El 'pucherazo' del 36
- Así fue el fraude en las elecciones del Frente Popular, con falsificaciones en el recuento.
- Hubo un 'baile' de 50 escaños a favor de las izquierdas.
- Dos historiadores, tras cinco años de investigación, aportan las cifras y las pruebas del desvío de votos.
Actas con raspaduras y dígitos cambiados para añadir más votos que los reales a los candidatos del Frente Popular en Jaén, donde hubo urnas con más votos que votantes; recuento adulterado gravemente en La Coruña; fraude en Cáceres, Valencia -con escrutinios a puerta cerrada sin testigos- o Santa Cruz de Tenerife, donde "la victoria oficiosa del centro-derecha se convirtió en un corto triunfo del FP, que se anotó los cuatro escaños de las mayorías; desvíos de votos en Berlanga, Don Benito y Llerena para perjudicar a la CEDA... Al menos el 10% del total de los escaños repartidos (lo que supone más de 50) no fue fruto de una competencia electoral en libertad, sostienen Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García, los autores de '1936: Fraude y Violencia'. El libro supone, según el historiador Stanley G. Payne, "el fin del último de los grandes mitos políticos del siglo XX". "España se ha vuelto Coruña", dejó escrito Niceto Alcalá-Zamora para referir cómo se generalizó lo ocurrido en La Coruña, que para el ex presidente de la República ejemplificaba "esas póstumas y vergonzosas rectificaciones" acontecidas con las actas electorales. Si a los 240 asientos conseguidos por el Frente Popular se le restan los que fueron fruto del fraude, las izquierdas solas no habrían llegado al Gobierno.
Tras un meticuloso empeño detectivesco, consultar y desempolvar los archivos y actas, una a una, de cada provincia, además de otras fuentes primarias -memorias y prensa-, los prestigiosos historiadores Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García han reconstruido, casi minuto a minuto, el relato del recuento de las últimas elecciones generales anteriores a la Guerra Civil. Y publican, por primera vez, tras consultar todas las actas, los resultados oficiales de las elecciones del 16 de febrero de 1936, que pasaron a la historia como las de la gran victoria del Frente Popular y situaron a Manuel Azaña al frente del Gobierno de la II República. No sólo confirman que la derecha se impuso por 700.000 votos en el conjunto de España, sino que explican los casos más escandalosos de fraude. Vuelcos increíbles y recuentos de papeletas interrumpidas. Papeletas que aparecen a última hora, en bloque y a veces en sobres abiertos, para decantar el resultado en una mesa. Otras con tachaduras, borrones y raspaduras...
En La Coruña, Orense, Cáceres, Málaga, Jaén, Santa Cruz de Tenerife, Granada o Cuenca ocurrieron cosas muy raras. Todas influidas por una circunstancia sabida pero que ha pasado relativamente desapercibida: en mitad del recuento -que ocupaba varios días- dimitió el Gobierno de Portela -a quien los autores responsabilizan en gran parte del desaguisado-. El nuevo Gobierno, "sólo de Azaña", como diría el presidente de la República, Alcalá Zamora, para subrayar que lo integraban figuras secundarias de la Izquierda Republicana y Unión Republicana, condicionó las horas decisivas del escrutinio.
Las elecciones de febrero de 1936 fueron limpias; la campaña, muy sucia. Se cerró, precisan los autores, con 41 muertos y 80 heridos de gravedad. La violencia se instaló en las calles y los comicios adquirieron un carácter plebiscitario en un ambiente viciado, radicalizado, polarizado y caníbal. Fueron unos comicios en pie de guerra en los que parecía ventilarse el futuro de la República. Ahora el libro de los historiadores y expertos en el periodo Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García, que recogen en la obra 1936. Fraude y Violencia en las elecciones del Frente Popular (Espasa), descubre la verdad de lo ocurrido. Se trata de una mastodóntica y absolutamente novedosa investigación que, como subraya el hispanista Stanley Payne, pone fin a uno de los "grandes mitos políticos del siglo XX».
Porque los profesores de la Universidad Rey Juan Carlos (Álvarez imparte allí Historia del Pensamiento Político y Villa, Historia Política) desmontan leyendas construidas en torno a la victoria de las izquierdas. Lo que sucedió durante los días posteriores a la votación no fueron manifestaciones de entusiasmo, celebración y alborozo de simpatizantes del Frente Popular, sino prácticas coactivas y de intimidación organizadas e instigadas por las autoridades interinas provinciales, que aprovecharon el cambio repentino de Gobierno el día 19. Se extendieron por todo el país, generaron un clima de inseguridad jurídica en torno al recuento e influyeron en los resultados finalmente admitidos. Los autores, además de publicar por vez primera los resultados oficiales de aquellas elecciones, identifican los casos de fraude, falseamiento y manipulación. Detallan caso a caso, vuelcos inexplicables y recuentos interrumpidos; papeletas que aparecen a última hora, en bloque, para decantar el resultado en una mesa y otras con tachaduras, borrones y raspaduras.
Demuestran que algo más del 10% del total de escaños de esas nuevas Cortes, más de 50, no fue fruto de una libre competencia electoral. Nunca hubo un acta única con los resultados oficiales. Las Juntas Provinciales informaban del recuento a la Central, que lo trasladaba al Congreso. El cómputo final debía aparecer en los anuarios estadísticos del año siguiente. No fue así. Hasta el momento, los historiadores hacían proyecciones sobre la base de la relación entre las cifras publicadas en prensa y la asignación final de escaños.
El fraude fue directamente promovido o pasivamente respaldado por las autoridades provinciales interinas del Frente Popular, que obraron con total impunidad y pudieron hacerse con la documentación electoral tras el cambio de Ejecutivo, hecho que propició la dimisión de los gobernadores civiles y presidentes de Diputación o simplemente su expulsión o detención -en algunos casos para preservar "su seguridad"-. Por supuesto, la ola de violencia desatada entre los días 16 y 19 precipitó los acontecimientos.
En algunos lugares los alborotadores obligaron a las autoridades de un hospital de leprosos a dejar marchar a los enfermos.
Las elecciones se falsearon fundamentalmente en mesas de Málaga y Santa Cruz de Tenerife, donde hubo de repetirse la votación. Aunque sin la fiscalización y presencia de apoderados de centristas y representantes de las derechas. Fueron, según se desprende del nuevo libro, una auténtica farsa. El día 20 debían abrirse de nuevo 57 colegios de la capital malacitana. Se disputaban nada menos que 29.000 votos. Los resultados del día 16 favorecieron con holgura al FP. Por eso resulta un misterio que la coalición cambiara de candidato (práctica legal), el socialista Luis Dorado, que tenía que sacar 13.000 votos de diferencia respecto del cedista para asegurar su escaño. Militantes del FP ocuparon en la víspera la sede del Gobierno Civil y sustituyeron al gobernador por un concejal afín. Lo mismo hicieron en el Ayuntamiento y la Diputación. El nuevo gobernador clausuró las sedes de la CEDA y Falange y detuvo a varios afiliados. Finalmente, el cedista Emilio Hermida retiró su candidatura (lo que no impedía que fuera votado).
Hubo disturbios y tiroteos, pero votó todo el mundo: unos 29.000 censados. Casi 28.000, al socialista Dorado. En Santa Cruz de Tenerife el triunfo parecía asegurado para el representante de centro-derecha, que llevaba, según el Gobierno Civil y a falta de abrir los últimos colegios, una ventaja de 11.000 votos. El centrista Félix Benítez de Lugo, dándose por vencedor, pidió el voto por las candidaturas republicanas para frenar a socialistas y comunistas (el sistema electoral era de lista y mayoritario en circunscripciones plurinominales). El día 19 se produjo un giro inesperado:
candidatos del FP invitaron al gobernador a dejar su puesto. La razón era sencilla: no tenía sentido que siguiera en él si su Gobierno había dimitido. Ugetistas, cenetistas y miembros del FP exigieron a Azaña en varias ciudades la apertura de cárceles para liberar a los "presos sociales" y la entrega a las izquierdas de los ayuntamientos, esto último para impedir que la derecha alterase los resultados.
