­marxista, ha sustituido la lucha de clases por la lucha de géneros; el patriarcado y los hombres que oprimen y matan a las mujeres por el hecho de ser hombres; y las identidades sexuales con las llamadas identidades LGBTIQ, convirtiendo así comportamientos sexuales individuales en colectivos políticos de bandera. 

El liberalismo ha asumido estos postulados porque desplazan el eje de la atención de la verdadera desigualdad, la económica, por la desigualdad de sexos y géneros. El modo de producción y el conflicto político que giraba sobre él ha sido sustituido por el modo de vida. 
¿Qué puede satisfacer más a Jos sustentadores del sistema eco­ nómico de la globalización? El empobrecimiento de las clases de menores ingresos, incluso la clase media, ha quedado en segundo plano, porque lo que importan son los feminicidios de pareja, medio centenar en España sobre más de veinticuatro millones de mujeres (es brutal el contraste con la desatención hacia la plaga del suicidio, cincienta y cinco muertos cada cinco días); y los dere­chos de los homosexuales y transexuales.

La renta per cápita española apenas ha crecido desde inicios de siglo, y es uno de los países europeos con mayor desigualdad, de acuerdo con el estudio de 2022 Radiografía de medio siglo de desigualdad en España:
Entre 2015 y 2019 fue el quinto país más desigual de la UE-27. Desde la crisis de 2008, la peor evolución la han registrado las rentas más bajas y la mejor las más altas. España es el país de la UE donde más aumentaron las diferencias entre ambas. El grupo de pobla ­ción con rentas medias se está reduciendo. Su peso es hoy menor que hace treinta años, e inferior al que tiene en los países europeos ricos. Desde 2010, la pobreza en España se ha vuelto más crónica, especialmente en los hogares más jóvenes con menores dependien ­tes. En los últimos quince años, se ha duplicado el porcentaje de niños en hogares sin empleo. Las primeras evidencias sobre los efectos económicos de la pandemia apuntan a un aumento de la desigualdad y la pobreza mayor al del resto de los países de la UE-27.
Y esto es así porque la política gira sobre el modo de vida y no sobre el modo de producción y sus consecuencias, razón funda­mental de la alianza objetiva entre la ideología de género y los muy grandes intereses económicos.
En realidad, todo respira aires de fin de época, por la sencilla razón de que estamos viviendo el fin de una época. Todo lo que es viejo y corrupto ha de morir, pero aún no lo ha hecho, y esto lo apuntaba Gramsci, seguramente a deshora.
Y en este fin de época, surgen disidencias y desórdenes, pero cada vez más las respuestas dejan de ser mero disenso para conver­tirse en alternativa, que progresivamente van llegando a los gobiernos. Todo este movimiento, que no deja de ser una reacción, es muy heterogéneo, y se le denomina despectivamente populismo, aunque si esto no basta para desacreditarlo, se le acusa falsa­mente de fascista.

Estas reacciones presentan tres caracteristicas básicas. Una, que, en su heterogeneidad, son reacciones a las rupturas y crisis acu­muladas. La segunda nos refiere que las reivindicaciones básicas son en gran medida específicas de cada estado, y esto es lo que di­ferencia una opción de otra. Así, la semejanza entre Polonia y Hungría desaparece ante la guerra de Ucrania, porque uno y otro país perciben por su historia una Rusia distinta. Finalmente, todas ellas presentan un trasfondo común: añoranza no bien resuelta de un necesario orden objetivo, que algunos observadores superficiales confunden con la añoranza del pasado (el partido comu­nista chino con cien años de experiencias y crisis a sus espaldas ha resuelto bien esta cuestión articulando un neoconfucionismo con el marxismo). Este orden objetivo se expresa en nuestro caso, en la moral y la cultura cristianas; que además es una fe en el Dios revelado por Jesucristo, porque es la única que hemos conocido y forma parte de nuestras raíces y cultura.

