viernes, 17 de septiembre de 2021

EL RITO COMO LA LITURGIA CELEBRA LA FE Y NO A LA INVERSA 🕂


La importancia del ritual

NO ES UNA MISA MÁS:
ES LA MISA.
CELEBRAR LA VIDA EN CRISTO 
Y VIVIR LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
Un día, el Principito le preguntó al zorro qué es un rito, éste respondió: «Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días… Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones».
Los ritos son un elemento de comunicación que está muy presente en nuestras vidas. Sin ellos, todas las actividades humanas parecerían iguales y monótonas. Actos tan dispares como la celebración de los cumpleaños, las tomas de posesión de los cargos públicos, una boda o la botadura de un barco, generan hábitos compartidos rodeados de formalismos que no solo les dotan de sentido y refuerzan su validez, sino que alimentan nuestra búsqueda de pertenencia y vinculación.
Hoy vivimos a tal velocidad que no caemos en la cuenta de que estamos vivos. La pérdida de los ritos ha desdibujado esta conciencia de estar vivos porque el rito es la forma de sentir el poder, la fuerza y la capacidad transformadora que tiene el individuo cuando está con otros mirando hacia un mismo objetivo y con una única voluntar de ser y hacer. De la misma forma que la Naturaleza se conmueve y se revitaliza a través de los ritos de puesta en marcha y de renovación periódica de sus leyes, la conciencia de estar vivos se consigue con los otros, cuando celebramos, aprovechando cualquier oportunidad, la gran realidad de estar juntos viviendo unas mismas experiencias desde las distintas individualidades.

El rito (no el ritualismo), en conclusión, es el lugar insoslayable de la experiencia religiosa en general, y de la experiencia de la fe de la comunidad en particular. ”Del mismo modo que lo sagrado no puede darse sino en el símbolo y en el rito, también la fe cristiana no puede darse sin la celebración litúrgica.[…] 
La Iglesia celebra porque cree , pero al mismo tiempo, cree porque celebra”. La fe “encuentra en la celebración litúrgica el lugar insoslayable de su manifestación y su existencia. Debemos, pues, afirmar que la fe existe como celebración o no existe”.
Si estas reflexiones las expreso a manera de conclusión, es para alentar al hombre que cree a abandonarse en total confianza al “riesgo” del rito y a sus dinámicas, que van mucho más allá del sentido de las palabras y de los gestos rituales. Confiar en el rito, en el cual la Iglesia encuentra su modo propio de manifestarse como comunidad de creyentes y donde ella redescubre la “necesidad” de celebrar la fe, es también revelar la fuerza y el coraje de la misma fe. La fe mira siempre más allá, más allá del signo, pero al mismo tiempo tiene necesidad del rito. Una fe, que justamente porque es fuerte, tiene necesidad de celebrar y necesidad de abandonarse al rito que celebra la comunidad eclesial.

EL RITO COMO LA LITURGIA 
CELEBRA LA FE Y NO A LA INVERSA

El ritualismo es una adulteración de lo ritual. El ritualismo tiene algo de grotesco, de abuso; es una mofa de la ritualidad. Se cae en el ritualismo cundo uno entiende los ritos en clave mágica; cuando se les atribuye una fuerza sobrenatural y cuasi divina, capaz de producir en quien los practica toda clase de maravillas y efectos portentosos, por encima de los recursos humanos y naturales; peca uno de ritualista, además, cuando considera que el cumplimiento exacto de las normas que regulan la realización de los ritos es lo principal y que una celebración es más o menos perfecta en la medida en que el cumplimiento de las normas rituales es más o menos exacto. Todo eso es ritualismo. Es del todo condenable.


Toda práctica significante requiere la presencia y participación de un cuerpo sensible junto a otros cuerpos igualmente sensibles. El rito de la Misa, como práctica, se inicia con el rito de la fracción del pan por Jesucristo en la Última Cena. Los testimonios más cercanos dan cuenta de la repetición asidua de esa práctica conlleva la repetición de enunciaciones sucesivas, las cuales van dejando su impronta en los cuerpos que participan en ella. El rito de la Misa se inscribe en el espacio de lo sagrado. Habitualmente, ese rito se cumple en el templo. El desarrollo del rito alcanza determinados picos de intensidad, el más alto y asombroso de los cuales se da en el momento de la consagración. La moderada lentitud del rito expresa el sentido de solemnidad que adquiere la práctica. Al paso de los siglos, el rito se transforma en mito (en "dogma") por parte de las sutilezas teológicas de los pensadores cristianos, comenzando por el "apóstol" Pablo.