El día 20 se declaró el estado de guerra en la ciudad. El candidato radical se retiró. Proclamada una huelga general, las elecciones no se celebraron. No obstante, en ocho de nueve colegios aparecieron las papeletas del FP: 3.700 votos fantasma que contribuyeron, junto con otras manipulaciones de las actas, a dar un vuelco al resultado de la provincia.También tenían que votar el día 20 los electores del pueblo jienense de Alcaudete. Acudieron a las urnas mientras la Junta Provincial procedía al escrutinio. Total, que las izquierdas se impusieron en ese feudo de tradición conservadora por 599 a 0.
En Linares aparecieron urnas sin precintar y en cinco de la provincia había más votos que votantes censados. Asimismo, en Valencia, La Coruña o Cáceres se rompieron o interceptaron urnas. En Valencia las fuerzas estaban igualadas. El cambio de Gobierno precipitó un aparatoso recuento de 21 municipios: las izquierdas ganaron por 400 votos, los suficientes. La Junta Provincial se negó a un recuento oficial, porque "ya se había hecho a puerta cerrada".
En La Coruña el cómputo se prolongó hasta el día 24: los resultados de 188 actas no se correspondían con las certificaciones de las mesas. "España se ha vuelto Coruña", escribió Alcalá Zamora. Allí las autoridades interinas exigieron la presentación inmediata de las actas de 56 colegios y amenazaron con una huelga general si no se encontraba una solución "satisfactoria para las izquierdas". Los candidatos de las derechas fueron arrestados por un día acusados de fraude.
Y en siete municipios de Cáceres la documentación llegó a la Junta Provincial con el lacrado roto y los sobres abiertos. En cinco mesas desapareció el acta de la votación. Los investigadores ilustran con muchos ejemplos de maniobras similares que el cambio de autoridades modificó el reparto final de escaños. Interrumpieron el recuento donde la contienda estaba más ajustada.
El día 20, cuando se reunían las Juntas Provinciales, el procedimiento para introducir confusión fue parecido en muchos sitios: las izquierdas denunciaban a las derechas por manipulación y fraude, impugnaban los resultados e incluso detenían a sus representantes. Hasta ese momento, la mayoría del FP sólo se daba "por supuesta".
El propio Portela, cuyo escaño por Pontevedra estaba en el aire, rehusó avanzar resultados antes del día 20. Algunas embajadas adelantaban el día 18 un empate, lo cual convertía en decisiva la segunda vuelta, que a la postre fue irrelevante, a pesar de tener que realizarse en un buen número de provincias. Las izquierdas pusieron en marcha su aparato propagandístico: el FP "no se dejaría arrebatar la victoria"; "¿Tienen el mismo valor, políticamente, el medio millón de sufragios logrados en Madrid y Barcelona que los 50.000 arrancados a los campesinos palentinos por el caciquismo?".
Las consignas del PCE iban dirigidas al nuevo Gobierno, cuyo deber era ajustar las Cortes, "desembarazadas de impurezas", a las preferencias electorales, que nada tenían que ver con las de "un capitán de industria como March".
Las izquierdas no estaban dispuestas a admitir un escrutinio que no les otorgara la victoria. Según el estado de opinión que se creó, partiendo con la ventaja adquirida, cualquier vuelco durante el escrutinio era fraudulento. El FP se impondría en número de escaños, pero estaba en juego la mayoría parlamentaria suficiente: 240 asientos. ¡Bingo!, obtuvieron más de 50 escaños de manera dudosa. Los números salieron tras el cambio de Gobierno, pues antes de esa fecha y en los dos primeros días de recuento, los datos de Alcalá Zamora, Azaña y el embajador británico coincidían: entre 216 y 217 diputados para el FP. Si a los 240 asientos conseguidos por el Frente Popular se le restan los que fueron fruto del fraude, las izquierdas solas no habrían llegado al Gobierno.
En total había 473 escaños en liza.
El Gobierno de Azaña era legal y legítimo, pues correspondía al presidente disolver y nombrar otro, pero su "inteligencia política" no sale bien parada. Este libro precisa todo lo que ocurre en esos cuatro días. El 19 lo cambió todo. Tras la "huida" de Portela, el FP se hizo con el poder local, hecho decisivo para condicionar el recuento y crear una atmósfera intimidatoria. Los desórdenes no se produjeron como reacción a los rumores de golpe sino para asegurar una mayoría parlamentaria al FP. El Estado de Derecho quedó de facto suspendido. La tarea que han hecho Tardío y Villa es prodigiosa. Para demostrar el fraude han seguido un escrupuloso método de verificación de los aspectos legales y formales de las elecciones. Después han comparado votos escrutados en las mesas y los resultados proclamados por las juntas -aquí está la madre del cordero del falseamiento-.
Y por último, han analizado la justificación de las impugnaciones.
Han sido más de cinco años de investigación. No recurren a documentos secretos. Todos son públicos. Había que expurgarlos, ordenarlos y construir el puzle. La mayoría de los papeles no habían sido consultados antes. Los autores han recorrido España y han escudriñados los archivos del Foreign Office, el Quai d'Orsay y el archivo del Vaticano para contar desde distintos ángulos seis meses decisivos en la historia de España, desde diciembre de 1935 hasta la primavera del 36.
Los autores testan la calidad democrática de la República y sostienen que la CEDA resistió electoralmente. Demuestran que había una sólida base sociológica para construir una República inclusiva. Por desgracia, sostienen en conversación con Crónica, "la estrategia del Frente Popular en la discusión de las actas en el Congreso y el hecho de que la izquierda republicana, con Azaña a la cabeza, no se plantara ante el radicalismo socialista, fue lo que una vez más dinamitó los puentes de diálogo con la oposición conservadora. Eso constituyó un duro golpe para la consolidación de la joven democracia republicana".
En todo caso, no dan pábulo a las tesis revisionistas que proyectan determinados acontecimientos sobre el Golpe del 36. Cuentan hechos desnudos, con máximo rigor y sin prejuicios. Muy pocas veces se puede decir de un libro que es definitivo. 1936. Fraude y Violencia lo es.
Cuentan las crónicas de 1936 que la izquierda se aglutinó bajo las siglas del Frente Popular. Los líderes izquierdistas, Azaña, Indalecio Prieto y Largo Caballero la cabeza, eran firmes defensores de la creación de una coalicción que, de una vez por todas, permitiera instaurar la dictadura socialista; así pues, quedaron agrupados, el partido socialista obrero español, la izquierda republicana presidida por Azaña, esquerra republicana de Cataluña, el partido comunista y el partido obrero de unificación marxista; a ellos se le sumaría el apoyo del partido nacionalista vasco y la CNT, aunque sin formar parte del Frente Popular. Se repetía así, la alianza que había derrocado a la monarquía e instaurado la República con la excepción del partido radical dirigido por Alejandro Lerroux.
Los comicios tuvieron lugar en el mes de febrero y, el resultado fue un empate técnico, entre el bloque de izquierdas y el bloque de derechas; pero, tal y como había declarado Largo Caballero en un mitin celebrado en Linares: "La clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo y, con el que tiene el poder, que no ha de entregarlo voluntariamente. Por eso hay que ir a la revolución".
La izquierda no dudó en manipular las actas; una manipulación que fue baja, en cuanto a cuantía de votos se refiere pero, extremadamente importante en cuanto, a la designación de escaños en provincias claves como Cáceres, La Coruña, Lugo, Pontevedra, Cuenca, Orense, Salamanca, Burgos, Jaén, Almería, Palencia, Murcia, Málaga, Tenerife, Las Palmas y Albacete.
La izquierda manipuló los resultados consiguiendo así, hacerse con la victoria, de esta forma, escaños que deberían haber ido al bloque del centro derecha pasaban al bloque de izquierdas, mientras la derecha seguía dividida entre constantes reproches entre Lerroux y los dirigentes de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) por el fracaso de su gobierno, la izquierda comenzaba a imponer su agenda ideológica.