Las reacciones que se han producido, y que empezaron como antisistema, han acabado siendo alternativa, o incluso gobierno, como en Italia, no son el Séptimo de Caballería que vienen a liberarnos. No son el san Benito que esperamos, porque no surge de un movimiento bien asentado en la concepción cristiana, pero tampoco son los malos, como nos presenta la mayoría de los medios de comunicación del sistema establecido. No son el futuro que se hace presente, pero lo anuncian.

1 El detallede los textos citados está recogido en el apartado Bibliografía.

l. LA FUERZA QUE NOS HA HECHO HUMANOS

¿Un mundo sin salida?

Algo grave le sucede a una sociedad cuando en los últimos años la venta de antidepresivos, junto con otros fármacos hipnóticos, ansiolíticos y amnésicos, se ha disparndo. Las cifras señalan un gentío psíquicamente enfermo. La explicación de los expertos es que se medica el sufrimiento porque la gente ha visto disminuida su capacidad natural de soportarlo. En realidad, lo que se hace, y cada vez más, es medicar el vivir.

En 2017, 271 millones de personas consumieron algún tipo de sustancia estupefaciente. Esto quiere decir que más del 5,5 % de la población mundial entre quince y sesentaicuatro años tuvo contacto con las drogas. El Informe Mundial sobre Drogas, publi­cado por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (United Nations Office on Drugs and Crime, UNODC) alerta de un aumento casi del 30 % en los últimos ocho años. Si las personas que consumieron drogas formasen un país, ocuparían el cuarto puesto en número de habitantes. La droga preferida continúa siendo el cannabis y derivados con 188 millones de personas, mien­ tras los consumidores de opioides alcanzaron los 53 millones, una cifra que llama la atención, ya que representa un aumento del 56 % con respecto a estudios anteriores. 

Los opioides producen un gran daño. Existe una mayor prevalencia de su uso en África, Asia, Europa y América del Norte y el uso de cannabis en América del Norte, América del Sur y Asia en comparación con 2009.
De los consumidores totales, 585000 aproximadamente fallecieron durante el 2017. Dos de cada tres muertes relacionadas con el consumo de drogas en todo el mundo corresponden a los opioides. En aquel año la cuota de sobredosis de opioides sintéticos al­canzó uno de sus niveles más altos en América del Norte. 47000 personas murieron por sobredosis en Estados Unidos, 13 % más que el año anterior. Canadá registró 4000 muertes, un 33 % más que en 2016. En el oeste, el centro y el norte de África están expe­rimentando una crisis de otro opioide sintético, el tramadol.

El cannabis, considerada la menos peligrosa, es dañina cuando se consume en edades jóvenes y es la puerta de entrada a otras drogas, y cuando se combina con el alcohol produce estragos. En España el 10,5 % de la población consume cannabis (2017), casi el 15 % entre los hombres. Pero es que en Baleares la cifra global asciende al 20,5 %, llegando las mujeres a casi el 15 % y en los hombres más de uno de cada cuatro (26 %). Le sigue Cataluña, la segunda comunidad en población y PIB, con un 14 % del total, que alcanza a uno de cada cinco entre los hombres. La población emporrada es ya una magnitud importante, mayor como más jo­ven resulta. 
¿Alguien cree que todo esto carece de consecuencias globales, sociales, culturnles, económicas, incluso políticas? La sociedad, las políticas públicas tratan todo esto como hechos aislados, estrictamente individuales, abordados mediante campañas de prevención cuyo resultado es espectacular: el número de adolescentes que fuman cannabis se multiplica. Y el resultado es el crecimiento en el conjunto de la población a largo plazo.

¿Cuál es la causa de la penetración de la droga entre los jóvenes y en general en el conjunto de la población? Se trata de una enfer­medad social no reconocida, confirmada por otro punto de vista, el de la creciente tasa de suicidios. España, país del sol, alejado de la tendencia nórdica a la autoinmolación, ya ha llegado a la cifra de 3.671 al año (2019) y la tasa por 100.000 habitantes alcanza los 7,76, que en el caso de los hombres llega ya al 11,94 al año, y es una de las principales causas de muerte entre los adolescentes. Según la Sociedad Española de Psiquiatría, el motivo es la gran inestabilidad emocional que impera y hace a las personas muy sen­sibles a las rupturas familiares. Antes -dicen los psiquiatras-existía un entorno más protector.

