lunes, 21 de diciembre de 2020

LA IGLESIA DESPUÉS DEL COVID-19 ⛪ 〰🔆〰 Y LA SANTIDAD SIN DIOS, SEGÚN CAMUS


LA IGLESIA DESPUÉS DEL COVID-19

Catedrático de Filosofía del Derecho 
Universidad de Sevilla

«Si hoy la peste os golpea, es que os ha llegado el momento de reflexionar. […] Durante harto tiempo este mundo ha transigido con el mal, durante harto tiempo ha descansado en la misericordia divina. Todo estaba permitido: el arrepentimiento lo arreglaba todo. […] ¡Pues bien!, esto no podía durar. Dios, que durante tanto tiempo ha inclinado su rostro misericordioso sobre los hombres de nuestra ciudad, cansado de esperar, decepcionado en su eterna esperanza, ha apartado de ellos su mirada. Privados de la luz divina, henos aquí por mucho tiempo en las tinieblas de la peste».
*Es el sermón del padre Paneloux a la feligresía –multiplicada por la epidemia- que llena a reventar la iglesia de Orán en "La peste de Albert Camus" (y el autor nos dice que los oyentes «tras algunos segundos de duda, fueron cayendo de rodillas en el reclinatorio»). Son palabras de ficción, pero sin duda se parecen mucho a las que debieron pronunciar –sin por eso dejar de atender heroicamente a los enfermos- San Carlos Borromeo en la peste milanesa de 1576, San Luis Gonzaga en la plaga romana de 1591 y demás predicadores católicos de cualquier época. Pues la condición caída del hombre, su tendencia al pecado, la consiguiente necesidad de conversión y redención, son la esencia misma del cristianismo. Las catástrofes siempre fueron entendidas como avisos divinos y oportunidades de arrepentimiento.

Comparemos las palabras del padre Paneloux con las del Papa Francisco a propósito de la pandemia del Covid-19 (tomadas del volumen "La vida después de la pandemia", recopilación de sus sermones de los últimos meses): 
«Animo a quienes tienen responsabilidades políticas a trabajar activamente en favor del bien común. […] ¡Qué difícil es quedarse en casa para aquel que vive en una pequeña vivienda precaria! […] Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad. […] Prepararnos para el día después [de la pandemia] es importante. […] Hemos fallado en nuestra responsabilidad como custodios y administradores de la tierra. Basta mirar la realidad con sinceridad para ver que hay un gran deterioro de nuestra casa común. La hemos contaminado, la hemos saqueado, poniendo en peligro nuestra misma vida. […] ¿Por qué reinvertir en combustibles fósiles, monocultivos y destrucción de la selva tropical, cuando sabemos que ello agrava nuestra crisis medioambiental?».
El contraste no puede ser más revelador. Frente al flagelo vírico, los santos preconciliares hacían procesiones de penitencia, llamaban a la conversión, se preocupaban por la salvación de las almas, sin dejar por eso de cuidar los cuerpos; el Papa actual, en cambio, asesta a sus cada vez más escasos lectores un mitin barato sobre contaminación, «injusticia social» y reciclaje de plásticos. Lo inquietante no es ya que las soflamas del Papa recuerden tanto a las de Podemos, sino la adopción de una perspectiva definitivamente intramundana, vaciada de toda dimensión trascendente. Resulta difícil no darle la razón a Bruno Moreno cuando afirma: 
«En vez de proclamar el Evangelio a todos los hombres como les mandó el Señor, [muchos clérigos actuales] se dedican a hablar interminablemente de ecología, diálogo interreligioso, democracia, cambio climático, inmigración, racismo, acompañamiento, inclusividad, buenas intenciones, llevarse bien, actitudes positivas y cualquier otra moda del momento, como si eso pudiera salvar a una sola persona». 
Así resumía hace unos meses la Compañía de Jesús, en nota necrológica, el legado de nada menos que su prepósito general (el «Papa negro»), padre Adolfo Nicolás, SJ: 
«Algunos de los acentos de su generalato fueron el trabajo en favor de los más desfavorecidos, la ecología, la reconciliación y el trabajo por la paz como principio irrenunciable, o la educación de los jóvenes». Cristo, la cruz, el pecado, la vida eterna, la propagación de la fe… han desaparecido de la escena, sustituidos por el diálogo, la solidaridad y otros mantras secular-blandengues.
El retroceso de la religión en el mundo desarrollado se debe al hecho de que el bienestar permite vivir en la ilusión de que la muerte no existe. Imagine all the people living for today, cantó Lennon. El presentismo es la actitud vital por defecto del europeo del siglo XXI; nuestra mortalidad es enmascarada mediante la invisibilización de ancianos y agonizantes, más la búsqueda de la eterna juventud mediante la dieta sana, la cirugía estética y el deporte. Somos, en realidad, la sociedad más superficial de la historia, pues damos la espalda dato más importante de nuestra existencia –su finitud- y al gran enigma de lo que pueda haber más allá de la muerte, y cómo podamos prepararnos para ello. Somos la primera generación tan confortablemente instalada en el mundo que ha decidido ignorar lo que pueda haber más allá de él. Pero el mundo se acaba: cosmológicamente, dentro de cientos de millones de años; para cada uno de nosotros, dentro de a lo más unas décadas.