Sus primeras leyes fueron la censura en la prensa, la amnistía de los encarcelados por el golpe de estado contra la República de 1934, la restauración del gobierno de la generalidad de Cataluña, que devolvió el poder al golpista Companys -que asesinó a más de ocho mil personas, en su mayoría católicos-, el aumento de los sueldos y la expropiación de más de 3000 fincas, la violencia, la persecución a la oposición, los asesinatos y la quema de conventos que había comenzado ya en 1933 se incrementaron a una velocidad de vértigo.
El partido socialista obrero español decidió dar un paso clave en la revolución, Luis Cuenca Estevas, uno de los guardaespaldas del dirigente socialista Indalecio Prieto asesinó al líder de la oposición Calvo Sotelo, ese último acto fue la gota que colmó el vaso y dio inicio a la guerra civil.
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Cómo Occidente ha sucumbido a la tiranía ideológica
JANO GARCÍA
Vivimos en una época en la que los sentimientos prevalecen sobre la razón.
El poder de las instituciones públicas, combinado con las masas de acoso, las redes sociales y los medios de comunicación, conquista las mentes de los pueblos occidentales.
El resultado es una sociedad dócil guiada por la desinformación y los dogmas impuestos, apenas cuestionados, como la igualdad, el cambio climático, el racismo, el intervencionismo estatal o el feminismo radical, siempre vigilados por el «Ojo que todo lo ve».
Jano García construye en este libro uno de los relatos más reveladores y novedosos de los últimos tiempos sobre la tiranía ideológica que subyuga a Occidente y que transforma sus sociedades en rebaños serviles condenados al pensamiento único.
Prólogo
Por Antonio Escohotado
Pocas veces en la vida, si alguna, he topado con alguien demasiado joven para disponer de la información que manifiestamente maneja, convertida ya en conocimiento objetivo. Sin embargo, ese es el caso de Alejandro García —Jano para las redes sociales— por lo que respecta a multitud de materias relativas al presente, pues basta oírle disertar cinco minutos sobre alguna para percibir que la domina como Hume pedía a toda suerte de docentes y comunicadores: «Siendo capaz de añadir al sentido común dos buenos ejemplos». A García los ejemplos le brotan como racimos, sostenidos por líneas argumentales donde precisión e ironía se entrelazan fluidamente, y aunque algo me haya movido a no presentar ni prologar libro alguno, propio o ajeno, lo singular de su caso impone una excepción.
En este libro García analiza el fenómeno inquietante por definición del momento, que es la reviviscencia del absolutismo en países enriquecidos tan sustantiva como manifiestamente por renunciar a él, abrazando de modo más o menos genérico las instituciones del Estado de derecho y la democracia liberal. Tras alcanzar su apoteosis en numerosos regímenes totalitarios, el ideal absolutista parecía herido de muerte con la autodisolución de la URSS y el desmantelamiento del Muro, como expuso Fukuyama en El fin de la historia y el último hombre (1992), un ensayo inspirado por el más original y profundo de los hegelianos, Alexandre Kojève. Por su parte, Kojève extrajo esa conclusión ya en 1937, cuando todo anunciaba una segunda guerra mundial, declarada dos años después por la invasión y reparto de Polonia entre nazis y bolcheviques, en función del pacto Ribbentrop-Molotov, y dos años antes de que termine nuestra guerra civil, donde Stalin se conforma con el oro del Banco de España y descabezar al trotskismo. A despecho del cataclismo inminente, y el grado sin igual de desconfianza hacia el laissez faire que había desembocado en las soluciones totalitarias encarnadas entonces por el Führer y el Padrecito, Kojève adivinó que la humanidad se estaba viendo llevada a «un zoológico global confortable».
Allí habría guerras solo periféricas y cada vez más anacrónicas, merced a la constelación de factores que reeditó la sociedad comercial, cuya ciudadanía es el resultado de dejar atrás la escisión entre amos y siervos, conciencias nobles y conciencias viles, personas reales y solo aparentes.
Entre esos factores destaca la pacificación en todos los órdenes que deriva de una prosperidad creciente,* en función de la cual el número de seres humanos y su esperanza de vida han crecido hasta un punto tan inimaginable hace pocas décadas como las posibilidades abiertas por el manejo de la energía electromagnética. Lo que no imaginábamos del zoológico confortable —Kojève quizá sí— es cómo reeditaría la dialéctica amo-siervo bajo moldes light/débole, consolidando un rebaño dócil guiado por pastores miserables, electorado los unos y casta política los otros.
La generación de mis padres y la mía, por ejemplo, apoyamos un aumento en las horas lectivas de todos sin imaginar que iba a cundir literofobia en vez de literofilia entre los menores de sesenta años, como sin duda ocurre; y cuando abolimos la pena capital o acortamos la duración de las condenas tampoco sospechamos que la ley tendería a recortar los supuestos de legítima defensa, a castigar como si fuese homicidio la asistencia al suicida cuando no es alguien desquiciado momentáneamente, o a seguir negando la eutanasia como derecho civil. Máxima crueldad imaginable, esto último condena a existir cuando solo hay por delante dolor inútil, como si no fuera alevosía aprovechar la indefensión del otro para negarle su dignidad última, el derecho a gozar de aquello que griegos y romanos llamaban mors tempestiva o a tiempo, cayendo por fuerza en la patética situación de quien ha perdido la razón de vivir pero sigue viviendo, presa de puro miedo o porque su deidad le prohíbe ser libre entonces.
Entre los resultados imprevistos del confort destaca el hecho de que multiplica el conformismo cuando viene dado sin nuestro personal esfuerzo, como demuestra el autor al hilo de experimentos sobre hasta dónde puede agredir alguien a quien se lo pida una autoridad respetable, o hasta qué punto la opinión de otros lleva a ignorar la evidencia. El ingenio técnico ha llevado no solo a batir la velocidad del sonido, sino a calcular y operar a la velocidad de la luz, y algo en buena medida casual —dedicar veinte años a saber quiénes y en qué contextos han visto en la propiedad un robo, y en el comercio su instrumento— me permite añadir a la pesquisa de García sobre el presente los prolegómenos más o menos remotos de lo que muy acertadamente llama «negación de la realidad como forma de vida».
Lo primero que aprendí documentando la hostilidad hacia el comercio fue que en Oriente Medio y la cuenca mediterránea el siervo originario empezó siendo un auxiliar doméstico —el pariente más humilde de las familias, recibido por norma con un ágape en cada casa—, que no infrecuentemente terminaba casado o amancebado con su señor o señora, pues los profesionales de cada rama eran hombres libres, como los escribas mesopotámicos o los constructores de las grandes pirámides egipcias, protagonistas en el siglo xi a. C. de la primera huelga recordada. A finales del siglo vi a. C., tanto Solón en Grecia como Ciro el Grande en su enorme imperio asiático contemplan con indisimulado horror el ensayo asirio y espartano de crear sociedades donde toda suerte de trabajo se delega en una casta servil, mientras las otras dos se dedican a «orar y batallar». Ciro prohíbe «la nueva y perversa costumbre de comprar y vender hombres y mujeres», cerrando los mercados que asirios e imitadores suyos habían empezado a multiplicar, mientras en la Hélade resuena el canto de Hesiodo al «sereno heroísmo» de granjeros, navegantes y demás empeños civiles, advirtiendo que solo alcanzar alguna maestría pacífica garantiza prosperidad y virtud.*
Solón recorta drásticamente la esclavitud en la comarca de Atenas, excluyendo la derivada del impago de deudas, e insiste en que solo limitarse al siervo doméstico evitará un eventual desempleo masivo del profesional libre. Por lo demás, el propio éxito de las polis comerciales, tanto helénicas como fenicias, difunde la capacidad adquisitiva y con ella el criterio de que los bien nacidos se refinarán cultivando el ocio, unido al de que la mejor inversión es comprar esclavos jóvenes, sanos y si es posible despiertos, para especializarles en algún oficio y embolsarse sus ingresos; los no despiertos y los merecedores de castigo se usarán en empeños no requeridos de formación, como remeros, picadores de minas y canteras o las grandes cuadrillas empleadas para sembrar y recolectar en latifundios. Tardaremos unos dos milenios —desde la victoria espartana sobre la liga de ciudades democráticas presidida por Atenas hasta el florecimiento de los burgos— en verificar que un trabajo limitado a esclavos generaliza la desidia hasta elevarla a arte, fulminando ya a corto plazo la innovación y el desarrollo, únicos factores capaces de crear riqueza real.
