jueves, 17 de diciembre de 2020

LIBRO "NO SIEMPRE LO PEOR ES CIERTO": ESTUDIOS SOBRE HISTORIA DE ESPAÑA POR CARMEN IGLESIAS


No siempre lo peor es cierto 
Estudios sobre Historia de España

No son pocos los historiadores que afirman que los españoles hemos interiorizado como pueblo –y lo que es más grave, como nación- un absurdo complejo de inferioridad que nos hace concebir nuestro propio pasado como un compendio de errores y desaciertos. Es una especie de minoría de edad intelectual que nos hace muy difícil encontrar un camino sereno para avanzar por las sendas del futuro, pues acudimos presos de la fatalidad o el mito a leyendas negras o rosas que nos proporcionan aparentes auto-justificaciones para no hacer frente a los retos del presente. Entre los más activos y conocidos divulgadores de éstas y otras claves ideológicas se encuentra la numeraria de las Academias de la Lengua y la Historia Carmen Iglesias (Madrid, 1943), que ha tomado prestado el título de una de las comedias de Calderón de la Barca, “No siempre lo peor es cierto” para titular el volumen en el que ha reunido el conjunto de sus prólogos, artículos, terceras y ensayos, presentaciones de otros libros o conferencias pronunciadas en los más variados foros. Se trata de un tomo publicado por Galaxia Gutenberg que incluye gran aparato bibliográfico, notas e índice onomástico.

La obra es símbolo de su polifacética labor intelectual. Si dedicó su tesis doctoral a la literatura política francesa del siglo XVIII, su trayectoria posterior ha derivado hacia la Historia en el sentido más amplio y general, abordando gran número de temas, protagonistas y épocas de nuestro pasado. Naturalmente, su condición de catedrática de Historia de las Ideas políticas y sociales continúa proporcionando un sustrato ideológico a no pocas de sus consideraciones y análisis, ofreciendo perspectivas atrayentes que conectan con el lector más crítico con el actual conformismo cultural. A todo ello se añade que su investigación y creación se realiza en el marco acompasado de las iniciativas culturales que dirige, que consigue hacer compatibles, prodigiosamente, con sus altas responsabilidades profesionales. Así, durante su etapa como directora del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales entre 1996 y 2004, dirigió de forma ejecutiva importantes y exitosas exposiciones temporales que se sucedían prácticamente sin solución de continuidad, como las dedicadas a Goya, a Felipe II en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, o iniciar la preparación de la que recreó el mundo que vivió Cervantes en 2005. La autora es hoy Presidenta de Unidad Editorial.

Hay en el magisterio de Carmen Iglesias, discípula de Luis Díez del Corral y José Antonio Maravall, una nota característica que entronca muy bien con la búsqueda de la verdad desde la objetividad que distinguió la extraordinaria labor de sus maestros. Nos atreveríamos a definirla como la constante alusión implícita a la necesidad de adquirir serenamente los medios necesarios para una “visión de la historia”. No aludimos con ello al primer capítulo del volumen, “España desde fuera”, referido a la imagen histórica que se tenía en el extranjero de nuestro país. Se trata de la íntima, primaria y básica conveniencia de tomar todos los datos disponibles, alejarse de estereotipos y leyendas interesadas, de saber situar y conceder el valor justo a los condicionantes presentes para adquirir una visión lo más completa posible de los hechos. Y también en el pasado, con mucha frecuencia, los árboles no dejan ver el bosque. Empleamos la noción de visión en el más estricto sentido etimológico. Acudimos a la plenitud del verbo ver, observar, tomar conciencia. Constatar. “No siempre lo peor es cierto” propone al lector el esfuerzo magnífico y personal de la visión de la historia. Un reto que siempre merece la pena.

Pocos ilustrados escaparon al tópico de la leyenda negra sobre España. Erasmo, Montesquieu, los grandes de la Enciclopedia y, en primer lugar, los escritores italianos abren un catálogo de denuestos que dejaron profunda huella en los pensadores españoles, obsesionados por la mirada del otro. Las peores opiniones políticas, tan cambiantes (Napoleón: "Españoles, una chusma de aldeanos guiada por una chusma de curas"), tenían por fin el aval de los escritores más ilustres.
Eso, desde el exterior. También caló la idea de que los peores propagandistas de España han sido españoles. Opina John Elliot que aquí siempre se espera lo peor. "De todas las historias de la Historia, la más triste sin duda es la de España porque termina mal", escribió Gil de Biedma. Otro poeta catalán dijo antes, en versos que se harían famosos: "Oyendo hablar a un hombre, / fácil es acertar dónde vio la luz del sol; / si os alaba Inglaterra, será inglés; / si os habla mal de Prusia, es un francés, / y si habla mal de España, es español".
Hablando de todo esto, Carmen Iglesias acude a la autoridad de Gracián, que en El Criticón habló de españoles "bizarros" y "generosos", pero también de otros que "abrazan todo lo extranjero, pero no estiman lo propio". Pese a todo, Gracián creyó que España era, en el tiempo en el que escribe su famosa alegoría (1651), "absolutamente la primera nación de Europa: odiada, porque envidiada...".
La conclusión de Carmen Iglesias es que predomina una idea de España negativa, tanto dentro como fuera. No está de acuerdo, en absoluto. Lo proclama ya en el título, tomado de una comedia de Calderón. Dedica sus esfuerzos a argumentarlo haciendo lo que deben hacer los historiadores de raza: un relato razonado mediante documentos y citas de autoridad incontestables.
Algunas de las monografías recogidas en este libro fueron escritas hace 25 años, pero tienen un hilo conductor común: la piadosa comprensión del ser español contra el mito de la excepcionalidad. Lo resume Carmen Iglesias con una cita de María Zambrano: 
"La verdad es que los españoles tienen historia a pesar suyo. No la viven, no se entregan a ella con la consecuente docilidad del europeo y especialmente del francés. El corazón del francés es dócil, profundamente dócil a su historia bajo la cual, vive maravillado, y paralelamente es en Francia donde la mujer necesita tener historia. A Galdós le cae en suerte contar historias de mujeres, en un país que no acepta su propia historia, que no se doblega a ella, y que tratándose de la mujer, entiende la historia como sombra, como culpa, solamente".
Prólogo 

