Presentación
1. En el atardecer de mi vida, cuando la docencia en la Facultad de Teología San Vicente Ferrer, de Valencia, había llegado a su fin, se me presentó la oportunidad, que no desaproveché, de seguir los viajes que realizó san Pablo. Precisamente al concluir el itinerario paulino, se abrió ante mí un enrique cedor horizonte: cayeron en mis manos –en mi paso por Roma a mediados de 2012– unos cuantos estudios en torno a la figura del evangelista san Juan, en particular de su Apocalipsis. Me daba la impresión de estar embarcándome en una aventurada em presa espiritual e intelectual.
2. En las páginas que siguen, el lector podrá comprobar que verdaderamente me he metido en la aventura de familiarizarme con el Apocalipsis de san Juan y de darme cuenta de la grata, aunque no fácil, experiencia de fe que ha supuesto esta encomiable vivencia con el Vidente de Patmos. Gustosamente confieso que mi deuda tiene un pleno sabor de gratitud.
Al final de esta aventura, no quiero poner el punto final sin más. El reconocimiento a las agradecidas ayudas recibidas durante la elaboración del trabajo me lleva a manifestar, cuanto menos, la diligente paciencia y el comprometido trabajo de revisión y corrección del texto original que llevó a cabo mi propio hermano José. Mi cordial gratitud a Salvador Castellote por su exquisita dedicación en las tareas informáticas de presentación última del texto. El Políptico de Gante o Adoración del Cordero místico, que embellece nuestra publicación, está ahí gracias a las gestiones de Vicente Pons. Y con aquellos con quienes comparto a diario la oración matinal me uno al grito de la esposa y le suplico al lector que haga otro tanto: «Amén. ¡Ven, Señor Jesús!»
Introducción
El Apocalipsis es uno de los libros bíblicos menos leídos y conocidos. Quizá sea esto bien por la dificultad de sus símbolos y códigos simbólicos, bien por la dureza de sus imágenes y de sus enseñanzas e incluso porque plantea cuestiones muy actuales que ningún otro libro sacro hace con tanta urgencia. Sin embargo, es este uno de los libros centrales, sin el que el mensaje bíblico quedaría notable mente mutilado. A medida que iba entrando en el estudio y constataba que mi ánimo no decaía, asomó en mí la idea de la posibilidad de brindar el fruto de mis estudios sobre el Apocalipsis al no pequeño grupo de alumnos con quienes he compartido tantos años de docencia y estima mutua en la Facultad de Teología de Valencia. El abanico de destinatarios no podía quedar circunscrito al área académica estricta y, muy pronto, se me presentó también el amplio número de personas con quienes había gozado no poco en encuentros, ejercicios y retiros.
Estos son conocedores de mi trayectoria de estudios en el terreno teológico-litúrgico y echarán a buen recaudo mis subrayados. Son otros más los que se interesan en sus vidas por la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, es decir, todos los posibles lectores de mis re flexiones, sobre todo cristianos. Embarcado en esta aventura, después de reposar mis lecturas y estudios, pensé que podían tener el eco deseado y apetecido en la línea que apunto. No se trata de redactar un ensayo científico; más bien, mi trabajo se inscribe en la línea de una lectura teológico-litúrgica seria, sin excesivas incursiones filológicas sobre el texto, que podrían apartarnos del objetivo deseado.
Ante todo, hay que hacer una observación: aunque no aparece nunca el nombre de Juan ni en el cuarto evangelio ni en las cartas atribuidas al apóstol, el Apocalipsis hace referencia a su nombre en cuatro ocasiones (cf. 1,1.4.9; 22,8). Por una parte, es evidente que el autor no tenía ningún motivo para silenciar su nombre y, por otra, que sabía que sus primeros lectores podían identificarle con precisión. Sabemos, además, que ya en el siglo III los estudiosos discutían sobre la verdadera identidad del Juan del Apocalipsis. Por este motivo, podremos llamarle también «el Vidente de Patmos», pues su figura está ligada al nombre de esta isla del mar Egeo, donde, según su mismo testimonio autobiográfico, se encontraba deportado «por causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (Ap 1,9).
Precisamente en Patmos, caído «en éxtasis el día del Señor» (1,10), tuvo Juan visiones grandiosas y escuchó mensajes extraordinarios, que tendrán no poca influencia en la historia de la Iglesia y en toda la cultura cristiana. Por ejemplo, del título de su libro, «Apocalipsis» (= «Revelación»), proceden en nuestro lenguaje las palabras «apocalipsis» y «apocalíptico», que evocan, aunque de manera impropia, la idea de una catástrofe que está por llegar. El libro tiene que comprenderse en el contexto de la dramática experiencia de las siete Iglesias de Asia (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea), que tuvieron que enfrentarse a grandes dificultades –persecuciones y tensiones incluso internas– por su testimonio de Cristo a finales del siglo I. Juan se dirige en su libro a cada una de ellas, mostrando una profunda sensibilidad pastoral con los cristianos perseguidos, a quienes les exhorta a permanecer firmes en la fe y a no identificarse con el imponente mundo pagano.