Lejos de ello, los costes de la sociedad clerical-militar en espionaje y propaganda pronto se revelarán superiores al de su mera amortización, como por lo demás cabía esperar de sustituir los mercados de bienes y servicios por mercados de personas, y el derecho contractual por la ventaja solo supuesta de invadir, gravar con tributos y convertir a vecinos más o menos remotos. Todo este lado del ayer sigue tan sumido en sesgo, ambigüedades y lagunas que solo décadas de pesquisa me permitieron esquivar el tópico de que el cristianismo antiguo se opuso a la esclavitud, cuando fue san Pablo —su apologeta más elocuente y venerado— quien preconizó obedecer a los amos «de corazón» y no solo por temor, viendo en «las autoridades terrenales» el resultado de la voluntad divina.
Fue luego la Patrística grecolatina quien argumentó que toda compraventa estafa a una de las partes, y el comercio suscita una «movilidad social mórbida», mientras papas, concilios y anacoretas difundían como pax Dei la ideología más falaz e hipócrita de la historia recordada, según la cual el cielo está reservado a los pobres (tanto materiales como de espíritu), y cada territorio debería limitarse a consumir lo producido por él mismo. Sin embargo, lo trágico de ver un buen negocio en el empleo de «herramientas humanas» (Aristóteles) es que las consecuencias de dicho error solo se manifiesten a largo plazo, cuando ya se tomaron muchas decisiones irreversibles. De ahí que la espiral de miseria y crueldad alcanzada con el Bajo Imperio romano se agrave aún más durante los llamados siglos oscuros, donde el negotiator sucumbe ante la determinación de césares como Carlomagno y su hijo Luis el Piadoso, cuyos decretos persiguen con especial severidad todo indicio de «lucro privado».
Para entonces la moneda de ley ha desaparecido, los caminos se emboscaron, y una Europa cubierta de leprosarios ciñe su literatura a vidas de santos o milagros relacionados con tal o cual reliquia, únicos objetos parecidos a una divisa fuerte. Lejos de retroceder por imperativos morales, nuestra historia enseña que la sociedad esclavista se reconvirtió en sociedad comercial como un grave que rebota al tocar fondo, cosa ocurrida hacia principios del siglo xii, cuando el señorío se había empobrecido hasta el punto de no poder seguir dando a sus herramientas con aspecto humano los auxilia tradicionales (techo, rancho y ropa), y dejar de vivir vigilados por capataces les convierte en el llamado siervo de la gleba. Su deber es no abandonar nunca ni su comarca ni el oficio de sus respectivos padres; pero un número creciente empieza a desertar, desafiando los peligros del forajido, al amparo de burgos que aprovechan las diferencias surgidas entre clero y nobleza para crecer.
Como parte de esos desertores se convierte en caravanero o navegante, y otra parte en artesano de gremios por entonces incipientes, el mero hecho de reabrir vías de comunicación —oponiendo caravanas acorazadas y barcos armados al pirata, el salteador de caminos y la soldadesca de cada déspota local— no solo gratifica a tales audaces sino a los burgos y al resto de los actores en aquel horizonte. Parte de revalorizar tierras pertenecientes originalmente al estamento señorial, sin perjuicio de ofrecer una clientela extra a campesinos antes reducidos a la demanda decreciente de castillos, abadías y demás sedes eclesiásticas. Prototipo del progreso objetivo, que no proviene del designio consciente alguno, aunque sea obra exclusivamente humana, esta dinámica de auto organización caracteriza a toda suerte de instituciones y al orden complejo inaugurado por su vigencia. Conseguir amurallarse bastó de hecho para que el ideal de la santa pobreza empezara a colapsar y el Medievo se despedirá con alzamientos nostálgicos del amor al más allá manifiesto como desprecio de las riquezas mundanas, culminado por la fobia hacia el oro y la plata que exhiben los husitas checos, y las breves aunque múltiples guerras de campesinos comunistas alemanes, soliviantados por profetas de la Restitución como Müntzer y de Leiden.
Les escandaliza ante todo el nuevo rico surgido al amparo de un espacio burgués donde «el aire hace libre» (luft mach frei), porque un año de residir en cualquiera de los amurallados emancipa de ataduras serviles previas. Ya que los moradores del burgo no se muestran dispuestos a despreciar el más acá del modo acostumbrado, su destino debería ser el de Sodoma y Gomorra; pero en vez de ello son cada vez más impíos, hasta consagrar una red de intercambios exclusivamente voluntarios como la comercial, donde libertad y conocimiento encarnan los méritos supremos. La derrota inapelable del pobrismo con la llegada del Renacimiento fuerza en lo sucesivo el refugio del no-lugar o u-topos formulado inicialmente por Tomás Moro, que se convierte en un género literario dedicado a islas perfectas por no conocer la propiedad privada ni el dinero, donde todos llevan uniforme y trabajan mucho cada día para mantener la igualdad material.
Tras ser retomado por otro clérigo, Campanella, este género se convertirá en favorito del público gracias a Fenelon y Swift, a medida que se inclina cada vez más a prefigurar la ciencia-ficción, y no recobra su moralismo hasta El código de la naturaleza del abate Morelly, un breve tratado sobre la sociedad comunista aparecido poco antes de caer La Bastilla, donde empezamos leyendo que «nada pertenecerá a nadie […] y desde la cuna a la tumba todos serán sostenidos y empleados a expensas públicas». Quesnay, fundador de la escuela fisiocrática gala, está en su lecho de muerte cuando alguien le muestra el libro, aunque tendrá tiempo para ir al fondo doctrinal. Lo novedoso del comunismo ilustrado francés, observa, es partir del hombre incivilizado como un sujeto no corrompido por la avaricia —cosa nuclear ya para Rousseau y Diderot—, y no apelar ni a una predilección divina ni a un más allá de castigos y premios para justificar la exigencia de igualdad material.
Ese imperativo sería la manera más sencilla de asegurar paz y concordia, y dictado de una naturaleza que siempre elige los medios más acordes con cada fin, aunque Quesnay no ha perdido un átomo de lucidez al acercarse su última hora, y tras recordar lo objetado por Aristóteles a la comunidad de bienes preconizada por Platón —que la experiencia demuestra lo contrario de su bondad— plantea «lo absurdo de imaginar un teatro con localidades igualmente buenas». Por lo demás, no va a faltar entre los jacobinos el pobrista a la antigua, como los ebionitas judíos representados ejemplarmente por Juan el Bautista, primo hermano de Jesús según la tradición, que resuelto a pasar del terreno utópico al real cristalizaría en la conjura de los iguales desarticulada por un joven Bonaparte, y decapita a su líder Babeuf en 1797, cuatro años después de decapitar a Robespierre, símbolo del terror revolucionario como «atajo hacia la virtud pública».
Partiendo de una guillotina elevada a «navaja nacional», el gran cambio es que el comunismo deja de ser en París una idea de otrora, y a esa primera Comuna Insurrecta seguirán varias otras, entre ellas las de 1848 y 1870. La del 48 —llamado annus mirabilis («año milagroso») por la pléyade de revoluciones que estallan también durante el verano en otras capitales europeas— es anticipada en febrero de ese mismo año por el Manifiesto de Marx y Engels, según el cual «el fantasma del comunismo estremece a Europa» con razón, pues se propone «destruir por la fuerza todas las instituciones vigentes».