La plaga del coronavirus –la primera seria en un siglo- ofrecía una oportunidad de oro a la religión. ¡La muerte seguía ahí! Ya no es posible ocultarla: hemos tenido que atrincherarnos frente a ella en nuestros cuartos de estar; las morgues rebosaban de ataúdes, y los telediarios, durante meses, no han tratado de otra cosa que de nuestra danza con la parca. Frente a nuestra redescubierta finitud, todos los mantras del buenismo progre se vuelven impotentes y vacíos; solo la Iglesia tiene palabras de vida eterna: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que […] nos ha regenerado para una esperanza viva; para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, reservada en el cielo a vosotros, que, mediante la fe, estáis protegidos con la fuerza de Dios; para una salvación dispuesta a revelarse en el momento final» (I Pedro, 1, 3-5).

La Iglesia tenía una ocasión única para volver a lanzar su mensaje de siempre: «No acumuléis tesoros en la tierra […], sino en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre destruyen» (Mt. 6, 19-20). Pero a monseñor Omella, presidente de la Conferencia Episcopal Española, en diálogo telemático con Luis de Guindos sobre El mundo del post-COVID (17 de junio), la pandemia no le hace pensar en el Juicio y el cielo, sino en la Unión Europea: 
«Cuando no hay un proyecto común y cuando se vive con un cierto complejo, entonces no avanzamos. Europa ha marcado un ritmo muy importante de unir países diversos en un proyecto común y ese es el camino. Hay que volver a las raíces. Solo unidos podemos avanzar». En el plano moral, la conclusión de monseñor es que «esta crisis nos ha hecho valorar más a cada persona».
Probablemente, la Iglesia lo tendría más fácil si pudiera, a la manera New Age, prometer un paraíso post mortem universal, abierto a todos y no condicionado a la conducta terrena. Pero la doctrina cristiana de los novísimos no es tan light: incluye también el pecado, la necesidad de santidad, el Juicio, la posibilidad de condenación… Si a esto le sumamos que muchas conductas socialmente aprobadas (otra cosa es que estén conduciendo de hecho a la insostenibilidad social por envejecimiento de la población y falta de relevo generacional) en el Occidente secularizado son pecaminosas para la moral católica –del aborto al divorcio, del adulterio a la homosexualidad activa, del sexo fuera del matrimonio al control artificial de la fecundidad- el resultado es que el mensaje cristiano genuino se ha vuelto inanunciable por la Iglesia. Al menos, por «esta» Iglesia, deseosa de agradar a todos y de que los poderes mundanos toleren su supervivencia crepuscular.

