martes, 5 de septiembre de 2023

LIBRO "LIBERALISMO, CATOLICISMO Y LEY NATURAL" 🕂🗽 por FRANCISCO JOSÉ CONTRERAS

LIBERALISMO,
CATOLICISMO
Y LEY NATURAL

El modelo político liberal -caracterizado por el gobierno limitado, los derechos humanos y el libre mercado- permitió a Occidente construir a partir de 1800 las sociedades más habitables de la historia. El cristianismo jugó un papel fundamental en ello: el liberalismo aprovechó raíces culturales cristianas. No puede sorprender, pues, que la descristianización y la erosión del Estado liberal hayan progresado de la mano. El futuro del Occidente liberal es incierto. Y este libro analiza diversos aspectos de su crisis: suicidio demográfico, autonegación cultural, marginación de los creyentes, hipertrofia del Estado, hedonismo, dictadura del corto plazo...
"Creo que la Iglesia (como, por otra parte, la sociedad en general) ha sido injusta en su valoración del mercado. El obstáculo que entorpece una estimación más ajustada del capitalismo es, una vez más, su propio éxito, que termina siendo dado por supuesto y, por consiguiente, deja de agradecérsele. Es preciso tener presente que, durante miles de años, la humanidad apenas se había elevado por encima del nivel de subsistencia; la liberalización económica que tiene lugar a partir de finales del XVIII es lo que permitió el formidable salto de productividad de la revolución industrial. Se asocia el siglo XIX con niños en las minas y miseria dickensiana… pero lo cierto es que fue el siglo en que el capitalismo hizo posible que los salarios reales de los trabajadores se multiplicaran por cuatro ; y en el que, por consiguiente, se alargó en dos decenios la esperanza de vida, se redujo extraordinariamente la mortalidad infantil, etc. Es paradójico que fuera Marx 
–el enemigo mortal del capitalismo- quien abriese el Manifiesto Comunista reconociendo lealmente los éxitos del sistema que se proponía destruir (pues, en su opinión, el socialismo iba a conseguir proezas aún mayores):
“La burguesía, en su reinado de apenas un siglo, ha creado fuerzas productivas más masivas y colosales que todas las generaciones precedentes juntas. Sujeción de la naturaleza a las fuerzas del hombre, maquinaria, aplicación de la química a la industria y la agricultura, navegación a vapor, ferrocarriles, telégrafo eléctrico, roturación de continentes enteros para el cultivo, canalización de ríos… ¿qué siglo anterior había tenido siquiera el atisbo de que tales fuerzas productivas pudieran surgir del esfuerzo de la sociedad?”. “[La burguesía] Ha logrado prodigios mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas”.
El problema del capitalismo es que la época precapitalista queda ya dos siglos atrás, y que su alternativa (el socialismo) se hundió en 1989: no le restan rivales con los que ser comparado. Y es un problema porque el capitalismo sale indudablemente vencedor de cualquier comparación. Precisamente porque sus rendimientos son reales y tangibles, el capitalismo parece prosaico y carece del prestigio mágico de lo utópico, de los ideales eternamente inasibles. Como ocurre siempre, tendemos a no valorar suficientemente lo que ya tenemos:

“De todos los sistemas económicos que han conformado nuestra historia, ninguno ha revolucionado tan enormemente las expectativas del hombre común -alargando la vida, haciendo posible la eliminación de la pobreza y el hambre, expandiendo la gama de opciones vitales reales- como el capitalismo democrático. […] Ninguno ha producido un sistema equivalente de libertades. Ninguno había aflojado tanto los grilletes del estamento, el rango, la inmovilidad social. Ninguno había valorado tanto al individuo” (Michael Novak).

Se le reprocha al capitalismo que permita desigualdades: es la principal acusación de Rerum novarum y Quadragesimo anno. Se pierde de vista que, para que haya algo que distribuir, antes hay que producir: la crítica anticapitalista ataca el aspecto distributivo, olvidando agradecer al mercado su enorme productividad (e ignorando también que, si se le pide al sistema lo imposible –igualdad socio-económica- se destruirá el mecanismo generador de riqueza: se matará la gallina de los huevos de oro).
“Es una desgracia […] que tan pocos teólogos y líderes religiosos comprendan la economía, la industria, la producción, el comercio y las finanzas. Muchos parecen atrapados en modos precapitalistas de pensamiento. Pocos entienden las leyes del desarrollo, el crecimiento y la producción. Muchos reducen precipitadamente toda moral a la ética de la distribución. Exigen empleos sin entender cómo se crean los empleos. Exigen una mejor distribución de los bienes del mundo sin entender cómo puede incrementarse la riqueza del mundo. Desean los fines sin conocer los medios. […] Sus buenas intenciones podrían ser tomadas más en serio si fueran apoyadas por un estudio diligente de la ciencia económica” (Michael Novak).

La prioridad, desde una perspectiva cristiana, debería ser la eliminación de la pobreza, no la imposición de igualdad social. El capitalismo exhibe un historial en este aspecto que ningún sistema puede igualar . No fue sólo en el siglo XIX: el mercado sigue rescatando hoy a millones de personas de la miseria. No es cierto el mito de “los ricos cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres”: cientos de millones de personas han escapado de la pobreza absoluta desde que muchos países del Tercer Mundo (por ejemplo, la India a partir de 1991) adoptaron por fin el sistema de mercado, abandonando los experimentos socialistas, corporativistas y autarquistas, e incorporándose sin reservas a la globalización de los intercambios . Los países de Asia oriental y meridional, Hispanoamérica, incluso muchos de Africa, crecen a tasas que rondan el 6% u 8% anual, recortando así posiciones rápidamente respecto a los países ricos del Norte.
- Está aún por hacer –al menos, en el mundo católico- toda una teología del capitalismo. 
¿No es Dios un emprendedor cósmico que -como el empresario humano al hacer una inversión- asume un riesgo (la desobediencia) creando seres libres, con la expectativa de obtener un bien mayor (criaturas que le amen voluntaria, conscientemente)? El emprendedor humano que arriesga, innova, crea riqueza… ¿no está aprovechando potencialidades dejadas por Dios en una creación deliberadamente incompleta, una creación abierta y “en proceso”? ¿No está colaborando con Dios en llevar la creación a su plenitud? ¿No resuena en la parábola de los talentos una invitación a la inversión, a la creatividad, incluso a la competición? Hay muchos otros pasajes bíblicos aprovechables: “Creced, multiplicaos y llenad la tierra”; “el que no trabaje, que no coma”, etc.".
Prefacio

Este libro recapitula trabajos independientes de los últimos tres años. Escogí el título Liberalismo, catolicismo y ley natural porque casi todos los ensayos recogidos son reconducibles a uno de esos tres conceptos. Sin embargo, asi como en el capitulo «Laicidad, razón pública y ley natural» se examina la relación entre catolicismo y Derecho natural (es decir, la cuestión de si la noción de «ley natural» es o no necesariamente confesional), me pareció, en cambio, que faltaba en cualquiera de ellos un análisis suficiente de la relación entre catolicismo y liberalismo. Y no se me oculta que el lector de un libro titulado Liberalismo, catolicismo y ley natural espera, antes que nada, un dictamen sobre la relación entre los dos primeros términos, durante tanto tiempo tenidos por incompatibles.
Decidí, pues, abordar la cuestión en el primer capitulo, redactado ad hoc para este volumen. Y me ha parecido aconsejable distinguir entre liberalismo político y liberalismo económico, analizando por separado la relación de uno y otro con el catolicismo. El tema es tan jugoso y complejo que habría dado, por supuesto, para un libro completo: de ahí que me limite a esbozar lo más telegráficamente posible una serie de tesis, singularizándolas mediante guiones, y admitiendo que cada una de ellas merecería un desarrollo más profundo.

Sostengo que se trata de una relación genética y de complementariedad. Creo que el liberalismo politico y económico sólo podia surgir en Occidente, porque sólo aqui existía un sustrato cultural adecuado para ello; y se trataba, por supuesto, de un sustrato cristiano. Y, aun siendo consciente de lo arriesgadas que resultan las comparaciones históricas, me parece que la combinación de libertad política, derechos humanos y economía de mercado ha convertido a las sociedades occidentales de los últimos dos siglos en las más habitables y civilizadas de todos los tiempos. También creo que esa «combinación ganadora» está amenazada actualmente por procesos como la desacralización de la vida humana (aborto, eutanasia), la erosión de la familia y la hipertrofia del Estado. Y los tres son de algún modo consecuencia de la descristianización (también la estatolatria: el Estado funge como dios sucedáneo, omnipotente y bondadoso; ¿acaso no se llama en Francia «Estado-providencia» al Estado del Bienestar?).

Hay quien piensa que poner de manifiesto el rendimiento civilizador del cristianismo implica de algún modo rebajarlo, pues se le juzga desde la perspectiva de sus resultados históricos y su utilidad social, y no desde el de la veracidad de su mensaje teológico. Por mi parte, no creo que ponderar la utilidad histórico-social del cristianismo implique necesariamente una relativización escéptica de su contenido dogmático. Al contrario: la constatación de sus consecuencias sociales positivas puede ser vista como un indicio de su veracidad. Si puede demostrarse que la creencia en el Dios cristiano ha contribuido decisivamente a construir una sociedad más razonable, próspera, respetuosa de la dignidad humana... tenemos una razón más para creer que el Dios cristiano existe. «Pues cada árbol por su fruto se conoce» (Lc. 6, 44).

He agrupado los capítulos 2 al 5 en un bloque titulado «Europa». En efecto, creo que es en nuestro continente donde se encuentra más avanzado el proceso de autodestrucción del liberalismo, a consecuencia de su desconexión respecto a sus raíces culturales y morales originarias. 
El capítulo 2 («El invierno demográfico europeo») analiza las negras perspectivas demográficas de Europa, y se pregunta qué puede haber ocrrido para que los habitantes de las sociedades más prósperas de la historia ya no tengan interés en perpetuar la especie. El suicidio demográfico es también un suicidio socio-económico a medio plazo, pues nuestros sistemas de bienestar no resultarán sostenibles en la inminente Europa-geriátrico. 

El 3 («¿Por qué los tratados europeos evitan mencionar el cristianismo?») examina otra forma de autonegación, que no es ya socio-económica, sino simbólica: ¿cómo es posible que el preámbulo de la abortada Constitución Europea mencionase a Grecia, Roma y la Ilustración entre las matrices culturales del continente, pero no al cristianismo? Siguen unas reflexiones más generales sobre qué puede significar hoy «ser europeo». 
El capitulo 4 («Un nuevo lenguaje para la cultura de la vida en Europa») recoge el texto de una intervención ante diputados y lobbysts del Parlamento Europeo, en la que intenté ofrecer pistas teóricas para la reapertura del debate sobre el derecho a la vida del no nacido (desgraciadamente «cerrado» en la mayoría de los países del continente, donde el aborto libre es visto como algo ya indiscutible). 
El capítulo 5 («La nueva Constitución de Hungría») saluda el gesto de rebeldía de un país de Europa del Este que se resiste al suicidio cultural y demográfico consagrando el derecho a la vida del no nacido, la impoltancia de la familia y las raíces históricas cristianas en su nueva Constitución (gesto, que desde luego, le ha valido el acoso de algunos organismos de la UE).

El bloque agrupado bajo el rótulo «Catolicismo» recoge tres trabajos relacionados de un modo más o menos directo con la religión. 
El capítulo 6 («La Iglesia, la Universidad y la confianza en la razón») ajusta las cuentas con el tópico que presenta a la Iglesia como una entidad enemiga del progreso cientifico, de la autonomía de lo temporal y de la claridad racional. 
El 7 («Cristofobia y antidiscriminación») analiza los inquietantes síntomas de creciente discriminación hacia los cristianos en el Occidente actual; una discriminación que, paradójicamente, se desarrolla bajo el estandarte de la «lucha contra la discriminación», pues se acusa a la Iglesia, por ejemplo, de discriminar a las mujeres y los homosexuales. 
El 8 («San Juan de Avila y la cuestión de Dios») parte de la evocación de la gran figura de San Juan de Avila (recientemente proclamado Doctor de la Iglesia) para analizar a continuación el nuevo contexto cultural en que se plantea actualmente el problema de Dios, y las dificultades (pero también las oportunidades) que ello comporta para la tarea evangelizadora.

El tercer bloque temático se titula «Liberalismo». El capitulo 9 («La siempre aplazada pedagogía del liberalismo») analiza el inveterado «complejo de inferioridad» ideológico de la derecha frente a la izquierda, especialmente en España, y da pistas sobre cómo podría ser superado. 
El 10 («El conservadurismo norteamericano como modelo para el centro-derecha europeo») complementa al anterior proponiendo la derecha norteamericana como posible modelo inspirador (en EEUU la derecha tiene una visión del mundo propia, y planta cara resueltamente a la izquierda en todas las batallas culturales). 
El 11 («La crítica liberal del Estado del Bienestar») explica, en su primer epígrafe, cómo abandoné mis posiciones socialdemócratas de juventud; en la segunda parte, analizo los incisivos argumentos liberales acerca de la peligrosa hipertrofia del Estado (que se escuda siempre en la engañosa excusa de «garantizar el bienestar de todos»); finalmente, arguyo que al liberalismo clásico le falta, sin embargo, el vector profamilia, decisivo en la actualidad.

