sábado, 4 de noviembre de 2023

LIBRO "JUANA Y LOS POSHUMANOS O EL SEXO DEL ÁNGEL por FABRICE HADJADJ 👥👿💀


JUANA Y LOS POSHUMANOS 
O EL SEXO DEL ÁNGEL


Fabrice Hadjadj traslada al lector a la ‘Democracia Mundial’, un régimen distópico fundamentado en el rechazo de la carne y la exaltación del espíritu. Las diferencias de los sexos ya son sólo aparentes, las relaciones humanas no se dan sino en el ámbito de lo virtual y el coito ha sido abolido, sustituido por un programa tecnológico que conecta a miles de personas y que permite explorar el universo entero del goce.
En esta obra de teatro, que es un retrato de la dictadura entre gnóstica y eugenésica que está por venir, el lector español se encontrará con un Hadjadj sublimado. En cada frase, en cada párrafo, en cada página, en cada acto, ese estilo fresco y ágil tan característico en él aparece entreverado de una causticidad más lírica que de costumbre. Lo exige, quizá, el género literario elegido: Hadjadj no expone aquí su filosofía abiertamente, sino a través del drama de unos personajes tiranizados por un sistema que se cimienta sobre la negación de la naturaleza humana.

En esta obra de teatro, que es un retrato de la dictadura entre gnóstica y eugenésica que está por venir, el lector español se encontrará con un Hadjadj sublimado. En cada frase, en cada párrafo, en cada página, en cada acto, ese estilo fresco y ágil tan característico en él aparece entreverado de una causticidad más lírica que de costumbre. Lo exige, quizá, el género literario elegido: Hadjadj no expone aquí su filosofía abiertamente, sino a través del drama de unos personajes tiranizados por un sistema que se cimienta sobre la negación de la naturaleza humana.

La ley de obsolescencia de los superhombres

Cuando el profesor Frydman 21 descubrió la manera de bloquear los genes del envejecimiento y de hacer que los humanos, por así decir, fueran inmortales, los cronistas advirtieron casi unánimemente de los peligros de una mutación tan radical: iríamos de cabeza a la superpoblación, se impediría la renovación de las generaciones… Ahora bien, no hubo nada de eso. Hay que rendirse a una rara evidencia: desde que los hombres han logrado la inmortalidad sobre la tierra, la tasa de mortalidad no ha decrecido. Ha detenido, incluso, cierta tendencia a aumentar, aunque no a causa de nuevas enfermedades, y tampoco porque haya habido más guerras o más muertes naturales…

Entre las causas de este fenómeno está, en primer lugar, esa ley que conocen bien los sociólogos y que se llama «Ley de Obsolescencia de los Superhombres». Desde que se mejoró al humano en función de los últimos avances tecnológicos y se reemplazó su nacimiento por una producción libre de defectos, se temía que su existencia estuviese sometida por completo al juego de la moda y a la necesaria renovación del parque industrial. De hecho, su salida del envejecimiento físico supuso también su entrada en la obsolescencia de las máquinas. Su perfeccionamiento tuvo como contrapartida entregarlo a una caducidad diferente. Lo mismo que el ordenador de nueva generación confiere un aspecto de dinosaurio al ordenador del año anterior, lo mismo que una funcionalidad que esté de moda está anticuada al año siguiente, así, los descubrimientos más recientes hacen que el hombre nuevo esté en desuso rápidamente, porque está fabricado según procedimientos y modas propias de su tiempo. Los paleo humanos, que no podían hacer nada contra la senilidad, al menos podían resistir a esa caducidad: los desarrollos técnicos y sociales no les afectaban más que en sus vestimentas o, como mucho, en sus accesorios exteriores. En el momento en que esos desarrollos nos afectaron en nuestra misma estructura, es decir, cuando nos convertimos en transhumanos, no nos quedó más remedio que estar forzados a obedecer la dura ley de la tendencia y la innovación. Por eso, muchos de entre nosotros deciden generosamente, dejar a otros su lugar, como un ábaco se desvanece ante una calculadora o un motor de explosión ante una batería de fusión fría. Pero nada impide que algunos permanezcan y sean apreciados por los recién llegados, de la misma forma que la gente aprecia los coches antiguos de colección.