Incapaz de predicar el Evangelio íntegro –en todo su dramatismo y exigencia- la Iglesia llena su discurso de buenismo inane y humanismo de saldo. Es una generalización probablemente injusta, pues algunos obispos y sacerdotes todavía proclaman su verdad desde los terrados: pero son la excepción. La línea dominante en la Iglesia actual es la que es: una retórica ñoño-inclusiva que no sacia la sed de respuestas existenciales, ni tampoco sirve de guía político-social, por su vaguedad y superficialidad. Desde una óptica exclusivamente humana, lo que parece quedarle a la Iglesia es un lento descenso a la irrelevancia. Difícil no darle la razón a The Wanderer:
«¿Qué influencia tienen las peroratas pontificias en la política mundial? Ninguna. ¿Qué influencia tienen en al ámbito de los fieles católicos? Escasa y con una imparable tendencia a la nulidad».
El creyente sabe, sin embargo, que tarde o temprano la Iglesia renacerá, en formas imposibles de prever. Pues «las puertas del Hades no prevalecerán contra ella (Mt. 16:18).

Artículo perteneciente al número especial dedicado por la revista impresa Naves en Llamas a analizar la actual situación del catolicismo en el mundo: 


*SERMÓN DEL PADRE PANELOUX:

“Hermanos, estáis en desgracia, hermanos, la habéis merecido”, un rumor recorrió a todos los asistentes, hasta el atrio. Lógicamente lo que siguió no parecía unirse a este exordio patético. Fue el discurso que siguió que hizo comprender a nuestros conciudadanos que, mediante un procedimiento oratorio hábil, el padre había dicho en una sola frase, como se asesta un golpe, el tema de su prédica entera. Paneloux, después de esta frase, en efecto, citó el texto del Éxodo relativo a la peste en Egipto, y dijo: “La primera vez que este azote apareció en la historia, fue para golpear a los enemigos de Dios. El Faraón se oponía a los designios eternos, y la peste le hizo caer de rodillas. Desde el principio de toda la historia, el azote de Dios pone a sus pies a los orgullosos y a los ciegos. Meditad esto y caed de rodillas.” La lluvia arreciaba fuera, y esta última frase, pronunciada en medio de un absoluto silencio, se volvió mas profunda por la crepitación de la lluvia contra los vitrales, resonó con tal magnitud que algunos oyentes, después de un segundo de duda, se dejaron caer desde su silla hasta el reclinatorio. Otros creyeron que había que seguir su ejemplo, y poco a poco, sin otro ruido que el crujido de algunas sillas, todo el auditorio se arrodilló. Paneloux se puso en pie, respiró profundamente y retomó en un tono cada vez más acentuado: “Si, hoy, la peste os mira, ha llegado el momento de reflexionar. Los justos no deben temer esto, pero los malos tienen razón en temblar. En la inmensa granja del universo el azote implacable batirá el trigo humano hasta que el grano sea separado de la paja. Habrá más paja que grano, más llamados que elegidos, y esta desgracia no ha sido querida por Dios. Demasiado tiempo, este mundo ha convivido con el mal, demasiado tiempo, y ha confiado en la misericordia divina. Era suficiente arrepentirse, todo estaba permitido. Y para arrepentirse, todos se sentían fuertes. Llegado el momento, se comprobaría ciertamente. Así, lo más fácil era dejarse llevar, la misericordia divina haría el resto. Y bien, esto no podía durar. Dios, que durante tanto tiempo, ha puesto sobre los hombres de esta ciudad su cara más piadosa, cansado de esperar, decepcionado en su eterna esperanza, acaba mirando hacia otro lado. ¡Privados de la luz de Dios, henos aquí durante mucho tiempo, sumergidos en las tinieblas de la peste!” En la sala alguien resopló como un caballo impaciente. Después de una corta pausa, el padre prosiguió en un tono más bajo: “Se lee en la Leyenda dorada, que en tiempos del rey Humberto, en Lombardia, Italia fue devastada por una peste tan violenta que apenas los vivos eran suficientes para enterrar a los muertos y esta peste atacó sobre todo a Roma y a Pavia. Un ángel bueno apareció visiblemente dando órdenes a un ángel malo que llevaba una lanza de caza y le ordenó de golpear las casas; y cuantas más veces una casa recibía golpes, tantos más muertos salían de la casa.” Paneloux tendió sus dos cortos brazos en dirección al atrio, como si enseñase alguna cosa detrás de la cortina móvil de la lluvia: “Hermanos míos, dijo con fuerza, es la misma caza mortal que corre hoy por nuestras calles. Vedle, este ángel de la peste, hermoso como Lucifer y brillante como el mal mismo, subido sobre vuestros techos, llevando en la mano derecha la lanza roja a la altura de su cabeza, y la mano derecha señalando una de vuestras casas. Al instante tal vez su dedo señale vuestra puerta, la lanza resonará sobre la madera; casi al instante la peste entrará en vuestra casa, se sentará en vuestra habitación y esperará vuestra vuelta. Ella está aquí, paciente y atenta, segura como el mismo orden del mundo. Esa mano que os tenderá, ninguna