En definitiva, su objetivo consistía en descubrir el sentido de la historia humana a partir de la muerte y resurrección de Cristo. Apoyándome en las obras de Ugo Vanni "La struttura literaria del’Apocalisse" y la más reciente Dal Quarto Vangelo all’Apocalisse, puedo señalarlas casi como si se trataran de un «coautor» de mi libro, pero procurando evitar cuestiones que podríamos calificar de demasiado escolásticas. El objetivo que yo me planteo es más bien de alta divulgación, porque abundo en mi convencimiento personal, cada vez mayor, de que el Apocalipsis es un libro que hay que leer más en la calle que en las aulas universitarias. Los desafíos presentados por Juan –frente a los que se encuentran las siete Iglesias de Asia– son muy parecidos a los que ahora encontramos en nuestros ambientes, y sus problemas son casi como los de nuestros días.
Nuestra sociedad, como la de aquellas Iglesias, es una sociedad rica y satisfecha, que parece no sentir necesidad del Evangelio, a pesar de las fuertes crisis económicas y sociales. También nosotros, como ellos, tenemos el problema de vivir en una sociedad ya postcristiana, donde la elección de vivir la propia fe sin com promisos comporta un precio que hay que pagar, y a veces incluso a un precio muy alto. También es el nuestro un mundo apocalíptico, no en el sentido de que el fin del mundo esté más próximo ahora que en el tiempo del emperador Domiciano, sino en el de que –como ocurría en la sociedad romana– los puntos de tensión hoy existentes están tan corrompidos que la situación parece que va a es tallar de un momento a otro. Igual que en el Imperio romano, se advierte también en nuestro Occidente europeo un molesto sentido de declive y de decadencia1. Se aprecia la presión de los «bárbaros» como si estuvieran en la misma puerta; se empieza a comprender que el mundo está entrando ya en el ocaso y se advierte la angustia de que con ello llega también el declive de nuestra cultura. Al igual que la sociedad romana, nuestra sociedad parece estar a la espera de un paradigma que vuelva a redefinir las condiciones y el estilo del coexistir social2.
También nosotros, como Juan, vemos cómo va surgiendo ante nosotros, con todo su aspecto terrible, la «Bestia», la manifestación del Dragón, que era entonces para el Vidente de Patmos identificable con el Imperio romano. Sin embargo, para nosotros es una realidad mucho más sutil y más difícilmente reconocible. No es una entelequia política, sino una concepción de la vida, un imperio cultural, un poder persuasivo que es, en parte, una ideología de mercado sin reglas, don de el hombre desaparece entre los engranajes de la economía, y, en parte, llega a ser una ideología relativista muy útil en este imperio del mercado.
En honor a la brevedad, me refiero a lo largo de todo mi estudio a todo esto llamándolo «el Imperio», pero quede claro que –si bien algunos partidos políticos y movimientos están más comprometidos que otros en el entendimiento imperial– sería un error referirse a esta realidad como si fuese solo y simplemente una acción política. En efecto, las visiones del Apocalipsis se emplazan en un mapa bastante más alto que el de nuestro quehacer político: están o se sitúan sobre un plano espiritual, el de los principios, allí donde las opciones políticas toman forma. Hay que reconocer que no estamos inmunes ante la propaganda «imperial»: descubrimos diseños de su influencia hasta en la misma Iglesia, que amamos, y en nosotros mismos. Aturdido y confuso, me ha asaltado en ocasiones esta pregunta: ¿quién podrá resistir a la «Bestia»?
Incluso cuando he ido progresando en la lectura de algunos capítulos de esta obra de Juan, se me ha puesto de manifiesto que si, por una parte, el libro nos va descubriendo la fuerza del «Imperio» y su naturaleza perversa y malvada, y en definitiva antidivina, por otra, y al mismo tiempo, nos ofrece estrategias para resistir a su influencia, nos libera de la sugestión de su propaganda ofreciéndonos las armas de una resistencia interior que nos abre paso a la verdadera esperanza.
Al final de este camino, se va comprendiendo cómo todo el Apocalipsis –no obstante la dureza de sus imágenes y la intransigencia de sus instancias– es, en definitiva, un camino de satisfacción y gozo que concluye con el advenimiento de la «ciudad de Dios», la nueva Jerusalén, el lugar en el que Dios y los hombres pueden convivir juntos. En verdad es un itinerario de conquista bien trabajado, dado que, al final, la Iglesia –y quizá la misma humanidad entera– llegará a identificarse con la misma esposa del Cordero, como el lugar de una verdadera intimidad con Dios, de forma que podamos realizar nuestro anhelo y consumar toda nuestra esperanza, ya que nos hace comprender que, no obstante las aparentes fuerzas contrarias, en realidad el Imperio tiene sus días contados. Por este motivo, el Apocalipsis de Juan –si bien está lleno de continuas referencias a sufrimientos, tribulaciones y llantos, la cara oscura de la historia– presenta, al mismo tiempo, frecuentes cantos de alabanza que –por así decirlo– representan la cara luminosa de la historia. Por ejemplo, en él se habla de una muchedumbre inmensa que canta a gritos: «¡Aleluya!», porque el Señor, nuestro Dios Todopoderoso, ya ha establecido su reinado.