De todas formas, aún sin esa ley de obsolescencia de los superhombres, hay que reconocer que los inmortales se suicidan con más facilidad que los mortales. Hay quienes hablan de desesperanza. Nuestros psicólogos han demostrado que se trataba, más bien, de una emoción gozosa, incluso de un espíritu de sacrificio. Además, no hablemos de suicidio, como los reaccionarios detractores de la DeMo. Hablemos de culminación de la libertad. Aunque el hombre nunca podrá darse a sí mismo la vida, siempre tiene la opción de darse la muerte, y la más elevada virtud de la inmortalidad es, al fin y al cabo, permitirnos dejar este mundo cuando queramos, como queramos…

Por eso, las Casas Azules se han multiplicado en estas últimas décadas: en ellas, animadores cualificados le proporcionan a cualquier ciudadano libre, de forma gratuita, lo que se denomina una «retirada anticipada» y, más aún, el «éxtasis supremo»…
***

OBSOLESCENCIA DE LA CIENCIA-FICCIÓN

No me he inventado nada. Ni siquiera he escrito este drama -más bien, lo he transcrito. Me ha bastado con hacer de sismógrafo del temblor de tierra que está por llegar, con subir un par de niveles el indicador de las tendencias, de las mutaciones, que ya están en curso -que, con seguridad, no están esperando ninguna determinación más precisa, sino solamente los medios para ser llevadas a cabo íntegramente- para conseguir la Democracia Mundial y sus poshumanos.

Esta obra de ciencia-ficción -el lector avispado se dará cuenta enseguida- plantea al menos dos dificultades. La primera se re­fiere a la lengua de los personajes. El realismo habría exigido que fuera desestructurada, aplastada por la lengua de las máquinas, por el empleo de smileys en vez de frases, por una imaginería fractal en lugar de una palabra articulada. Desde ya y cada vez más, abandonamos la sintaxis en provecho de la parataxis, es decir, de una yuxtaposición de ideas, sin orden explícito, al modo de las ventanas que se abren simultáneamente en una misma pantalla. También en este caso, yo no hubiera tenido más que forzar un poco los músculos (o la máquina) para elaborar un pidgin que oscilara entre el algoritmo binario y la efusión sentimental: infor­mática e indignación, cálculo y capricho, que ya son la ley y los profetas.

Pero, como se ve en Orwell, para hablar del mundo de 1984, el narrador no podía emplear la neolengua de los que ya estaban atrapados por ella. Si la hubiera aplicado, su realismo no habría podido mostrar la realidad: faltaria perspectiva y, lo que es aún más grave, fatigaría a su lector. Todo lo más, pondrá en la boca de sus personajes, de cuando en cuando, esa neolengua; pero la ma­ yor parte de la narración está libre de la misma,so pena de hacerla ininteligible y rendirse con armas y bagajes al Gran Hermano.

Además, la ciencia-ficción, puesto que siempre nos lleva más allá, debe ser por fuerza didáctica o etnográfica. Siempre necesita explicar, por medio del drnma, los códigos de la extraña sociedad futura en la que pretende hacernos entrar por efracción tempo­ ral. Para hacerlo, a veces emplea la añagaza del visitante lejano, del alóctono que es, en realidad, el delegado del lector y que se deja guiar por un autóctono dispuesto a proporcionarle la información necesaria.

Esta doble imposición que pesa sobre toda novela futurista (anacronismo lingüístico y necesidad didáctica), en nuestro caso, pesa aún más, ya que nuestro texto no es una novela. Las "audiciones" que contiene han sido escritas para poder extraerlas de él y representarlas -con algunos cortes y algunos consejos publicitarios intercalados- en el teatro. En él, no hay nanador omnisciente, todo lo cuentan los personajes. Dotarlos constantemente y sin explicación de una neolengua los habría hecho a la vez aburridos y no representativos (puesto que la representación presupone una separación). Más aún: habríamos violentado la lengua dramática, su espíritu, su carne, a sus Musas. En el escenario, la palabra se encarna. Ahora bien, este drama evoca just amente el rechazo a la posibilidad de dicha encarnación -lo cual provoca el proceso en Joan d'Ark-Market. El teatro, en si mismo,es un foco de resistencia contra la virtualización...