El designio de la «voluntad consciente revolucionaria» debe imponerse a lo anónimo e impersonal de cualesquiera otras obras humanas, empezando por la propiedad privada y una clase media empresarial, o en otro caso el proletariado se irá empobreciendo hasta morir de inanición. Tras la puesta en práctica del marxismo por Lenin y sus émulos, durante el periodo comprendido entre 1917 y 1991, esa profecía dista mucho de cumplirse, y que Fukuyama se equivocase al pronosticar el fin de la historia articulada sobre una crisis global del capitalismo se explica atendiendo al fenómeno más inquietante de los actuales, que es la reviviscencia del régimen absolutista en países enriquecidos por renunciar a él, despreciando de modo más o menos explícito las instituciones del Estado de derecho y la democracia liberal.
Tras alcanzar su apoteosis en diversos regímenes totalitarios precedidos por el soviético, el ideal absolutista parecía herido de muerte con la autodisolución de la URSS y el desmantelamiento del Muro, Si la guerra fría había terminado, Rusia enveredada por el parlamentarismo, China crecía a pasos agigantados tras readmitir la legitimidad del lucro particular; y casi todos los antiguos satélites de ambos —salvo Moldavia, Corea del norte y algunas repúblicas de Asia central— pedían ingresar en la incipiente UE, o imitaban la liberalización económica china, parecía previsible que caería con el castrismo el último bastión de salvadores forjados en el molde de Fidel, Guevara, los Kim o Pol Pot. Con todo, el fruto de que la burocracia cultural y pedagógica de países formalmente liberales lleve un siglo cultivando la hegemonía preconizada por Gramsci.
Mirado desde algo más arriba, dicho movimiento es la ingeniería social revolucionaria, que aplica a individuos y grupos humanos las técnicas de selección, hibridación y esterilización aplicadas por el criador de animales y el agrónomo. No es solo un crimen de lesa humanidad sino un seudo evolucionismo, cuya premisa común descansa sobre la presunción del entendimiento como tabula rasa —Locke empezó llamándolo «cajón vacío», y los conductistas posteriores «caja negra»—, que aparentando ser descriptiva es en realidad no solo normativa, sino la premisa nuclear para creer que todo es condicionamiento y nada la genética.
El seudo evolucionismo incurre en la incoherencia de ignorar que el móvil primario de la evolución no es la supervivencia del apto, sino de la aptitud en general, algo que solo parece depender del conflicto intraespecífico (de discordias) cuando individuos y grupos se niegan a reconocer la aptitud como fin en sí, y exaltan el mérito de no tener mérito. Los buenos serán los indigentes, los superados por cada paso evolutivo, que no tardan en adoptar la legitimación de la víctima engañada o forzada De los perdedores será el reino, pretenden, y en vez de espontaneidad evolutiva —fruto de intervenir todos o casi todos en la adopción de decisiones— vuelve a la planificación central ejercida por un déspota rodeado de servidores, al absolutismo técnico bautizado como totalitarismo. García pasa revista a esa transformación de valores y criterios analizando el hoy más inmediato, cuando los reveses del marxismo aplicado a la esfera económica aconsejan ampliar la política de progreso por discordia desde la lucha de clases a los géneros, las razas, los cultos religiosos, el gusto y cualquier otro campo donde se vislumbre algo semejante a una reconciliación.
Tampoco conviene olvidar que cuando la era Breznev propuso coexistencia pacífica, y el voto obrero se había decantado inequívocamente por la democracia liberal, la reacción de sus comisarios intelectuales fue entender que la URSS y el proletariado traicionaban sus intereses «objetivos»; surgió la mayor ola terrorista de los anales, y la modernidad —el periodo genéricamente comprendido entre el Renacimiento y el extraordinario éxito del Plan Marshall— se rechazó en nombre de la posverdad, una actitud que poco después se decantaría por lo políticamente correcto, una perspectiva que el presente libro examina desde diferentes ángulos.
Y entre los resultados concretos de abolir la libertad de iniciativa, pensamiento y reunión estaría que el feminismo clásico luchara por obtener derechos todavía no disfrutados —desde votar a abrir una cuenta en un banco sin permiso del marido—, y el de última hora por obtener privilegios. Paralelamente, la media de mujeres asesinadas entre 1999 y 2003 era 58,4, mientras desde entonces a 2018 —vigente ya la LIVG— fue de 59,4. No en vano si una mujer llama a la policía, y dice que la has maltratado por teléfono, el varón pasará automáticamente la noche en un calabozo; luego es expulsado del domicilio y se le prohíbe ver a sus hijos, aunque según datos del Consejo General del Poder Judicial el 42,86 por ciento de las sentencias haya sido absolutorio. Rico en eventos instados por analfabetos funcionales presa de alguna idea fija, 2021 incluye borrar el nombre Hume entre los licenciados ilustres de la universidad de Edimburgo y de la torre erigida en su honor por sus (inexistentes) «vínculos con la esclavitud»; otros derriban la estatua de fray Junípero Serra en Los Ángeles, y el movimiento Black Lives Matter quiere hacer lo mismo con otra demasiado pesada del rey escocés Jack the Bruce por islamófobo, aunque estuviera muerto cuando siete caballeros y veinte escuderos decidieron combatir al sarraceno apoyando a Alfonso XI de Castilla; al poco, estas insolencias las corona una periodista que logra instar la expulsión de James Watson, codescubridor del ADN, de toda actividad académica por decir que la genética «puede resultar cruel con el africano», pues según ella «la ciencia nunca discrimina».
Aunando datos y reflexiones, El rebaño muestra cómo por primera vez los movimientos antisistema están financiados por el propio sistema, y cómo en muchos países —empezando por el nuestro— gobiernan los desprovistos de razón y lógica. «Mientras al este reluce el alba, la oscuridad se cierne sobre el oeste […] donde no somos conscientes de disfrutar la época con más paz, libertad y prosperidad de la historia humana». De esta ingratitud podrían seguirse toda suerte de males, y lo único que me parece positivo es algo tan anónimo e inconsciente como que en mi juventud todo sugería a las gentes de alma compasiva ser comunista, y hoy quienes no optan por el cinismo, la cobardía y el menosprecio por aprender parecen invitados a ser liberales.
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* El testimonio más actual e irrefutable de ello es la investigación del psicólogo Steven Pinker, Los ángeles que llevamos dentro (2011), que entusiasma a la mayoría de sus lectores —desde Jano y yo mismo a Bill Gates y Jordan Peterson— por el rigor y profusión de sus fuentes.
Tropezar con dogmas de lo políticamente correcto, como la bondad de todo «indígena», el catastrofismo o la maldad congénita del empleador, le ganará también los calificativos de negacionista y fascista.
* En Los trabajos y los días leemos por ejemplo: «El hambre es la compañera inseparable del perezoso […] Trabaja, y no dejes nada para el día siguiente, ni para el otro, porque el trabajo diferido no llena graneros […] Cuando los días son cortos da a los bueyes la mitad de su pasto y aumenta el sustento de los hombres, porque las noches largas bastan para fortalecer a los primeros, y tampoco le escatimes el alimento a un perro de dientes terribles, no vaya a ser que se lleve tus riquezas el ladrón que duerme de día».
Introducción
Cuentan las crónicas del 28 de agosto de 1789, que la Asamblea Constituyente de Francia se hacía la pregunta más revolucionaria de la época: ¿cuánto poder debe tener el rey Luis XVI? El debate suponía un antes y un después y estaba integrado tanto por seguidores y leales a la corona, como por fervientes defensores de tumbarla. Llegaron a un punto tan pasional en la defensa de sus postulados, que los partidarios de uno y otro modelo decidieron ubicarse estratégicamente en la Asamblea. Tal y como recoge Gustavo Bueno: Fue en la sesión del 28 de agosto de 1789, es decir, ya constituido el tercer estado como Asamblea Nacional, cuando (acaso por analogía con la Cámara de los Comunes, en la que el partido en el poder se sienta siempre a la derecha, dejando la izquierda para la oposición) los partidarios del veto real absoluto se pusieron a la derecha y los que se atenían a un veto suavizado, o nulo, a la izquierda. Esta «geografía de la Asamblea» —como decía Mirabeau ya el 15 de septiembre de 1789— se mantuvo.