potencia terrestre y incluí, sabedlo bien, la vana ciencia humana no puede hacer nada para evitarla. Y batidos por el aire sangrante del dolor, seréis echados a la paja”. Aquí, el padre retomó con más amplitud la patética imagen del azote. Evocó la inmensa pieza de madera girando por encima de la ciudad, pegando al azar y levantándose ensangrentada dispersando en fin la sangre y el dolor humano. “Para simientes que prepararían la cosecha de la verdad. Al final de su largo periodo, el padre Paneloux se detuvo, los cabellos sobre su frente, su cuerpo agitado por un temblor que sus manos comunicaban al púlpito, y retomó, más bajo, pero con un tono acusador: “Si, ha llegado la hora de reflexionar. Habéis creído que sería suficiente visitar a Dios el domingo para ser libres los otros días. Habéis pensado que algunas genuflexiones pagarían suficientemente vuestra imprudencia criminal. Pero Dios no es tibio. Estas relaciones espaciadas no bastaban a su devoradora ternura. El quería veros más veces, es su manera de amar y, a decir verdad, es la única manera de amar. He aquí, que cansado de esperar vuestra llegada, ha dejado el azote venir a visitaros como el ha visitado a todas las ciudades pecadoras desde que los hombres son historia. Ahora sabéis lo que es el pecado, como lo supieron Caín y sus hijos, los de antes del Diluvio, los de Sodoma y Gomorra; Faraón y Job y también todos los malditos. Y como todos esos han hecho, es una nueva mirada que lleváis sobre los seres y las cosas, desde el día en que esta ciudad ha cerrado sus muros alrededor de vosotros y del azote. Ahora sabéis que hay que llegar a lo esencial.” Un viento húmedo se sumergió entonces sobre la nave y las llamas de los cirios se pusieron a chisporrotear. Un olor denso a cera, unas toses, unos estornudos llegaron hasta el padre Paneloux que, volviendo sobre su exposición con una sutilidad que fue muy apreciada, retomó con una voz calmada: “Muchos de vosotros, lo se, se preguntan donde quiero llegar. Os quiero hacer llegar la verdad y enseñaros a regocijaros, a pesar de todo lo que he dicho. El tiempo ya no era de consejos, solo una mano fraternal eran los medios de conduciros hacia el bien. Hoy en día, la verdad es una orden. Y el camino de la salud es una lanza roja que os lo muestra y os empuja. Es así, hermanos míos, que se manifiesta la misericordia divina que ha puesto en todas las cosas el bien y el mal, la cólera y la piedad, la peste y la salud. Este azote mismo que os golpea, os eleva y os enseña el camino. Hace mucho tiempo, los cristianos de Abisinia vieron en la peste un medio eficaz, de origen divino, de ganar la eternidad. Los que no estaban afectados se cubrían con las ropas de los apestados para conseguir morirse. Sin duda este furor de salud no es recomendable, es una precipitación lamentable, muy cercana al orgullo. No hay que ser más presuroso que Dios y todo el que pretenda acelerar el orden inmutable, que El ha establecido de una vez por todas, conduce a la herejía. Pero cuando menos este ejemplo nos deja su lección. Nuestros espíritus más clarividentes afirman solo que esta brillantez exquisita de eternidad que yace en el fondo de todo sufrimiento. Ella ilumina, esa luz, los caminos crepusculares que conducen a la liberación. Ella manifiesta la voluntad divina que, sin descanso, transforma el mal en bien. Hoy todavía, a través de este camino de muerte de angustias y de lamentos, ella nos guía hacia el silencio esencial y hacia el principio de toda vida. He aquí, hermanos míos, el inmenso consuelo que yo quiero traeros para que no sean tan solo palabras que os castiguen lo que os llevéis de aquí, sino también un verbo que apacigüe.” Se notaba que Paneloux había acabado. Fuera la lluvia había cesado. Un cielo mezclado de agua y de sol volcaba sobre la plaza una luz más joven. De la calle ascendían ruidos de voces, de movimiento de vehículos, todos los movimientos de una ciudad que se despierta. Los oyentes reunían discretamente sus asuntos en un revoltijo ensordecido. El padre retomó sin embargo la palabra y dijo que después de haber enseñado el origen divino de la peste y el carácter punitivo de este azote, había terminado y que no haría ninguna llamada como conclusión a una elocuencia que sería trasladada, respecto a un tema tan trágico. Le parecía que todo debía estar claro para todos. Recordó solamente que en ocasión de la gran peste de Marsella, el cronista Matías Marais se quejaba de estar sumergido en el infierno, a vivir así, sin socorro y sin esperanza. ¡Pues bien! ¡Matías Marais estaba ciego! Nunca tanto como hoy, al contrario, el padre Paneloux había notado el socorro divino y la esperanza cristiana que se les ofrecía a todos. Esperaba contra toda esperanza que, a pesar del horror de estos días y los gritos de los agonizantes, nuestros conciudadanos levantarían al cielo la única palabra que fue cristiana y que era de amor. Dios haría el resto.