Así que soy perfectamente consciente de la incoherencia: demasiado lenguaje, insuficiente lenguaje de programación. Mis personajes son demasiado expresivos, sigue hablando demasiado la lengua de Moliere, aun cuando lo único que deberían haber hecho es poner a funcionar un software o valerse de emoticonos. Haberles otorgado el estatus de especialistas en arqueolengua es un sub­terfugio que no hubiera logrado corregir del todo su didactismo ni su anacronismo. Pero a estos dos puntos débiles de los que, re­pito, adolecen todas las obras de anticipación, les añado un tercero: esperar que el lector sea más indulgente que yo mismo.

La segunda dificultad tiene que ver con la situación actual de este tipo de literatura. Hoy día asistimos a una desaparición pro­gresiva de las fronteras entre los géneros. Al mismo tiempo que tiende a ser abolida la diferencia entre los sexos, la novela natura­ lista tiende a confundirsecon la ciencia-ficción. Hablar del hombre contemporáneo es ya hablar del cíborg, en la medida en que, de entrada, va acoplado a su teléfono inteligente y en que sus numerosos "amigos"son avatares numéricos en redes sociales.

Hay que ir más lejos aún: hemos llegado a un punto que implica la obsolescencia de la ciencia-ficción. Lo que se cuece en los labo­ ratorios, lo que se lleva a cabo en las clouds de nuestros data centers, sobrepasa con creces los imaginarios más fantasiosos. La cien­cia-ficción ya pertenece a la historia, sus predicciones nos parecen polvorientas, sus "androides" deben alinearse en un museo de antigüedades. Hasta el Robot se siente un desecho y todavía no tenemos palabras para describir esta maquinación que recurre a los bits y pretende evitar los vocablos. Siel dispositivo tecnológico se desboca y parece dar cumplimiento a una fatalidad que se ríe de nuestras costumbres y de nuestras habilidades, es porque su escala ya no es humana. Parió el ratón y nacieron montañas. La mariposa va provista de un reactor y, por tanto, más que desprovista. Nuestras facultades de representación se encuentran tan so­brepasadas por nuestros productos que ya no estamos en condiciones de ser responsables de ellos. Evaluamos el peligro en nues­tras tabletas como cualquier otra variable, y lo percibimos con menos facilidad -una vez que la catástrofe ya ha tenido lugar.

Lo señalaba Günther Anders a propósito de la bomba atómica (pero también se puede aplicar a las mutaciones biotecnológicas): "En relación a la cantidad de angustia que constituye nuestro lote, a la que debiéramos experimentar-, somos sencillamente anal­fabetos de la angustia. Si hubiera que resumir nuestra época en una fórmula, la mejor sería calificarla también de época en la que la angustia ha llegad o a ser imposible. [...] Un ejemplo: hoy día podemos proyectar destruir en el acto una gran ciudad y realizar ese proyecto con la ayuda de los medios de destrucción que nosotros mismos hemos producido. Pero, por el contrario, representarnos los efectos, concebir verdaderamente de qué se trata, sólo lo podemos hacer muy parcialmente. Sin embargo, lo poco que nos pode­mos representar -un cuadro vago lleno de humo, de sangre y de ruinas- es ya algo enorme comparado con la ínfima cantidad de sentimientos o de responsabilidad que somos capaces de experimentar al pensar en una ciudad destruida. Cada una de nuestras facultades tiene, por lo tanto, un límite más allá del cual ya no se ejerce o más allá del cual deja de registrar variaciones"1.