–A quien ya le ha persuadido 
la apariencia de un engaño, 
tarde o nunca el desengaño 
pondrá su queja en olvido: 
y más cuando él de su parte 
tan poco hace por creer 
que pudo ser o no pudo ser.
 [...] 
–...¿Al fin no me creerás? 
No, porque dice un adagio: 
«Siempre es cierto lo peor».
 –Yo le enmendaré, mudando: 
«No siempre lo peor es cierto». 

Calderón de la Barca, 
No siempre lo peor es cierto (comedia) 


Los títulos tan expresivos y la ironía de contenidos en algunas de las comedias calderonianas, como la que se cita más arriba o la de Peor está que estaba, entre otras, siempre me han recordado ciertas actitudes estereotipadas que se reproducen entre los propios españoles con relación a su propia historia e incluso a su propia cultura. Si se escuchan o se leen cualesquiera debates sobre algún punto más o menos controvertido de la historia de España, siempre habrá un comentarista –sea historiador, ensayista, escritor de ficción, periodista o simple aficionado a la historia– que sentenciará negativamente y sin remisión sobre esos hechos pasados como algo de lo que hay que lamentarse o avergonzarse. Y si se intenta explicar un contexto histórico en el que tales hechos se desarrollan, bajo unos valores y una visión del mundo y de los humanos muy diferentes de los de nuestra época actual, al tiempo que se compara lo sucedido en España con los otros países del área occidental, siempre habrá un rayo jupiterino que caerá sobre tales matizaciones, acusándolas de enmascaramiento y motivaciones oscuras e inconfesables. La historia de España tiene que ser, según los doctrinarios de turno, la peor opción de las posibles, algo casi inevitable y determinado «en este país» (pronúnciese la frase siempre con aire resignado u ofendido) y ninguna otra consideración es admisible. Lo políticamente correcto ha sido durante mucho tiempo la proyección de un presentismo amargo sobre el pasado y esta concepción, refrendada directamente por la distorsión de la historia en cuarenta años de franquismo, perdura como estereotipo general incluso en democracia, a pesar de los esfuerzos historiográficos de casi tres generaciones de historiadores por demostrar una historia menos estereotipada y matizar contra los frecuentes impulsos de adanismo con los que de forma interesada, generalmente desde el campo político, se intenta a veces refundar este viejo país que es España. 

La franja generacional a la que pertenezco recibimos en general, como enseñanza histórica bajo el franquismo y a través de manuales y propaganda de la época, una brutal distorsión de la historia, si bien en muchas ocasiones tuvimos la suerte de contar con una parte del profesorado –especialmente en la enseñanza media de los excelentes institutos públicos de los años cincuenta y sesenta, pero también en primaria y en la universidad– que matizaban el maniqueísmo oficial y nos hacían pensar y conocer textos que a la larga serían los decisivos en la evolución intelectual y emocional de muchos de nosotros. Sin embargo, la visión negativa de la historia pasada se ha mantenido en amplias franjas del imaginario colectivo, ya posteriormente en democracia todavía con fuerza; se han cambiado algunos contenidos, pero en lo que podríamos llamar «el péndulo antifranquista» como reacción al período anterior, perdura con frecuencia una visión maniquea y doctrinaria, fácil de exacerbar por manipuladores políticos o mediáticos. Si desde el franquismo se veía toda la historia pasada, salvando a los Reyes Católicos y –sólo en parte– a Felipe II, como una sucesión aberrante de épocas disparatadas –hasta llegar naturalmente al régimen dictatorial de 1939, en que se iniciaba la nueva era–, desde los sectores opuestos de la izquierda se coincidía, por distintas motivaciones, en el mismo diagnóstico, que atribuían la situación lamentable del presente a los errores de un pasado en bloque siempre negativo. Toda una historia continuada de decadencia explicaba esta coincidencia, independientemente de que la decadencia comenzase antes o después. Desde la derecha y desde la izquierda se aseguraba –como digo por distintas motivaciones pero con un diagnóstico común– la imparable decadencia del siglo xvii, sin ahorrar la condena tajante de la «conquista de América» en el siglo xvi, el nulo interés del siglo xviii español –negado por unos como extranjerizante y por otros como poco reformista e insuficientemente «revolucionario»–, el desastre indiscutible del siglo xix con el liberalismo pecador y las guerras carlistas feroces más la pérdida colonial, y una primera mitad del siglo xx perdido en disputas partidistas, luchas sociales sin cuartel y la inevitable guerra civil entre los bandos de «las dos Españas». Varios rasgos eran coincidentes: la visión de la historia en blanco y negro, sólo buenos y malos, rojos y azules; la creencia de que al fin la llegada al poder de un bando permitiría empezar «desde cero» una nueva era (cuántas veces, ya en democracia, hemos tenido que soportar el adanismo de algunos políticos, a derecha e izquierda, a los que hemos oído pregonar que por fin y «por primera y única vez» España había encontrado «su» camino, superando «quinientos años (¡!) de aislamiento» y otras muchas cosas lamentables y arrogantes por el estilo con las que pretenden ser nuestros salvadores, algo que removería de recelo justificado a Montesquieu en su tumba); la negación por tanto de apenas nada positivo hasta el momento presente como mucho, pues también sobre el momento presente se proyecta el pesimismo de una visión de la historia y de los españoles como seres irreconciliables y naturalmente enfrentados entre el bien y el mal. El imaginario iluso de las «ocasiones perdidas» y la nostalgia idealizada –e ideologizada– de imposibles vueltas a inexistentes «paraísos» perdidos perturba todavía a veces la convivencia presente y, sobre todo, los proyectos de futuro. En definitiva, la confusión clara entre política e historia, entre ideologías de grupos políticos determinados y el análisis historiográfico, el único que, con las limitaciones que todo conocimiento objetivo sabemos que tiene, proporciona un amplio abanico de datos, interpretaciones y marcos de comparación con épocas y países del área, que pueden dar densidad y profundidad al conocimiento de la historia. 