La santidad sin Dios, según Camus. 
Relectura de un clásico

En su novela "La peste", que ahora será reeditada en español, el Nobel francés ofrece un conmovedor retrato del dolor y la compasión

-En resumen -dijo Tarrou con sencillez-, lo que me interesa es saber cómo se hace uno santo.
-Pero usted no cree en Dios -le respondió Rieux-.
-Justamente. ¿Puede uno ser santo sin Dios? Es el único problema concreto que admito actualmente.
Este breve texto, del cuarto capítulo de "La peste", de Albert Camus, es uno de los pasajes emblemáticos de una de las novelas más significativas del siglo veinte. En ella se relata el surgimiento sorpresivo de una epidemia bubónica en la ciudad argelina de Orán, en el norte de África. Y la peste es eso: una enfermedad que empieza a matar gente; pero también una metáfora de la guerra, un símbolo de la maldad moral, una alusión al mal metafísico... y muchas otras cosas. Dentro de este marco de la peste van surgiendo todas las formas posibles del mal: la muerte de los seres queridos (o la propia), la injusticia y la indiferencia, la separación de los amantes, la crueldad y la mentira, el miedo y la estupidez, el sufrimiento de los inocentes, la ausencia del trabajo y la miseria, el encierro y el aislamiento, la duda, el exilio, el quebranto de la esperanza. Y es ante esto que los personajes deben plantearse sus actitudes. Camus logra, de varias maneras, que toda la novela sea, entre otras cosas, una gran interrogación, explícitamente formulada, por la posibilidad de la santidad, de un tipo de santidad. (Y además logra, con gran habilidad, que sea una figura cristiana levantada contra cierto tipo de cristianismo.)

El protagonista principal es un médico: Bernard Rieux, y su situación es compleja: él es un hombre de acción al que le ha tocado un papel intransferible. Hay peste, él es médico y por tanto debe actuar. Pero además irá consignando (en tercera persona) una reflexión acerca de su acción, con la intención, no de dejar una mera reseña, sino un testimonio: "testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio. Pero él sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos."

Camus no es ingenuo al invertir los términos e ir presentando, poco a poco, a su protagonista como al verdadero santo. El doctor Rieux es un hombre apasionado en su corazón y sereno y decidido en sus acciones. No puede aceptar que la santidad sea "un conjunto de costumbres", como le señala en un momento su amigo Tarrou, el personaje que estará más cercano a él, refiriéndose a la modalidad de un enfermo al que han ido a asistir.

Al culminar el capítulo segundo, el doctor Rieux tiene un pequeño diálogo con otro personaje, el periodista Raymond Rambert: "Se trata solamente de honestidad. Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la peste es la honestidad". "¿Qué es la honestidad?" -dijo Rambert, poniéndose serio de pronto-. "No sé que es, en general. Pero, en mi caso, sé que no es más que hacer mi oficio".