«Alegrémonos, pues, y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero y su Esposa se ha engalanado» (Ap 19,6-7). Nos encontramos, por tanto, ante la típica paradoja cristiana según la cual el sufrimiento nunca se nos manifiesta como la última palabra, sino que lo vemos como un momento de paso hacia la felicidad, que ya está impregnándose misteriosamente de la alegría que brota de la esperanza. La constatación de la primera y fundamental visión de Juan nos invita a hacer estas reflexiones que atañen a la figura del Cordero, quien, a pesar de llegar a estar degollado, permanece en pie (cf. Ap 5,6) en el mismo trono en el que se establece Dios. De este modo –como observaba Benedicto XVI en una de sus catequesis3 –, Juan quiere dejarnos dos mensajes.
El primero es que Jesús –aunque fue muerto con un acto de violencia–, en vez de quedar desplomado en el suelo, se mantiene paradójicamente firme sobre sus pies. Con la resurrección venció definitivamente a la muerte. El segundo mensaje es que el mismo Jesús, precisamente porque murió y resucitó, comparte ya plenamente el poder real y salvífico del Padre. Esta es la perspectiva fundamental: Jesús, el Hijo de Dios, es en esta tierra como un cordero indefenso, herido, muerto, y, sin embargo, permanece en pie, firme, ante el trono de Dios y participa del mismo poder divino. Tiene en sus manos la historia del mundo. Por este motivo, Juan, el Vidente de Patmos, puede concluir su libro con una última aspiración o deseo, en el que palpita una ardiente esperanza: al finalizar su obra demanda la definitiva venida del Señor: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). Es una de las oraciones centrales de la cristiandad naciente, traducida del arameo también por san Pablo: «Marana tha».
Esta oración, «¡Ven, Señor nuestro!» (1 Cor 16,22), tiene varias dimensiones. Ante todo, implica la esperanza de la victo ria definitiva del Señor, de la nueva Jerusalén, del Señor que viene y transformará el mundo. Pero, al mismo tiempo, es también una oración eucarística cuando dice: «¡Ven, Jesús, ahora!». Y Jesús viene, anticipando su llegada definitiva. De este modo, también con alegría, digamos nosotros al mismo tiempo: «¡Ven ahora y ven de manera definitiva!».
El papa ya emérito Benedicto XVI –en la catequesis aludida– aña día que esta oración tiene también el siguiente significado: «¡Ya has venido, Señor! Estamos seguros de tu presencia entre nosotros. Para nosotros es una experiencia gozosa. Pero ¡ven de manera definitiva!». De este modo, con san Pablo, con el Vidente de Patmos y con la cristiandad naciente, rezamos también nosotros: «¡Ven, Jesús! ¡Ven y transforma el mundo! ¡Ven ya, hoy, y que la paz venza!». Amén. Con una evidencia cada vez más clara hay que afirmar que, en último análisis, el libro del Apocalipsis es un manual de perseverancia cristiana. Nos ofrece los instrumentos para crecer en la fe aunque vivamos en el corazón del «Imperio». Incluso podemos decir aún más: es un «manual de gozo», pues nos ofrece un camino a través del cual podemos alcanzar el sentido último de la vida y de nuestra vocación humana.
Leer y estudiar este libro es, pues, como aventurarse; es como meterse en discusión; es decidirse a vivir en una tierra casi desconocida, para iniciar una competición cuyo premio es la misma alegría. Es la tarea de vivir nuestra identidad de cristianos en el mundo. Como punto final de estas líneas introductorias, ofrezco unas anotaciones que muestran la orientación con la que afronto los núcleos doctrinales del Apocalipsis desde una perspectiva teológico-litúrgica.
La primera anotación es que el Vidente de Patmos desarrolla en el plano «ritual» el tema de Cristo-Cordero pascual paralelamente a como lo había hecho el propio Juan en su evangelio en el plano de la «realidad» histórico-salvífica. Ya al comienzo (Ap 1,5-7) expone el tema central del libro con una doxología anunciando la victoria pascual de Cristo. Y lo hace presentándola en seguida en todos sus componentes esenciales, como resultan de Éx 19,4-6, poniéndolos en relación con la muerte de Cristo –«traspasado»– en la cruz (cf. Jn 19,37).
La segunda anotación es esta: una de las principales visiones del Apocalipsis tiene por objeto a este Cordero en el momento en el que abre un libro que estaba lacrado con siete sellos y que nadie era capaz de soltar o abrir. Incluso al mismo Juan se le presenta llorando, dado que no encontraba a nadie capaz de abrirle el libro y de leerlo (cf. Ap 5,4).
La historia se nos presenta como indescifrable e incomprensible para nosotros. ¡Nadie puede leerla! Quizá este llanto de Juan ante tan oscuro misterio de la historia expresa el desconcierto de las Iglesias asiáticas por el silencio de Dios ante las persecuciones a las que estaban expuestas en ese momento. Es un desconcierto en el que puede reflejarse nuestra sorpresa ante las graves dificultades, incomprensiones y hostilidades que también hoy en varias partes del mundo sufre la Iglesia. Son sufrimientos que la Iglesia ciertamente no se merece, como tampoco Jesús se mereció el suplicio de la cruz. Ahora bien, nos revelan tanto la maldad del hombre, cuando se deja llevar por las asechanzas del mal, como la providencia superior de los acontecimientos por parte de Dios.
Pues bien, solo el Cordero inmolado es capaz de abrir el libro sellado y de revelar su contenido, de dar sentido a esta historia que aparentemente parece con frecuencia tan absurda. Él solo puede sacar indicaciones y enseñanzas para la vida de los cristianos, a quienes su victoria sobre la muerte trae el anuncio y la garantía de la victoria que, sin duda, ellos también alcanzarán. Todo el lenguaje que utiliza Juan, cargado de imágenes impactantes, tiende a ofrecer este consuelo.