El último bloque agrupa dos trabajos relacionados con el Derecho natural. El capítulo 12 («Laicidad, razón pública y ley natural») aborda la crucial cuestión filosófica, pero con obvias implicaciones prácticas del nivel de «publicidad» exigible en los argumentos que pueden ser utilizados en el debate político. En filosofia política se llama «razones públicas» a los argumentos que resultan aceptables por cualquier ciudadano, cualesquiera que sean sus creencias religiosas o filosóficas. 
Analizo de forma especial la formulación más influyente de la «doctrina de las razones públicas»: la de John Rawls. 
Una versión vulgarizada de esta doctrina está siendo utilizada últimamente para marginar a los creyentes religiosos en las discusiones: cada vez que intentan defender una posición, se les replica que «deben guardar sus creencias para si mismos» en lugar de «intentar imponerlas a toda la sociedad». 
El capítulo 13, finalmente, examina el declive del positivismo jurídico, pero previene a los cristianos (y, en general, a todos los que sostienen posiciones conservadoras) que las nuevas corrientes iusfilosóficas que están ocupando su hueco no son necesariamente mejores.

Quiero dejar testimonio de mi profundo agradecimiento hacia las personas de las que partieron las invitaciones o encargos que están en el origen de algunos de los trabajos recogidos en este volumen: 
monseñor Juan José Asenjo, Jaime Mayor Oreja, Rafael Sánchez Saus, Alberto de la Hera, José María Monzón, Teresa Cid, Carlos López Díaz. Miguel de los Santos promovió la publicación como folleto del trabajo «Cristofobia y antidiscriminación». También estoy en deuda de gratitud con los amigos que leyeron los borradores de unos u otros capítulos, enriqueciéndolos con sugerencias y criticas: Francisco J. Soler Gil, Antonio E. Pérez Luño, Fernando Llano, Andrés Ollero, Ana Llano, Elio Gallego, Diego Poole, Álvaro Pereira, Mariab Crespo, Rafael Ramis, Maris Kópcke, Iván Garzón, Francisco J. Ruiz Bursón, Alvaro Rodríguez, Miguel A. Garcia Olmo, Alejandro Macarrón, José Luis González Quirós, Josep María Castellá, Rafael Sánchez Saus, Lola Velarde, Carlos López Díaz, Francisco Pedraza (padre e hijo) y Aurora López Medina. Y pido disculpas si a alguno he dejado involuntariamente atrás.

Sevilla, 9 de enero de 2013.


l . Catolicismo y liberalismo

1.1. ¿Son compatibles el catolicismo y el liberalismo político?

- La afinidad entre cristianismo y liberalismo parece, a primera vista, innegable. Son principios básicos del liberalismo la dignidad inalienable de la persona, la primacía del individuo frente a la colectividad, la desconfianza frente al poder politico (y la consiguiente necesidad de someter a éste a limitación y control: checks and balances)... En el cristianismo estaban ya las semillas de todo ello: la idea cristiana según la cual el hombre es imagen de Dios, y no un capricho de la química del carbono, proporciona un fundamento teológico para su dignidad y derechos; el cristianismo, a diferencia del Islam, no es un sistema socio-religioso-jurídico integral: el dualismo cristiano de órdenes («al César, lo que es del César; a Dios, lo que es de Dios») implica la desacralización del poder temporal, el reconocimiento de su falibilidad moral, y, por tanto, la conveniencia de criticarlo y mantenerlo bajo sospecha (como el Estado no es sagrado, puede Incurrir en desafuero: de ahí la necesidad de someter el poder del gobierno a límites legales)

Estas afinidades explican que el liberalismo haya surgido en Occidente, y en ningún otro sitio. Sólo en el Occidente cristiano podía brotar la idea de los derechos humanos, como ha reconocido Habermas: 
«El universalismo igualitario del cual derivaron las ideas de libertad, [. . . ] derechos humanos y democracia es un heredero directo de la ética judia de la justicia y de la ética cristiana del amor»
Es cierto que esas semillas tardaron mucho en germinar plenamente: el triunfo del cristianismo no implicó, por ejemplo, la desaparición inmediata de la esclavitud (aunque si la dulcificación del estatuto jurídico de los sirvos). Michael Novak ha utilizado el simil de un río que excava lentamente la montaña, durante milenios, hasta formar el valle: asi la idea cristiana de la igual dignidad de todos los hombres («ya no hay judio ni griego, esclavo ni amo, varón ni mujer, pues todos sois uno en Cristo», Gal. 3, 28) horadó pacientemente durante siglos la roca de la injusticia, hasta culminar en la abolición de la esclavitud, el reconocimiento de la libertad religiosa, la igualdad de derechos entre varones y mujeres, y demás conquistas liberales modernas. Conquistas que sería vano buscar fuera de Occidente (si han ido llegando mucho después a otras culturas, ha sido por influencia occidental).

Resulta muy ilustrativo en este sentido el caso de la esclavitud. Ha sido practicada en todas las épocas y contextos culturales; sólo en el Occidente cristiano se ha conseguido su abolición (imitada después por otras civilizaciones). Además, por dos veces: y en ambas con decisiva influencia del cristianismo. La primera, en el ocaso de la Antigüedad: la servidumbre feudal medieval no era esclavitud. Reintroduclda en el siglo XV por portugueses y castellanos en Santo Tomé, Azores, Madeira y Canarias (y después en América): la esclavitud fue siempre condenada por los Papas: ya en 1435 Eugenio IV condena en la bula Sicut dudum la reducción de los guanches a esclavitud en las Canarias; seguirán denuncias similares de Pio II, Sixto IV: Paulo III y Urbano VIII (bula Commissum nobis, 1639). 
Las Reducciones Jesuíticas del Paraguay mostraron en los siglos XVII y XVIII la viabilidad de un modelo colonial sin esclavitud y con trato humanitario a los indígenas. Y a partir de comienzos del XVIII se desarrolla el magnifico movimiento abolicionista: impulsado casi exclusivamente por cristianos: fueron los cuáqueros los que, en las colonias inglesas de Norteamérica, comenzaron a agitar la opinión en contra de la esclavitud (publicación de The Selling of Joseph, de Samuel Sewall, en 1700 y de Some Considerations on the Keeping of Negroes, de John Woolman: en 1746; fundación de la Pennsylvania Society for Promoting the Abolition of Slavery en 1775). 

En Gran Bretaña, las dos grandes figuras del abolicionismo son William Wilberforce y Thomas Clarkson, dos devotos anglicanos. En 1787 presentan al Parlamento una petición firmada por 60.000 hombres; en 1807, Gran Bretaña declara ilegal el tráfico de esclavos (la Armada británica dedicará una flotilla especial a la persecución de los negreros: que en los siguientes cincuenta años intercepta a 1.600 barcos, liberando a unos 150.000 esclavos). En 1833, Gran Bretaña abole definitivamente la esclavitud, después de que hubiera sido presentada una petición firmada por millón y medio de hombres. En EEUU: la lucha contra la esclavitud en la que también juegan un papel central las iglesias llevará finalmente al pais a una guerra civil de 600.000 muertos. Fue la elección del presidente abolicionista Abraham Lincoln en 1860 lo que motivó el intento de secesión de los Estados del sur.

- Esta afinidad conceptual no impidió un conflicto histórico de grandes proporciones entre liberalismo e Iglesia católica en el siglo XIX. La Iglesia condenó con toda rotundidad las ideas liberales, especialmente durante los pontificados de Gregorio XVI (1831-46) y Pio IX (1846-78). Es un capítulo incómodo de la historia que los católicos actuales no tenemos derecho a escamotear. La radicalidad de algunos de aquellos anatemas es sobrecogedora: en la encíclica Quanta cura, Pio IX siguiendo a Gregorio XVI llama «delirio» a la tesis según la cual «la libeltad de conciencia y cultos es un derecho propio de todo hombre, derecho que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida» (un siglo más tarde, la Iglesia proclamará, en cambio, que «el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural» [Dignitatis Humanae, 2]). El Syllabus (1864) condena también la libertad de prensa, la libertad de educación, la separación Iglesia-Estado, la negación del derecho de la Iglesia a imponer sanciones temporales...

- La radicalización antiliberal de la Iglesia en el siglo XIX resulta explicable en parte por las desgraciadas circunstancias del primer experimento «liberal» en suelo europeo: la Revolución Francesa, que degenera pronto en orgia anticristiana (destrucción de iglesias, persecución de curas «refractarios», masacre de católicos en la Vendée, etc.). (Cabría alegar que lo que realmente surgió de la Revolución Francesa no fue un régimen liberal, sino el Terror totalitario-jacobino, pero declinaremos esta fácil via de escape). 
La Iglesia, demasiado comprometida con el Antiguo Régimen, comprueba en 1789-95 que la superación de éste, a juzgar por la experiencia francesa, amenaza ser sangrienta y cristófoba; quedará traumatizada y condicionada por esta percepción, que de algún modo informa su posicionamiento político a lo largo de todo el XIX. El prejuicio hostil hacia el liberalismo se verá periódicamente reavivado por medidas anticlericales de gobiemos liberales concretos. Por ejemplo, en España, las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, con expropiación de cientos de inmuebles y exclaustración de miles de frailes; la pasividad de las autoridades españolas frente a la primera gran quema de conventos en julio de 1834 (que prefigura las de la Semana Trágica o la Segunda República); en México, las «leyes de reforma» de Benito Juárez a partir de 1858; en la Francia de principios del XX, las leyes anticlericales de Emile Combes, que imponen el cierre de cientos de escuelas católicas, la expulsión de decenas de miles de religiosos, etc.

- Tristemente, la Iglesia del XIX no supo hacer la adecuada distinción entre la facción anticlerical del liberalismo, y la que podríamos llamar corriente «moderada», que fue la mayoritaria, y que se limitaba a defender ideales como el Estado de Derecho, los derechos humanos, la separación de poderes, la igualdad ante la ley... perfectamente compatibles, y hasta afines, con el dogma cristiano. Muchos de estos liberales moderados eran católicos sinceros, y los anatemas de Gregorio XVI y Pio IX los situaron ante un dramático e innecesario dilema entre sus convicciones politicas y su lealtad a la Iglesia. El caso más emblemático es quizás el de Félicité-Robert de Lamennais, quien, tras la revolución francesa de 1830, se erige en poltavoz del incipiente liberalismo católico (desde su periódico L 'Avenir, cuyo lema era «Dios y la libertad»), sosteniendo que la Iglesia debe dejar de apostar políticamente por la restauración del Antiguo Régimen... para verse fulminado en 1832 por la encíclica Mirari vos, que truena contra la libertad de imprenta («nunca suficientemente condenada») y contra la separación Iglesia-Estado, al tiempo que defiende a ultranza los derechos de los príncipes contra cualquier tentativa democratizadora. 

Unos meses antes, Gregorio XVI había condenado el levantamiento de los católicos polacos contra la autocracia zarista. Pareja suerte correrán todos los que, en las décadas siguientes, intenten levantar el estandarte de la compatibilidad entre el catolicismo y la libertad politica (Rosmini, Lacordaire, Minghetti, etc.). 
En 1863 se reúne el congreso de Malinas, donde el cardenal Wiseman explica los progresos que ha podido hacer el catolicismo en Gran Bretaña gracias a la libertad religiosa, y donde el conde de Montalembert extrae la conclusión lógica inevitable de que, si los católicos demandan libertad de cultos en los países donde son minoría, deben estar dispuestos a ofrecerla también a los demás credos allí donde son mayoría. Montalembert proclama que la Iglesia no debe temer «la igualdad civil, ni la libertad política, ni la libertad de conciencia»: «la sociedad nueva, la democracia, existe [...]; en media Europa es ya soberana, en la otra mitad lo será pronto; los católicos nada tienen que echar de menos del orden antiguo, ni nada que temer del nuevo». La respuesta pontificia a estos intentos de apertura será el Syllabus, un año después, que sostiene literalmente que la Iglesia no «debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo ni con la modema civilización» (Syllabus, LXXX).

- El enrocamiento antimoderno de Gregorio XVI y Pío IX puede ser interpretado, a mi modo de ver, como una reacción defensiva indiscriminada frente a una serie de fenómenos amenazantes, que son mezclados por los Papas en un solo paquete anticristiano, sin hacer las necesarias distinciones entre ellos: descristianización popular, industrialización, volterianismo, masonería, «liberalismo teológico» (avances de la exégesis histórico-critica «escéptica»: Reimarus, Strauss, Renan, etc.)... y derechos civiles (libertad de expresión, de asociación, etc.). 
Los Papas parecen haber presupuesto que la liberalización política conduciría inevitablemente al triunfo de la impiedad; que el liberalismo político vendría acompañado indefectiblemente del «liberalismo teológico» (aunque en realidad son cosas distintas). 