Pero en realidad, la honestidad de Rieux (que no es creyente) va mucho más lejos. Mientras desempeña su oficio, éste es constantemente confrontado con la posibilidad de una santidad; pero ninguna de las formas que le salen al encuentro parecen satisfacerlo. Por eso, al hablar justamente acerca de este tema con Tarrou, dirá en un momento determinado: "yo me siento más solidario con los vencidos que con los santos". Una sola cosa impulsa el corazón de Rieux y sostiene y justifica ante él mismo su actitud: "saber qué es lo que se ha respondido a la esperanza de los hombres".

Pero el trazo grueso de la novela y la indagación más profunda acerca de la posibilidad y estilo de la santidad estarán dados por el contraste entre el doctor Rieux y otro personaje: el Padre Paneloux.

Es interesante la primera aparición del sacerdote, en la que ya se percibe una división interior. Es en el comienzo de la novela. Todavía no han aparecido muchos enfermos. (Lo que sí ha llamado la atención de todos es la irrupción de algunas ratas que han empezado a salir y a morir a la vista de los habitantes de la ciudad). En un momento dado, el doctor Rieux ve venir por la calle a un viejo que camina y respira con dificultad: "venía apoyado en el brazo de un cura que el doctor reconoció. Era el padre Paneloux, un jesuita erudito y militante con quien había hablado algunas veces y que era muy estimado en la ciudad, incluso por los indiferentes en materia de religión". Es la "parte buena" de Paneloux: hombre sabio, estimado, activo, que, luego de Rieux, es el primero en aparecer asistiendo a un enfermo. 

El médico, luego de auscultar brevemente al paciente, preguntó al padre Paneloux qué pensaba él de ese asunto de las ratas. "¡Oh -dijo el padre-, debe ser una epidemia" -y sus ojos sonrieron detrás de las gafas redondas-! El renglón es inquietante. El significado de la sonrisa de esos ojos se comprenderá más adelante. Pero uno siente ya algo semejante a lo maligno (la "parte mala" de Paneloux). El contraste se agudizará cuando, ya declarada la peste por las lentas autoridades de la ciudad, el padre Paneloux pronuncie un sermón en la iglesia, a la que asiste "una multitud considerable". También están allí Rieux y su amigo Tarrou, que tampoco es creyente; han sido invitados por Paneloux. El entusiasmo retórico del sacerdote va muy lejos: "Hermanos míos, habéis caído en desgracia; hermanos míos, lo habéis merecido". A partir de aquí la peste será diagnosticada como un castigo de Dios, y deberá ser entendida como una forma benéfica que Dios tiene para revelar su Verdad, Verdad que es, a la vez, su manera de amar. La misericordia de Dios con la ciudad ha sido larga. 

"¡Pues bien!, esto no podía durar. Dios, que durante tanto tiempo ha inclinado sobre los hombres de la ciudad su rostro misericordioso, cansado de esperar, decepcionado en su eterna esperanza, ha apartado de ellos su mirada." Después de haber demostrado el origen divino de la peste, y, por lo tanto, la inutilidad de cualquier esfuerzo contra ella, Paneloux invita al auditorio a reflexionar y a volverse nuevamente a Dios. Todo esto es desarrollado por el sacerdote a partir de citas (mal interpretadas y mal manejadas) del Antiguo Testamento, y de algunas referencias históricas más bien cercanas a la leyenda piadosa. Ni una sola vez es pronunciado el nombre de Cristo. Ante esto, el resultado es un general ensombrecimiento de la población y, dado que se ha cometido una falta gravísima que nadie puede saber cuál es, todos intentan, en vez de volverse a ese Dios inexplicable o de luchar contra una peste penitencial insuperable, evadirse de la mejor manera posible.