1. Institución de la Eucaristía

La Misa es un rito de recordación y de actualización del sacrificio de Jesús en la cruz. Pero si este es el dogma, es decir, el mito, el rito es anterior, como suele ser el caso de todos los ritos. El rito de la Misa se inicia en la Última Cena que Jesús celebró con sus apóstoles la víspera de su Pasión y Muerte. Según los editores de la Biblia Latinoamérica, la primera referencia a la "Cena del Señor" se encuentra en I Corintios 11, 23–25, escrita en el año 55, antes incluso que los Evangelios. El texto de la Carta a los Corintios dice:

Yo recibí esta tradición del Señor, que a mi vez, la he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, y después de dar gracias, lo partió diciendo: "Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes; hagan esto en memoria mía". De la misma manera, tomando la copa después de haber cenado, dijo: "esta es la Nueva Alianza en mi sangre. Siempre que beban de ella, háganlo en memoria mía".

Lo más probable es que este texto de San Pablo haya sido la referencia común de los tres Evangelios que relatan la Última Cena. En todo caso, el relato de la Última Cena indica claramente que el rito es una dramatización, mejor dicho una "puesta en escena" en la que intervienen acciones, gestos y palabras para "hacer presente" un acontecimiento. El rito necesita, pues, una "escena", o sea un campo de presencia, un espacio. El espacio escogido para la Última Cena es el conocido en la tradición como el Cenáculo: una habitación prestada por algún amigo o benefactor de Jesús, dispuesta para celebrar la Cena Pascual. Un lugar aparte, separado, de alguna manera sagrado. El carácter de "sagrado" lo adquiere un espacio por un cambio en el "acento de sentido" (Zilberberg, 2006: 161). En el momento en que Jesús escoge una determinada habitación para celebrar la Cena Pascual, impone al espacio elegido ese "acento de sentido" particular; por lo mismo, dicho espacio se cierra sobre sí mismo y queda aislado del resto del mundo, es convertido en templum. Ese supuesto Cenáculo es mostrado hoy al mundo como el primer templo cristiano.

2. La tradición y la memoria figurativa

"Haced esto en memoria mía" (Lc 2.2, 19). Según el testimonio de los primeros escritos del Nuevo Testamento, los cristianos

Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones [...] Partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón (Hch 2, 42–46).
Era, sobre todo, "el primer día de la semana", es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús, cuando los cristianos se reunían para "partir el pan" (Hch 20, 7).

Desde entonces hasta nuestros días, la celebración de la Eucaristía se ha perpetuado sin interrupción. Eso supone la vigencia de una tradición. Para que exista y persista una tradición, se requiere la presencia de los cuerpos–actantes, susceptibles de guardar la "memoria figurativa" de la que habla J. Fontanille en Soma y sema (2008: 265–272; 305 ss.). Sólo bajo esa condición hay testimonio posible. En nuestro caso, esa "memoria figurativa" ha sido trasladada del cuerpo corporal al "cuerpo textual". Hacia el año 155, San Justino Mártir nos deja testimonio de las grandes líneas que sigue el desarrollo de la celebración de la Eucaristía. La finalidad inicial del testimonio de San Justino era la de informar al emperador pagano Antonino Pío (138–161), ante las calumnias que difundían los paganos, de lo que hacían los cristianos cuando celebraban sus reuniones semanales:

El día que se llama día del Sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo. Se leen las memorias de los apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible. Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas.
Luego, nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros y por todos los demás donde quiera que estén, a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y en nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación.
Cuando termina esta oración, nos besamos unos a otros.
Luego, lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y vino mezclados. El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y da gracias (en griego: eucharistiam) largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones. Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias, todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén.
Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua "eucaristizados" y los llevan a los ausentes. (San Justino, Apologiae, 1, 65; 67; citado por el Catecismo de la Iglesia Católica, 1993: 311).