Esto les conduce a una apuesta anti-histórica y condenada a medio plazo al fracaso: el apoyo al restauracionismo legitimista del Congreso de Viena y de la Santa Alianza, y la condena sin matices del liberalismo político. Una mirada al mundo anglosajón hubiera podido hacerles comprender que la Iglesia puede muy bien sobrevivir y cumplir su misión en un marco liberal (el catolicismo norteamericano progresaba espectacularmente en el XIX, alimentado por la llegada constante de inmigrantes y protegido por la libertad religiosa garantizada por la Constitución de EEUU). 
Gregorio XVI y Pío IX pretendieron uncir la suerte de la Iglesia a la de un sistema político la monarquía absoluta en claro declive (a ello no fue ajeno tampoco el hecho de que el Papa, a mediados del XIX, era uno más de tales soberanos absolutos: hasta 1870 ejercía aún el poder temporal en los Estados Pontificios. Fue una lástima que no prevaleciera la clarividencia de un Jaime Balmes, que en 1847 escribía:
«La absoluta resistencia a toda idea de libertad] se halla en contradicción con los hechos. Empeñarse en que el sistema de Austria o de Rusia [la monarquía absoluta] es la sola esperanza de la sociedad es desahuciar al género humano. Echad la vista sobre el mapa [...], y ved lo que le queda a la politica de una resistencia absoluta. [...] La América entera ha abrazado los sistemas de libertad; en Europa hay formas de libertad política en Portugal, España, Francia, Bélgica, Holanda, Gran Bretaña [...]. Es preciso no contar demasiado con los medios represivos, porque la experiencia los demuestra débiles. A ideas es necesario oponer ideas; a sentimientos, sentimientos; a espiritu público, espíritu público».
Balmes profundiza después, admirablemente, hasta el núcleo de la cuestión: la religión no debe temer a la libertad; la misión de la Iglesia es universal, y trasciende a las formas politicas históricas; la Iglesia bimilenaria no debe vincular su suerte a la de un sistema de gobierno que al cabo sólo tiene trescientos años, y que también pasará:

«Por ese espiritu de libertad que invade el mundo civilizado, ¿hemos de temer que perezca la religión? No. La alianza del altar y del trono absoluto podía ser necesaria al trono, pero no lo era al altar. En los Estados Unidos, la religión progresa bajo las formas republicanas; en la Gran Bretaña, ha hecho increíbles adelantos a proporción que se ha desenvuelto la libertad; y si bien es cierto que en otros países ha sufrido considerables quebrantos, no creemos que estos deban atribuirse todos a la ruina del trono absoluto [...]. 
[L]o cierto es que, sin esos tronos, que se creían omnipotentes: el altar se conserva. Una palabra del Sumo Pontífice todavía conmueve al mundo en ambos hemisferios, aunque el poder de Luis XV y de Carlos III se ha hundido en América y en Europa. Los que temieran por la causa de la religión al ver que se han desplomado en unas partes y en otras se bambolean las formas [políticas] absolutas, habrían reflexionado bien poco sobre la enseñanza de la historia. ¿De qué tiempo datan esas formas, tal como las conocemos en Europa?. Del siglo XVI. Llegan a su apogeo en el XVII, y empiezan a caer en el XVIII: estos son los hechos. En cambio, la religión cristiana [ha coexistido en 1800 años con muchos tipos de regímenes] [...] No se alcanza por qué se han de atribuir todos los males de la religión a las formas representativas. [...] En las formas politicas no hay nada que sea esencial a la religión: todas le ofrecen inconvenientes y ventajas».

- Junto a la «cuestión romana» [soberanía temporal del Papa en los Estados Pontificios] y la inercia del Antiguo Régimen, otra de las fuentes del malentendido Iglesia-liberalismo en el siglo XIX fue el eurocentrismo o visión excesivamente «continental» de la cuestión. En efecto, la Ilustración francesa (Voltaire, Rousseau, Diderot, etc.) había tenido una carga cristófoba de la que, sin embargo, habia carecido la Ilustración inglesa, y que era totalmente ajena a los Padres Fundadores de EEUU. La Declaración de Independencia norteamericana alude a Dios como fundamento último de los derechos: 
«los hombres son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Es decir, en la América anglosajona, religión y libertad político-económica habían coexistido -más aún: se habían complementado- de manera natural desde su fundación (ya en la década de 1640 se dio una tolerancia religiosa total en Rhode Island y Connecticut, que después fue extendiéndose al resto de las Trece Colonias), el lema de Lamennais («Dios y la libertad»), que en la Europa continental sonaba provocativo, se correspondía con la esencia misma del experimento norteamericano: 

EEUU era una nación intrinsecamente liberal y cristiana (el segundo presidente de EEUU, John Adams, declaró que la Constitución nolteamericana «está hecha sólo para un pueblo moral y religioso»). Pese a que (o, más plausiblemente, gracias a que) el país carecía de una religión oficial y ninguna confesión podia soñar con usar el poder coercitivo del Estado como brazo secular, las iglesias prosperaban en él con inusitado vigor. Pero, hasta finales del XIX, los Papas viven de espaldas a esta nueva y gran experiencia. Gregorio XVI y Pio IX asocian «liberalismo» con el París jacobino de 1793 (con sus guillotinas e iglesias profanadas), no con la Filadelfia de 1776: 
identifican la modernidad liberal con Voltaire, D'Holbach o Robespierre, no con Locke, Jefferson o Lincoln. Sólo en 1895 León XIII tomará nota por fin del modelo norteamericano, rindiéndose a la evidencia de que la Iglesia puede crecer y cumplir adecuadamente su función también en un marco liberal. En su carta "Longinqua Oceani", dirigida a los obispos norteamericanos, declara:

«Que vuestra República está progresando y desarrollándose a pasos agigantados es algo patente para todos; y esta afirmación es aplicable también a lo religioso. [...] [L]a Iglesia [norteamericana], partiendo de unos origenes precarios y humildes, ha crecido con rapidez, haciéndose grande y extremadamente floreciente. Se os ha permitido crear imumerables instituciones religiosas: erigir edificios sagrados, escuelas para la instrucción de los jóvenes, hospicios para los pobres, hospitales para los enfermos, conventos y monasterios [...].  Los números del clero secular y regular crecen constantemente [...].  El principal factor que ha hecho posible este feliz estado de cosas han sido los decretos de vuestros sínodos. Pero también (y me satisface reconocer esto), se deben dar las gracias a la equidad de las leyes que rigen EEUU y a las costumbres de vuestra bien ordenada República. Pues la Iglesia, que no ha sido sometida a trabas por la Constitución ni por los gobienos de vuestra nación, que no ha sido acosada por ninguna legislación hostil: protegida por las leyes comunes y por la imparcialidad de los tribunales, es libre para vivir y actuar sin obstáculos» (Longinqua Oceani, S y 6).

Sin embargo, para no romper la continuidad del magisterio, León XIII se siente obligado a añadir:
«Pero, aunque todo lo anterior es verdad, sería muy erróneo extraer la conclusión de que el norteamericano es el tipo de estatus más deseable para la Iglesia, o que sería justo que la Iglesia y el Estado estuvieran separados en todas partes, como lo están en EEUU. El hecho de que el catolicismo goce de buena salud entre vosotros más aún, de que disfrute un próspero crecimiento debe ser atribuido a la fecundidad de que Dios ha dotado a su Iglesia [...] pero [la Iglesia americana] daría un fruto aun más abundante si disfrutara del favor de las leyes y del patronazgo de la autoridad pública [si EEUU fuera un Estado confesional]» (Longinqua Oceani, 6).

- Las matizaciones de León XIII en Longinqua Oceani son muy representativas de la postura hibrida que caracteriza al que podríamos llamar «periodo de transición» (desde León XIII al Vaticano II): la doctrina tradicional (defensa del Estado confesional, negación de la libertad religiosa de los no católicos, de la libertad de prensa, etc.) es mantenida como «tesis» en el terreno de los principios; en la práctica, dada la dificultad de alcanzar lo anterior, se admite como «hipótesis» el aprovechamiento táctico de las libertades modernas por parte de los católicos, especialmente en los paises en los que son minoria. Esta actitud posibilista se manifiesta en importantes decisiones de León XIII, como la política de ralliement en Francia (autorización a los católicos franceses para colaborar e intentar influir en la Tercera República francesa, absolutamente laica). La Santa Sede también aprueba el régimen liberal-conservador de la Restauración canovista en España (retirando así implícitamente su apoyo al carlismo), fomenta la participación politica de los católicos en la Alemania unificada de Bismarck (mediante el partido del Zentrum, antecedente de la Democracia Cristiana), etc. Todas estas medidas implicaban una superación fáctica de la estricta doctrina antiliberal de Gregorio XVI y Pio IX: el Estado liberal era aceptado como un hecho consumado.

- Esta actitud de acomodamiento pragmático a la realidad del Estado liberal-democrático como mal menor en tanto se mantenía en el plano teórico el ideal maximalista del Estado teocrático presentaba muchos inconvenientes. Permitía que los enemigos del catolicismo pudieran referirse a él como una fuerza en el fondo antidemocrática, que se adaptaba tácticamente a la democracia con reserva mental. Su aplicación, además, resultaba asimétrica y casuística: mientras León XIII daba luz verde a los católicos franceses o alemanes para participar políticamente en sus respectivos Estados aconfesionales, mantenía, en cambio, el non expedit en Italia (la prohibición de que los católicos colaborasen con el nuevo Estado italiano, al que se consideraba usurpador de los antiguos Estados Pontificios). Sobre todo, resultaba dificilmente defendible la «ley del embudo» en virtud de la cual, en tanto la Iglesia demandaba libertad de cultos allí donde los católicos eran minoria (Gran Bretaña, EEUU, etc.), seguía manteniendo teóricamente el ideal del Estado uniconfesional sin libertad de cultos allí donde fueran mayoría.

- Habrá que esperar al Vaticano II para que se produzca por fin en la Iglesia una aceptación consistente y no a regañadientes o malminorista de la libertad religiosa, la «sana laicidad» y la libertad politica en general. Resultó decisiva, como preparación filosófica del terreno, la aportación de Jacques Maritain, con su ideal del «Estado laico vitalmente cristiano»: una sociedad cristianizada «desde abajo» (por los ciudadanos cristianos que aprovechan la libertad política para convencer pacíficamente a los demás de la justeza de sus valores) y no «desde arriba» (por un Estado confesional que impone coactivamente la verdad):
«Si la nueva civilización ha de ser de inspiración cristiana [...], será porque los cristianos habrán sabido, como hombres libres que hablan a hombres libres, [...] persuadir al pueblo, o a una mayoría de él, de la verdad de la fe cristiana o, al menos, de la validez de la filosofia social y política iluminada por esa fe»-

- En las encíclicas del XIX todavía imperaba la asociación de ideas automática entre verdad y coercibilidad: si el cristianismo es verdadero, debe ser tutelado, reconocido, impuesto por el Estado (y, viceversa, quien defienda la libertad de conciencia, sólo lo podría hacer desde el relativismo escéptico, desde la convicción de que el cristianismo no es verdadero). Es la vieja idea de los «derechos de la verdad»: la verdad tendría derecho a ser impuesta jurídicamente. Dignitatis Humanae invierte por fin el esquema: 
no es la verdad quien tiene derecho a ser impuesta al hombre; es el hombre quien tiene derecho a buscar libremente la verdad religiosa (y la afirmación de este derecho no presupone la relatividad o la inexistencia de dicha verdad; la verdad religiosa existe, pero debe ser encontrada libremente, no por Imposición estatal). 

«La verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y firmemente en las almas» (Dignitatis Humanae, 1). Y esta renuncia a la coacción juridico-politica como vehiculo de evangelización es presentada por el documento conciliar, no como claudicación frente a un mundo moderno hostil, sino como un retomo al verdadero estilo cristiano:
«Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que El mismo ha creado, que debe regirse por su propia determinación y gozar de libertad. Esto se hizo patente sobre todo en Cristo Jesús, en quien Dios se manifestó En efecto, Cristo, manso y humilde de corazón, atrajo pacientemente e invitó a los discípulos. [...] Renunciando a ser Mesías político y dominador por la fuerza, prefirió llamarse Hijo del Hombre, que ha venido «a servir y dar su vida para redención de muchos» (Mc., 10, 45). Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino no se defiende a golpes, sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, levantado en la cmz, atrae a los hombres a Sí mismo» (Dignitatis Humanae, 11 [cursivas mias]).

- Me parece que, tras el Vaticano II, ha quedado definitivamente expedita la posibilidad de un liberalismo católico. Es cierto que algunos tradicionalistas siguen invocando la «plena vigencia» de las condenas antiliberales de los Papas del XIX, a pesar de los pronunciamientos en contrario del Concilio Vaticano II (que, sin derogarlas explícitamente, las vació de contenido, al defender la libertad religiosa y otros derechos humanos). Resultan del máximo interés, en este sentido, las indicaciones de Benedicto XVI en su importante discurso a la Curia de 22 de diciembre de 2005. Es cierto que, en este documento, el Papa rechaza la «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura», que concibe el Concilio como una cesura en la historia de la Iglesia y estima que habría que ir más allá de sus textos, en pos de un etéreo «espíritu del Concilio» que cada uno interpreta a su conveniencia. Pero la altemativa a la hermenéutica de la ruptura no es una supuesta «hermenéutica de la continuidad» (que, según los tradicionalistas, implicaría que siguen intactos los anatemas antiliberales del XIX). La verdadera alternativa, según el Papa, es la «hermenéutica de la reforma», que implica «continuidad y discontinuidad en diferentes niveles». Parece claro que Benedicto XVI incluye las «ásperas y radicales condenas del espiritu moderno [por Gregorio XVI y Pio IX]» en el nivel en el que se ha producido discontinuidad. Y sugiere que esas condenas se debieron a que la Iglesia no supo percibir la vertiente aceptable del liberalismo (que el Papa identifica, no ya sólo con EEUU, sino incluso con la fase inicial de la Revolución Francesa, anterior a su radicalización jacobina). Y concluye reconociendo lo obvio: que el Vaticano II abandonó el ideal del Estado teocrático y abrazó con todas las consecuencias el principio de la libertad religiosa:

«Había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado modemo, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su religión.