Así, ciertos estereotipos hipercríticos y ciertas falsedades e ignorancias de la historia de España y de sus territorios se han introducido de una forma tan emocional en la imagen mental de varias generaciones de españoles que, bien por creer en ellos con mejor o peor buena fe, bien por reacción tan contraria que caen en el extremo opuesto pero sin salir del corsé de los tópicos, han repercutido en la acción sobre la realidad y han contribuido a originar en ocasiones distorsiones que, aprovechadas políticamente por lo que también Montesquieu temía como el afán de poder sin límites que existe en la condición humana, conducen a situaciones paradójicas, cuando no peligrosas, para la estabilidad y la convivencia. Muchos de estos estereotipos y falsedades han funcionado al modo de esas grandes esquematizaciones de otras épocas dogmáticas que don Julio Caro Baroja comparaba con llaves maestras que, en lugar de servir para abrir puertas y horizontes, se transformaban en realidad en ganzúas que destrozan todas las puertas y salidas. 

Confundir la correlación de acontecimientos con una relación causa-efecto es uno de los obstáculos –una de esas ganzúas carobarojanianas– que imposibilita una comprensión histórica, pues con frecuencia esta supuesta causalidad está basada en un finalismo o determinismo que proyecta el conocimiento de lo que pasó sobre los sucesos que estaban pasando. Unido a lo que Maravall Casesnoves, entre otros historiadores, llamó el «narcisismo de la diferencia» o la «nostalgia de la diferenciación», el creer que nuestras experiencias históricas son excepcionales, y confundir la singularidad de cada momento histórico con una mitología de la excepcionalidad, que puede aplicarse a la historia general de España o a un territorio determinado en la mentalidad nacionalista de algunas autonomías, suele además conducir a un victimismo que gira una y otra vez sobre sí mismo. 

A veces, han tenido que venir los estudiosos hispanistas a deshacer algunos de los tópicos y simplificaciones con que el español medio común –incluido el universitario y el profesional culto– se maneja por la vida. La imagen histórica que los españoles han interiorizado durante muchas décadas de dictadura ha tenido con cierta frecuencia, como decía, un extraño efecto pendular y se ha proyectado sin matices contra el pasado histórico: de lo mejor a lo peor, del esnobismo admirativo por todo lo que viene de fuera a su rechazo xenófobo, del aislamiento orgulloso a la imitación servil. Imagen pendular generalmente resuelta en lo que a veces se ha llamado una «descalificación de la realidad», en la que «todo contratiempo se ve como síntoma de decadencia». John Elliott ha recordado frecuentemente que «en España siempre se espera lo peor», a veces con independencia de los propios datos reales, otras con razones fundamentadas, pero casi siempre con pesimismo y con cierta pereza abandonista en las propias élites que evita el esfuerzo y la energía de buscar soluciones. Un presunto «pesimismo existencial» que poco tiene que ver con el necesario pesimismo de la inteligencia o metodológico, que puede impulsar la voluntad y la acción para intentar no repetir los errores. Una paciente historia comparada acaba deshaciendo viejos mitos, aunque éstos permanezcan agazapados en la mentalidad tradicional de muchos españoles, por inercia o por ignorancia. Como se recoge en el primer texto de este libro, «España desde fuera», hace tiempo que Fernand Braudel señalaba que las guerras civiles no son exclusivas de España, ni tampoco se deben a ninguna fatalidad. 

Recorridos igualmente conflictivos podríamos fácilmente hacer en la historia de los demás países europeos, según distintas épocas de su desarrollo: Alemania, Italia, la propia Inglaterra, diferenciadas cada una en sus resultados, pero con episodios desgarradores, exilios y guerras civiles intermitentes. No se trata de poner todo al mismo nivel, pero sí de intentar destruir los mitos de la excepcionalidad extrema o los estereotipos de «caracteres nacionales» siempre iguales a sí mismos y, por tanto, determinados históricamente y obsoletos desde el punto de vista historiográfico de la contemporaneidad. 

Pues, como dice el título de una obra del también hispanista Geoffrey Parker, referida a la monarquía hispánica de Felipe II, «el éxito nunca es definitivo», a lo que habría que añadir que «el fracaso» tampoco lo es. En realidad, lo que es un error es acercarse a la historia en términos de «éxito» o «fracaso» y tomar como modelos rígidos unos determinados procesos históricos –en nuestro medio cultural, el inglés o el francés–, a los cuales –como en el lecho de Procrusto– hay que amoldarse. La realidad es bastante más compleja. De todo ello es de lo que se trata, indirectamente y a través de episodios concretos, en las páginas que siguen. 

II 

Quizá lo que no hay tampoco que olvidar, y de ahí el riesgo, es que esas ganzúas de las que hablaba Caro Baroja crean realidad. Y dado que, como nos han enseñado todas las ciencias sociales desde el último cuarto del siglo xx, existe una reciprocidad entre la percepción que tenemos de las cosas y las acciones que sobre ellas proyectamos y realizamos, es importante que la percepción de esa realidad –que forzosamente pasa por los filtros de nuestra memoria– no sea a través de ganzúas estereotipadas que destrozan lo que tocan, sino de llaves engrasadas y ajustadas lo más posible a las puertas siempre abiertas de la historia. Y ello porque otra consecuencia de las visiones estereotipadas y falsas de la historia es su potencial determinismo. Pensar que «todo es lo mismo» o no distinguir más que entre lo blanco y lo negro empobrece el abanico de opciones en todos los sectores de la vida individual y colectiva. En definitiva, actuamos en función de lo que percibimos y creamos realidad en esa interacción. Las profecías autocumplidoras –lo que uno espera hace lo posible, incluso inconscientemente, para que se cumpla– pueden funcionar para lo positivo y para lo negativo, para la concordia y bienestar o para el enfrentamiento y resentimiento eterno. 