Según recogen los registros del Senado francés, la votación de ese día la ganaron los que estaban sentados a la izquierda, con 673 votos frente a los 325 de la derecha. La votación supuso el inicio del fin de la monarquía francesa y tanto Luis XVI como su esposa María Antonieta acabarían siendo guillotinados cuatro años más tarde. El término izquierda y derecha se mantuvo y los asambleístas siguieron ubicándose por afinidades. La diferenciación no tardó en adentrarse en el lenguaje político y sigue vigente en la actualidad. Lo cierto es que tal etiqueta ha sido muy útil a la hora de abordar ciertos temas y sigue teniendo una amplia aceptación. Es fácil para la masa comprender qué espectro político defiende una cosa u otra al oír izquierda y derecha. Pero ¿es esto cierto? ¿Podemos decir que la izquierda y la derecha siguen siendo tan opuestas o por el contrario nos encontramos ante el fin de tal separación? El concepto de izquierda y derecha se ha quedado en una entelequia formada para hablar a la masa social incapaz de adentrarse más allá de conceptos superficiales y fácilmente asimilables. Lo correcto sería hablar de socialdemócratas, socialistas, comunistas, liberales, socioliberales, conservadores y así sucesivamente, en una amplia amalgama de ideologías que no resumiremos aquí por lo tedioso del asunto. En la actualidad, la disyuntiva izquierda/derecha carece de sentido puramente político y analítico. Bien distinto es a la hora de comunicar.
Deberíamos dedicar una obra entera a analizar qué es la izquierda y qué es la derecha. En la actualidad son conceptos abstractos que significan más bien poco. Incluso en multitud de países los partidos considerados de derecha serían de izquierda en otras naciones y viceversa. Todo depende del lugar, del tema, de la nación, de la cultura, de la historia y de la realidad en la que habita cada ciudadano, es decir, lo correcto sería hablar de la derecha inglesa, la derecha francesa, la izquierda española, la izquierda noruega, etc. Por poner un ejemplo, en Europa los partidos de «izquierdas» tienen como bandera el matrimonio homosexual o el aborto, cosa que en Hispanoamérica es impensable. Recordemos las declaraciones de Evo Morales:
«El pollo que comemos está cargado de hormonas femeninas. Por eso, cuando los hombres comen esos pollos, tienen desviaciones en su ser como hombres», decía el dirigente boliviano respecto a los homosexuales en Europa.
Qué decir del flamante presidente de Perú, Pedro Castillo, cuando fue preguntado en una entrevista sobre el aborto, la eutanasia y el matrimonio homosexual: «Para nada legalizaría el aborto», afirmó Castillo. «Vamos a trasladar a la Asamblea Nacional Constituyente que se debata, pero personalmente no estoy de acuerdo», sentenció. «¿La eutanasia? También que se traslade, pero tampoco estoy de acuerdo.
¿El matrimonio igualitario para personas del mismo sexo? Peor todavía. Primero la familia. Estas dos instituciones, que son la familia y la escuela, deben ir de la mano».
Otro de los puntos en los que el pack «izquierda» falla, lo encontramos respecto a los símbolos nacionales. En algunos países europeos como España enarbolar la bandera, cantar el himno o reivindicar a los personajes históricos más importantes de la nación se considera algo propio de «derechas».
No ocurre lo mismo en otras naciones de marcado carácter izquierdista como es el caso de Corea del Norte, Venezuela o Argentina. Otro de los puntos que nos demuestra que el concepto de izquierda y derecha depende del país al que hagamos referencia lo vemos en las políticas económicas y sociales. Los partidos considerados de derechas en países como España, Francia, Grecia, Italia, etc. serían considerados como partidos de centroizquierda en Estados Unidos, Australia o Reino Unido. Así pues, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que las ideas que otorgamos a la izquierda o a la derecha d ependen de la nación a la que hagamos referencia. Por lo tanto, ¿por qué seguimos utilizando un vocabulario que nació en 1789? Sigue vigente, y seguirá, porque es un arma que se puede lanzar de forma sencilla contra el adversario político y que permite a la masa posicionarse en uno de ambos bandos.
Lo cierto es que esa dicotomía entre izquierda y derecha sí estuvo muy bien marcada hasta la caída del muro de Berlín. La izquierda la conformaban los comunistas y los socialistas, mientras que la derecha englobaba una alianza de conservadores y liberales que dejaron de estar unidos con el paso de los años. La muerte del comunismo, que ya apenas reside en un par de rincones del globo terráqueo, rompió la alianza liberal-conservadora para dejar paso a un nuevo tiempo. Ingenuo sería pensar que conceptos que han sido grabados afuego y utilizados por el mainstream, partidos políticos y la sociedad civil como símbolos para identificar a amigos y adversarios puedan desaparecer de la noche a la mañana. Sin embargo, es evidente que nos encontramos ante una nueva ideología que engloba tanto a la «derecha occidental» como a la «izquierda occidental».
¿Cuáles son los asuntos que tanto izquierda como derecha utilizan sin importar el qué, el cómo y el dónde? Cambio climático, feminismo, igualdad y racismo. Esos cuatro bloques han sido introducidos y engullidos a la fuerza por todos y cada uno de los partidos políticos que tradicionalmente representan a la izquierda y la derecha. Ambas defienden lo mismo, incluso sostienen que son graves problemas de nuestro tiempo a los que debemos enfrentarnos (posteriormente veremos qué hay de cierto en tal afirmación). A esta nueva ideología muchos han tratado de darle nombre. Algunos la llaman identitaria, lo políticamente correcto, marxismo cultural, posmodernidad, statu quo, nuevo hombre, etc. Pero lo cierto es que urge darle un término válido y que no sea confuso, que permita a la masa detectarlo con la misma precisión que usan aquellos que esparcen esta nueva forma de vivir y pensar. ¿Cómo podemos llamarlo?
Es preciso darle un nombre inequívoco para poder analizarlo tanto de forma superficial como de manera analítica. Nos encontramos ante la alogocracia, es decir, el gobierno de los desprovistos de razón y lógica a la hora de enfrentarse a los desafíos propios de nuestro tiempo. Esta nueva ideología responde a una jerga superflua que a modo de ensalada se mezcla en todos los discursos sin importar su tema y cuyo trasfondo esconde el perverso intento de negar el uso de la razón para así poder aglutinar a todos los individuos en un colectivo oprimido y, a su vez, opresor de todo aquel que recurriendo a la razón cuestione los nuevos dogmas.
En los últimos años es habitual encontrarnos con conceptos como economía feminista, economía verde, afrofeminismo, patriarcado, brecha salarial, opresión, discriminación, veganismo, micromachismo, indigenismo, víctimas interseccionales, diversidad, inclusión social, solidaridad, conciencia de clase, indignación, empoderamiento, transparencia, constructo social, sin papeles, animalismo, vegetarianismo, cisgénero, racialización, marxismo con perspectiva de género, reasignación, lenguaje inclusivo, revolución vegana, antiespecismo, heteronormatividad, interrupción voluntaria del embarazo, transfobia, resiliencia, deconstrucción de la masculinidad patriarcal, identidad sexual, teoría queer, fe minismo de tercera ge neración, transhumanismo, altermundialismo, reconstrucción poscolonial, sociedad feminista, sentimiento colectivo, economía con perspectiva de género, serofobia, ecologismo capitalista, fabricación sostenible, transporte sostenible, energía verde, impuestos verdes, impuestos resilientes, tasas redistributivas, igualdad, minorías sexuales, migrantes, ideología de género, etc.
Dispone usted de una amplia gama de conceptos en los que puede escoger a la carta su lucha para enfrentarse al mal y ser considerado un salvador del planeta, de las mujeres, de los negros, de los animales, de la energía o incluso si es usted más ambicioso, ¡puede hasta salvar al ser humano! Como veremos más adelante, estos conceptos superficiales que ni siquiera los más feroces guerreros saben definir correctamente, atraen a través de los sentimientos y la irracionalidad a un gran número de defensores de esta nueva forma dehacer política forjada en las buenas palabras, aunque sus resultados sean catastróficos. Pero, sobre todo, sirven para atacar de forma inmisericorde a los «negacionistas».