- El abandono definitivo del ideal teocrático le costó a la Iglesia, pues, aproximadamente un siglo. No puede sorprender: existía una inercia histórica de 1500 años de estrecha asociación con el poder temporal. 
Como ha indicado Michael Novak, existe en toda religión cierta propensión «holística»: la tentación de ocupar todo el espacio social y cultural con su propia concepción de la verdad, y de utilizar los resortes del poder temporal para propagarla. Retroceder a la posición de «un jugador social más entre otros», obligado a transmitir su mensaje mediante la persuasión capilar-horizontal, y no ya desde la imposición coactivo-vertical, requiere una autorrestricción ascética del impulso totalizador de la religión: 
la Iglesia tiene el gran mérito histórico de haberlo conseguido (a diferencia de otras religiones, como el Islam). Y esta renuncia al poder temporal supone, además, un retorno a la inspiración original del cristianismo. En sus primeros tres siglos de historia, la Iglesia no necesitó apoyo alguno del poder politico para ganar millones de almas. La dialéctica de continuidad y discontinuidad que caracteriza a la «hermenéutica de la reforma» de Benedicto XVI debe, creo, ser entendida en estos términos: la Dignitatis Humanae entraña discontinuidad con el Syllabus... pero continuidad con la Iglesia primitiva:

«El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (Cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos. La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (Cf Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. [...] El concilio Vaticano II [...] revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad».

Es decir, el Vaticano II, saltando por encima de 1600 años de asociación demasiado estrecha entre la Iglesia y el Estado, enlaza con esa Iglesia primitiva que no necesitó ningún «brazo secular» para ganar los corazones de media humanidad en sus tres primeros siglos de historia. La Iglesia del siglo IV, ya no perseguida por el poder romano, pero que todavía no había sucumbido a la tentación de recurrir al poder temporal para imponer la verdadera fe; ese siglo IV en que el cristiano Lactancio todavía podía escribir: 
«Debe defenderse la fe, no dando la muerte, sino muriendo [...], pues nada pertenece tanto al reino de la libertad como la religión». Los primeros cristianos no deseaban un Estado confesional; no aspiraban a que el poder temporal impusiese coactivamente la verdad religiosa (por ejemplo, reprimiendo las herejías; la única vez que el Nuevo Testamento utiliza la palabra «hereje», es para recomendar su aislamiento, no su represión coactiva: «al hereje, después de una y otra amonestación, evítalo», Tit. 3, 10).

- Tocqueville escribió: «La libertad es, en verdad, algo sagrado. Sólo hay una cosa que merezca mejor ese calificativo: la virtud. Pero, ¿qué es la virtud sino la elección libre del bien?». La larga asociación de la Iglesia con el poder temporal obedece en el fondo a una lógica perfeccionista (presente en Aristóteles y, con más vacilaciones, en Santo Tomás) que adjudica al Estado la misión de obligar a ser virtuosos a aquellos hombres a los que no les basten la predicación, la educación moral, los argumentos... Llevó mucho tiempo comprender que, por su propia naturaleza, la viltud no puede ser impuesta coactivamente, pues consiste en la elección libre de lo mejor. La coacción estatal sólo puede conseguir la conformidad externa de la conducta con lo exigido por la moral. Al garantizar a los ciudadanos una esfera de libertad, el Estado liberal les garantiza también la posibilidad de actuar moralmente, usando dicha libertad para el bien.

Lo mismo cabe decir de la fe: por su propia naturaleza, no puede ser coercida. La imposición estatal de una religión genera fariseísmo e hipocresía más que conversiones verdaderas. Me atrevería a decir que el propio Dios es «liberal», si se me permite la metáfora. Hubiese podido crear un mundo en el que la existencia divina fuese absolutamente inequívoca; prefirió, en cambio, crear uno en el que, habiendo indicios para la creencia razonable, no son tan abrumadores como para hacer imposible la increencia. Un mundo en el que la fe no se impone, sino que debe ser escogida. Parece que Dios quiere ser buscado libremente.

1.2. ¿Son compatibles el catolicismo y el liberalismo económico?

- La distinción entre liberalismo político y liberalismo económico tiene algo de arbitrario: en rigor, todo liberal político debería serlo también en lo económico. La libertad para comprar y vender a precios determinados por los propios contratantes, para escoger profesión, para fundar empresas, etc., es parte inescindible del bloque de derechos invidivuales que se abren paso en Occidente a partir de finales del XVIII. No es éste el lugar para entrar en detalles históricos (que variarían ligeramente según los paises): baste decir que el sistema socioeconómico preliberal prácticamente aprisionaba a cada individuo dentro de su estamento, de su casta, de su gremio; la movilidad social era muy limitada, y operaba sólo a escala intraestamental: el destino socioeconómico de cada persona dependía mucho más de su cuna que de su esfuerzo, Iniciativa y méritos. La actividad económica estaba estrictamente encorsetada por regulaciones estatales y gremiales que implicaban barreras de entrada y salida en los diversos oficios, reglamentando precios, salarios, horarios y hasta métodos de trabajo.

El desarrollo del capitalismo moderno supuso, pues, la transición desde una sociedad basada en el estatus hereditario a otra basada en contratos libres (como supo ver, ya en el XIX, Henry Sumner Maine). Las antiguas barreras estamentales son derribadas, abriendo paso a la movilidad social ascendente y descendente. Ciertamente, se trató de un proceso largo, que sólo culmina en el siglo XX. La universalización de la educación jugó un papel central en ello, al conceder por primera vez posibilidades reales de ascenso socio-económico a los miembros de la clase inferior. 

A largo plazo, la libertad es indivisible; los vinculos entre libertad política y libertad económica son estrechos: allí donde se introduce la una, termina llegando también la otra (y, viceversa, la erosión de una termina comportando la erosión de la otra). Esta correlación ha quedado acreditada históricamente por los numerosos casos en los que la liberalización económica ha precedido y facilitado la politica la España del tardofranquismo, el Chile de Pinochet, Corea del Sur, Singapur, Taiwan... Vaya o no acompañada de liberalización politica, la libertad económica supone ya por sí misma una importante limitación para el poder del Estado: al menos la esfera productiva escapa a su control. Totalitarismo y capitalismo son incompatibles: un Estado totalitario necesita controlar la vida social en su integridad (también la economía).

- El viejo mundo precapitalista se caracterizaba por la estabilidad, la previsibilidad y la minimización del margen de elección personal: en la mayor parte de los casos, uno vivia en el mismo terruño que sus antepasados, dedicado al mismo oficio, con las mismas creencias y horizontes. Al destruir las barreras estamentales y gremiales, el capitalismo destruyó también esas seguridades: en lugar de un modo de vida basado en la tradición y la repetición, el capitalismo primaba la innovación, la asunción de riesgos, el dinamismo... El gigantesco éxodo rural que trajo consigo la industrialización capitalista no es sino la manifestación espacial de ese proceso de «destrucción creadora»: la vida aldeana (con sus horizontes cerrados y previsibles) queda definitivamente atrás. Esta ampliación de perspectivas tiene, a la vez, un aspecto liberador y otro deshumanizador: muchos intelectuales de Burckhardt a Durkheim, de Monis a Ruskm hablarán de «anomia», de «alienación», de desarraigo y desorientación. 
Marx, precisamente, fue uno de los que supo diagnosticar el fenómeno con más lucidez: «La constante revolución de la producción, la transformación permanente de las condiciones sociales, la incertidumbre y el movimiento perpetuos caracterizan a la era de la burguesía, en contraste con todas las épocas anteriores».

- La actitud de la Iglesia frente al capitalismo al menos, en la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX (en el siglo XVI, en cambio, la Escuela de Salamanca habia anticipado muchas nociones de la teoría económica liberal) presenta muchas afinidades con su reacción inicial frente al liberalismo político: desconfianza frente a lo nuevo; temor a la libeltad (en lo económico: libre competencia; producción no planificada centralizadamente); nostalgia de la vieja sociedad «ordenada». León XIII (Rerum novarum, 1891) y Pío XI (Quadragesimo anno, 1931) atacarán duramente el liberalismo económico, al que responsabilizan de la «miseria de los obreros» (lo cierto es que el nivel de ingresos reales de los trabajadores como el del resto de la población creció notablemente en esas décadas en los países capitalistas, al menos hasta la crisis de 1929): los proletarios, escribe León XIII, han sido entregados por el «liberalismo manchesteriano», «aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores». En Rerum novarum y Cuadragesimo anno se descubren muchos tics caracteristicos de una visión premodema de la economía: la riqueza como «juego de suma cero» (de tal forma que la ganancia del rico implicaría siempre el expolio del pobre); la incomprensión de la noción de «orden espontáneo» (millones de productores y consumidores interactuando descentralizadamente a través de un sistema de precios libres consiguen una asignación de recursos más eficiente y, por tanto, mayor creación de riqueza que cualquier planificador estatal que intente controlar verticalmente la producción, fijando legalmente precios, salarios y cuotas productivas), etc. 

Como muchos de sus contemporáneos, León XIII y Pio XI asocian «falta de dirección centralizada» (rasgo esencial del capitalismo) con «caos»: «la libre concurrencia, aun cuando dentro de ciertos limites es justa e indudablemente beneficiosa, no puede en modo alguno regir la economia». es necesario, por tanto, que el Estado retome el control de la vida económica: el poder civil «debe luchar [...] con toda la fuerza de las leyes y de las instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad, tanto de la sociedad como de los individuos».

- Hasta Centesimus annus (1991), planeó sobre la doctrina social de la Iglesia la tentación de la «tercera vía»: un modelo económico católico, ni capitalista ni socialista. Las distancias marcadas por Rerum novarum y Cuadragesimo anno frente al «desorden liberal» y el «funesto individualismo» no implicaban la opción por el socialismo: 
«nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista» (Quadragesimo anno, 120). León XIII y Pío XI parecen haber sido profundamente influidos por el pensamiento neocorporativista de autores como Albelt de Mun, Heinrich Pesch o Karl Marlo: una doctrina que pretende superar el «desorden» de la sociedad liberal por medio de sindicatos verticales, «democracia orgánica», colegios profesionales y otros cuerpos intermedios; todo ello, al final, rigidamente encuadrado y reglamentado por el Estado. Los cuerpos intermedios del neocorporativismo traslucen claramente la nostalgia del gremio medieval y de la sociedad «orgánica» en la que cada miembro conocia su función y «todo estaba en su sitio». Esas corporaciones en las que estarían representados empresarios y trabajadores debían fijar los salarios y condiciones laborales, resolver las disputas industriales, e incluso determinar la politica económica general en colaboración con el Estado (el neocorporativista G.D.H. Cole llegará a hablar de «co-soberanía del Estado y las corporaciones», y Otto von Gierke de «Estado de corporaciones [Genossenschaftsstaat]»). En Quaaragesimo anno, de manera especial, son abundantes las muestras de simpatía hacia el corporativismo como «tercera via»:

«Tanto el Estado cuanto todo buen ciudadano deben tratar y tender especialmente a que, superada la pugna entre las «clases» opuestas, se fomente y prospere la colaboración entre las diversas «profesiones». La curación total no llegará, sin embargo, sino cuando, eliminada esa lucha, los miembros del cuemo social reciban la adecuada organización, es declr, cuando se constituyan unos «órdenes» en que los hombres se encuadren no conforme a la categoría que se les asigna en el mercado del trabajo, sino en conformidad con la función social que cada uno desempeña. [...] [H]a ocurrido que cuantos se ocupan en un mismo oficio o profesión sea ésta económica o de otra indole constituyeran ciertos colegios o corporaciones, hasta el punto de que tales agrupaciones, regidas por un derecho propio, llegaran a ser consideradas por muchos, si no como esenciales, si, al menos, como connaturales a la sociedad civil» (Quadragesimo anno, 81-83).
 
Este modelo neocorporativista fue puesto en práctica, a mediados del siglo XX, en la Italia de Mussolini, la España de Franco, el Portugal de Oliveira Salazar, la Austria de Dolfuss, la Argentina de Perón... Lo menos que cabe decir es que resultó poco compatible con la libertad, y no muy favorecedor del crecimiento económico: en la España franquista, el boom de prosperidad se produjo cuando, a partir del Plan de Estabilización de 1959, fue abandonado progresivamente el colporativismo falangista; en Argentina, el peronismo consiguió empobrecer al que en 1930 era el quinto pais más rico del mundo. Algunas de las lacras más funestas de la economía española actual (negociación colectiva encorsetadora, mercado laboral rígido, etc.) son, precisamente, residuos de aquel modelo. El corporativismo resultó ser un sucedáneo del socialismo (Ersatz-sozialismus lo llamó, en efecto, Wilhelm Rópke), casi tan ineficaz como el socialismo genuino. El sueño de una tercera vía ni capitalista, ni socialista ha quedado definitivamente aparcado como reconoció Juan Pablo II en Centesimus annus):
«La Iglesia no tiene modelos [económicos] para proponer Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afronten los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales».
- El neocorporativismo dice hacer honor a la naturaleza social del hombre insertando al individuo en «comunidades» y «cuerpos intermedios», y contraponiendo esto a un supuesto «ultraindividualismo» liberal. Se caricaturiza a menudo al liberalismo afirmando que pretende reducir la sociedad a una mera agregación de individuos egoístas atomizados, incapaces para la asociación y la solidaridad. Ni la teoria ni la práctica liberales tienen mucho que ver con esto. Nada hay más «social» que el mercado: el mercado no es otra cosa que la propia sociedad intercambiando bienes y semicios para satisfacer necesidades. Pero, junto al mercado, el liberalismo deja espacio para muchos otros tipos de comunidades: iglesias, partidos políticos, sindicatos, asociaciones culturales, clubes deportivos. 