La historia como relato razonado –muy diferente de la memoria subjetiva y del recuerdo emocional– no debe pretender adjudicarse la arrogancia moral de juzgar a nadie, como advertía Lucien Febvre; los historiadores no son «jueces suplentes del Valle de Josaphat», sino que se trata de intentar comprender por qué los humanos han actuado de una determinada manera y no de otra, dentro de unas coordenadas dadas, y hacerlo con rigor y transparencia. El juego de necesidad, azar y voluntad que es la vida humana se distribuye en los acontecimientos históricos de muy diversas maneras. La narración histórica no es matemática, pero tampoco es arbitrariedad. Pertenece al Mundo Tres popperiano, que recoge lo que los humanos han hecho y pensado y objetivado en obras materiales –escritura, arte, arqueología, rituales, modos y comportamientos, etc.– que podemos conocer en alguna medida. El respeto a los documentos y la coherencia interna del relato son imprescindibles.* La narración histórica dentro de la mayor objetividad posible y su comprensión es muy diferente de su justificación; la historia no es «un ladrillo que arrojar a la cabeza del contrario» sino una efusiva reconstrucción de cada momento histórico lo más honesta posible intelectualmente, en función de los datos investigados que se poseen, que se brinda al lector o al estudioso, al ciudadano en suma, de forma que, además del conocimiento en sí del pasado, en la mayor medida de lo posible, tenga, si así lo quiere, elementos para poder decidir su propia postura en el presente y su elección para el futuro: lo que de ninguna manera tiene que volver a repetirse.

Si se tiene en cuenta que, como decía Paul Ricoeur –y se repite en algunas de las páginas de estos artículos–, los proyectos fundamentales que hacemos en el presente se apoyan en las historias que nos contamos del pasado; si se recuerda que hay una cierta reciprocidad entre la capacidad de hacer proyectos y la capacidad de darse una memoria, se comprende la importancia de conocer y comprender esa memoria que es nuestra historia (nunca confundible, como ya he dicho, con la memoria individual ni con el recuerdo emocional subjetivo de cada uno, ni con el manipulado por intereses políticos y luchas por el poder; con frecuencia, echar las culpas al pasado sirve para eludir los fracasos del presente), sino una historia como ciencia –lo más objetivada posible– en el sentido citado de Popper, que tiene una función primordial: la de mantener abierto el futuro. Somos, en bellas palabras de Martin Buber, «miembros de una comunidad del recuerdo». Y en España esa «comunidad del recuerdo» ha aparecido con frecuencia tremendamente sesgada. Por motivos múltiples y complejos –algunos de ellos se desarrollan, directa o indirectamente, en varias monografías insertas en este volumen–, somos un pueblo cuyas élites han interiorizado en mayor o menor medida la leyenda negra de su pasado, a veces en un ejercicio de autoflagelación (que naturalmente provoca la reacción extrema contraria: soberbia o arrogancia y también falsa superioridad) y de cierto complejo de inferioridad, que no deja de asombrar a los propios extranjeros. Pues una cosa es la potente línea de «tradición crítica» que, en línea con algo que es característico de la cultura occidental, transmiten directa o indirectamente nuestros escritores (la «tradición crítica» que José María Ridao reivindica en su Elogio de la imperfección, la «estirpe de Cervantes» en sus bellas palabras) y que precisamente confirma la pluralidad de tradiciones en contra de cualquier maniqueísmo esencia– lista, y otra cosa es esa visión general negativa que tan bien saben distinguir los estudiosos extranjeros al acercarse a nuestra historia. 

Dicho quizá de otra manera, tal vez falta en nuestra civilidad española algo fundamental para la comprensión de nuestro pasado y el conocimiento e interiorización de nuestra historia; como también he escrito al hablar de la Transición de 1978 y de la concordia –o de la llamativa falta de confianza observable en los valores ciudadanos todavía después de treinta años de democracia, en la creencia de que todo juego es de «sumas a cero», o de que el Estado es quien puede arreglar todos los desajustes–; falta quizás esa piedad, la necesaria empatía de la que hablaban y daban ejemplo los griegos clásicos, imprescindible tanto para el conocimiento como para el juicio moral. Falta de piedad por falta de comprensión; a veces, simplemente por la pereza e inercia de adherirse a un esquema único que simplifica la compleja realidad y facilita la acomodación, con las ventajas consiguientes, en la línea correcta políticamente del momento. Whitehead decía en alguna ocasión que con frecuencia los humanos «haríamos casi cualquier cosa por evitar pensar». Muchos de los aspectos de nuestra sociedad de consumo y de ocio trivial así lo atestiguarían. 

Quizás el punto intermedio entre evitar pensar y la obsesión de concentrarse en uno mismo –ese interminable lamento sobre el «ser de España», trasladado ahora inclusive al «ser» de algunas autonomías, un narcisismo en preguntarse quiénes somos que, en la actualidad globalizada, no tiene parangón con ninguno de los otros grandes países de nuestra área occidental– sea el equilibrio que impulsa hacia delante. No nos vaya a pasar como a aquel ciempiés, engañado por el envidioso sapo, una fábula que siempre me parece útil recordar: orgulloso de sus cien patas, el ciempiés se desconcierta al aceptar la pregunta malévola del sapo: «¿Cómo consigues mover las cien patas, primero una y luego las otras noventa y nueve? ¿O más bien las cincuenta del lado derecho después de las del izquierdo? ¿O justo al revés?». El pobre ciempiés se pone a pensar y hace pruebas con sus patas para ver cómo, por qué y en qué sentido se mueven. El resultado es que se queda paralizado; incapaz de andar al proyectar sus energías sobre su forma de moverse y de ser, abandona desesperadamente la acción y se deja morir.

