AL SERVICIO DE LA INDUSTRIA FARMACÉUTICA
En el seno del Ministerio de Sanidadconvive, junto a una facción sensata,otra desquiciada y tragacionisla
El doctor Sánchez afirma que debemos comenzar a considerar el coronavirus «una enfermedad endémica», al estilo de la gripe. Una muestra de sensatez que, sin duda, hemos de agradecerle; lo mismo que su rechazo a convertir España en un infierno distópico, a imitación de las vecinas Francia o Italia. Pero, frente a estas acciones y anuncios sensatos, el Gobierno toma decisiones completamente erróneas, que nos hacen creer que en el Ministerio de Sanidad conviven dos facciones irreconciliables (la una cuerda y ponderada, la otra arrebatadamente tragacionista). Es por completo disparatado que, a la vez que se nos exhorta a considerar el coronavirus una enfermedad con la que tendremos que acostumbrarnos a convivir, se pretenda seguir inoculando terapias génicas experimentales de forma masiva -tercera dosis para todos los mayores de edad, cuarta dosis para personas ‘inmunodeprimidas’-, así como acortar los plazos entre dosis. Y este empeño demente se anuncia, para más inri, cuando hasta la sistémica Agencia Europea del Medicamento muestra abiertamente sus reservas sobre las 'dosis de refuerzo'.
El sinsentido de este anuncio alcanza cotas kafkianas si consideramos que las terapias génicas experimentales han probado ser por completo ineficaces ante las nuevas variantes, que en la mayoría de los casos cursan tan leves como un catarro o una gripe leve. Cada vez son más los inmunólogos de prestigio que alzan su voz para advertir del disparate, que empieza a cobrar contornos esperpénticos (aunque su meollo sea de naturaleza más bien criminal). Como acaba de señalar Femando del Pino en un excelente artículo titulado 'Todos vacunados y todos contagiados', sólo una fanática idolatría hace comprensible que se esté urgiendo a la inoculación de una 'vacuna' que pierde su eficacia en cuestión de meses y que, además, pasa luego a tener una eficacia negativa. El fiasco de las terapias génicas experimentales es ya irrefragable, como demuestran los datos facilitados (dificultados, más bien) por el propio Ministerio de Sanidad, que delatan que apoximadamente tres de cada cuatro fallecidos por coronavirus han sido previamente inoculados. Como sostiene Fernando del Pino, estas terapias «jamás habrían logrado su aprobación por el procedimiento normal, y debemos exigir a los políticos que admitan el fracaso de su miope obcecación vacunal universal y detengan el programa de vacunación infantil, un escándalo que no beneficia a nadie y pone en riesgo la salud de los niños».
Este anuncio de un perenne día de la marmota vacuna) nos demuestra que en el seno del Ministerio de Sanidad convive, junto a una facción sensata, otra desquiciada y tragacionista al servicio de la industria farmacéutica, que ha encontrado, con la complicidad de gobiernos débiles o corruptos, una bicoca de tamaño incalculable. Pues, en su avaricia inmoderada, está dispuesta a seguir suministrando dosis hasta convertirnos en yonquis con el sistema inmunitario hecho fosfatina.
Un escándalo silenciado
Hace unos pocos días, desfiló por el Parlamento europeo una patulea de mandamases de diferentes compañías farmacéuticas. Habían sido convocados para responder a las preguntas de una comisión creada para investigar las irregularidades detectadas en el proceso de adquisición de millones de dosis de las llamadas cínicamente 'vacunas' del coronavirus, en realidad terapias génicas experimentales de muy dudosa eficacia (y efectos adversos mucho menos dudosos). No acudió a la cita el pajarraco que dirige Pfizer, amparándose en los contratos ignominiosos que su compañía había firmado con la Comisión Europea, que lo blindan frente a todo tipo de reclamaciones. En su lugar, acudió una subordinada suya que se dedicó a eludir las preguntas más incómodas; pero, en un momento de relajación (¡es lo que tiene la conciencia de impunidad!), reconoció que su compañía ni siquiera se había molestado en comprobar si el mejunje vendido en millones de dosis prevenía la transmisión del virus, confiando que el 'mercado' les proporcionara datos sobre su funcionamiento.