¿Acaso usted no quiere vivir en un mundo en el que todos seamos iguales? ¿No quiere respirar aire puro? ¿No le importan los mares y los animales? ¿No quiere erradicar la pobreza? ¿Es usted partidario de que las mujeres sean tratadas peor que los varones? ¿No será usted un racista que desea el mal a las otras razas? ¿No está de acuerdo en que la gente gane más dinero por su trabajo?
Preguntas trampa que tienden a dar una respuesta instantánea a favor del nuevo dogma revelado. De esta forma, la acción-reacción consigue que el disenso sea considerado ilegítimo ya que, supuestamente, refuerza una situación injusta o peligrosa para nuestra existencia. En eso se basa la alogocracia, en la impetu osa necesidad de dejarse llevar por las emociones y no por la reflexión ante problemas que tienen respuestas complejas. Pero también debemos preguntarnos, en un momento de la historia en el que sólo se recurre a los sentimientos, cuáles de estos son los que más movilizan a los individuos.
El miedo, la indignación, el odio y la ira son sin duda los más utilizados, pero también la falsa promesa de habitar en un mundo feliz en el que la pobreza y el mal no existan. Bajo ese falso pretexto se cimienta la alogocracia. ¿Es esto posible o por el contrario sólo sirve para manipular a la masa con un futuro que nunca llegará? ¿Se puede erradicar el mal de la naturaleza humana? ¿Es posible que no exista la pobreza? ¿Va a implosionar el planeta por nuestra culpa? Del mismo modo, es fundamental analizar si estas amenazas son reales o, por el contrario, son artificiales y son el caballo de Troya para moldear a las sociedades occidentales sin importar su sentimiento de derecha o izquierda, convirtiéndolas en una masa compacta que arrolla a todo aquel que ose cuestionar con datos y hechos la nueva ideología.
Los debates prohibidos, el pensamiento reprimido y el tabú impuesto que impiden hablar de temas que afectan a millones de personas por ser políticamente incorrectos suponen una ridícula forma de negar la realidad que propicia el auge de populismos de distinto signo que recorren Occidente a gran velocidad. La inmigración, la reducción de la calidad de vida de la denominada clase media, el aumento de la inseguridad, el terrorismo, el narcotráfico, el desempleo, la subida de impuestos, la pobreza, etc. apenas encuentran respuesta en los partidos tradicionales.
¿Quiénes conforman esta nueva alogocracia? La inmensa mayoría de los estamentos sociales más importantes. Desde los partidos políticos hasta las multinacionales que se sirven de este pensamiento único reinante para aumentar sus ingresos luchando contra «la explotación» mientras sus productos los hacen niños explotados, pasando por los influencers que se rasgan las vestiduras cuando el mainstream les indica cuándo deben hacerlo, los deportistas de élite, las instituciones públicas, las universidades, los colegios, la prensa, las radios, los gigantes tecnológicos, etc. La hipocresía es el eje central de todos estos actores que no cesan de atizar el pánico en la población para sacar un rédito económico.
El doble rasero, como posteriormente analizaremos, es una constante en la forma de vida de todos los protagonistas de este fenómeno que azuza Occidente. Sin embargo, algunos (con razón) afirmarán que el curso de la economía global no avala este sentimiento de depresión generalizada, frustración y pesimismo que se respira en Occidente. Por suerte, nunca antes Occidente había sido tan próspero y libre. Vivimos en un periodo de la historia excepcional, los nacidos tras 1945 no recuerdan el sonido de una bala, una bomba o un avión bombardeando.
El nacido en España antes de esa fecha vivió la guerra civil y la dura posguerra; el nacido en Francia, la Primera Guerra Mundial y la Segunda; en Alemania, el nazismo; en Reino Unido, los bombardeos de la Luftwaffe, etc. Todavía sobreviven testigos de aquellos días. ¿Cómo llenamos ese vacío que nos ha dejado tener todo hecho y no tener preocupaciones reales tales como qué vamos a comer hoy? No podemos negar que hemos avanzado muchísimo en las últimas décadas. Hechos como morir de hambre, por una enfermedad para la que hoy tenemos un remedio que se vende en las farmacias, o no saber leer forman parte de un pasado que sólo los más antiguos del lugar recuerdan. Y fueron nuestros bisabuelos y abuelos —de quienes debemos sentirnos orgullosos— los que lograron estos avances que afectan a nuestro día a día. El mundo nunca había sido tan rico como ahora y eso que somos 8.000 millones de habitantes en el planeta. Sin embargo, hay cosas que no han cambiado.
En otro tiempo también había apocalípticos que decían que el fin se acercaba porque estábamos rozando los 3.000 millones de habitantes. Lo mismo dijeron cuando nos acercábamos a los 4.000 o a los 6.000. Todos ellos menospreciaron el ingenio del ser humano para dar solución a los desafíos que conllevaba el aumento de la población frente a unos recursos naturales limitados. Lo cierto es que la pobreza extrema antes del inicio de la pandemia se situaba por primera vez en la historia por debajo del 10 por ciento. Países como China han conseguido pasar de un PIB per cápita de 194,8 dólares a 10.261,68 en tan solo cuarenta años. No ha sido el único país que ha visto cómo sus ciudadanos han conseguido aumentar su calidad de vida. Los casos de Malasia, Camboya, Vietnam, Singapur, Taiwán y otros países son claros ejemplos de ello. Posteriormente analizaremos qué determinó tal avance sin precedentes que en Occidente, ensimismados por nuestros quehaceres diarios, nos pasa desapercibido, aunque no deja de ser una clara muestra de cómo hemos conseguido progresar como animal racional en los últimos tiempos. Si bien es cierto que este avance económico en Asia no ha ido de la mano de mayor libertad social, sí que lo fue cuando se produjo en Occidente, —Europa y Estados Unidos—, algo que debería enorgullecernos, aunque el regreso de la imposición de dogmas esté acabando con esa libertad. Pero si nos centramos sólo en la economía, el caso de la Unión Europea es admirable. Apenas representamos el 7 por ciento de la población mundial, aunque creamos el 20 por ciento del PIB a nivel global.
Decadencia, añoranza del pasado e idealización de épocas anteriores son una constante en el vocabulario de Occidente. Encontramos un gran número de obras en la literatura refiriéndose al pasado como un tiempo de gloria que ya no volverá. El fin también se vio anunciado en los años de las grandes guerras mundiales con obras que predecían un mundo infernal. Se equivocaron. La diferencia entre lo que vivieron nuestros antepasados y la actualidad reside en negar los problemas a través de la alogocracia, como si esta pudiera resolver todo valiéndose de los sentimientos y rechazando la razón.
El objetivo es enterrarlos como si de un mal sueño se tratara y enviarlos al fondo del océano para evitar por todos los medios que nos recuerden la realidad. No hay espacio para la lucha y el sacrificio, todo debe ser propio de un mundo ideal, aunque eso sea superficial y falso. La negación de la realidad como forma de vida es lo que se impone en Occidente, mientras para paliar el vacío espiritual que nos invade nos sugieren propuestas que van desde acabar con la naturaleza humana (feminismo, racismo, etc.) hasta salvar el planeta. Sí, una masa incapaz de solucionar sus problemas diarios se alza como el adalid de la defensa de un planeta que tiene miles de millones de años y en el que, como una pequeña e insignificante mancha, apenas hemos habitado. Afortunados de nacer en la comodidad y con todas las necesidades básicas cubiertas, disfrutamos una vida que nunca antes habían tenido nuestros antepasados. Pero hay que recalcar que nunca antes un imperio, una nación o un pueblo se desintegraron sin haber estado previamente nadando en la riqueza.