III

Las monografías, ensayos y conferencias que se recogen en este volumen tienen diversa procedencia y abarcan diferentes épocas de nuestra historia, desde el siglo xvi al siglo xxi; son trabajos que he ido realizando desde finales de los años ochenta y en los años noventa de fin de siglo (exactamente ocho monografías, incluyendo los apéndices), hasta estos primeros años del nuevo milenio que son la mayoría (once estudios más) y que engloban ensayos recientes del año pasado y del mismo 2008 («España-Francia: Espejos y paradojas en el Siglo de las Luces» o «El drama de los afrancesados. Patriotas o traidores», por ejemplo, entre ellos, o «Las Constituciones de 1931 y de 1978», «Cambios culturales en la sociedad española contemporánea», etc.), y que se refieren tanto a temas del siglo xviii como a los problemas de la Transición democrática del xx o de los cambios de actitudes y valores de los españoles en esta primera década del siglo xxi. 

Creo que todos ellos, dentro de la singularidad del período histórico de que tratan, tienen el hilo conductor de buscar un rigor y objetividad en una exposición que pretende llegar a una mayor difusión de públicos que los estrictamente especialistas. La mayoría han surgido de la práctica del oficio de historiadora en la Real Academia de la Historia, en donde, dentro del respeto riguroso a la especialización de cada uno de sus miembros, existe también la saludable tradición de participación transversal de diferentes ópticas históricas alrededor de un tema común (la imagen de España, por ejemplo, o aspectos diversos de la monarquía hispánica en la época de Felipe II, o la crisis de 1898, o la historia constitucional española o la nueva realidad de España a los veinticinco años del reinado de Don Juan Carlos I, u otras conmemoraciones históricas relevantes). Otros temas, sobre todo los que directamente atañen al siglo xviii y a la Ilustración, proceden en su origen de ciclos de conferencias, participaciones en congresos u homenajes e intervenciones en exposiciones históricas (aunque debo advertir que no he incluido aquí conscientemente ninguno de mis textos que abrían y cerraban los catálogos de las exposiciones históricas de las que he sido comisaria en esos mismos años, y que han tratado sobre Carlos III [1988]; Felipe II. Un Monarca y su época. La monarquía hispánica [1998]; España fin de siglo. 1898 [1988]; Veinte años de la Constitución Española 1978-1998 [1998]; Ilustración y proyecto liberal. La lucha contra la pobreza [2001]; ABC. Un siglo de cambios [2003]; El mundo que vivió Cervantes [2005-2006]; Zaragoza y Aragón: Encrucijada de culturas [2008], ya que considero que todos esos textos constituirían un formato aparte y diferente). También algunos de los ensayos que aquí figuran, especialmente los relativos a la historia de las mujeres, pero no sólo, son producto tanto de la curiosidad investigadora como también de demandas externas que incidían en una preocupación intelectual y vital que obligaba al análisis de aspectos de la historia desde una nueva perspectiva. Finalmente, los estudios sobre los siglos xix y xx, la Transición democrática y los cambios sobrevenidos en treinta años de monarquía parlamentaria, y especialmente el «Elogio de la concordia» que cierra el corpus principal están igualmente unidos tanto a demandas colectivas de participación como a preocupaciones propias por aspectos de la convivencia histórica de los españoles y por la apuesta por la libertad contra todo abuso de poder. 

De acuerdo con mis editores, a los que siempre tengo que agradecer su paciencia, constancia y entusiasmo, y así lo hago muy sinceramente, se incluyen en este volumen tres de esos ensayos bajo la rúbrica de «Apéndices», que responden a coordenadas un tanto distintas. En buena medida, e indirectamente, son homenajes a mis dos maestros principales en el oficio de historiar, definitivamente ausentes pero nunca olvidados, amigos entrañables entre sí: Luis Díez del Corral –cuya cátedra de Historia de las Ideas he tenido el honor de ostentar durante veinte años en la Universidad Complutense y actualmente en la Universidad Rey Juan Carlos– y José Antonio Maravall Casesnoves, ya mencionado. Ambos fueron personas decisivas en mis orientaciones intelectuales y morales, «maestros apasionadamente severos» escribí en alguna ocasión utilizando una frase de Peter Handke, en el sentido de que supieron aunar la exigencia de rigor y seriedad con el afecto y una tolerancia viva –«discrepantemente tolerante», le gustaba decir a Maravall–, cálidos y exigentes a la vez, pero «mostrando siempre la existencia y necesidad de que el mundo tenga sus configuraciones». Maestros que abren puertas, pero que sólo a cada uno de nosotros toca el pasarlas, que enseñan con su ejemplo la libertad e independencia y la responsabilidad. Fue un privilegio estar con ellos. 