No hacía falta que esta sinvergüenza nos confirmase algo que ya habíamos comprobado empíricamente con creces. Las terapias génicas experimentales, en efecto, no detuvieron nunca la transmisión del virus (algún día se sabrá si en realidad la aceleraron), como tampoco procuraron inmunidad a los inoculados (algún día se sabrá si, por el contrario, los hicieron más vulnerables al contagio y a otras enfermedades devastadoras). Pero los mandamases de Pfizer, en los días en que proclamaron orgullosos que habían hallado la purga de Benito contra el coronavirus, aseguraron engañosamente que su 'vacuna' cortaba la transmisión, incluso con una sola dosis; y también que las personas 'vacunadas' no contagiaban. Y fueron estas falsedades manifiestas las que animaron a gobernantes psicopáticos, loritos sistémicos con tribuna mediática y medicuchos untados a jalear medidas gravemente persecutorias y estigmatizadoras de las pocas personas que aún guardaban un ápice de sensatez y prudencia, convirtiéndolas en chivos expiatorios de una sociedad temblona que se comportaba como rebaño dócil a sus designios, a la vez que como jauría rabiosa contra quienes no quisieron obedecerlos.
Hoy ya sabemos que los gobernantes psicopáticos, los loritos sistémicos y los medicuchos untados mentían como bellacos, a cambio de asegurarse patrocinios opíparos y retiros fastuosos. La chusma más corrupta y proterva se ha enriquecido salvajemente inoculando con un mejunje a millones de personas, mientras florecen misteriosas 'epidemias de cáncer', se llenan las consultas médicas con pacientes que padecen insuficiencias cardíacas y arritmias, se multiplican los infartos y las neumonías, los ictus y las enfermedades autoinmunes. Pero no seamos conspiranoicos: de todas estas afecciones que están disparando la mortalidad no tiene ninguna culpa el mejunje, sino la carne de las macrogranjas, la guerra de Ucrania y el cambio climático.
Todos vacunados y todos contagiados
Nos prometieron que las vacunas nos protegerían del covid, que la epidemia terminaría y que nos devolverían la normalidad robada. Sin embargo, casi dos años después ninguna de esas promesas se ha cumplido. Con un récord de contagios que convierte a la variante ómicron en una epidemia de vacunados (pocos meses después de vacunarse), continuamos con la retahíla de acientíficas restricciones-paripé, test de asintomáticos, disruptivas cuarentenas y una fe ciega en unas vacunas que evidentemente no han respondido a las expectativas. ¿Hasta cuándo continuará el contubernio político-mediático-farmacéutico intentando silenciar la evidencia?
Primero nos dijeron que las vacunas impedirían que nos contagiásemos del covid y sólo cuando la evidencia puso de manifiesto que estar vacunado no protegía en absoluto de la infección sintomática ni impedía la transmisión cambiaron de argumento: ahora las vacunas ya no nos protegían de enfermar, sino de hacerlo gravemente y morir. ¿Así de fácil? ¿Cambiamos el relato y pelillos a la mar? Un momento. Todo el programa de vacunación masiva e indiscriminada de la población con vacunas en gran medida experimentales, incluyendo a la inmensa mayoría (adultos sanos, jóvenes, adolescentes y niños) para los que el covid es una enfermedad leve, se basaba en la premisa de que la vacuna impedía la transmisión y lograría la ansiada “inmunidad de rebaño” del 70%. Si las vacunas no impiden el contagio ni la transmisión, ¿por qué se ha vacunado a toda la población y no sólo a la población de riesgo? ¿Por qué se continúa con el inmoral engaño de vacunar a los niños?