Si se le permite al autor de un drama sobrepasar sus derechos e invadir el teneno celosamente guardado para el director de la puesta en escena, yo le aconsejaría a este último que no intentara plasmar el universo de la Democracia Mundial mediante un de­rroche de hologramas y de efectos especiales. Si a la ciencia-ficción ya no le queda otro remedio que ir por detrás de la realidad, los artificios hitech no harán más que proyectar vulgaridad. En nuestro caso, siempre será preferible la insinuación a la demostración. Esto es así, lo reconozco -y aquí está el límite de mi injerencia- por razones especulativas, que no estéticas. Pero también aña­diría una razón ética: en contraste con un cine que nos bombardea con imágenes tan brillantes que condenan a nuestra imagina­ ción a la pasividad, sería bueno, por una vez, y a ello nos invita la desnudez del escenario teatral, ofrecerle al espectador la oportu­nidad de ejercitar su propia imaginación, de acercarse por sí mismo, de forma activa, a partir de las palabras y del cuerpo del actor, a las sacudidas de la puesta en funcionamiento de ese futuro que ya está en marcha.

Esta Juana se inscribe en la línea de una reflexión desarrollada a lo largo de más de veinte años cuyo primer vestigio publicado se encuentra en una recopilación colectiva, codirigida junto a John Gelder, y en la que participa -entre otros- el excelente Michel Houellebecq: Objeto perdido -¿somos una especie acabada? (París,Lachenal et Ritter, 1993). En cuanto al trabajo dramático, me he dado cuenta después de que mi obra sigue el rastro de otras piezas: Masacre de los Inocentes: Escenas domésticas y trágicas (2006) y Pasifae, o como convertirse en la madre del Minotauro (2009). Estos tres textos emanan de mi pequeña producción teatral para cons­tituir un grupo diferenciado, que forma una especie de trilogía. Sus perspectivas son radicalmente diferentes, aunque no fuera por más que la procedencia de sus contenidos: bíblico, tecnológico, tecno-científico... Pero, en realidad, no hacen más que elaborar va­riaciones sobre un mismo y único tema, el misterio de la maternidad -y lo que le corresponde en consecuencia: el acontecimiento del nacimiento.

Como deja entender Emmanuel Lévinas, ser madre es llevar al otro dentro de sí, en una concepción y un crecimiento oscuros, de los cuales no se es autor y de cuya finalidad no se apercibe inmediatamente (gracias a Dios, para involucrarse en ello, nadie es­ pera a que tengamos una respuesta absolutamente satisfactoria a la pregunta de saber por qué dar la vida a un pequeño mortal). Está en juego siempre una anunciación que nos supera, una trascendencia que opera en la carne misma.

El proyecto tecnológico posmoderno es la negación de ese misterio carnal:una programación que es también contra-anuncia­ ción. In vitro veritas contra In utero caritas. Setrata de sustituir el nacimiento por la fabricación, el born por el mad e, la concepción en las entrañas por la concepción en la cabeza y, de esa forma, instaurar una producción transparente de individuos 2.0, contro­ lada de cabo a rabo, adaptada a un mundo por fin cerrado sobre sus propias ambiciones. ¿Quién no se da cuenta de que la gesta­ ción, comparada con los procedimientos de la fabricación, es una forma incontrolada y peligrosa que se abre a todas las tragedias> Nuestros ingenieros-liberadores imaginan esta hospitalidad primera como un bricolaje arcaico, como un tumor deformante, como una e<uga y una servidumbre.
En hebreo, el término rahamin se refiere simultáneamente a las entrañas femeninas y a la misericordia divina. Podemos consi­derar que esta]uana y los poshumanos es la última parte de una Trilogía de los Rahamin.

FABRICE HADJADJ
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Günther Anders. L'obsolescence de l'homme, sur l'ame à l'époque de la deuxieme révolution industrielle [1956), lvréa, París, 2002, p.295 y 298.