Reveladoramente, el liberal EEUU es más «comunitario» que la socialdemócrata Europa (el americano medio dedica más tiempo a clubs, entidades benéficas, actividades vecinales, etc.; esta vitalidad de la sociedad civil en EEUU sorprendió, con un siglo de diferencia, a dos franceses lúcidos: Tocqueville y Maritain). La diferencia respecto a la sociedad tradicional (y respecto al sucedáneo de sociedad tradicional que promete el corporativismo) es que la pertenencia a tales grupos es voluntaria; el comorativismo, en cambio, concibe al individuo como integrado «orgánicamente» al margen de su voluntad en comunidades supuestamente naturales: grupos étnico-religiosos (en los que uno nace ya insertado: no son elegidos), sindicatos verticales de afiliación obligatoria, etc. Además, los cuerpos intermedios del neocorporativismo están llamados a quedar federados y fagocitados por un Estado omnicomprensivo (Camera dei Fasci e delle Corporazioni...) en el modelo liberal, las asociaciones son auténticamente sociedad civil, independiente del Estado.

- Entre las comunidades voluntarias que el liberalismo valora y da por supuestas, la más importante es la familia. Precisamente porque desarraigó al individuo del gremio, del feudo, de la aldea... el capitalismo reforzó la relevancia de la familia nuclear como célula de socialización compensadora de esos otros desarraigos. Al perder la Gemeinschaft, la «familia en grande» (la comunidad vecinal donde todos se conocían, etc.), el individuo necesita tanto más la familia «pequeña», la familia biológica real.

Se acusa al capitalismo de promover el modelo antropológico del homo oeconomicus: el individuo egoista preocupado exclusivamente por la maximización de sus beneficios. Quien lea a clásicos del liberalismo como Adam Smith comprueba que este cuadro es inexacto: ellos pensaban más bien en un homo familiaris. Daban por supuesto que el empresario y el trabajador buscarían el máximo beneficio para sí mismos y sus familias. El homo oeconomicus invierte, ahorra, arriesga, se esfuerza... pensando más en sus hijos que en si mismo. Sólo la presencia de la siguiente generación convierte en racionales decisiones de inversión y ahorro a largo plazo que el propio individuo no tendrá tiempo de rentabilizar. El individuo atomizado sin hijos en los que pensar tendería más bien a una actitud de despilfarro instantáneo («vivir al día»): sería incapaz del aplazamiento de la  gratificación imprescindible en la empresa capitalista.

- La mentalidad antiliberal dominante está dispuesta, en el mejor de los casos, a transigir con el capitalismo a regañadientes, como mal menor, a causa de su eficiencia productiva: se trataría de un sistema innoble, que apela a los peores resortes del ser humano (la codicia, el egoísmo, etc.), pero que desgraciadamente es muy eficaz en lo material, y por tanto debe ser tolerado mientras no se encuentre algo mejor. Sin embargo, los clásicos del liberalismo defendieron la economía de mercado, no sólo por su superior eficiencia en la asignación de recursos, smo también por razones morales (de hecho, la mayor parte de ellos Locke, Montesquieu, Smith, Franklin, etc. no fueron hombres de negocios o economistas, sino filósofos y moralistas: antes de publicar La riqueza de las naciones, Adam Smith había escrito una Teoría de los sentimientos morales). Estaban convencidos de que el capitalismo necesitaba una base moral integrada por una serie de virtudes: laboriosidad, cumplimiento de las promesas, tolerancia, emulación, pacifismo... Virtudes que no son en absoluto ajenas al cristianismo: como vimos ocurría con el liberalismo político, la economia de mercado sólo podia surgir en el Occidente cristiano, pues sólo allí existía el sustrato cultural necesario para ello.

La mentalidad antiliberal asocia la economía de mercado con la codicia y la voracidad consumista. Sin embargo, el tipo humano de empresario que hizo posible el despegue del capitalismo se caracterizaba más bien por la austeridad, la disciplina, la capacidad para el aplazamiento de la gratificación... Max Weber. en su obra clásica "La ética protestante y el espíritu del capitalismo", habló del «ascetismo mundano» como uno de los rasgos definitorios de los «capitanes de industria» que impulsaron la revolución industrial: su vida privada se caracterizaba por la discreción y la fiugalidad. 

En el libro, Weber escribió que el capitalismo en Europa del Norte evolucionó cuando la ética Protestante (particularmente Calvinista) influyó en un gran número de personas para que se dedicaran al trabajo en el mundo secular, desarrollando empresas y participando en el comercio y la acumulación de riqueza para la inversión. En otras palabras, la Ética protestante del trabajo fue una fuerza importante detrás del surgimiento no planificado y descoordinado del capitalismo moderno.​ En su libro, además de los calvinistas, Weber también habla sobre los luteranos (especialmente pietistas, pero también señala diferencias entre luteranos tradicionales y calvinistas), metodistas, bautistas, cuáqueros y Moravos (refiriéndose específicamente a la comunidad basada en Herrnhut bajo la dirección espiritual de Count von Zinzendorf. En 1998, la Asociación Internacional de Sociología enumeró este trabajo como el cuarto libro sociológico más importante del siglo xx, después de Economía y Sociedad de Weber, Mills La imaginación sociológica, y Teoría social y estructura social de Merton.​ Es el octavo libro más citado en ciencias sociales publicado antes de 1950.
La devoción religiosa, sostiene Weber, suele ir acompañada de un rechazo de los asuntos mundanos, incluida la búsqueda de riquezas y posesiones. Para ilustrar su teoría, Weber cita los escritos éticos de Benjamin Franklin:

Recuerde que "el tiempo es dinero". El que puede ganar diez chelines diarios con su trabajo y se va al extranjero o se queda desocupado la mitad de ese día, aunque gaste sólo seis peniques durante su diversión o su ocio, no debe considerar "ese" el único gasto; realmente ha gastado, o más bien tirado, cinco chelines además. [...] Recuerde que el dinero es la "naturaleza prolífica y generadora". El dinero puede engendrar dinero y su descendencia puede engendrar más, y así sucesivamente. Cinco chelines convertidos son seis, convertidos de nuevo son siete y tres peniques, y así sucesivamente, hasta que se conviertan en cien libras. Cuanto más hay, más produce en cada giro, de modo que las ganancias aumentan cada vez más rápido. El que mata una cerda reproductora, destruye toda su prole hasta la milésima generación. El que asesina una corona, destruye todo lo que podría haber producido, incluso decenas de libras.

Weber señala que esta no es una filosofía de mera codicia, sino una declaración cargada de lenguaje moral. De hecho, Franklin afirma que Dios le reveló la utilidad de la virtud.
Para enfatizar la Ética del trabajo en el protestantismo en relación con los católicos, señala un problema común que enfrentan los industriales cuando emplean trabajadores precapitalistas: los empresarios agrícolas intentarán alentar el tiempo dedicado a la cosecha ofreciendo un salario más alto, con la expectativa de que los trabajadores vean el tiempo dedicado al trabajo como más valioso y, por lo tanto, participen más tiempo. Sin embargo, en las sociedades precapitalistas, esto a menudo da como resultado que los trabajadores gasten "menos" tiempo en la cosecha. Los trabajadores juzgan que pueden ganar lo mismo, mientras pasan menos tiempo trabajando y tienen más tiempo libre. También señala que las sociedades que tienen más protestantes son las que tienen una economía capitalista más desarrollada.

Si hubiese prevalecido la actitud de consumismo hedonista que la gente suele asociar con el capitalismo, nunca hubiera sido posible la fonnación del capital necesario para las grandes inversiones. La previsión y el autocontrol constituyen asi el núcleo de una ética burguesa que incluirá también una serie de virtudes conexas: la valoración del mérito y el esfuerzo (el aristócrata se enorgullecía de su estirpe [o sea, de los supuestos méritos de sus antepasados]; el burgués se enorgullece de lo que ha conseguido él mismo); la valoración de la instmcción (en contraste, de nuevo, con una aristocracia que hasta el siglo XIX se jactaba de no necesitar estudiar); el culto al trabajo, en contraposición a la idealización aristocrática del ocio; el orden, la limpieza, la pulcritud en el vestir y el hablar; la decencia sexual... El mundo burgués es el mundo aseado y mesocrático de los interiores de Vermeer y otros pintores holandeses del XVII. No es en absoluto el peor de los mundos (y no es uno que el cristianismo pueda despreciar).

Esa Holanda del XVII ilustra también muy bien la conexión entre el capitalismo y la virtud de la tolerancia: en efecto, los Países Bajos fueron unos adelantados tanto en el desanollo del comercio intemacional como en la práctica de la libeltad de cultos y la acogida generosa a grupos perseguidos por su religión (judíos hispanopoltugueses, hugonotes, etc.: España y Francia se perjudicaron económicamente con la expulsión de esas minorías, en tanto que Holanda se benefició acogiéndolas). Una vez más, esto no es casualidad: la lógica del mercado empuja a abrir los intercambios a cuantas más personas mejor, cualesquiera que sean sus creencias o etnia; el mercado es de suyo tolerante y favorecedor de la tolerancia. «Para el progreso del comercio —escribia William Petty en 1670— debemos ser tolerantes en cuestiones de opinión»; y Montesquieu en 1748: «el comercio es la cura para los prejuicios más destructivos».

Otra virtud que es a la vez causa y efecto del mercado libre es la mansedumbre (y su fruto politico-internacional: la paz). Cuando la riqueza es concebida como un «juego de suma cero» (una tarta de tamaño fijo, en la que sólo puede variar la cuantia de las porciones repartidas), la única forma de enriquecerse es expoliar a otros (la propia porción sólo podrá crecer si mengua la de los demás): en ese contexto, las guerras de conquista y depredación resultan racionales. Pero el capitalismo implica la superación de la «suma cero» por medio de los intercambios voluntarios beneficiosos para ambas partes: nadie compra o vende algo si no estima que «le sale a cuenta». Los intercambios con mutuo beneficio permiten que la tarta crezca constantemente, de tal forma que uno e Incrementar su porción sin morder en la del otro. En ese nuevo marco, la decisión de atacar al prójimo para arrebatarle sus bienes se vuelve cada vez más improbable: en lugar de guerrear con el vecino, es preferible comerciar con él. Benjamin Constant lo expresó así a principios del XIX:
«Hemos alcanzado finalmente la era del comercio, una era que sustituirá necesariamente a la de la guerra. La guerra y el comercio son dos medios diferentes para alcanzar el mismo fin: poseer lo que se desea. El comercio es  [...] un intento de obtener por medio del acuerdo mutuo aquello que uno ya no puede esperar obtener mediante la violencia [...]. Es claro que, cuanto más prevalezca la tendencia comercial, más débil se hará la tendencia a la guerra». 
La guerra y el libre mercado son incompatibles: el comercio sólo puede prosperar en un contexto pacífico. El vinculo entre paz y capitalismo fue percibido por muchos clásicos de la modemidad. Kant lo formuló en estos términos:
«Asi como la naturaleza separa, sabiamente, a los pueblos así también los une de otra forma por medio del provecho reciproco. Se trata del espíritu comercial [Handelsgeist]; que no puede coexistir con la guerra y que, más pronto o más tarde, se apodera de todos los pueblos. Como el poder del dinero es, en realidad, el más fiable de todos los poderes los Estados se ven obligados a fomentar la noble paz (ciertamente, no por impulsos de la moralidad) y a evitar la guerra por medio de negociaciones  [...]».

Ya Montesquieu habia escrito que «la paz es el efecto natural del comercio», y Thomas Paine, que «si se permitiera que el comercio actuara en la medida universal de que es capaz, extilparía la guerra». Ya en el siglo XX, Joseph Schumpeter sostuvo que el espiritu mercantil es incompatible con el imperialismo, y que la expansión colonial de las potencias europeas en el XIX se debió a resoltes ideológicos precapitalistas: ideas como la superioridad racial-cultural («carga del hombre blanco»: Kipling) o el prestigio nacional, ajenas al universalismo liberal; los países europeos, según Schumpeter, se embarcaron en la empresa colonial porque el capitalismo aún no había tenido tiempo de conformar suficientemente las mentalidades (en contra de lo que se suele pensar, los imperios coloniales del XIX resultaron económicamente muy poco rentables). Y Michael Doyle, partiendo de un análisis exhaustivo de las guerras de los últimos dos siglos, ha podido defender la tesis: «las naciones liberales no se hacen la guerra entre sí»; por tanto, en el momento en que la democracia liberal sea implantada en todos los países, las guerras interestatales deberían cesar para siempre; esto se corresponde con una gran intuición de Kant en La paz perpetua: él sostuvo que la paz internacional depende de la expansión de la forma de gobiemo «republicana» [liberal].