Este fiasco vacunal era previsible, como advertí por primera vez en septiembre del 2020. Nunca se había aprobado una vacuna eficaz contra ningún tipo de coronavirus ni se había utilizado la problemática[1] tecnología genética de ARNm en ninguna vacuna. Los plazos habituales de aprobación de una vacuna con ensayos clínicos de entre cinco y diez años de duración se habían reducido a dos meses, por lo que cualquier afirmación sobre su eficacia y seguridad pecaba de prematura. Para más inri, las empresas farmacéuticas eran perfectamente conscientes de todo ello y, preocupadas por la aparición de efectos secundarios adversos “dentro de cuatro años[2]”, habían firmado contratos con cláusulas de indemnidad que les eximían de toda responsabilidad.
Lo ensayos clínicos sobre los que se aprobaron las vacunas vectoriales y las terapias genéticas de ARNm no mencionaban en ningún momento que éstas impidieran la gravedad y muerte, sino el contagio. Por lo tanto, han fracasado precisamente en aquello por lo que fueron aprobadas, un ejemplo particularmente punzante de que los ensayos clínicos deben ser siempre tomados con cautela, pues las empresas farmacéuticas que esperan lucrarse por la aprobación del fármaco gozan de una clara asimetría de información frente al regulador y éste está sujeto al permanente conflicto de interés de las puertas giratorias. Con buen motivo, expertos como Peter Doshi, editor del British Medical Journal, mostraron las dudas que planteaba la cacareada eficacia del 95%[3], y un grupo de médicos británicos escribía recientemente en el BMJ que la pérdida de eficacia “sugiere que los efectos de las vacunas desaparecen rápidamente y/o que se introdujo algún sesgo o irregularidades en los procedimientos originales de los ensayos[4]”.
Tras pocos meses, y conforme aparecían nuevas variantes, la eficacia de las vacunas empezó a decaer abruptamente, como mostraron numerosos estudios[5]. Antes de ómicron, a finales de octubre, The Lancet Infectious Diseases publicaba que “la eficacia de las vacunas en reducir la transmisión es mínima en el contexto de la variante delta[6]”, y otro macro estudio sueco publicado en The Lancet concluía que las vacunas de Pfizer y Astrazeneca (82% de las dosis administradas en España) no tenían “ninguna eficacia[7]” para evitar la infección de covid transcurridos siete y cuatro meses, respectivamente, desde su inoculación. Con ómicron la situación ha empeorado: ya no es que las vacunas no tengan ninguna eficacia, sino que su eficacia es negativa, es decir, que los vacunados son más susceptibles de contagiarse que los no vacunados. Así lo concluye un recientísimo estudio danés[8], datos oficiales de la Sanidad británica[9] y un estudio noruego publicado en Eurosurveillance[10]. Hace pocos días, el virólogo Luc Montagnier, Premio Nobel de Medicina del 2008, confirmaba en un artículo en el Wall Street Journal que “datos de Dinamarca y Canadá indican que las personas vacunadas tienen mayor tasa de infección de ómicron que las no vacunadas[11]”.
Antes del advenimiento de la fanática idolatría de las vacunas covid, ¿cómo se habría calificado a una vacuna que pierde completamente su eficacia en cuestión de meses y luego tiene eficacia negativa? Estas “vacunas” jamás habrían logrado su aprobación por el procedimiento normal, y debemos exigir a los políticos que admitan el fracaso de su miope obcecación vacunal universal y detengan el programa de vacunación infantil, un escándalo que no beneficia a nadie y pone en riesgo la salud de los niños.