PRÓLOGO

[¿Cuánto tiempo hace de que no ha habido una noche de verdad? ¿Cuánto tiempo hace de que ya no se sabe lo que es un claro de luna? ¿Sesenta? ¿Setenta años? La última vez fue, sin duda, en la Conflagración Universal, uno o dos años antes de la Gran Paz. Los apagones de aquella época habían reinventado la bóveda oscura con su enjambre de estrellas, el disco lunar con su pálida claridad. Pero ¿para qué? El romanticismo de esta penumbra azuleada no servía más que para apilar cadáveres. Y cuando la noche ya era completamente negra, no había reposo, sino negrura, sangre y angustia, ojos vacíos: era necesario, en medio del ruido de las roe­duras y las patas galopantes, defender a los muertos de las ratas... Uno maldice al cielo por seguir siendo tan sereno y tan bello ante tantos horrores. Se promete no volver a sumergirse nunca más en tales tinieblas.

Ahora tenemos por encima de la ciudad ese halo luminoso que no permite la puesta del sol. Los escaparates resplandecientes, los hologramas publicitarios, los faros de los autoplanos, la fosforescencia de las pantallas y todo un moteado de luces de posición trasforman sus arterias en guirnaldas de una navidad que no se acaba. Y tenemos, sobre todo, los barrios festivos, saturados de muchedumbres embriagadas, climatizados, iluminados, floridos como a plena luz de primavera: el shopping salva de la sombría soledad, los altavoces con música destierran la sorda angustia, los proyectores LEO ultravioleta reducen a una nulidad las antiguas y crueles esperas de la aurora.Ya no hay terrores nocturnos. Ya no hay insomnio.

En este sitio de Concordia-Lane, no lejos de la Plaza del Diálogo, un letrero que danza sedestaca sobre los demás y no deja de gol­pear el terciopelo malva de la noche. Pertenece a la compañía Ark-Market. Las seis letras de la palabra "Market" parpadean, bailan un vals, hacen malabarismos sobre el fondo sombrío y, de pronto -cada ocho segundos exactamente- la mayúscula del comienzo y las dos letras finales se desvanecen para dejar que aparezca solamente la palabra "Ark", rojiza, radiante, flotando como un arca perdida...)

UNA PÁGINA DE HISTORIA DE CÓMO RETORNARON LAS CAJERAS

Ahora hace veinte años que el SUC (Sindicato Unitario de Consumidores) hizo que fuera restablecido el oficio de cajera.La entrega a domicilio no había logrado el éxito que se esperaba razonablemente de ella. A los demociudadanos les gustaba ir a los centros comerciales. Reivindicaron su derecho a deambular entre las mercancías, sopesarlas, leer tranquilamente sus etiquetas o, sencilla­ mente, admirar los colores de las envolturas reciclables. En el transcurso de la semana, les procuraba una respiración más impor­tante que la de los espacios verdes. Así que el SUC se hizo cargo de su defensa ante las autoridades. Afirmó la legitimidad del con­tacto y de la convivialidad de la venta, y así hizo que retrocediera la robotización del proceso de pago. La cinta trasportadora, el brazo articulado, el lector que iluminaba automáticamente los códigos de barras, el detector que inventariaba el contenido de todo un carrito con una sola ojeada de las cámaras de vigilancia, también habían acabado por parecer inhumanos o, al menos, inadecuados para las expectativas de la clientela, y ello a pesar de la delicadeza, elegida profundamente femenina, de la voz digital. Por mucho que se fueron añadiendo simulacros de vedettes y de top models, persistía la añoranza por las antiguas cajeras,ocupando su asientocon sus llamativas blusas.

Por eso, la reaparición de los rostros y sus graciosas sonrisas por encima de las cajas registradoras fue una fiesta en todos los Es­tados de la Unión. Los programas televisivos de actualidad lo retransmitieron durnnte diez días. Se veía a los consumidores encan­tados, incluso emocionados hasta las lágrimas, porque se reencontraban con una atmósfera que llevaba algo de su infancia, o de la infancia de sus antepasados. Una vez más, el SUC se había acreditado como garante de los derechos más fundamentales, como un actor de primer orden para la buena gobernanza de la Democracia Mundial.
En aquella época, nadie hubiera podido imaginar que los problemas que agitan ahora a esa Democracia tendrían su origen, pre­cisamente, en una cajera.

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