Finalmente, la tercera anotación es la siguiente: en el centro de las perspectivas que ofrece el Apocalipsis se encuentra la imagen sumamente significativa de la «Mujer», que da a luz un Hijo varón, y la complementaria visión del «Dragón», que ha caído de los cielos pero que todavía es muy poderoso. Esta Mujer representa a María, la Madre del Redentor, pero, al mismo tiempo, representa también a toda la Iglesia, al pueblo de Dios de todos los tiempos, a la Iglesia que con gran dolor da a luz a Cristo de nuevo en todos los tiempos. Y siempre se siente amenazada por el poder del Dragón. Parece indefensa y débil, pero, mientras se siente amenazada y perseguida por el Dragón, también está protegida por el consuelo de Dios.
Al final, esta Mujer será la que venza. ¡No vencerá el Dragón! ¡Esta es la gran y confortante profecía de este libro, que nos da mucha confianza! La Mujer que sufre en la historia –la Iglesia perseguida– se nos presenta al final como la Esposa espléndida, imagen de la nueva Jerusalén, en la que ya no hay lágrimas ni llanto y que es, por tanto, la imagen del mundo transformado, la del nuevo mundo, cuya luz es el mismo Dios y cuya lámpara es el Cordero. Pero de todas estas cuestiones hablaremos en su momento oportuno. A partir de ahora empezamos –en la línea de una lectura teológico-bíblico-litúrgica– el estudio pormenorizado de algunos entresijos de la obra del «Vidente de Patmos». Espero que resulte provechoso.
Primeros pasos
Hay que introducirse en la mentalidad del libro para una buena comprensión del mismo. Por ello, hemos de preguntarnos: ¿cuál fue la verdadera motivación del autor para escribir este libro?, ¿quiénes eran sus interlocutores?, ¿por qué escogió un lenguaje tan extraño? Llegar a responder a estos interrogantes es indispensable para captar su mensaje.
Ambiente social y cultural del Apocalipsis
El libro del Apocalipsis fue escrito entre los años 72 y 96 después de Cristo. Para comprenderlo, es importante conocer el con texto social y cultural en el que se inserta, es decir, el modo de vivir de los cristianos en el territorio que los romanos denominaban «provincia de Asia», que corresponde a la actual Turquía mediterránea. La provincia de Asia, a diferencia de la de Palestina, no era consideraba una provincia ocupada. Muchas ciudades tenían el título de imperiales –por ejemplo, Pérgamo y Éfeso– y sus ciudadanos eran considerados a todos los efectos romanos. Por tanto, diferentemente a Palestina, aquí la cultura romana era hegemónica y ampliamente compartida a nivel social y su estructura imperial era aceptada como una realidad de hecho. En Asia Menor, el Imperio romano afirmó su fuerza más con las armas de la persuasión que con las del poder militar. El poder del Imperio se ejercía, sobre todo, en las conciencias, y por esto el control de la educación era considerado central. Se puede decir que el Imperio romano fue el primero en usar la propaganda en muy grande escala como instrumento político.
La religión era el primer vehículo de esta propaganda imperial y el soporte más fuerte de su poder. Los romanos eran generalmente benévolos con las religiones extranjeras con tal de que se adecuaran al sistema imperial y reconocieran la autoridad central. Por esto, hebreos y cristianos, que no podían llegar a reconocer el señorío absoluto del césar, fueron siempre mal vistos por el Imperio, cuando no incluso perseguidos por él. En este marco, el culto al emperador Domiciano recibe una relevancia muy es pecial. Él fue el primero en tomar para sí el título de «señor y dios», y en su tiempo el culto imperial se hizo cada vez más vinculante. En concreto, hay que reafirmar que la verdadera amenaza para la Iglesia no era la persecución, sino el compromiso moral. No es extraño, por tanto, que en esta situación muchos cristianos, como también muchos judíos, se vieran tentados a ceder al compromiso con el Imperio y frecuentaran los cultos paganos. En esto sobresale el movimiento nicolaíta, del que sabemos muy poco, aparte de lo que nos dice el Apocalipsis, pero debía estar muy difundido en Asia, si se piensa que al menos tres de las siete Iglesias a las que se dirige el Vidente de Patmos se veían en la necesidad de combatir este movimiento.
Lo que sabemos con verosimilitud es que buscaban una conciliación entre los ideales cristianos y la vida en la cultura imperial. Conciliación a la que se opone Juan con vehemencia. ¿Cómo resistir a la presión cultural del Imperio?, ¿cómo esca par del encanto de la vida romana? He ahí por qué fue escrito el libro del Apocalipsis. No para resistir a una persecución física –que todavía no se había iniciado–, sino para reaccionar ante el debilitamiento de la fe que Juan descubre en la siete Iglesias, que estaban perdiendo su pureza original dejándose arrastrar hacia el laicismo. También hoy en nuestra sociedad actúan dinámicas similares. Por ello, cada vez más, parece necesario renunciar a tener cierta conciencia ética para abrirse camino a nivel social. Parece que quien tiene un gran afecto a su propia familia e intenta dedicarle tiempo, quien tiene pudor de su propio cuerpo y quien, sobre todo, coloca el bien común y la ética moral por en cima del provecho personal está en desventaja en la competición social, por no hablar de cómo la fe cristiana se pone sistemáticamente en la picota y se arrincona «en una esquina» por el poder y por los medios de comunicación.