Hay luego una escena, narrada sólo en cuatro o cinco páginas, que está estructurada mencionando la luz o a la sombra que, según la posición de los interlocutores, ilumina u oscurece sus rostros. Tarrou y Rieux conversan acerca de las acciones que es necesario disponer para luchar contra la peste. En un momento, Tarrou pregunta: "¿Qué piensa usted del sermón del padre Paneloux, doctor?" La pregunta había sido formulada con naturalidad y Rieux respondió con naturalidad también. "He vivido demasiado en los hospitales como para que me guste la idea del castigo colectivo. Pero, ya sabe usted, los cristianos hablan así a veces, sin pensar nunca realmente. Son mejores de lo que parecen. La luz y la sombra de las que se habla en esta escena son, obviamente, físicas. Pero expresan también, explícitamente, estados espirituales. Tarrou y Rieux comienzan su conversación en una habitación con una única lámpara entre ellos, que los ilumina por igual. Terminarán de hablar, ya en la calle, iluminados por los faroles públicos y por un curioso resplandor del cielo (es de noche). Todo el tramo intermedio estará marcado por un ensombrecimiento, que ocurre inmediatamente después de que las actividades que están programando sean puestas a la "luz" del sermón de Paneloux. (Del mismo modo, al final del sermón que había pronunciado el jesuita, uno de los tres efectos que se mencionan sobre los ciudadanos es el ensombrecimiento. 

Los otros dos son el pánico y la evasión). Luego de mencionar el sermón de Paneloux, Rieux manifiesta un punto de acuerdo con el sacerdote: "que la peste, como todas las enfermedades de este mundo, abre los ojos"; pero inmediatamente agregará (a diferencia de Paneloux) que "hay que ser ciego o cobarde para resignarse a la peste" Inmediatamente Tarrou le preguntará: "¿Cree usted en Dios, doctor?" Y Rieux responderá: No, pero, eso ¿qué importa? Yo vivo en la noche y trato de ver claro. Esa claridad que Rieux intenta se manifestará ahora justamente como luz en medio de la sombra del sermón de Paneloux, de cuyo Dios parece hablar el médico por un momento: "¿No es cierto, puesto que el orden del mundo está regido por la muerte, que acaso es mejor para Dios que no crea uno en él y que luche con todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está callado?" Hay que destacar que este es el único momento durante toda la conversación, que transcurre en medio de sombras, en el que se aclara que Rieux "vuelve a la luz". Acto seguido, Rieux "pareció ponerse sombrío". Está claro, es la luz del "credo" de Rieux: 

si Dios es el de Paneloux, el oscuro y silencioso espectador distante del dolor humano que él mismo causa, no está mal ser ateo de ese Dios, cuya imagen ha sido forjada a partir de una abstracción inepta surgida de una lectura incompleta y distraída del Antiguo Testamento, volcada luego en el molde de una leyenda mistificada, de cuya forma final Jesús ha sido cuidadosamente excluido. Y ¿qué santidad podrá surgir, como respuesta humana seria, a la "luz" de ese Dios "revelado" por la predicación de esa Iglesia? Rieux (y los que lo acompañan o secundan en el planteo del problema) se verá obligado a ser santo de otro modo y en otro lugar: por ejemplo, como médico en medio de una peste. Es necesario otro Dios.

En la novela, el clímax de esta confrontación estará dado, sin lugar a duda, a partir de la descripción terrible y conmovedora de lo único indiscutiblemente injusto y sin sentido: el sufrimiento, agonía y muerte de un niño. Un niño que es el primero al que le han aplicado un suero que han logrado obtener, con el que comenzarán a salvarse los demás. Rieux no se separará de él ni un segundo y lo contemplará como al centro en el que misteriosamente confluye el sufrimiento de todos: "la boca se abrió de pronto, dejando escapar un solo grito sostenido que la respiración apenas alteraba y que llenó la sala con una protesta monótona, discorde y tan poco humana que parecía venir de todos los hombres a la vez". Y unos renglones más abajo: "esa boca infantil ultrajada por la enfermedad y llena de aquel grito de todas las edades". El niño es, pues, "todos los hombres", "todas las edades". Buena parte de los personajes principales están presentes, y, sin duda, el dolor infligido a aquel inocente nunca había dejado de parecerles lo que en realidad era: 

un escándalo. Pero hasta entonces se habían escandalizado, en cierto modo, en abstracto, porque no habían mirado nunca cara a cara, durante tanto tiempo, la agonía de un inocente. Y es aquí, en la escena más importante de la novela, en el momento previo a la muerte más terrible, donde Camus propone un símbolo central: "el niño tomó en la cama la actitud de un crucificado grotesco. [...] 