Conviene advertir, pues, de la peligrosa vorágine que estamos atravesando; mientras al este el alba reluce, la oscuridad se cierne sobre el oeste. También debemos recordar que no fue este sistema económico, social y cultural actual el que nos trajo hasta aquí, sino que lo hizo el que estamos intentando matar. Nos encontramos ante el desprecio de todo lo que tenga que ver con «el viejo mundo». Rechazamos aspectos fundamentales para poder contar con un pueblo sano: la jerarquía, el respeto por la autoridad (que por supuesto debe ganarse), unas instituciones públicas fiables, el trabajo, el respeto al distinto, la libertad de expresión y la educación son los pilares en los que Occidente sentó su progreso económico acompañado de décadas de libertad que se están perdiendo hoy en día asfixiadas por el hipermoralismo que nos rodea. Más allá de rebeldías impostadas y dirigidas desde arriba, no hay nada. El lenguaje también es una clara herramienta a la hora de imponer esta nueva visión en la que el oficialismo (la versión oficial) es la nueva religión.
El «pero» como vía de negación se ha convertido en la única salida de muchos que no aceptan el dogma por completo, pero que antes de criticar alguno de sus aspectos se previene con un «yo no niego X, pero», para evitar así el posterior linchamiento social y mediático por no postrarse ante la dictadura de lo políticamente correcto. También se debe abordar la pérdida de la distinción entre el bien y el mal (ahora todos son respetables, incluso hasta el mal tiene cabida en la sociedad y es votado), la pérdida de la figura de autoridad tan necesaria para los seres humanos como seres gregarios que somos, la falta de respeto, la lucha contra la naturaleza humana haciendo de la igualdad la mayor lacra de la sociedad negando por completo que todos somos diferentes (una gran virtud humana que enriquece a las sociedades), la eliminación de conceptos tales como perdedor, fracaso, sufrimiento, derrota, etc., han sido desterrados para acabar con la meritocracia y dar paso a la ineptocracia.
Todo esto se encuentra vigilado por The All-Seeing Eye (el Ojo que todo lo ve), que mediante el control de las redes sociales y el oligopolio de las grandes tecnológicas ha conseguido que la información más personal de todos nosotros llegue al despacho de un burócrata que sabe cómo utilizarla para enmascarar en un sistema democrático un régimen totalitario, donde nada es lo que parece y las luchas son pura obra teatral. Nos adentramos en un nuevo mundo basado en la hipervigilancia del disidente y el control de los mensajes que se pueden enviar. El nuevo mundo que se ha creado nos ha llevado a todos al redil. La oveja negra que abandona el redil inmediatamente es llevada al matadero digital y, por ende, social. El majestuoso avance de la tecnología nos permite estar más conectados e informados (en muchos casos desinformados, más bien) que nunca.
Esta herramienta no iban a dejarla escapar los nuevos gobiernos que en pro de la defensa del ciudadano, de la seguridad, del bienestar y de multitud de conceptos en los que se refugian para hipercontrolar a los ciudadanos, la utilizan para reprimir con severa dureza a todos los que salen de la idea única del nuevo mundo centrado en el uso de herramientas tecnológicas extremadamente útiles para poder detectar el descontento e, incluso, anticipar los movimientos de un individuo que cree que haciendo el ridículo en redes sociales con bailes grotescos consigue estar a salvo de convertirse en un títere más. Las masas de acoso, concepto acuñado en obras anteriores, son un instrumento clave en todo este proceso que analizaremos. La pandemia ha acelerado este nuevo mundo centrado en el uso de la tecnología para observar nuestros pasos y nuestras palabras. Algunos hablaban de un chip inyectado a través de la vacuna, ¿para qué otro más teniendo uno infinitamente superior como es nuestro teléfono móvil? Medidas aprobadas por distintos gobiernos en pro de la «información real» han ido apareciendo en muchos países que catalogaron como falso que el Covid-19 «escapara» de un laboratorio de Wuhan y ahora se retractan. Incluso, no temían decir que esto apenas causaría unpar de víctimas y que era pura exageración sensacionalista de cuatro chiflados que se daban cita en redes sociales. Lo mismo hemos visto con las vacunas.
Muchos ciudadanos aplauden que se censuren ciertas informaciones porque «atacan el interés general y ponen en riesgo al pueblo». ¿Qué será lo próximo? ¿Cuántos de esos borregos que balan por las medidas y las celebran con gran euforia, acabarán también siendo censurados en el futuro cuando sus ideas se consideren impopulares? ¿Hasta qué punto las nuevas generaciones educadas ya bajo estos mantras podrán salirse del mensaje y del pensamiento impuesto por instituciones públicas, medios de comunicación, colegios, universidades, partidos políticos y empresas que hacen negocio con ello allí donde es rentable? Aunque la alogocracia se fundamente en el uso de los sentimientos, su método es una máquina perfecta diseñada con una lógica implacable.
La ecuación insuperable para este nuevo mundo es: instituciones públicas + educación + masas de acoso + redes sociales + medios de comunicación. La alogocracia es una combinación letal que arrasa la razón y consigue hundir en el fango el debate intelectual para dar paso a la pantomima sentimentaloide que conquista, a través de los corazones, las mentes de los pueblos occidentales. Resulta complicado, cuando uno se halla inmerso en las cuestiones cotidianas que nos ofrecen debates superficiales, ver con perspectiva la situación y la realidad denuestro tiempo. Yo mismo he tenido que abandonar mi dispositivo móvil durante horas para poder escribir este libro. La única forma de alejarse de debates mundanos es huyendo de las fosas sépticas en las que habitamos, siendo en muchas ocasiones inconscientes de ello. Mientras usted se encuentra enganchado a su teléfono móvil rastreando entre las diferentes redes sociales, su mente se apaga convirtiéndose en el ciudadano obediente y sumiso que desea todo gobernante.
La hegemonía cultural de Gramsci se ha hecho por fin realidad y ha penetrado en todos los segmentos sociales. Desde las grandes empresas hasta el operario compran, de una forma u otra, el marco mental establecido del que apenas uno puede escapar. Aquellos que no abrazan tales imposiciones se encuentran ante las masas de acoso que de una manera superficial tratan de ridiculizar a la persona sin ni siquiera entrar en el fondo de sus argumentos. En esta sociedad de papel de burbuja en la que todo ofende, cualquier comentario ácido contra lo políticamente correcto se vuelve en un gesto revolucionario y se hostiga hasta la saciedad al «hereje» que se atreve a discrepar.
El moralismo recalcitrante nos asfixia para dejar paso a una sociedad repleta de dóciles siervos, maleducados, henchidos de pretensiones y estúpidos, conducidos por la desinformación de los lobbies abanderados por los medios de comunicación. Hemos llenado el vacío espiritual de nuestra época con dogmas impuestos que apenas nos cuestionamos. En esta obra recurriremos al uso de la mayéutica socrática para ver hasta qué punto nuestras ideas no dejan de ser un débil castillo de naipes que se puede desmoronar simplemente cuestionando los cimientos que lo sujetan. Comenzamos…
«Más libertad y menos democracia».
¿Qué es la democracia? ¿Es el sistema perfecto que nos han vendido? ¿Es una forma de gobierno justa y bondadosa para los ciudadanos? Jano García regresa sobre los pasos de la democracia para realizar un análisis crítico y fundamentado de por qué, en muchas ocasiones, la decisión de la masa no es la más acertada. De este modo, identifica y destapa los déficits y males del sistema democrático para invitar al lector a reflexionar sobre cómo los gobernantes, amparados en el apoyo de la mayoría, deciden sobre cuestiones que, en realidad, pueden llegar a coartar libertades y derechos.
Una obra novedosa y valiente que no dejará indiferente a nadie.
El HOMBRE-MASA y la dictadura de la mayoría: por qué la actual democracia nos está destruyendo
Hoy la mayoría acepta que la democracia es la mejor forma de gobierno jamás concebida por el ser humano. Pero, ¿es realmente así? En su nuevo libro "Contra la mayoría", @JanoGarcia sostiene que, en democracia, el poder y la soberanía no los tiene el pueblo. Los mismos engranajes democráticos modernos impiden que el pueblo se gobierne a sí mismo y conducen inevitablemente a la peor de las dictaduras: un totalitarismo degenerado pero alegremente consentido y apoyado por la masa.
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Juan Carlos (Yanka)