Así, contemplamos con frecuencia que no pocos cristianos se avergüenzan de admitir la propia fe en público. También entre nosotros existen muchos «nicolaítas», cristianos que, a nivel teórico y práctico, tra tan de conciliar la fe cristiana con la vida del Imperio. No es muy difícil descubrir en algunos ambientes cristianos la tentación de considerar normal la inmoralidad, la tentación de aceptar como inevitable la corrupción, la tentación de pensar que no hay alternativa a la lógica del propio provecho personal. Estas analogías nos han afectado mucho hoy y nos han hecho comprender que las amones taciones de Juan dirigidas a las siete Iglesias están escritas también para nosotros, ciudadanos del siglo XXI.
Símbolos y signos del Apocalipsis
No es fácil para el mundo actual, habituado a la prosaica exactitud del lenguaje científico, entrar en la suntuosa selva de los símbolos del Apocalipsis. Apenas entramos en su lectura exuberante, en sus imágenes violentas, en su énfasis narrativo –como en un cuadro expresionista–, advertimos que pueden generar una reacción de rechazo. Pero, incluso antes, es posible que la propia mentalidad apocalíptica sea la que nos puede crear esta dificultad. Ser apocalípticos presupone una concepción del mundo que puede resultarnos extraña. Para percibir, pues, bien esa mentalidad debemos hacer un trabajo previo a su lectura, con el fin de estudiar adecuadamente sus símbolos. No se trata de decodificar un código, sino más bien de entrar en ese modo de estar y sentirse como en casa.
El libro del Apocalipsis se inserta en un filón literario muy preciso, tanto que los exégetas hablan de un género literario específico llamado precisamente «apocalíptico». Hoy nos encontramos con este mismo término en películas y novelas catalogables en este género y que fácilmente desenfocan su sentido auténtico. Es más, quizá nunca como ahora se advierte en el mundo una difusa «necesidad» de apocalipsis. Deberemos tomar en serio esta necesidad, si no por otra razón, sí por lo menos preguntándonos por qué tantos hombres y mujeres la advierten.
La complejidad de la vida, la toma de conciencia de ser pequeños elementos de un gran engranaje, la brutalidad impersonal de un poder anónimo –aunque real– que nos oprime son elementos que generan en los hombres la necesidad de un apocalipsis, es decir, de un cambio, aunque traumático, del pensar y vivir. Frente a esta exigencia, el libro del «Vidente de Patmos» ofrece respuestas muy actuales y recoge lo que de bueno hay en la mentalidad apocalíptica, purificándola de sus excesos. En efecto, no todo apocalipsis puede denominarse cristiano. Adentrándonos en nuestro texto, veremos cómo una equilibrada visión cristiana de la realidad no nos lleva a huir del mundo, lo que equivaldría a una vuelta al actual estado de cosas y reduciría la fe a un ámbito privado y subjetivo, quitándole toda incidencia social e incluso política.
Desde sus comienzos, el cristianismo ha comprendido la exigencia de estar en el mundo. Sin embargo, si queremos entender las «visiones» de Juan, deberemos sentir el anhelo de cambio que llevan consigo; deberemos desear la revuelta contra el sistema, que regula nuestras vidas; deberemos desear no solo una vida nueva, sino, sobre todo, vivirla en un mundo nuevo. No en vano, una de las frases cruciales de este libro es esa en la que Dios, llegando al final del drama, dice: «¡Mira, hago nuevas todas las cosas!» (Ap 21,5).
Este cambio es inevitable. Está dándose ya y todos sus signos están ya en nuestro entorno, pero, para darnos cuenta de ello, tendremos que abrir nuestro corazón a la posibilidad del cambio, deberemos estar de parte del Apocalipsis.
El auténtico humus del Apocalipsis
La mentalidad apocalíptica encuentra su humus ideal en un ambiente de insatisfacción con la cultura dominante, en una crisis general de valores, pero puede expresarse sustancialmente de dos maneras distintas: a través de una insurrección violenta o a través de una resistencia no armada –basada en una batalla interior– que nos posibilite conservar su propia identidad, iluminada y reforzada por la fe. Una inadecuada comprensión de la fuerza social de la fe ha llevado durante mucho tiempo a infravalorar la capacidad que tienen los apocalipsis de generar una cultura alternativa. Hay hoy toda una escuela exegética que considera el género apocalíptico como una especie de degeneración de la profecía.
En realidad, el profetismo pide una reforma del sistema; no lo rechaza en bloque, sino que reclama su adecuación. Los apocalipsis, en cambio, piden una revolución total. Para usar un lenguaje radical, el profetismo es reformista, mientras que el lenguaje apocalíptico es revolucionario. Para comprender mejor este aspecto social, acerquémonos a la evolución del movimiento apocalíptico en el ambiente de la revelación bíblica. Los primeros escritos apocalípticos del Antiguo Testamento llegan al primer Isaías, para quien Jerusalén, y en ella el templo de Dios, es el «punto omega» hacia el que está en camino toda la humanidad.
