Nazis y marxistas;
una inconfesable hermandad
¿Cómo es posible que millones de personas se hayan tragado semejantes cuentos y seamos testigos, en pleno siglo XXI, del avance irrefrenable de una ideología igual de asesina y monstruosa que su vapuleada hermana nacionalsocialista?
Cuando Hannah Arendt explica la naturaleza de las ideologías que, a diferencia de teorías, ideas o pensamientos, permanecen impermeables a la experiencia humana, pone énfasis en la supremacía de la lógica que se despliega a partir de una premisa que se afirma verdadera. Para el caso del nazismo la premisa que justifica el exterminio de determinados grupos de personas plantea que existen razas moribundas. Con el paso del tiempo la naturaleza las iría aniquilando en una dinámica de progresiva selección y mejoramiento de la especie. Pero, como la naturaleza se tarda demasiado, los nazis toman sobre sus hombros la “pesada tarea” de ayudarla en su propósito. Esa es la horrorosa justificación que subyace a su ideología. Otro tanto sucede con los marxistas. En sus mentes existe la visión de una historia cuyo avance depende del exterminio de clases moribundas. La premisa tiene antecedentes en la lectura marxista de la desaparición de la aristocracia por la emergencia de la burguesía donde serían observables leyes de la historia. De la fe en la existencia de este tipo de leyes se sigue, por lógica, que cuando el proletariado- la nueva clase que emerge gracias al capitalismo- haya exterminado a la burguesía, se habrá asegurado el paraíso terrenal. Es evidente que, en ambos casos, el problema radica en que los tiempos de las leyes de la naturaleza o de la historia son demasiado extensos. Y la solución responde a la misma lógica pues, según la ideología nazi, la naturaleza selecciona al pueblo alemán para apurar esos tiempos, mientras la historia habría elegido al individuo cuya conciencia ha sido despertada por la ideología marxista. Este es uno de los tantos lazos que une a los compañeros en la lucha de clases y a los ciudadanos del Tercer Reich. Todos ellos creen haber sido elegidos para la tarea superior de conducir a la humanidad hacia el paraíso terrenal. La diferencia entre nazis y marxistas radica en que la peculiar condición de la vanguardia revolucionaria no está dada por la biología como en el caso de los nazis, sino en la posesión de aquel conocimiento capaz de crear la necesaria consciencia de clase en un proletariado cuya misión histórica desconoce. Sólo cuando ha despertado gracias a la fe marxista el proletariado se alza en contra de la explotación y barre a sangre y fuego el ajedrez social. Así se cumplen los designios de leyes que, tanto en el caso de la naturaleza como en el de la historia, tienen de real lo mismo que el carro de renos voladores en que viaja Santa Claus.
¿Cómo es posible que millones de personas se hayan tragado semejantes cuentos y seamos testigos, en pleno siglo XXI, del avance irrefrenable de una ideología igual de asesina y monstruosa que su vapuleada hermana nacionalsocialista?
La respuesta se encuentra en la necesidad de creer en algo. Incluso del nihilista y del ateo podemos afirmar que son creyentes. El primero cree que ni su vida ni la de los demás tienen ningún valor, mientras el segundo cree que en nada cree. Es posible que el ateo no crea en un dios, pero, la mayoría de las veces, habrá puesto en su altar a un sucedáneo que puede como el Estado o la ciencia. Ya Nietzsche lo planteaba muy claramente, el humano necesita divinizar o demonizar alguna cosa para vivir. Y en el contexto de la muerte de Dios que Occidente vivió a principios del siglo pasado, es esta necesidad psicológica la que explica la devoción a las dos ideologías que, además de los rasgos ya descritos, comparten la pretensión de ser científicas. Por eso hablan de leyes que, como la ley de gravedad, estarían enquistadas en la naturaleza o la historia. En términos de Arendt estamos ante ideologías de carácter pseudocientífico. Este rasgo explica parte de su éxito en el mundo más sofisticado.
Profundicemos en otro de los lazos que se encuentra a la base de la hermandad ideológica entre marxistas y nacionalsocialistas. Pocos teóricos han reparado en el hecho de que, así como nazis y marxistas comparten el diagnóstico de ser ellos los “ayudantes” de la naturaleza o de la historia, su objetivo también es el mismo: la igualación de las diferencias. Los unos necesitan igualar los rasgos físicos y psicológicos en vistas al predominio de una raza que creen superior y los otros igualan imponiendo un determinado tipo de vida al eliminar toda diferencia que resulte de la posesión de propiedad. En otras palabras, marxistas y nazis desean destruir la diversidad que distingue a la especie humana. La pregunta políticamente relevante es para qué y por qué se busca la igualación de los individuos. Arendt desarrolla una respuesta contundente en "Los Orígenes del Totalitarismo". Para la pensadora, sólo destruyendo nuestra natural diversidad es posible eliminar la acción espontánea capaz de oponer resistencia al avance del poder total que anhelan los hermanos en la lucha por la igualación. Y es en la destrucción de la diversidad donde ambas ideologías ponen a prueba su identidad con la ciencia, puesto que intentan crear un tipo humano que no existe. Desde la perspectiva arendtiana, los adalides de la igualdad no entienden la diferencia entre ser dueños del mundo y ser sus creadores. De ahí que Arendt concluya que ambas ideologías ponen en juego la naturaleza humana como tal, haciendo experimentos que sólo logran la destrucción de individuos que, bajo el anillo de hierro del poder absoluto, pierden no sólo la capacidad de actuar, sino también de pensar.
En el marco descrito no puede sorprendernos que la receta totalitaria conduzca al mismo resultado con independencia del contenido específico de sus premisas y de las diferencias culturales o geográficas de las naciones en que se ha impuesto. De Cuba a Venezuela, de China a la URSS, todas las experiencias culminaron en la opresión absoluta y la igualación radical, del mismo modo que vivieron los alemanes bajo el régimen nazi. Y es que, como afirma Arendt en la obra citada: “Es indudable que allí donde la vida pública y su ley de igualdad se imponen por completo, allí donde una civilización logra eliminar o reducir al mínimo el oscuro fondo de la diferencia, esa misma vida pública concluirá en una completa petrificación, será castigada, por así decirlo, por haber olvidado que el hombre es sólo el dueño y no el creador del mundo”. Es en este perverso juego de igualación donde queda sellada la inconfesable hermandad de los elegidos y es en vista de sus desastrosos resultados que sea irrelevante si el designio proviene del podio divino ocupado por la naturaleza o por la historia.
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