Dentro de sus respectivas especialidades –Historia de las Ideas y de las Formas Políticas, e Historia del Pensamiento Político Español, respectivamente–, se cruzaban los temas generales y los autores concretos y, siendo muy distintos en su escritura y en parte en su metodología, hay dos coincidencias que vienen a cuento de este libro. Por un lado, ambos fueron apasionados europeístas, intelectuales liberales en contra de todo ensimismamiento historiográfico como se solía contemplar la historia de España y, por tanto, defensores de una historia comparada en la que siempre se movieron con soltura y rigor. Por otro, coherentemente con el rechazo de todo provincianismo o ensimismamiento, rechazaron igualmente el profundo excepcionalismo –pecado mayor de los historiadores, lo ha definido Elliott años más tarde– y los viejos e interesados eslóganes del «España es diferente», o el de la trágica dualidad de «las dos Españas» del gran maestro Menéndez Pidal. En sus exhaustivos estudios mostraron, directa o indirectamente, la imposible separación de la existencia histórica de los españoles de la historia de los demás países europeos, aun cuando cada uno tenga su propia e intransferible identidad. No quisieron entrar en la discusión apasionada Américo Castro-Sánchez Albornoz, escogiendo centrarse en el análisis de los hechos, actitudes, ideas y creencias, mentalidades, de cada momento histórico concreto. En este sentido, Maravall llevó a cabo un auténtico derribo de las visiones esencialistas de la historia de España y, en contra de todo casticismo nacionalista, echó por la borda de la historia el lastre de la tradición romántica y de un afán de excepcionalidad que acaba apoyándose en el victimismo histórico y en nostalgias ilusorias, fuera de la realidad, pero muy dañinas. En la misma línea de crítica que sus coetáneos y grandes historiadores Domínguez Ortiz o Caro Baroja, combatió el estereotipo de los «caracteres generales», como he recogido en alguno de mis trabajos aquí incluidos («Una imagen “oriental” de España en el siglo xviii», en la que se distingue entre el mito de la «pereza congénita» y la realidad de un «ocio forzoso», propio de sociedades preindustriales), o los tópicos sobre el hidalgo español, el pícaro, el hambre en España y en general sobre los grupos marginados: 
«[...] ese hombre del Lazarillo –comentaba unos meses antes de su muerte, refiriéndose a su recién publicada obra monumental sobre la picaresca–, que sale de casa rugiéndole las tripas, pero que se limpia ostentosamente con un palillo de dientes; pues bien, esta figura la he encontrado en un poema francés de la misma época. Y hace cuatro años –seguía Maravall– hubo en la Sorbona un coloquio organizado por hispanistas cuyo tema era la marginación y la exclusión en la España del siglo xvi. Yo sabía que ellos iban a plantear este fenómeno como típicamente español y por ello me divertí preparando una colección de citas de escritores franceses del siglo xvi sobre excluidos y marginados, en los que no quedaban dudas sobre la miseria y la marginación en su propio país. Uno de ellos contaba que en las calles de Lyon, durante la noche, no se oía más que «¡Ay, que me muero de hambre!». [...] Y las mujeres iban arrastrándose famélicas y en pleno invierno echaban a sus hijos encima de la nieve, sin tener un solo mendrugo, sin disponer en los pechos ni siquiera de una gota de leche; eso se dice en un documento de la época [...]. Se trata de aspectos que dependen de situaciones históricas y que cambian cuando cambian éstas.
Y algo similar ocurría con otras «singularidades hispanas»: 

Un escritor italiano amigo mío, muy progresista por otro lado –continuaba Maravall–, decía literalmente: «En España, como no ha habido burguesía, la ha sustituido el pícaro». Pero qué tendrá que ver, si la burguesía ha salido de gentes no nobles, pero sí honorables; es decir, del artesano rico, del labrador rico, del mercader rico, de las gentes no aristocráticas pero sí bien estimadas en la ciudad. Jamás de los pícaros. Éstos proceden de un sobrante de población pobre... etcétera.

Si hago esta larga cita en un prólogo es porque me parece altamente expresiva de esa puesta en cuestión del mito de excepcionalidad y del ensueño ensimismado o narcisista de la propia historia, del presentismo proyectado sin matices sobre el pasado, aspectos todos ellos que tanto combatieron estos maestros. Así como lo hicieron contra generalidades –constructos abstractos– que no responden a realidades comprobables; en este sentido, me parece todavía oír a don José Antonio decir en clase con toda mesura y al tiempo provocación irónica, en respuesta a la impertinencia del tópico más o menos marxista de la época: «¿La burguesía? Es una señora a la que nunca me han presentado. Sólo conozco a “burgueses”: grupos de burgueses muy diferentes: los de las ciudades medievales, o los del período de la revolución industrial, o los mercaderes que se mueven en la época absolutista, etcétera, etcétera». 

En un volumen, pues, sobre temas de historia de España, no podía dejar de incluir, de entre los numerosos artículos que, a lo largo de estos años, he escrito sobre Maravall y su aportación a la historiografía española, el que me parece más significativo y más apropiado para el cierre de este libro, si bien fue el más inmediato y, por tanto, junto con una extensa «Semblanza», el primero que le dediqué después de su fallecimiento. Se trata de un análisis sobre «Utopía e historia», que responde por lo demás a algunas de las diferentes matizaciones que mantuvimos en charlas añoradas y siempre enriquecedoras sobre un tema –el de la utopía– que forma parte de mi «equipaje intelectual», si así se puede decir, y que he seguido reelaborando desde distintas perspectivas, si bien las bases de lo que podría ser el núcleo fundamental argumental aparecen ya en este temprano trabajo sobre el maestro. Las consecuencias trágicas, traducidas en millones de muertos y sufrimiento sin cuento en el pasado siglo, de la utopía del «hombre nuevo», y la estafa mortal que supusieron los totalitarismos o las temibles «utopías de redención» de las que habló magistralmente Agnes Heller, laten conscientemente en las reflexiones de esas páginas. 