Él ve en la historia una corriente secreta que la atraviesa y la orienta. Esta perspectiva sufrió, sin embargo, una seria crisis el año 587 antes de Cristo, cuando el templo quedó destruido por los asedios de los babilonios y la misma Jerusalén resultó arrasada. ¿Cómo podían ser consideradas todavía verdaderas las promesas de Isaías, si ya no había un templo ni una ciudad santa a la que volver? Serán, sobre todo, tres hombres los que se harán cargo de la gran obra titánica de refundar la fe de Israel: Jeremías, el segundo Isaías –un profeta anónimo, cuya obra confluye en la del primero– y Ezequiel. En el segundo éxodo de Babilonia, estos profetas no solo ven un acontecimiento cósmico –que hará referencia no únicamente a Israel y del que toda la tierra tendrá que alegrarse–, sino incluso a las fuerzas de la misma naturaleza.
La anticipación profética de esta liberación será la fuerza que permitirá a Israel conservar su identidad de pueblo y le hará resistir a su homologación cultural en el exilio. No obstante, hay que decir que el pueblo no se libró con una insurrección: Israel fue liberado por una intervención externa, la invasión persa, que provocó la caída del Imperio babilonio. En el largo período oscuro del post-exilio, algunos profetas aislados, como por ejemplo el tercer Isaías –otro anónimo, que confluye también en la obra del mayor–, retoma la visión apocalíptica de Jerusalén como lugar cósmico de salvación y liberación para el mundo entero, al sostener al pueblo a través de las diversas opresiones que sufre. Se llega así al tiempo de los seléucidas, que es quizá el peor período de la historia de Israel, pero que es también el tiempo de Daniel, el modelo más cercano del libro del Apocalipsis, del que Juan recoge totalmente su lenguaje y sus metáforas.
Durante el reinado de Antíoco Epifanes se produce la práctica abolición del yavismo con la destrucción de la Torá. A esta opresión se oponen Matatías y sus hijos –como cuentan los dos libros de los Macabeos–, que inician una guerrilla sanguinaria contra el opresor, y el profeta Daniel, que escoge un camino totalmente alternativo y no violento. A través del artificio literario de situar la acción de su relato en el tiempo babilónico, Daniel habla en su libro del presente. Sus visiones apocalípticas de los hechos denigran la guerra santa acometida por Matatías y los suyos. Será el «guerrillero divino», el arcángel Miguel, y no la revuelta armada, el que defienda al pueblo. Daniel predica una resistencia cultural no violenta, dispuesta a llegar hasta el martirio con la esperanza de la intervención resolutoria de Dios. Preferir las visiones apocalípticas de Daniel a la intervención insurreccional de los Macabeos significa adoptar una resistencia activa y no violenta contra el mal, seguros de que Dios vencerá; es más, de que ya ha vencido.
En conclusión, podemos decir que la política inspirada por las visiones apocalípticas en el Antiguo Testamento es habitualmente una política no violenta, pues la idea central es que Dios mismo en persona se ocupará de su pueblo. No habrá necesidad de una resistencia armada activa, ya que la lucha interior será suficiente para mantener la propia identidad, incluso a costa del martirio, en la fiel esperanza de que Dios revelará su señorío sobre la historia.
Podemos, pues, decir con certeza dos cosas. Primera, que el libro del Apocalipsis no es un caso aislado, sino el fruto maduro de una tradición –de al menos seis siglos–, y, segunda, que todos los apocalipsis bíblicos, desde Isaías a Juan, describen la misma situación, es decir, la lucha del pueblo de Dios contra una fuerza mundana y antidivina que se manifiesta cada vez en sujetos diferentes, pero a la que po demos denominar con el nombre genérico de «Imperio»4.
De cuanto hemos dicho hasta ahora podemos deducir que la cultura apocalíptica tiene históricamente dos salidas posibles: una revolucionaria –cuando los apocalípticos deciden intervenir en primera persona para acelerar el final del orden viejo– y otra mística –cuando se aplica una resistencia pasiva, dejando a Dios la función de gobernar la historia hacia su final inevitable–. No hay duda de que la única forma que puede asumir legítimamente un apocalipsis cristiano es la mística. Entiéndase bien la palabra «mística». Aquí no se emplea en el sentido vago y deteriorado que ha tomado cuerpo en el lenguaje de las últimas décadas. El místico es el hombre que tiene los ojos abiertos hacia Dios. Es equiparable a un hombre capaz de hablar más de una lengua, capaz de pasar en una conversación de una lengua a otra y de señalar aspectos que escapan a muchos. La palabra «místico» viene de misterio (griego:). El místico es aquel que sabe penetrar el misterio revelado y que capta la realidad en su verdadero centro, sin quedarse en las apariencias. El místico se esfuerza por cambiarse a sí mismo en favor del cambio del mundo. El revolucionario, en cambio, lucha por cambiar el mundo ilusionándose con que también algún día cambiará él mismo.
Decididamente, el libro del Apocalipsis es para los místicos. Nos pide un radical cambio de mentalidad y no deja entrar en el juego al lector no dispuesto a ninguna discusión. En definitiva, es el relato de una serie de visiones a través de las cuales Juan nos quiere hacer partícipes de su experiencia. No se puede, pues, entender solo con la racionalidad: «expertus potest credere» (La Experiencia puede Creer).