Los especialistas responden, como tiene que ser, en términos de diagnóstico médico. Revelan la existencia de un dolor psíquico oculto, una baja autoestima, la carencia de identidad y de confianza, en la que el piercing, la uniformidad en el vestir de muchos jó­venes,los tatuajes, la pertenencia hooligan, son sucedáneos que intentan llenar su despersonalización. Cubren falsamente la nece­sidad de una vinculación fuerte. Pero cuando fenómenos de este tipo alcanzan tal dimensión, el diagnóstico no puede quedarse solo en el individuo aislado. Hace falta una explicación social. 
¿Cuándo reconoceremos en términos políticos la evidencia de que nuestra sociedad es una fábrica de enfermos psíquicos?

En plena crisis económica de la Gran Contracción, Michael Lewitt, presidente de Harch Capital Management, presentaba un duro paralelismo entre una narración extraordinaria, Las Benévolas, de Jonathan Littell, y la crisis económica, a la que comparaba con el escenario de la novela. Trata de la Alemania nazi, las SS y el relato imaginario, frío, atractivo y, en ocasiones, morbosamente des­criptivo, de un oficial de aquel cuerpo,el Dr. Aue. Un personaje consciente del mal que hace sin que ello le haga sentir ningún re­mordimiento. Por el contrario, mantiene una plena libertad de pensamiento fuera del ámbito de sus responsabilidades como ofi­cial. 

Lewitt sostiene la tesis de que las diferencias entre nuestro mundo y el de los nazis son de grado, no de naturaleza, porque la sociedad sigue llena de personas bien intencionadas que solo cumplen órdenes, pero queriendo ignorar las consecuencias de sus actos. Es la disolución de la responsabilidad ante la perspectiva del bien y del mal. Hay mucho de verdad en esta reflexión, y en todo caso, lo que sí es evidente, es que algo muy decisivo se ha roto desajustado en nuestra sociedad, aunque resulta imposible re­pararlo si no sabemos de qué se trata. Y ese algo, como con el Dr. Aue, es la desvinculación, la mentalidad surgida de esta cultura que establece rupturas, disociaciones, dislocaciones en nuestras vidas y la sociedad.

Algo va mal es el título de un conocido libro de Tony Judt, pero ese ir mal -que en su versión catalana ofrecía un título más pre­ciso, El Món no se'n surt, el mundo no acaba de encontrar la salida- da pie a otra pregunta: ¿es todo el mundo o se refiere sobre todo a la parte de él que abarca a Europa -unos países más que a otros-y, en cierta medida, a Estados Unidos, a todo aquello que lla­ mamos sociedad occidental? Sí, ya sé que la cuestión planteada en estos términos resuena a La decadencia de Occidente, y podemos remontarnos a Oswald Spengler, y también podríamos rememorar a Arnold Toynbee y su monumental Estudio de la Historia. Spengler es un nombre históricamente sospechoso por su deriva contraria a la República de Weimar, pero con una vida suficiente­mente compleja como para no admitir el blanco o negro. Crítico con el nazismo y admirador declarado del fascismo. Existen dudas razonables sobre si su muerte en 1934 fue natural o un asesinato político. Su obra ha influido conceptualmente, más de lo que las simples citaciones explícitas puedan señalar. 