- La razón por la que la mentalidad antiliberal insiste en ver el capitalismo como inmoral es el papel central que juega en él la búsqueda del beneficio propio. Pero vimos ya que por «beneficio propio» había que entender, no el interés estrictamente individual, sino también, al menos, el de la familia del emprendedor. Y no se ve por qué la pretensión de mejorar la propia situación y la de sus hijos deba ser tenida por «inmoral»: está tan arraigada en la naturaleza humana, que Cristo nos ordenó que amáramos al prójimo como a nosotros mismos (dando por supuesto e inerradicable, por tanto, el amor propio); también en el «no robarás» del Decálogo está implícita una justificación de la propiedad privada (o sea, del afán de lucro).  Este enraizamiento antropológico del autointerés hace inviable cualquier sistema económico que apele primariamente a resoltes motivacionales distintos: por ejemplo, el socialismo. El hombre sólo desarrolla al máximo sus capacidades cuando espera extraer de ello un beneficio.

El afán de lucro, por tanto, no es malo de suyo (al menos, mientras no se convierta en el único norte de la vida); la clave está en cómo se busque el lucro. Y la gran viltud del sistema de mercado estriba en que obliga a buscarlo sirviendo a los demás. En efecto, triunfa en el mercado aquél que consigue ofrecer a los demás bienes y servicios que satisfacen sus deseos a un precio razonable; el mercado recompensa la eficacia en la satisfacción de necesidades de otros. Ciertamente, la motivación del agente económico no es desinteresada; pero el mercado transmuta la búsqueda del propio interés en servicio a los demás (es lo que Adam Smith intentó simbolizar con la célebre metáfora de la mano invisible): aunque la intención no sea altruista, el resultado final sí lo es. El panadero y el camicero se esfuerzan en complacemos, no por benevolencia, sino porque buscan incrementar sus beneficios. Uno es mejor servido cuando el lucro de quien nos atiende está en juego (¿dónde somos mejor tratados: en unos grandes almacenes o en la ventanilla de una oficina pública?).

El beneficio privado, por tanto, es irremplazable como resolte motivacional que impulsa al agente económico a dar lo mejor de si mismo, a Innovar, a experimentar, a arriesgar, a intentar satisfacer lo más eficazmente posible necesidades de otros. Casi todos los inventos que han mejorado la vida de la humanidad en los últimos dos siglos del automóvil al avión; del teléfono a la televisión procedían de particulares o empresas privadas que buscaban el lucro. Pero, además, los beneficios vienen a ser un sistema natural de regulación económica, que premia a las inversiones eficientes y penaliza las ineficientes. La obtención de beneficios es un indicador que confirma que una empresa ha acertado con una combinación de factores productivos que permite satisfacer necesidades de los consumidores. En cambio, las pérdidas indican que algo no se está haciendo bien: el precio que se pide es demasiado alto, los salarios que se pagan son excesivos, los métodos empleados en la producción no son eficientes, el producto no satisface al público, etc. 

La encíclica Centesimus annus reconoció esta función orientadora del beneficio:

«La Iglesia reconoce lajusta función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente» (Centesimus annus, 35).

- Este papel central de la búsqueda del beneficio en la sociedad de mercado no implica, sin embargo, que no haya espacio para la caridad y el don gratuito. De nuevo, interesa recordar que el homo oeconomicus (insensible a cualquier consideración que no sea la maximización del beneficio) es una caricatura antiliberal. En EEUU más liberal que Europa el ciudadano dona anualmente a obras de caridad bastante más que el europeo medio (de hecho, los norteamericanos son el pueblo más generoso del mundo según el World Giving Index 2011). Cabe afirmar, pues, que en una sociedad liberal hay más espacio para la caridad que en una sociedad socialista. Pues uno de los rasgos definitorios de la caridad es su carácter voluntario; el Estado del Bienestar sustituye la limosna (libre) por los impuestos (coactivos). La redistribución socialdemócrata implica la estatalización, burocratización y despersonalización de la caridad. En sociedades con alta presión fiscal, el impulso filantrópico disminuye: ¿para qué dar limosna, si el Estado-padre se ocupa ya de los necesitados? La encíclica Centesimus annus denunció esta «usurpación» de la función asistencial por el Estado como una violación del principio de subsidiariedad:

«En este ámbito [la asistencia a los necesitados] también debe ser respetado el principio de subsidiariedad Una estructura social de orden superior no debe interfenr en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad [...]. Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos» (Centesimus annus, 48).

- El capitalismo despegó y triunfó gracias a un sustrato moral-cultural que procedía en buena parte del cristianismo. Ese sustrato, sin embargo, está hoy muy erosionado. Puede haber contribuido a ello, paradójicamente, el bienestar generado por la economía de mercado: el capitalismo puede estar «muriendo de éxito». Esta capacidad de autodestmcción fue ya analizada por Joseph Schumpeter y Daniel Bell. La ética del trabajo, el ahorro y el cumplimiento de los contratos hizo posible la explosión de prosperidad capitalista... y el exceso de prosperidad termina volviéndose contra esa ética. Termina llegando una generación que da por supuesto el nivel de bienestar heredado de sus disciplinados antepasados, considerándolo «natural» e ineversible (es decir, olvidando que esa riqueza es fmto del trabajo y el ahono).

Ortega y Gasset supo intuirlo con prodigiosa clarividencia ya en 1930; ve a los «hombres-masa» del siglo XX como «niños mimados» que dan por supuesto sin más el patrimonio material [riqueza] y civilizacional [libertades] heredado del XIX, olvidando que tiene unas raíces morales: «[E]l hombre vulgar, al encontrarse con ese mundo técnica y socialmente tan perfecto, cree que lo ha producido la naturaleza, y no piensa nunca en los esfuerzos geniales de individuos excelentes que supone su creación. Menos todavía admitirá la idea de que todas estas facilidades siguen apoyándose en ciertas dificiles virtudes de los hombres, el menor fallo de los cuales volatilizaría rápidamente la magnífica construcción».

Tarde o temprano, llega una generación más preocupada por la autorrealización narcisista que por invertir, producir y dejar un patrimonio a los hijos (entre otras cosas, porque ya no se tienen apenas hijos); una generación que se cree protegida frente a cualquier contingencia (vejez, enfermedad...) por un Estado del Bienestar todopoderoso, y ha perdido por tanto el instinto del ahorro y la previsión. No es éste el lugar para un análisis detallado de la génesis de la crisis económica actual; recordemos, sin embargo, que se ha tratado básicamente de un problema de sobreendeudamiento público y privado. Las deudas de las familias españolas pasaron de 320.000 millones de euros en 2001 a 870.000 millones en 2007. 
La gente parece haber perdido esa capacidad de aplazamiento de la gratificación que, como vimos, está en la base de la ética del capitalismo.

- Ahora bien, la erosión de la base moral-cultural del capitalismo no se debe sólo a la prosperidad generada por éste; también procede de la interferencia
estatal en la vida económica: una interferencia teóricamente dirigida a «corregir los fallos del mercado» y garantizar la justicia social. El Estado no genera riqueza por si mismo: lo único que puede hacer es quitar dinero a algunos para entregárselo a otros; mediante la fiscalidad progresiva, grava a los que ganan más y transfiere renta (bajo la fonna de prestaciones monetarias directas o servicios públicos gratuitos) a los que ganan menos; y también transfiere dinero de los contribuyentes a sectores subvencionados (que, por no ser rentables, no sobrevivirían en un mercado no intervenido). 

Esta intervención del Estado en la economía no ha dejado de crecer en todo el siglo XX y XXI; resulta irónico que los anti-mercado hablen de «capitalismo salvaje», «orgía ultraliberal», etc., cuando el porcentaje de PIB absorbido por el Estado no ha dejado de incrementarse en las últimas décadas (aunque lo haga a un ritmo inferior al de décadas anteriores). El gasto público pasó en España de 263.000 millones de euros en 2001 a 412.000 millones en 2007: un incremento del 60% en sólo siete años. Desde 2007, ya en plena crisis, todavía ha crecido un 10% más.

El impacto moral de esta intervención masiva del poder político en la economía es claro: como indica el padre Robert Sirico, «convierte una sociedad de creadores de riqueza en una sociedad de tomadores de riqueza», 85. convierte una sociedad de productores en una sociedad de subsidiados. En lugar de intentar conseguir beneficios vendiendo a los demás bienes y servicios que estos aprecian, el sujeto aspirará a beneficiarse de alguna de las transferencias coactivas de renta puestas en práctica por el Estado socialdemócrata. En lugar del beneficio mercantil, buscará el subsidio estatal. Pero un buscador de subsidios no necesita ninguna de las virtudes capitalistas clásicas (laboriosidad, innovación, riesgo, ahorro, tolerancia...). A diferencia del intercambio voluntario y mutuamente beneficioso que tiene lugar en el mercado, la rebatiña por las rentas coactivamente extraídas por el Estado a los contribuyentes si es un juego de suma cero: el subsidio que yo me llevo es dejado
 
de percibir por algún otro beneficiario potencial. Por tanto, las actitudes morales que se desarrollen en un contexto así serán distintas: en lugar de esforzarse por ofrecer bienes y servicios valiosos, habrá que procurar aparecer como victima necesitada de la ayuda estatal (en lugar del concurso de méritos, «concurso de deméritos»); en lugar de ver al otro como un cooperador en el mercado, se le verá como un rival en la lucha por el botín de los subsidios públicos. La redistribución socialdemócrata polariza y enfrenta a la sociedad, dividiéndola en grupos de interés (lo que Mancur Olson llamó «coaliciones distributivas») que compiten por el favor del Estado.

Esta dependencia respecto al subsidio público resulta especialmente corrosiva de la virtud capitalista del ahorro y la previsión. En efecto, se extiende la percepción (infundada) de que el Estado posee recursos ilimitados (y si no los tiene, debe «gravar más a los ricos»). Por consiguiente, se exigen más y más prestaciones  presentadas como «derechos sociales» a un Estado ya hipertrofiado. Las consideraciones de administración sensata que uno aplicaría a su propio patrimonio, no se aplican cuando se trata de «lo público»: si el Estado no tiene recursos suficientes, debe endeudarse (así lo recomendó el propio Keynes: las deudas se pueden diferir hacia un «largo plazo» indefinido, «y en el largo plazo, todos estaremos ya muertos»). La mentalidad general es: «quiero «mi derecho» [a sanidad, educación, pensiones, niveles salariales altos impuestos por el Estado a las empresas, etc.]; y si no hay dinero, que paguen otros [«los ricos», los inversores internacionales, las generaciones futuras...]». 

La prevalencia de esta mentalidad se aprecia, por ejemplo, en la enorme impopularidad de la politica de recolte del déficit público, escarnecida como «antisocial» por la izquierda y la extrema derecha; la extraordinaria resistencia de los europeos a medidas como la flexibilización del mercado laboral, el retraso de la edad de jubilación, el copago Y esta voracidad intransigente del ciudadano (incapaz ya de manejar un horizonte temporal largo) converge, trágicamente, con otra no menos irresponsable de unos políticos que, preocupados exclusivamente de las elecciones siguientes, responden a la demanda con más y más «derechos» (y por tanto, más y más gasto y endeudamiento). El astronómico incremento del gasto público español en la última década es la mejor pmeba de ello: una lluvia de infraestructuras deficitarias, aeropueltos fantasma, ordenadores en las escuelas, nuevos subsidios... con los que los políticos intentan comprar los votos, desentendiéndose de la viabilidad del pais a quince o veinte años vista. La maldición que pesa sobre Europa es que parece imposible que un político pueda hoy ganar las elecciones con un mensaje como: «reduciré las prestaciones públicas para dejar a nuestros hijos un pais viable, sin déficit ni deudas».

- La raíz de la crisis económica es, al final, de carácter espiritual y moral: está muy relacionada con las creencias metafisicas y la concepción del hombre. El coltoplacismo es coherente con el materialismo: SI no somos más que una carambola de la química del carbono y la muerte es el final absoluto de la conciencia, resulta lógica la actitud de «comamos y bebamos, que mañana moriremos» que, como hemos visto, subyace al hiperendeudamiento y a la resistencia a las reformas. Al europeo post-religioso no le importa que el sistema sea inviable a 50 años vista: le basta que aguante aún los 20 0 30 que a él le puedan quedar de vida.
El sustrato moral del que se alimentaba el capitalismo era de raíz cristiana. La secularización es un grave problema para el capitalismo. Cabe conjeturar que el sistema no recuperará el vigor de antaño si no se produce una recristianización de Europa (o, al menos, si los europeos no reencuentran un ideal que vaya más allá de «disfrutemos lo más posible los años que nos queden»). La Iglesia, por tanto, tiene aún un gran papel que jugar en el futuro del continente. Pero sólo podrá jugar ese papel si actualiza su pensamiento económico y abandona prejuicios anticapitalistas.