Capítulo I:
El prólogo del Apocalipsis
El «prólogo» nos ofrece las coordenadas esenciales del libro. Juan nos presenta el libro como el informe de una visión. Su objetivo no es hacernos reflexionar, ni tampoco enseñarnos algo: él quiere acompañarnos al interior de una experiencia. Es el libro de un místico escrito para iniciarnos en un misterio. Juan pide a su lector que repita de alguna manera su misma experiencia y que la haga propia. He ahí por qué se trata de un libro incomprensible para quien se acerca a él sin un corazón de discípulo, sin una docilidad que se deje llevar. Más que un libro de lectura, el Apocalipsis es una experiencia de vida. Para poder vivir el Apocalipsis debemos saber interpretar los símbolos, así como aprender a leer nues tra propia vida a la luz de los mismos. El libro del Apocalipsis no se presta a ser tratado como un hallazgo arqueológico, sino que el lector debe trabar una lucha con él, dejándose interrogar y desafiar sobre su propia existencia y sobre sus elecciones.
Entre el libro y la vida debe discurrir una corriente secreta y darse una continua interacción. Ante todo, debemos deshacernos y eliminar un dañoso dualismo que nos impide en general comprender cualquier libro de la Sagrada Escritura y, sobre todo, el propio Apocalipsis, a saber, el dualismo entre lo espiritual y lo social/individual, entendiendo esto como si lo espiritual tuviera que atenerse a la sola dimensión individual y personal. Al contrario, precisamente porque se habla de cosas espirituales, el Apocalipsis no puede dejar de hablar también de la moral social. Puesto que nos introduce en la mística, no puede dejar de exigirnos una toma de posición sobre nuestra historia personal y comunitaria.
A fin de cuentas, nuestra lectura debe correr un riesgo y caminar sobre una línea sutil en la que la mística también en cuentra la estrategia para tratar con el gobierno de la sociedad. Pero la fe pretende y busca cambios de vida. No se puede leer este libro de forma neutral. El Apocalipsis no soporta e incluso rechaza a los lectores desinteresados. Esta es la razón por la que son llamados bienaventurados quienes escuchan las palabras de este libro y las ponen en práctica. Por eso Juan escoge un lenguaje tan extraño y barroco, ya que es el único que permite decir incluso lo indecible. Las imágenes y los símbolos usados no hay que tomarlos al pie de la letra; son, más bien, un intento de llegar a traducir en términos humanos algo que no puede ser directamente explicado ni comprendido.
El lenguaje apocalíptico es, al mismo tiempo, enérgicamente evocativo. Es un lenguaje incluso provocativo, que in tenta hablar más al corazón que a la mente. No hay que hacer una lectura llana, monocromática, que trate de descifrar los símbolos, como si el Apocalipsis fuese un gran criptograma, un texto escrito en clave en el que a cada cifra le correspondiera un significado monosémico. Al contrario, hay que poner empeño en encontrar una lectura «a colores», en la que cada imagen manifieste toda una gama de significados polisémicos que no se excluyan entre sí, y que deje actuar al símbolo con toda su fuerza. Para hacer esto no hay que adecuar el texto a nuestra propia mentalidad, sino más bien hay que transformar nues tra mentalidad para que sea el texto el que efectivamente nos hable.
1. La visión introductoria
El prólogo resume brevemente los temas de toda la obra. Estos ocho versos siguientes nos ayudan a interpretar y compren der la intención narrativa de Juan, para quien este libro es un apocalipsis, esto es, una revelación o, mejor, un desvelamiento de cosas escondidas5.
/1,1 Revelación de Jesucristo que Dios le encargó mostrar a sus siervos acerca de lo que tiene que suceder pronto. La dio a conocer enviando su ángel a su siervo Juan, /2 el cual fue testigo de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo. /3 Bienaventurado el que lee, y los que escuchan las palabras de esta profecía y guardan lo que en ella está escrito, porque el tiempo está cerca. /4 Juan a las siete Iglesias de Asia: Gracia y paz a vosotros de parte del que es, el que era y ha de venir; de parte de los siete Espíritus que están ante su trono; /5 y de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, /6 y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. /7 Mirad: viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron. Por él se la mentarán todos los pueblos de la tierra. Sí, Amén. /8 Dice el Señor: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso»6 (Ap 1,1-8).
1,1-2 El Apocalipsis es un evangelio del Resucitado
La metamorfosis lingüística –que ha hecho deslizarse la palabra «apocalipsis» desde su significado originario de revelación al actual sentido de catástrofe– es el motivo principal por el que este libro es con mucha frecuencia minusvalorado e incluso por el que a muchos cristianos les cuesta acercarse a él. Naturalmente, el libro habla de un cambio y de que este cambio provocará necesariamente una, esto es, un giro en el estado de cosas existente. Pero este cambio deberá darse mucho más en el orden espiritual que en el natural o físico, siendo este un reflejo del espiritual. Así es como hay que entender las imágenes de perturbación terrestre y celeste que llenan el relato. No son el anuncio de los castigos de Dios, sino más bien la traducción plástica y visible de la «catástrofe interior» que será para muchos la caída o pérdida de la fe en el Imperio y el nacimiento de la fe en Jesús.