Respecto a la eficacia de estas vacunas para “evitar” la gravedad y la muerte, la creencia popular está de nuevo equivocada. El Ministerio de Sanidad español, con datos ciertamente opacos, señala que aproximadamente tres de cada cuatro muertos por covid (entre el 72% y el 80%) desde otoño eran personas perfectamente vacunadas[12], porcentajes similares a los ofrecidos por el Reino Unido[13]. ¿Han leído esto en algún medio? Estos porcentajes, elevadísimos en términos absolutos, indiciarían sin embargo una relativa protección contra la gravedad dada las altísimas tasas de vacunación. No obstante, dado el interés en ocultar las grietas del relato oficial, es posible que la realidad sea menos halagüeña. Recientes estudios epidemiológicos publicados en The Lancet limitan la eficacia para reducir la gravedad y muerte hasta un “indetectable[14]” 42% seis meses después de vacunarse, cifra que Israel situaba en agosto en el 55%[15]. Por otro lado, según un estudio publicado en el JAMA, los datos en bruto en Sudáfrica (no estandarizados por edad) muestran que con ómicron las tasas de hospitalización de vacunados son superiores a las de no vacunados[16]. Aunque en ausencia de ensayos aleatorios sea difícil estar seguro, por el momento puede afirmarse que las vacunas no evitan la gravedad y muerte pero reducen su probabilidad de ocurrencia, aunque esta reducción sea poco significativa tras pocos meses.
Primero nos prometieron que con dos dosis y un 70% de vacunados esto se terminaba. Ante la evidencia del fiasco vacunal, se sacó de la chistera la necesidad de una tercera dosis, que Israel inoculó en estado de pánico al observar que las dos dosis precedentes no impedían nuevas olas. Ahora proponen una cuarta, pocos meses después. ¿Qué vacuna conocen ustedes que requiera cuatro dosis en pocos meses? Esta huida hacia delante de políticos empeñados en no reconocer sus errores juega con el sistema inmunológico y la salud de la población (como ha tenido que advertir, tarde, la EMA). El jefe del Departamento de Inmunología de la Universidad de Tel Aviv lo resumía en una carta abierta: “Es hora de admitir el fracaso[17]”.
Las terceras dosis de unas “vacunas” que ofrecen una estrecha y rígida respuesta a un solo antígeno obsoleto no mejorarán el resultado tras el habitual espejismo de pocas semanas. La propia OMS considera las dosis de refuerzo “inapropiadas e insostenibles”[18]. Lo que sí aumentarán las sucesivas dosis, en cambio, es la posibilidad de casos de yatrogenia. En efecto, nos prometieron que estas vacunas serían “95%” eficaces y esto ha resultado ser un timo. También nos prometieron que eran tremendamente seguras. ¿Lo son? Lo analizaremos en el siguiente artículo.
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[13] COVID-19 vaccine weekly surveillance reports (weeks 39 to 1, 2021 to 2022) – GOV.UK (www.gov.uk)
LA CIENCIA SIN MÉTODO CIENTÍFICO
Aunque Gramsci pretendía que el hombre moderno «puede y debe vivir sin religión», lo cierto es que al hombre moderno le sucede lo mismo que al hombre antiguo: su vocación hacia el misterio es irrefrenable, porque forma parte de su naturaleza; y cuando la naturaleza se reprime o amputa, esa vocación natural recurre a sucedáneos que alivien la amputación. Entre los sucedáneos que el hombre moderno abraza para suplantar la religión se cuenta, desde luego, la ideología, a través de la cual trata de instaurar un quimérico Paraíso en la Tierra (con los resultados de todos conocidos); y también la ciencia sin método científico, la ciencia convertida en superstición.
En contra de lo que algunos pretenden, la ciencia y la religión no se hallan en 'planos diversos', sino que ambas se hallan en el plano de la verdad (de ahí que no puedan contradecirse, cuando no son imposturas científicas o religiosas). Ocurre, sin embargo, que la ciencia y la religión difieren radicalmente en sus métodos. El método de la ciencia, en concreto, es el método empírico, que exige la observación y el estudio de la naturaleza; y cuando falta el método empírico, cuando se sortea mediante añagazas diversas, cuando se abrevia mediante atajos o falsea para obtener un rédito crematístico, la ciencia deja de ser tal cosa para convertirse en sucedáneo religioso. Por supuesto, ese sucedáneo se puede luego embellecer cuanto se quiera, se puede incluso imponer como dogma religioso inatacable; mas no por ello dejará de ser filfa e impostura.