- Creo que la Iglesia (como, por otra parte, la sociedad en general) ha sido un tanto injusta en su valoración del mercado. El obstáculo que entorpece una estimación más ajustada del capitalismo es, una vez más, su propio éxito, que termina siendo dado por supuesto y, por consiguiente, deja de agradecérsele. Es preciso tener presente que, durante miles de años, la humanidad apenas se había elevado por encima del nivel de subsistencia; la liberalización económica que tiene lugar a partir de finales del XVIII es lo que permitió el formidable salto de productividad de la revolución industrial. Se asocia el siglo XIX con niños en las minas y miseria dickensiana pero lo cierto es que fue el siglo en que el capitalismo hizo posible que los salarios reales de los trabajadores se multiplicaran por cuatro, y en el que, por consiguiente, se alargó en dos decenios la esperanza de vida, se redujo extraordinariamente la moltalidad infantil, etc. 
Es paradójico que fuera Marx el enemigo mortal del capitalismo quien abriese el Manifiesto Comunista reconociendo lealmente los éxitos del sistema que se proponía destruir (pues, en su opinión, el socialismo iba a conseguir proezas aún mayores):

«La burguesía, en su reinado de apenas un siglo, ha creado fuerzas productivas más masivas y colosales que todas las generaciones precedentes juntas. Sujeción de la naturaleza a las fuerzas del hombre, maquinaria, aplicación de la química a la industria y la agricultura, navegación a vapor, ferrocarriles, telégrafo eléctrico, roturación de continentes enteros para el cultivo, canalización de rios... ¿qué siglo anterior habia tenido siquiera el atisbo de que tales fuerzas productivas pudieran surgir del esfuerzo de la sociedad?». «[La burguesía] Ha logrado prodigios mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas».

El problema del capitalismo es que la época precapitalista queda ya dos siglos atrás, y que su altemativa (el socialismo) se hundió en 1989: no le restan rivales con los que ser comparado. Y es un problema porque el capitalismo sale indudablemente vencedor de cualquier comparación. Precisamente porque sus rendimientos son reales y tangibles, el capitalismo parece prosaico y carece del prestigio mágico de lo utópico, de los ideales eternamente inasibles. Como ocurre siempre, tendemos a no valorar suficientemente lo que ya tenemos:

«De todos los sistemas económicos que han conformado nuestra historia, mnguno ha revolucionado tan enormemente las expectativas del hombre común alargando la vida, haciendo posible la eliminación de la pobreza y el hambre, expandiendo la gama de opciones vitales reales como el capitalismo democrático.  Ninguno ha producido un sistema equivalente de libertades. Ninguno había aflojado tanto los grilletes del estamento, el rango, la inmovilidad social_ Ninguno había valorado tanto al individuo» (Michael Novak).

Se le reprocha al capitalismo que permita desigualdades: es la principal acusación de Rerum novarum y Quadragesimo anno. Se pierde de vista que, para que haya algo que distribuir, antes hay que producir: la crítica anticapitalista ataca el aspecto distributivo, olvidando agradecer al mercado su enorme productividad (e ignorando también que, si se le pide al sistema lo imposible igualdad socio-económica se destruirá el mecanismo generador de riqueza: se matará la gallina de los huevos de oro.

«Es una desgracia que tan pocos teólogos y lideres religiosos comprendan la economía, la industria: la producción: el comercio y las finanzas. Muchos parecen atrapados en modos precapitalistas de pensamiento. Pocos entienden las leyes del desarrollo, el crecimiento y la producción. Muchos reducen precipitadamente toda moral a la ética de la distribución. Exigen empleos sin entender cómo se crean los empleos. Exigen una mejor distribución de los bienes del mundo sin entender cómo puede incrementarse la riqueza del mundo. Desean los fines sin conocer los medios. Sus buenas intenciones podrían ser tomadas más en serio si fueran apoyadas por un estudio diligente de la ciencia 96 económica» (Michael Novak).

La prioridad, desde una perspectiva cristiana, debería ser la eliminación de la pobreza, no la imposición de igualdad social. El capitalismo exhibe un historial en este aspecto que ningún sistema puede igualar. No fue sólo en el siglo XIX: el mercado sigue rescatando hoy a millones de personas de la miseria. No es cierto el mito de «los ricos cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres»: cientos de millones de personas han escapado de la pobreza absoluta desde que 99 muchos países del Tercer Mundo (por ejemplo, la India a partir de 1991) adoptaron por fin el sistema de mercado, abandonando los experimentos socialistas, colporativistas y autarquistas, e incorporándose sin reservas a la globalización de los intercambios. Los países de Asia oriental y meridional, Hispanoamérica, incluso muchos de Africa, crecen a tasas que rondan el 6% u 8% anual, recortando así posiciones rápidamente respecto a los países ricos del Norte.

- Está aún por hacer al menos, en el mundo católico toda una teología del capitalismo. ¿No es Dios un emprendedor cósmico que como el empresario humano al hacer una inversión asume un riesgo (la desobediencia) creando seres libres, con la expectativa de obtener un bien mayor (criaturas que le amen voluntaria, conscientemente)? El emprendedor humano que arriesga, innova, crea riqueza... ¿no está aprovechando potencialidades dejadas por Dios en una creación deliberadamente incompleta, una creación abielta y «en proceso»? ¿No está colaborando con Dios en llevar la creación a su plenitud? ¿No resuena en la parábola de los talentos una invitación a la inversión, a la creatividad, incluso a la competición? Hay muchos otros pasajes bíblicos aprovechables: «Creced, multiplicaos y llenad la tierra»; «el que no trabaje, que no coma», etc.

- Sin embargo, no aspiro a que la eventual teología del capitalismo (hoy por hoy, casi inexistente) se convierta en «doctrina oficial» de la Iglesia. El gran teólogo Paul Tillich afirmó en 1957 que «todo cristiano coherente debe ser socialista», desde entonces, han hecho afirmaciones similares innumerables «teólogos de la liberación» (Ellacuria, Comblin, etc.). Creo que los católicos liberales no deberíamos caer en un error simétrico, sosteniendo que «todo cristiano coherente debe ser liberal». En realidad, parece muy razonable el giro «minimalista» que la doctrina social de la Iglesia empezó a esbozar en Centesimus annus (donde se reconoció claramente que «la Iglesia no tiene modelos [económicos] propios que ofrecer»). 
La Iglesia no puede sino señalar unos limites morales y unos objetivos generales a los sistemas socio-económlcos: debe ser respetada la dignidad humana (esto excluye, por ejemplo, la esclavitud, por «productiva» que pudiera ser), debe buscarse la promoción de los pobres, etc. Pero que la forma más eficaz der ayudar a los pobres estribe en una fuelte redistribución estatal (como creen los socialistas) o en el crecimiento general propiciado por la libertad económica y la iniciativa privada (como creemos los liberales) es una cuestión técnica que la Iglesia no tiene por qué zanjar, y en la que los católicos deberian poder discrepar de buena fe. No parece razonable que la Iglesia cuyo mensaje de salvación es universal y trasciende los contextos históricos vuelva a comprometerse de manera excluyente con modelos politicos o socio-económicos concretos. Ni siquiera con el liberalismo. 


DEFENSA CRISTIANA
del 
LIBERALISMO

VICENTE ALEJANDRO GUILLAMÓN

¿Es posible ser católico y liberal sin padecer algún tipo de esquizofrenia ideológica? Vicente Alejandro Guillamón aborda el complejo y con frecuencia turbio mundo de la política en clave liberal y a la vez cristiana, dos enfoques considerados habitualmente como antagónicos. ¿Qué son la política, la soberanía, el poder o la autoridad? ¿Qué es el Estado? ¿Qué líneas de actuación no hay que permitirle traspasar? ¿Es lo mismo democracia que liberalismo? ¿Qué valores superiores deberían regir las sociedades democráticas? ¿Cuál es el papel de la Iglesia católica en ellas? He aquí algunas de las preguntas a las que el autor responde en términos claros y brillantes, apoyados en numerosos ejemplos históricos. «La cuestión es apremiante y el autor la aborda desde una perspectiva: no existe una contradicción insalvable entre la fe y el liberalismo». Carlos Rodríguez Braun.

PRESENTACIÓN

El Estado lo invade todo. Y no sólo lo invade, sino que para mantener su gigantismo avasallador, nos ex­prime con impuestos depredadores. Y con el Estado nos inunda la política, entendida por los estatistas como un instrumento para imponer a los ciudadanos, considerados súbditos, ideologías con frecuencia laicistas o claramente ateas de corte autoritario o sectario, elaboradas, a veces,en oscuros obradores ocul­tos a las miradas ajenas.

Por tanto, hablar del Estado y de política es referirse al tema predominante, frecuentemente abrumador, en la esfera pública y en los medios informativos. En ocasiones da la impresión de que no existen otros asuntos que puedan interesar a las gentes. Sin embargo, las personas corrientes viven de modo muy diferente los avatares políticos. Sus preocupaciones tienen, de ordinario, un carácter bien dis­tinto: el empleo, las enfermedades personales o familiares, el óbito de un ser querido, los problemas económicos, los estudios propios o de los hijos, su educación, la vivienda, la hipoteca, los roces domésticos, los desencuentros afectivos, las rupturas matrimoniales o de «pareja»,las frustraciones personales, la ru­tina o la tensión laboral, las vacaciones, los accidentes de tránsito de personas allegadas, la inseguridad ciudadana, el terrorismo y, para no pocos, las cuestiones morales y religiosas. 

En fin, mil y una inquietu­ des, o desdichas, o alegrías que afectan a quien más y a quien menos. Sin embargo,la gran mayoría de las personas reconocerían, si les preguntáramos, que la política es muy importante y que puede condicionar poderosamente su existencia, para bien o para mal, más bien lo segundo, según se oriente aquella de una u otra manera.
Pese a su indiscutible trascendencia y efectos invasores, resulta sorprendente que la política esté, con más frecuencia de lo deseable, en manos de aficionados, de novicios, que aprenden el «ofi­cio» en la refriega diaria, la controversia entre partidos o dentro del mismo partido y en el activismo polí­tico. Bueno, es una manera práctica de aprender, un hacerse a sí mismo en la brega, de ejercitarse me­ diante el ejercicio, pero me temo que en muchos casos sin una mínima base teórica, sin preparación para saber hacia dónde se quiere ir y, en algunos, sin convicciones sólidas o, lo que es peor, sin principios éticos.

Las anteriores consideraciones -y otras más que podrían añadirse-me animan a ofrecer este tra­tado básico, manual, compendio, «catecismo» -por su formato de preguntas y respuestas- o manifiesto de teoría política, que de todo tiene y no poco, fruto de múltiples lecturas, de toda una vida dedicada al periodismo, lo que me ha permitido observar de cerca los entresijos del poder y a los personajes que en él se mueven; de un número incalculable de horas perdidas en los más diversos enredos políticos, santos o pecadores, según se mire, y de muchos ratos pasados en bibliotecas a la búsqueda de datos y precisiones, aparte de la cantidad de tiempo sentado frente al ordenador dando salida a mis reflexiones. 

No se trata, pues, de un trabajo improvisado, escrito al calor de debates más o menos coyunturales, sino que su ger­ men viene de atrás, de muy atrás, al menos desde 1975 en que publiqué un primer libro sobre estos te­mas titulado "La política al desnudo", aunque antes ya había defendido, en otro libro de 1962, la libertad sindical en plena época de los sindicatos verticales, únicos y de afiliación obligatoria. Debido a la situa­ción de entonces lo tuve que vender personalmente de tapadillo y exportarlo sobre todo a los sindicatos de orientación cristiana de Hispanoamérica. 

En 1997 insistí con un nuevo título, Neopersonalismo cris­ tiano, editado por San Pablo, en el que desarrollo «una teoría para la participación de los cristianos en la vida pública», publicitado y vendido únicamente en librerías y medios religiosos. Posteriormente escribí un largo prólogo y epílogo para el libro-crónica de Enrique de Angulo sobre la sublevación independen­tista de los nacionalistas catalanes en octubre de 1934, asociada a la revolución de Asturias y otros pun­tos de España, primer acto de la guerra civil, que editó Encuentro bajo el título de "Diez horas de Estat Ca­talá". 

Por último, en 2006, publiqué en Libros Libres una historia del período republicano titulada El caos de la II República, y en 2009, también en LibrosLibres, Los masones en el gobierno de España. Como puede verse, toda una lista de textos sobre cuestiones políticas. Ahora vuelvo a la tarea con este nuevo trabajo, abriendo la perspectiva a todo el fenómeno político, examinado desde una cierta óptica liberal, en tanto que idea matriz de la democracia moderna y defensora de las libertades personales, opuesta al expansio­nismo estatista.

Soy consciente de que el liberalismo fue, históricamente, enemigo de la Iglesia católica y rival de las corrientes políticas afines al cristianismo. Aún hoy, muchos fieles de nuestra Iglesia siguen conside­rando, o poco menos,que «el liberalismo es pecado», como tronaba a finales del siglo XIX aquel famoso sa­ cerdote de Sabadell, mosén Félix Sardá y Salvany, según expondré en su momento. No obstante, por mucho que hoy nos parezca exagerada aquella condena tan sumaria, hay que reconocer que el liberalismo se portó siempre, desde su entrada en la escena política, hacia los años 30-40 del ya citado siglo XIX, como un elefante en una cacharrería frente a las tradiciones religiosas. Pero no tanto por la propia ideología li­beral, que con ciertos matices pueden asumir perfectamente las personas de fe, como explico en su de­bido lugar, sino porque desde sus inicios, los partidos liberales fueron madriguera y trinchera de las dis­tintas obediencias masónicas, por definición anticatólicas, desde las cuales combatieron, en todo tiempo y lugar, a la Iglesia, sus dogmas e instituciones. Ahora el masonismo, sin abandonar del todo a ciertos partidos liberales tradicionales, se ha infiltrado hasta dominarlos, en los partidos socialistas o social-de­ mócratas, actualmente muy beligerantes con el cristianismo, en particular el dependiente de Roma. Sin embargo, la gran solución política frente al estatismo laicista-ateo que nos invade por todas partes y nos oprime, consistiría en un movimiento de espíritu liberal, liberado él mismo de connotaciones secularis­ tas masónicas, e imbuido de humanismo cristiano. 