La sucesión de testimonios es prácticamente ininterrumpida a lo largo de la historia de la Iglesia. La posibilidad de "dar testimonio exige que un sujeto de enunciación sea también un cuerpo susceptible de dar testimonio de sus experiencias. Se trata de poder atestiguar un hecho porque uno lo ha visto, oído, percibido, o, particularmente en el dominio religioso, de poder manifestar y expresar una creencia o una pertenencia. Y eso es lo que ocurre con el testimonio de San Juan Evangelista, quien termina su Evangelio con estas palabras: "Este es el mismo discípulo que dio aquí testimonio y escribió todo esto, y nosotros sabemos que dijo la verdad" (Jn 21, 24).

Curiosamente, Juan es el único evangelista que no relata la celebración de la Última Cena. El único testigo participante que la relata (porque ni Marcos ni Lucas participaron en ella) es Mateo:

El primer día de la Fiesta en que se comía pan sin levadura, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: "¿Dónde quieres que preparemos la cena pascual?" Jesús contestó: "Vayan a la ciudad, a casa de Fulano, y díganle: 'El Maestro te manda decir: Mi hora se acerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos'". [...] Mientras comían, Jesús tomó pan y, después de pronunciar la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen y coman; esto es mi cuerpo". Después, tomando una copa de vino y dando gracias, se la dio, diciendo: "Beban todos, porque esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que es derramada por una muchedumbre para el perdón de sus pecados". (Mt 26, 17–28).

Mateo, en cambio, no recoge la inyunción de Jesús: "Hagan esto en memoria mía". El único que la recoge es Lucas, discípulo y secretario de San Pablo, quienes no conocieron a Jesús:

Después, tomó el pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio, diciendo:
"Esto es mi cuerpo, [que es entregado por ustedes. Hagan esto en memoria mía". Después de la cena, hizo lo mismo con la copa. Dijo:
"Esta copa es la alianza nueva sellada con mi sangre, que va a ser derramada por ustedes"] (Lc 22, 19–20).

No obstante, los editores de la Biblia Latinoamérica hacen la siguiente anotación: "Lo que pusimos entre corchetes [ ] (v. 19–20) falta en muchos manuscritos antiguos". Pero, como hemos señalado anteriormente, "testigo" no es solamente aquel que "ha visto", sino también aquel que "ha oído". Y la tradición cristiana se apoya principalmente en relaciones orales y en prácticas significantes ritualizadas. También "da testimonio" aquel que expresa públicamente con sus actos una creencia o la pertenencia a un grupo que practica determinados rituales.

El testimonio implica un "origen" que resulta ya inaccesible a la percepción directa, cuya traza sólo puede ser atestiguada y encontrada en los cuerpos. En los sucesivos "cuerpos–testigos" que han participado de las mismas creencias y en las mismas prácticas. Ese es el caso del "cuerpo" cristiano: cuerpo carnal de los cristianos participantes en el rito de la "partición del pan", y "cuerpo místico" de la Iglesia, que sostiene la práctica a través de los cuerpos particulares de los cristianos "practicantes" que participan ininterrumpidamente en el rito de la Misa. Esos cuerpos individuales aseguran el relevo continuo del contacto entre el "cuerpo original" y los cuerpos sucesivos, gracias a las huellas dejadas por los contactos repetidos. En ese sentido, el testimonio obedece a la misma cadena continua de enunciación que la que rige para la tradición, si se admite que cada una de las inscripciones de huellas sucesivas marcadas en la "memoria figurativa" de los cuerpos es una "enunciación" formulada por dichos cuerpos.

La tradición funciona por continuidad temporal y espacial de su transmisión. Mantener una tradición consiste, ante todo, en saturar los relevos enunciativos: la tradición está viva si se puede reconstituir, o al menos imaginar, una cadena temporal ininterrumpida de enunciaciones, pues esa continuidad sin grietas garantiza la presencia sostenida y potencial del origen.
El rito de la Misa, con pequeñas variaciones litúrgicas, se ha mantenido, en lo esencial, sin hiatos temporales, como práctica significante desde los inicios de la Iglesia cristiana. Más que los testimonios escritos, en esta tradición valen las prácticas rituales efectuadas sin interrupción.


MISTERIO DE LA FE

«El Señor Jesús, la noche en que fue entregado» (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos. Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el pueblo responde a la proclamación del «misterio de la fe» que hace el sacerdote: «Anunciamos tu muerte, Señor».
La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues «todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos...».

Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y «se realiza la obra de nuestra redención». Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida.

Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir «Éste es mi cuerpo», «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre», sino que añadió «entregado por vosotros... derramada por vosotros» (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos. «La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor».

La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, «el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio». Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: «Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo [...]. También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá».

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