Recientemente, se concedía el premio instituido por un célebre dinamitero a los creadores de las vacunas con 'ARN mensajero'. Desde que se descubriera en los años sesenta del pasado siglo el ARN mensajero, pasaron treinta años hasta que se contemplara la posibilidad de inyectarlo en el cuerpo humano; y otros diez más para que se realizaran los primeros ensayos clínicos, que durarían veinte años más. Después de todo este largo período de tiempo quedó demostrado que las vacunas de ARN mensajero eran un estrepitoso fracaso. Primeramente, allá por el año 2000, se quiso curar el cáncer de próstata con estas vacunas; y tras quince años de experimentación, se probó un fiasco. Posteriormente se intentó curar con vacunas de ARN mensajero el cáncer de piel, el cáncer de pulmón y el cáncer intestinal, se pretendió erradicar el sida y la rabia, se quiso lograr la inmunidad ante la gripe aviar y el zika; y una y otra vez, las vacunas de ARN mensajero se probaron ineficaces, o causantes de efectos secundarios muy variados y peligrosos. El método empírico había demostrado, una y otra vez, que aquella técnica tan promisoria se revelaba a la postre inadecuada. Todos estos experimentos fracasados se detallan en el libro Los aprendices de brujo, de la genetista francesa Alexandra Henrion Caude, publicado por La Esfera de los Libros.
Si la ciencia no hubiese degenerado en sucedáneo religioso, después de cosechar fracasos en el intento de fabricar vacunas con ARN mensajero, se habría descartado esta técnica. Pero los grandes laboratorios farmacéuticos habían invertido ingentes cantidades de dinero en ella; y los inversores deseaban recuperar su dinero (y hasta multiplicarlo ávidamente). Así que, cuando se declaró el coronavirus, volvieron a recurrir a esta técnica que tantas veces el método empírico había desacreditado. Sólo que esta vez decidieron comercializarla sin completar la fase de prueba; es decir, decidieron saltarse el método empírico, abreviarlo o falsearlo. No se estudió debidamente si estas vacunas tenían efectos cancerígenos o producían interacciones peligrosas con otros medicamentos; ni siquiera se explicó debidamente la reacción que podían producir en nuestro organismo. Porque las vacunas habían consistido siempre en inyectar un virus atenuado o una porción de proteína de un virus inactivo que, reconocidos por el sistema inmunitario, provocaban que nuestro organismo empezara a producir anticuerpos. En las vacunas de ARN mensajero, en cambio, se inyecta una sustancia sintética que no provoca esa reacción, sino que se fusiona con nuestras células y las reprograma, incorporándose a nuestro patrimonio genético. Que esto se haya hecho sin respetar el método científico nos sumerge, como a la genetista Alexandra Henrion Caude, en una 'vertiginosa perplejidad'.
También que se estén ocultando la infinidad de efectos secundarios que esas vacunas han generado en una porción nada desdeñable de la población. Pero las falsas religiones son siempre esotéricas y secretistas; y necesitan elevar a los altares a falsos santos. Por eso, no contentas con saltarse el método empírico, conceden a sus taumaturgos el premio instituido por un célebre dinamitero.
Rescatamos esta recopilación como dedicatoria a todos los hijos de satanás que en el día de hoy han alzado la voz contra “la cultura del odio y las cacerías inhumanas”.
Con el pasar del tiempo, vuestro terrorismo informativo está quedando todavía más en evidencia.
Fernando del Pino Calvo-Sotelo
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Juan Carlos (Yanka)