Los otros dos artículos que figuran como apéndices, son, de otra forma, un homenaje a Díez del Corral. Pese al tiempo transcurrido, recordar algunos de los fundamentos del Estado laico en su primer defensor, Marsilio de Padua, no parece nunca fuera de lugar y ese estudio descriptivo de su obra me fue impulsado directamente por don Luis. Yo estaba inmersa y entusiasmada con Guillermo de Occam, de quien me pensaba ocupar especialmente para una de las «lecciones magistrales» de las oposiciones a cátedra, pero él me convenció de que Marsilio, tan heterodoxo, era el pensador directamente político que suministró los argumentos decisivos para la separación entre política y religión y, por ende, entre poder religioso –al que situó en la esfera del otro mundo– y el poder civil. Su radicalidad podía llevar en sí, por lo demás, otros elementos de autoritarismo y monopolio estatal que, en posteriores circunstancias históricas, eran susceptibles de aflorar. Todavía sus poderosos argumentos son utilizados en controversias sobre la oración en la escuela en Estados Unidos y problemas similares. Su actualidad y su modernidad en ciertos aspectos siguen siendo asombrosas. 

También la reflexión sobre «ideas, ideologías, utopías», es decir, la reflexión sobre la historia cultural, sobre la historia de las ideas políticas, que era el objeto de nuestro oficio, fue impulsada por las conversaciones con don Luis, precisamente en unos momentos confusos y difíciles en la universidad, en donde el dogmatismo y doctrinarismo se imponían sobre la argumentación racional y sobre la historia. Cronológicamente, es el trabajo publicado más antiguo de los que aquí figuran –1987 –, pero su elaboración intelectual es todavía anterior y también aparecen ya los temas de las utopías, del totalitarismo, al tiempo que se insiste en la necesariedad del pensamiento imaginario y de cierto horizonte utópico. Hoy en día habría que incorporar a esa reflexión sobre «el mundo de las ideas», sobre la adquisición de mundos significativos, y sobre esa condición humana de incertidumbre e «inacabamiento» –del ser humano como incompletus–‍, los avances de la neurobiología, de la lingüística, de las hipótesis y teorías sobre los sistemas de sustitución simbólica y la compleja relación entre «la conciencia y el exocerebro», entre el cerebro como «libro de códigos» –en los términos que Francisco Mora, entre nosotros, y otros neurocientíficos nos están enseñando– y los memes culturales que se interrelacionan con los genéticos, pero me parece que siguen siendo útiles para el profano, en una primera y provisional aproximación, las coordenadas que nos procuraron grupos investigadores como la escuela de Palo Alto o el interaccionismo simbólico. En cualquier caso, fueron base importante, como marcadores generacionales, para la formación intelectual y emocional –y su proyección en la acción y en el discurrir del pensamiento– para muchos de nosotros. Por ello, he creído que también debía figurar este texto en el capítulo de «Apéndices» que, junto con los otros dos anteriores, constituyen un pequeño corpus que, por un lado, supone un nexo discipular y, por otro, son fundamento de una formación intelectual y ética, impulsora, con más o menos aciertos y errores pero con honestidad intelectual, de parte sustancial de una vocación y profesión. 

IV 

Aunque un libro de estas características tiene la facilidad, acorde con nuestra época fragmentaria y acelerada, y acorde también con la práctica editora en buen número de las universidades anglosajonas, de poder abrirse por cualquiera de los capítulos y leerse con independencia del orden en que aparecen, he preferido en su selección y secuencia optar por la lógica ordenación cronológica en cuanto a su contenido (del siglo xvi al siglo xxi, comenzando por el general sobre la visión de España «desde fuera»), desligándola de la fecha en que fueron escritos por mí. Estas fechas abarcan, como he dicho, trabajos de finales de los ochenta y los noventa hasta los más recientes de 2007 y 2008; aparecen en la nota correspondiente a cada uno sobre «Procedencia de los trabajos» y es obligada en primer lugar por respeto al lector. Como decía Fernández Montesinos, hay que trabajar con rigor y disciplina y para ello, cuando se inflige a los otros con una teoría, hay que mostrarles las pruebas, o las tentativas de pruebas; de ahí la importancia y necesidad de citas y bibliografía. También hemos cuidado –los editores y la autora– los índices detallados de cada uno de los trabajos, con epígrafes y subepígrafes que creo facilitan una primera aproximación a los contenidos de cada uno de ellos. 

En el caso de la fecha en que fue escrito cada capítulo de este libro, es indicativa en general de los límites en que se ha desenvuelto en la bibliografía y en el estado de conocimiento de ese momento, probablemente muy enriquecidos posteriormente. Sobra decir que de tener que reescribir los ensayos ahora, seguramente cambiaría más o menos el énfasis en algunos aspectos y desde luego se añadiría la literatura especializada, pero creo que en general mantendría el núcleo fundamental de todos y cada uno de los escritos que aquí aparecen. Hay temas que hubiera querido desarrollar más allá de lo que aquí figuran; hay bastantes otros que mantengo en el telar desde hace años, como les pasa a otros muchos investigadores, para los que se acumulan carpetas y fichas –ahora más fáciles de guardar en el ordenador– sin perder la esperanza de que algún día salgan a la luz; hay también aspectos que van publicándose de una manera u otra por imperativo demandante desde el exterior y que tiran de otros hilos investigadores. Siempre en estos casos recuerdo la sabiduría del novelista Kazuo Ishiguro cuando, en una entrevista de 1997, al reflexionar sobre nuestra capacidad de elección, señalaba que 
[...] las personas tienden a hacer lo que la vida les deja. Todos somos empujados (aunque sólo en parte, precisa en otro lugar, pues el margen de responsabilidad es amplio) hacia un lado u otro por las obligaciones de los demás, o por los pequeños deberes de la sociedad en que vivimos, o por accidentes, o por lo que la vida te permite o no te permite hacer. [...] Lo que pasa es que la vida urge. Está llena de muchas obligaciones pequeñas pero urgentes [...] y son esas pequeñas obligaciones las que al final deciden cómo emplear la vida... 
Quizá la mayor suerte que puede caber es que esas urgencias, en lo que al trabajo se refiere, vengan dadas, como es el caso aquí, a través de estudiar y obligar a transmitir aspectos de nuestro pasado que convergen en un mayor conocimiento y profundización de la historia de España y de nosotros mismos.
* No es éste el lugar para la eterna discusión sobre los límites de la presunta objetividad, sobre las posibles limitaciones de ese rigor y transparencia que se exige en toda obra historiográfica –como por lo demás en cualesquiera otros sectores del conocimiento–. Me he ocupado de esa cuestión en «De Historia y de Literatura como elementos de ficción», Madrid, Real Academia Española, 2002 (discurso de ingreso a la Academia leído el 30 de septiembre de 2002).
La leyenda negra antiespañola (1/3)