La decadencia de Occidente fue prologada por Ortega y Gasset en su primera versión española y se presenta como una Morfología de la Historia Universal, que busca demostrar que las civilizaciones forman grandes unidades independientes que siguen un ciclo vital de juventud, crecimiento, florecimiento y decadencia. La crítica actual, poco propicia a todo lo que sea una metananativa, se acentúa en este caso por dos razones. Una inherente a la obra: su esquematismo. La otra a causa del autor, cuyas querencias autoritarias no constituyeron una buena carta de presentación en la universidad euro­pea de la posguerra. Toynbee es distinto. Se convirtió en una celebridad mundial por su monumental Estudio de la Historia, escrito entre 1933 y 1952, y publicado en castellano en una primera versión de diecisiete volúmenes en 1963. El historiador inglés pre­senta otro metarrelato mucho más complejo y rico en contenidos que el de Spengler. Ofrece una filosofía de la historia fundamen­ tada en una concepción unificadora de la humanidad que se desarrolla mediante las grandes civilizaciones.

Tesis desprestigiadas unas y muy cuestionadas otras, lo que se quiera, pero que junto con la última apreciación de Judt aportan un trasfondo común. La idea que subsiste en todos estos autores, tan distintos entre sí en su forma de pensar y momento histó­rico, es la de que algo muy profundo estaba dejando de funcionar en nuestra sociedad. La característica más visible de esta concep­ción es el temor -cuando no la desesperanza- ante el futuro. Pero ese no es el estado de ánimo del resto del mundo, al menos de la mayoría de sus habitantes, quizás con la única excepción de un complicado mundo islámico. China, India, la mayor parte de Asia, casi toda América latina y muchos países africanos creen firmemente que su futuroserá claramente mejor que su pasado. En los países emergentes la idea de que el mundo no encuentra salida puede parecer una estupidez.Y es que lo que no funciona está aquí, en Barcelona, Roma, Frankfurt, Manchester, Lyon, en todas y cada una de las poblaciones europeas, en el seno de la mayoría de sus gobiernos, en el corazón de la propia Unión Europea.

«Somos esclavos porque somos incapaces de liberarnos», frase de Herzen que Orlando Figues utiliza en su imprescindible La Re­ volución rusa (1891-1924), puede señalar la debilidad europea. En su reflexión histórica, Figues formula una conclusión que llama la atención por su lejanía del tópico: 
«Si hubo una lección que pueda extraerse de la Revolución rusa, fue la de que el pueblo había fracasado a la hora de emanciparse a sí mismo. Había fracasado a la hora de convertirse en su propio amo político, de liberarse de emperadores y convertirse en ciudadanos». 

¿Y si el pueblo europeo hubiera fracasado también en convertirse en su propio amo porque careciera de la fuerza de cohesión necesaria -la amistad civil aristotélica- para cooperar en esta gran empresa política? ¿Y siel malestar europeo es el fruto inexorable de la cultura y las pasiones dominantes? 
No es el único aprendizaje que Figues señala; hay otro muy interesante relacionado con el error del régimen liberal, la Duma o parlamento, que pretendía trasladar mecánica ­mente el sistema democrático europeo a las condiciones rusas, en lugar de partir de las tradiciones de autogobierne como los zemstvos y las dumas locales. Es un error repetido hasta ahora mismo, que explica la causa del fracaso de Estados Unidos en Irak, y todavía más el hundimiento repentino del régimen afgano pagado por Estados Unidos, y que se hundió -aparentemente- en unos pocos días en agosto del 2021, con la huida estadounidense. 

Es, en último término, el menosprecio de la tradición por parte de la modernidad, y el olvido que cada tradición necesita de una comunidad que la escuche y transmita. La democracia liberal en­tendida como el fin de los tiempos y la solución universal, sin el suficiente atisbo critico.Y este tipo de fracaso también funciona hacia adentro. 
¿Se puede afirmar que en Europa la democracia representativa funciona razonablemente bien? El tópico curalotodo de que es el menos malo de todos los demás sistemas no puede constituirse en coartada que soslaye la critica y el cambio. La de­mocracia liberal se inscribe también en el marco de una tradición concreta: la liberal, y no constituye ni una respuesta universal, ni atemporal. El Brexit es un fracaso de Europa. Previsiblemente lo será de Gran Bretaña, pero claramente es una manifestación de la fuerza atractiva de la Unión Europea, aunque se prefiera mirar hacia otro lado, como lo es la crisis con Polonia. Un presunto Pole­xit, que intenta solucionarse mediante la factura económica, sin reparar en que el problema de fondo que se extiende también a otros países de centro Europa,como Hungría y Chequia, aquellos que más lucharon contra la dominación comunista, poseen por esta causa un universo moral que es distinto a la ideología dominante en la Unión. Hay que leer Vaclav Belohradsky en "La vida como problema político" publicado en Milán en 1980, y en España en 1988 por Ediciones Encuentro, para encontrar las raíces de un desencuentro anunciado: el de la irresponsabilidad moral como sustitutivo de la conciencia personal, que encuentra su máxima expresión en la conciencia religiosa y la relegación de la vida irrepetible a un hecho trivial, gracias a una burocracia de la despersonalización.