En cuanto que es revelación del Reino que viene, el Apocalipsis es, a todos los efectos, un «evangelio». Sin embargo, respecto a los evangelios sinópticos, hay una diferencia sustancial de perspectiva. En aquellos, el misterio del Reino es contemplado desde el punto de vista del hombre. Por decirlo así, el cielo es contemplado desde la tierra. Aquí, sin embargo, cambia la perspectiva: es la tierra la que es contemplada desde el cielo. Además, los sinópticos concluyen con la resurrección de Jesús. En el Apocalipsis, en cambio, la aparición del Resucitado es el punto de partida de toda la descripción. Evidentemente, el Apocalipsis es el Evangelio del Resucitado y de su manifestación al mundo. Es más, ya desde el comienzo nos pone el autor en guardia: «está a punto de acontecer algo importante», las cosas están para cambiar, pues el mundo no está destinado a permanecer como está.
La inminencia de este acontecimiento es precisamente el argumento del libro. Por eso, los destinatarios ideales son los que esperan este cambio, los que no aceptan el estado de las cosas tal como están y desean su final. En cambio, los instalados, esto es, los que en el mundo se consideran como de casa, esos a quienes el Apocalipsis llama «los habitantes de la tierra», difícilmente podrán entrar en su misterio. Entonces, ¿cuáles son las cosas que deben acontecer pronto? No tanto el fin del mundo, y menos todavía toda una serie de cataclismos naturales, sino sobre todo la afirmación del Reino de Dios. Jesús se le revela a Juan como el Príncipe de los reyes de la tierra y como el Rey absoluto, que está a punto de tomar el poder que legítimamente le corresponde. Esto implica, por tanto, una necesaria, a fin de que se dé un cambio verdadero. Sin embargo, es una profecía no tanto sobre el futuro cuanto sobre el presente.
El tema central es, pues, la revelación de Jesús en la historia, revelación que lleva consigo un nuevo inicio y un nuevo final ya ahora, en el tiempo presente y no en el futuro lejano ni en un hipotético fin de los tiempos. El final del Imperio y de todos los reinos de este mundo no es, en absoluto, su tema central, aunque se habla de él, ya que es un paso inevitable para poder alcanzar el Reino de Dios.
1,3 El Señor viene a reinar
La bienaventuranza «de quien lee y de quien escucha» es la primera del Apocalipsis7. Estos son, por tanto, los dichosos, es decir, los bienaventurados o felices. Pero ¿por qué felices? Porque el tiempo está ya cerca; quien escuche, pues, esta palabra entrará inmediatamente en ese Reino de Dios que está ya comenzando. Feliz «quien escucha», porque está al corriente y camina al paso con la historia. Feliz, porque reconocerá inmediatamente al Señor, que viene a reinar. Feliz, porque ha aceptado al Señor como a su rey y, cuando cada uno lo vea, lo acogerá con alegría sin tener que pasar solo a través del fuego de la conversión. Feliz, porque no se ha dejado engañar por el usurpador o falso rey de ese imperio que pretende ser llamado dios y señor y que, en cambio, solo es una máscara diabólica.
Realmente, todo el libro del Apocalipsis está incluido entre dos bienaventuranzas, esta y la final: «Bienaventurado quien guarda las palabras proféticas de este libro» (Ap 22,7).
Esto quiere decir que el objetivo del libro es ofrecer un camino para la felicidad. El manual de resistencia o perseverancia cristiana lleva consigo la promesa de una revolución en la que la última palabra es la alegría gozosa. Feliz, finalmente, el que sabe luchar, porque la perseverancia, la alegría y la felicidad están entrecruzadas, pues solo quien sabe resistir sabe también esperar, y solo quien espera tiene satisfecha su vida. Mucho más que un anuncio de los próximos castigos, el Apocalipsis es el anuncio del Reino que viene y, más todavía, de las bodas –ya ahora y aquí– entre el Esposo-Cristo y la Esposa-Iglesia. Así es como manifiesta el camino de la felicidad plena y definitiva, que consiste en entrar en la ciudad celeste, reconocer al verdadero rey y dejarse esposar por él.
1,4 Los destinatarios de las cartas
Al igual que ocurre en las cartas paulinas, dirigidas a determinadas comunidades cristianas, también el Apocalipsis tiene en cuenta como destinatarias a las «siete Iglesias» que están en Asia. Es un libro para provocar o –dicho de otra forma– para desafiar a las comunidades, pues exige una respuesta concreta de los que lo lean y lo escuchen. Los interlocutores, aun que están identificados, son, sin embargo, presentados aún de un modo general, como unos «tipos universales». Evidentemente, las Iglesias en Asia eran muchas más de las siete enumeradas, pero Juan escoge siete porque este número está cargado de equivalencias simbólicas. En el Apocalipsis aparecen con mucha frecuencia las siete copas, los siete azotes, los siete sellos, las siete trompetas, etc. Y con esta referencia siempre se identifica la plenitud y la totalidad, de tal manera que escribir a las siete Iglesias es como decir: «escribo a todas las Iglesias». Si bien Éfeso, Sardes y todas las demás Iglesias son comunidades bien identificadas y reales, sin embargo son tratadas como tipos de las varias situaciones en las que cada comunidad puede llegar a ser reconocida. He ahí por qué este libro provoca a todo el «hoy» eclesial, en cualquier tiempo que sea. Todos, pues, estamos comprendidos e implicados. Por ello, no hay manifestación concreta de alguna Iglesia que pueda sustraerse a la profecía del Apocalipsis.
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