El mundo panhispánico: abriendo caminos


QUE BONITA ERES ESPAÑA


Así es, lo es. España no es sólo un trozo de tierra o una bandera que se posee. España es de todos y para todos. Parte de los problemas que ocurren en este país, es por la falta de una identidad española, por la falta de unión, consenso y por supuesto por la falta de cultura. Por la falta de conocer, precisamente España. En EEUU, se iza la bandera con orgullo, y se defiende y protege con honor y valor, seas de la ideología que seas. En la mayoría de los países es así, la bandera y la patria es de todos, de todas las ideologías.

Hubo un tiempo, un tiempo cruel y duro, en el que nos matábamos entre hermanos y en el que todo español gritaba ‘viva España’. Sí, gritaban que viva España, su España, la España que ellos defendían. La que cada uno quería para sus hijos. Pero siempre por España
¿Qué ha pasado ahora? ¿Por qué llaman puta a mi tía por llevar una bandera roja y gualda? ¿Por qué estás pensando que soy un ‘facha’ por escribir ésto? En mi humilde opinión, a los de arriba, les interesa que estemos divididos. Les interesa que no sepamos quiénes somos, que no nos hagamos fuertes unidos, que no sepamos lo grandes y lo fuertes que podemos llegar a ser como españoles. Que no sepamos qué es España. Tal vez yo tampoco lo sepa. Pero te voy a contar lo que es para mí.

España es mi familia, mis padres que sudaron sangre y lágrimas por mí, su trabajo, sus esfuerzos. Mis antepasados que lucharon por dejarme una España mejor, mis abuelos y sus abuelos. Mis amigos, mis hermanos, el barrio en el que nací, el parque donde me tomé mi primera cerveza, el bar de Moncloa donde me tomé mi primera copa. España son las españolas, las morenas, las rubias, esa sonrisa pícara, esos ojos verdes o negros, ese vacile y esa salsa que sólo tenéis vosotras. España es los españoles. La alegría, la felicidad, la simpatía, la chulería madrileña, la gracia andaluza, la frialdad del norte…

España son los Pirineos nevados, el Valle de Arán, la ciudad Condal, Barcelona al mar. España es el Atlántico de Galicia, un atardecer en finisterre, esa ‘musiquiña’ de una gallega poniéndote un blanco en frente del mar. Son los campos de Castilla, tierra de Reyes, tierra que vio nacer nuestro idioma con el que ahora te pinto, querida patria. Castilla es la tierra del Cid Campeador, de las aventuras más leídas en el mundo entero, de la obra de arte de Don Quijote. Es esa tierra de cuyo nombre me quiero acordar. Es la tierra donde nacían los dioses de antaño, Extremadura, Pizarro, Cortés… España son las calas azul cristalino del Levante, de Valencia, de Murcia. El mar que baña las preciosas playas andaluzas. La cerveza en el chiringuito, frente al mar, mirando de reojo a esa morena malagueña. España son las sevillanas, las cordobesas… El desierto donde Clint Eastwood tanto se «alegró el día», tabernas almerienses…

España es la Alhambra, la Giralda, la Almudena, la Gran Vía, las Catedrales de Santiago y de Burgos y de Córdoba, la Sagrada Familia, la Torre del Oro, el acueducto de Segovia, las ruinas romanas de Cartagena, la muralla de Ávila, las Hoces del río Duratón, el Ebro y el Tajo. La guitarra, el flamenco, la buena poesía, Quevedo, Góngora, Unamuno, Dalí, Picasso..

España es la tortilla de patata poco cuajada, paella del Levante, el cocido madrileño, los churros de año nuevo resacoso, el roscón de Reyes sin frutas de esas que no le gustan a nadie. El aperitivito’´, las tapas y más tapas con ese oro líquido entre medias. ¿Cuántas llevas? Ni idea. El marisco gallego, las gambas de Huelva, los percebes (a quién demonios se le ocurriría probar eso, tenía que ser español). Es la fabada asturiana, las migas de Aragón, el jamón, el ‘pescaito’ de Cádiz. La crema catalana, la butifarra, la carne de buen buey castellano, y poco hecha no, que muja. Las rabas de santander, el vino tinto, el aceite de oliva… España es sentarse en el sofá y resoplar después de una comida repleta de cualquiera de estos manjares, y la siesta.

Es imposible nombrarlo todo. Pero lo más importante, es que España es cultura. España es Cartago. España es Roma. España es celta. España resistió y recibió los regalos de los musulmanes. España es el país de María. De Santo Tomás y de San Francisco Javier. Lo más importante es que España fue el Imperio más grande de la historia bajo el manto de Isabel y Fernando. Con Carlos I y Felipe II en España, chicos y chicas, no se ponía el sol. Los héroes innombrables, la valentía, el martirio, el honor y la gloria. Rodrigo Díaz de Vivar, Blas de Lezo, Don Pelayo, los hermanos García Noblejas, Daoíz y Velarde, que se revelaron contra los franceses aquél dos de mayo… España son la piel de gallina y los pelos de punta con los que escribo ahora mismo. España soy yo. España eres tú. España somos nosotros, desde nuestros ancestros hasta descendientes.

En serio, ¿que coño más quieres?

¿Qué es España? 

 

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