En definitiva, este libro, siendo de algún modo un ma­ nual de teoría política, está orientado a formular unas bases sólidas que permitan hacer frente, con argu­mentos objetivos, a los enemigos tanto de la Iglesia como de la libertad y la autonomía del individuo, hoy amenazadas por las nuevas ideologías sutilmente totalitarias del pensamiento único.
De todos modos no he redactado estas páginas pensando en los profesionales de la política, o no principalmente en ellos, ya que doy por sentado que seguramente no necesitan -o acaso no acepten- lecciones ni aportaciones de nadie, sino en aquellos lectores interesados en un hecho social que tanto nos afecta a todos y que tanto nos agobia y condiciona.

Aclarado lo anterior, paso a exponer el contenido de este «catecismo», tratado o manual. Una simple ojeada al índice del libro permite descubrir rápidamente su alcance y utilidad para conocer el terreno que se pisa en las arenas movedizas de la política. Que quienes están acomodados en el poder in­ tenten a veces vendernos la burra ciega o el «tocomocho», eso hay que tenerlo por sabido; pero que noso­tros no procuremos defendernos de la ofensiva manipuladora mediante un cierto acopio de documenta­ción, ello sería menos comprensible. En la medida que pretendamos ser personas libres en una democra­cia plural, como nos demanda nuestra dignidad humana y exige el estatus de ciudadano, no tenemos otro remedio que equiparnos con los conocimientos indispensables para no naufragar en medio de las turbulencias. 

En todo caso, ¿a quién no le interesa averiguar en un momento dado, qué es en realidad la política, si tiene límites o debe tenerlos, y qué sentido hemos de dar a palabras como autoridad, poder, so­beranía, etc.? ¿O qué es el Estado, o cuáles son sus funciones, o hasta donde debe llegar y desde dónde no debería pasar? ¿O de dónde viene el Estado democrático de nuestros días y cuál es la ideología que lo ha engendrado? ¿Es lo mismo democracia que liberalismo? ¿O qué es el Estado de derecho, o el de bienestar?
¿O qué importancia tienen los distintos sistemas electorales? También, ¿qué valores superiores rigen, o tendrían que regir, las sociedades democráticas? ¿Cuáles son los motores del progreso, y las leyes socio­ políticas de alcance universal que debemos seguir si queremos progresar? En fin, ¿cuál es la ética de vali­dez general que debería conformar las sociedades pluralistas? ¿Cuál es el papel de la Iglesia en esta clase de sociedades? Incluso, ¿hasta dónde llega la participación ciudadana?

Al copioso número de preguntas que surgen en torno a los asuntos apenas enunciados en estas líneas y que se relacionan con mayor detalle en el índice, se intenta responder de una manera refle­xiva e ilustrada con numerosos ejemplos históricos, para hacer de su lectura o consulta un grato reco­rrido por grandes episodios delvacilante caminar del hombre y el dramático gobierno de las naciones. Di­cho todo en un lenguaje apropiado pero claro, entretenido y asequible a cualquier clase de lector. El autor, con muchísimos años dedicado a las tareas informativas, aspira sobre todo a prestar un servicio o echar una mano a las personas interesadas en estos temas, ofreciendo argumentos para la resistencia y el contraataque a las agresiones del estatalismo rampante y las maniobras del laicismo que intenta imponer sus doctrinas sectarias a toda la sociedad, en una nueva versión de dictadura cultural.
PRÓLOGO

No hay un catecismo liberal, quiero decir, no hay libros publicados con este título. Aunque es evidente que el autor del presente volumen utiliza la expresión catecismo en su segunda acepción de acuerdo a la Real Academia Española -«Obra que, redactada frecuentemente en preguntas y respuestas, contiene la exposición sucinta de alguna ciencia o arte»- es posible que la ausencia de catecismos liberales tenga que ver con la primera y más habitual acepción de la palabra: «Libro de instrucción elemental que contiene la doctrina cristiana, escrito con frecuencia en forma de preguntas y respuestas».

Las relaciones entre liberalismo y cristianismo han sido históricamente tensas y por razones justificadas. Los liberales decimonónicos cometieron dos errores trágicos vinculados a la religión. Uno de ellos fue considerar que toda la propiedad privada era legítima salvo la de la tierra. Esta equivoca­ción, de larga data en el pensamiento liberal, puesto que proviene de Locke, si no es aún más antigua, res­paldó los procesos desamortizadores que tuvieron lugar en España y otros países, y que afectaron singu­larmente a las grandes propietarias que eran entonces las Iglesias y órdenes religiosas. Visto en perspec­tiva, resulta increíble que distinguidos liberales -como nuestro Flórez Estrada, por ejemplo, y tantos otros- cayeran en la ingenuidad de creer que el Estado podía gozar de permiso, e incluso de vítores, para arrancar una parte de los bienes de la sociedad pero que una vez culminado el proceso expropiador se contendría mansamente conforme a los cánones liberales del poder limitado y no proseguiría con sus usurpaciones. 
En realidad esto último fue lo que sucedió al cabo de no mucho tiempo, cuando los Estados dejaron de perseguir a los terratenientes civiles y eclesiásticos y se lanzaron hacia otras presas mucho más fecundas, como el fruto del trabajo de los ciudadanos, justamente una fuente de fiscalidad que el li­beralismo decimonónico consideraba intocable y velada a la Hacienda Pública.

El segundo error de los liberales, típico del racionalismo ilustrado, fue creer que el princi­pal enemigo de la educación libre era la Iglesia, con lo que alentaron un proceso letal que privó en efecto a los religiosos de su preponderante papel educativo y se lo entregó al Estado, precisamente el enemigo de la libertad cuya acción los liberales presumían de querer y poder restringir. En este aspecto crucial no sólo no lo consiguieron sino que lograron el efecto contrario: toda la educación pasó a ser dirigida y con­ trolada por el Estado, con un grado de coacción tan elevado como aceptado. A nadie le llama la atención, por ejemplo, que la educación sea tan obligatoria como los impuestos que la sufragan, ni que los políticos y los legisladores manden completamente sobre ella.
En tales condiciones, la reacción defensiva de la Iglesia fue comprensible, por razones estrictamente religiosas e incluso de supervivencia como organización. Menos comprensibles resultan los liberales, que mantuvieron su recelo hacia la religión hasta muchos años más tarde, cuando ya resulta­ ban clamorosamente patentes los errores cometidos y tristemente irreversibles las incursiones del poder político que en nombre del progreso, e identificando con insidiosa destreza cristianismo y atraso, arrasa­ron con los derechos y las libertades de los ciudadanos. 

La democracia no sólo no detuvo el proceso, sino que lo aceleró, y los «socialistas de todos los paridos», como los llamó Hayek, llevaron la coacción del po­der hasta extremos que la literatura política clásica contemplaba dentro de las jus tificaciones de la resis­tencia incluso violenta ante una opresión tiránica. Sólo una ciudadanía adormecida con los cálidos consensos democráticos pudo y puede admitir sin mucho rechistar que le arrebaten una y otra vez bienes y libertades en nombre de lo público, esa nueva religión con la que los enemigos de la libertad han preten­dido sustituir a la antigua, pero que no invita a los creyentes a la voluntaria entrega individual a Dios sino que obliga a toda la población al sometimiento legitimamente forzado individual y colectivo ante el poder.

La Ilustración positivista y liberal no apreció de manera cabal el papel de las institucio­nes a la hora de proteger al ciudadano, instituciones en el sentido de «fortalezas privadas», como las de­ nominó Schumpeter, que operan de una forma políticamente trascendental, porque preceden al poder y por tanto lo contienen, lo que es básico para la libertad, puesto que ella no depende de la forma del poder sino de sus límites. Debilitadas esas fortalezas, esos frenos y contrapesos a la autoridad política y legisla­tiva, desde la religión hasta la propiedad privada, desde los contratos voluntarios hasta la moral, desde el matrimonio y la familia hasta el mercado, el proceso desemboca en una suerte de proletarización análoga a la que inventó Marx: el ciudadano queda solo frente al Estado sin defensa alguna y sin más alternativa que las que temió Kant: callar, obedecer y pagar.

Vicente Alejandro Guillamón aborda esta apremiante cuestión desde una perspectiva que gustará a los católicos liberales: la de que no existe una contradicción insalvable entre la fe y el libera­lismo. 
Cualquier cristiano,en efecto, puede compartir el rechazo del autor al control de los ciudadanos, al «gigantismo estatal y el agobiante dictado del Estado en demasiadas facetas de nuestra vida», a «la pica­resca y los efectos perversos del subvencionismo», al despilfarro del dinero de todos, o a «la dictadura sindical y el sectarismo ideológico en el mundo educativo». Cualquier liberal aplaudirá el énfasis en la volun­tariedad que subraya el autor en la religión, al rechazar tanto la religión obligatoria como el laicismo im­puesto, y lo secundará en el rechazo a la solidaridad forzada del Estado del Bienestar y a la corrupción moral del paternalismo político, y también en su aplauso a la iniciativa privada y al mercado, «el para­digma más eficiente, productivo y repartidor de cuantos ha ensayado elhombre hasta ahora».

Este libro abarca cuestiones amplias y complejas, con lo que no suscitará un acuerdo pleno, pero tiene la virtud de abordarlas con un afán divulgador que delata la larga experiencia periodís­tica de su autor. Los lectores optimistas confiarán en que es posible «domesticar y someter al Estado a los derechos inalienables de los individuos». Los pesimistas, entre los cuales me encuentro, recelarán de esa posibilidad, entre otras razones porque el Estado ha crecido apoyándose precisamente en la idea de que es abnegado al «extender derechos», y eludiendo las obligaciones y los costes de todo tipo que esta estrate­gia acarrea.

Probablemente debamos ponderar sobre todo la moral y los valores para comprender el misterio de la política contemporánea y la herida de los liberales de toda condición: a pesar de que se su­ pone que, igual que el sábado fue hecho para el hombre y no al revés, el Estado debe estar al servicio del ciudadano y no al revés, la realidad es frustrante. En efecto, una y otra vez asistimos a pruebas fehacien­tes de que estamos sometidos al poder político y de que ofrecemos escasa o nula resistencia, si no pasa­mos directamente al saludo entusiasta, cuando nos vigila, multa, controla, prohíbe, fiscaliza, cobra, persigue, confisca y humilla. Por nuestro bien, claro.

CARLOS RODRÍGUEZ BRAUN
Catedrático de la Universid ad Complutense

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 LA TEORÍA DE LOS SENTIMIENTOS MORALES 
Adam Smith


Michael Novak deja casi huérfano el pensamiento liberal católico

El paso a mejor vida del gran teólogo y filósofo Michael Novak, deja casi huérfano el pensamiento liberal católico, con raíces en la teología de Santo Tomás de Aquino, en la economía liberal de Adam Smith, en la sociología de Max Weber. El pensamiento político y económico de Michael Novak apenas es conocido, incluso en los ambientes católicos y eclesiásticos, en los que aún prima la pesada herencia anticapitalista con raíces social-comunistas y que tuvo su máximo exponente en llamada Teología de la liberación.
En su obra más importante Este hemisferio de la libertad, pretende demostrar como la nueva economía basada en la creatividad y en la inventiva empresarial, es el mejor antídoto frente al socialismo real o al utópico, el primero porque ha fracasada después de la disolución de la URSS y el segundo porque nunca se ha experimentado.
Fundamentó su pensamiento liberal católico en la gran herencia de la cultura griega, en el Humanismo cristiano del Evangelio y en los padres del liberalismo clásico como Adam Smith que son la base de la Doctrina Social de la Iglesia, tal como aparece en las encíclicas del Beato Pablo VI (Populorun Progresio), San Juan Pablo II (Centesimus annus) y del papa emérito Benedicto XVI (Caritas in veritate).
Para Michael Novak las bases del hemisferio de la libertad son: la libertad política, la libertad económica y la libertad moral y cultural, sin el respeto estas libertades fundamentales están en peligro el Estado social de Derecho por el triunfo de los fundamentalismos y populismos, como se puede ver en España con las propuestas contra la libertad de educación o contra la libertad económica con impuestos confiscatorios e incluso con ataques a la libertad religiosa y moral. Este es el futuro que la espera a España con los populismos y con el social-comunismo.

Liberalismo, tradicionalismo y pensamiento cristiano: J. Barraycoa y Fco. J. Contreras

La Iglesia y el liberalismo V: ¿es posible un liberalismo católico? - 
Más duro que el pedernal 15


(...) El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la "hipótesis Dios", había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna.
Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucionado. La gente se daba cuenta de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite, impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la realidad.
Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo.

La doctrina social católica, que se fue desarrollando progresivamente, se había convertido en un modelo importante entre el liberalismo radical y la teoría marxista del Estado. Las ciencias naturales, que sin reservas hacían profesión de su método, en el que Dios no tenía acceso, se daban cuenta cada vez con mayor claridad de que este método no abarcaba la totalidad de la realidad y, por tanto, abrían de nuevo las puertas a Dios, sabiendo que la realidad es más grande que el método naturalista y que lo que ese método puede abarcar.
Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado.

En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su religión.
En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de Israel.
Todos estos temas tienen un gran alcance —eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio— y no nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción.

Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma. En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia— necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro.
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar. Por ejemplo, si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad. (...)

LiberAcción 2014 - PANEL 1

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