El estado del bienestar europeo también ha olvidado otra lección histórica. Es aquella que dice que el estado, por muy grande que sea, no mejora a los seres humanos. Todo lo que puede hacer es tratar a los ciudadanos de manera equitativa e intentar asegurar que sus actividades libres se dirijan al bien común. Demasiada ambición en un plano, el del estado previsor, nulidad absoluta en otro, la de orientar a la sociedad civil hacia el bien común.
Roger Grifin, en Modernismo y fascismo y comentando un texto de E. Castano y M. Dechesne , escribe lo siguiente:
Los autores insinúan que, como resultado directo de esta disfunción (se refiere al intento de sustituir la teología teocéntrica y tras­cendental de la cristiandad por otra antropocéntrica, de historicista, los philosophes) la modernidad adquirió alguna de sus carac­terísticas definitorias y se convirtió en una era permanentemente fragmentada. Se desencadena una crisis perpetua en la capacidad de la cultura occidental de satisfacer la necesidad primordial de una visión del mundo unificada, y la sensación de pertinencia a una comunidad.
Nos encontraremos más adelante con una profundización de esta idea de sustitución insatisfactoria del marco de referencia. Quedémonos ahora con otra: la destrucción del sentido de pertenencia comunitaria, es decir, del vínculo.
Y es que, como explicaba Alain Tourain en su Crítica de la modernidad, aquella pérdida determina un estado de crisis perma­nente, muy ligado a una sensación de decadencia que aparece ya en el siglo XIX, en torno a 1850, y que tuvo una primera respuesta con el modernismo, antagonista de la modernidad a pesar de la semejanza en sus nombres, y con él las formulaciones polí­ticas del fascismo, nazismo y marxismo, todas ellas coincidentes en buscar una vinculación fuerte, sea esta la nación, la raza o la clase trabajadora, convencidos, partiendo de diagnósticos distintos, que en tal tarea se encontraba la voluntad regeneradora que debía salvar a los pueblos de Europa o a la clase trabajadora de su decadencia. Porque la modernidad abocaba al ser humano a una angustia de vivir que exigía una respuesta que, desde otro punto de vista, apunta Jean Paul Sartre en La náusea. El resultado de to­ dos estos intentos se ha saldado con un fracaso estrepitoso, trágico.

Sostengo que la causa última, la raíz de todas estas cuestiones radica en el progresivo deterioro de la fuerza humana más pode­ rosa. Esta gran fuerza constructora de civilizaciones, hacedora de culturas, se llama vínculo, y su destrucción caracteriza la socie­dad de la anomia, sin norma, una palabra sonora que responde a un concepto acuñado por uno de los padres de la sociología, Émile Durkeim. Se refiere a la situación que se produce cuando las instituciones sociales son incapaces de aportar a los individuos los marcos de referencia necesarios para lograr los hitos que la propia sociedad requiere. Revela una carencia o confusión que hace que los individuos no puedan guiar su comportamiento.

La destrucción de los vínculos equivale a la plenitud de la anomia. Esta es mi tesis sobre la causa fundamental de nuestros males y, para desarrollarla, es preciso tratar primero sobre cuál es su naturaleza y la causa de su importancia.

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