Rieux, que de cuando en cuando le tomaba el pulso, sin necesidad, más bien para salir de la inmovilidad impotente en que estaba, sentía al cerrar los ojos que aquella agitación se mezclaba al tumulto de su propia sangre. Se identificaba entonces con el niño supliciado y procuraba sostenerlo con toda su fuerza todavía intacta. Pero, reunidas por un minuto, las pulsaciones de los dos corazones se desacordaban pronto, el niño se le escapaba, y su esfuerzo se hundía en el vacío". El médico se identifica, hasta en el latido de su sangre, con el niño crucificado, con la inocencia y el escándalo. Y aquí ocurre la gran confrontación con Paneloux. Rieux no acepta el sufrimiento, se rebela y hace lo imposible para combatirlo; pero, mientras el sufrimiento está ahí, late con él. El sacerdote, que ha tratado de colaborar, quiere simplemente que el dolor no esté, quiere que meramente se pase, y no logra entregarse completamente ya que entiende que ese padecimiento es, de algún modo, causado por Dios y, por lo tanto, no tiene suficientes fuerzas para actuar en contra de eso con el vigor necesario. Se acentúa su división: ni puede comulgar con el sufrimiento ni puede rebelarse contra él. Rieux hace las dos cosas con pasión; no ve contradicción, sino una tensión insuperable, y eso lo acepta: se rebela contra el dolor y, a la vez, lo abraza. Paneloux, llegado este extremo, se va paralizando, a tal punto que parece querer paralizar la vida misma y anteponer la muerte a las duras acciones que se ejecutan para combatir el dolor. Y mientras el niño, sostenido por el suero, se debate en su agonía, le dice a Rieux: 

"Si tiene que morir, esto lo habrá hecho sufrir más largo tiempo". El médico, que siente odio por cualquier tipo de violencia, "se volvió bruscamente hacia él y abrió la boca para decir algo pero se calló, hizo un visible esfuerzo por dominarse y de nuevo llevó la mirada hacia el niño. La luz crecía en la sala". (Es importante señalar que, en el ámbito sombrío de esta novela, la presencia de Rieux coincide muchas veces con la aparición o el aumento de la luz). Pero donde Rieux ya no podrá dominarse ante Paneloux (y ante el telón de fondo de su sermón) es en el momento en el que el niño muere. El sacerdote, por otra parte, hace lo que tiene que hacer: está al lado del niño, y reza. En el momento en el que se produce "el grito de todas las edades", "se dejó caer de rodillas y a todo el mundo le pareció natural oírle decir con voz ahogada pero clara a través del lamento anónimo que no cesaba: 

"Dios mío, salva a esta criatura". Pero el niño siguió gritando y los otros enfermos se agitaron [...] una marea de sollozos estalló en la sala cubriendo la plegaria de Paneloux". La voz de la plegaria del sacerdote es cubierta, sofocada, por la voz del dolor. Y no porque esté mal que Paneloux rece, ni porque el sufrimiento sea necesariamente más fuerte que la oración, sino porque en la escandalosa agonía del "inocente crucificado grotesco" está clamando otra voz más potente: la del sufrimiento de Dios, drama que el sacerdote no parece entender, y con el que Rieux, aunque tampoco entiende, se ha identificado, se ha hecho "consanguíneo". Rieux, en definitiva, es alguien cuya santidad está apoyada en la figura de Cristo, cuya misteriosa respuesta ante el dolor consiste en ir a situarse en él. Rieux está, acaso, psicológicamente lejos de Dios; pero teológicamente está muy cerca.

Cuando muere el niño, el primero en retirarse es el sacerdote. Y en el momento en que Rieux, "como borracho de cansancio y de asco", se alejaba de la sala con un paso tan precipitado y con tal aire que cuando alcanzó a Paneloux y pasó junto a él, éste alargó el brazo para detenerlo. 'Vamos, doctor' -le dijo-. Pero con el mismo movimiento arrebatado Rieux se volvió y lo rechazó con violencia, diciéndole: '¡Ah, este, por lo menos, era inocente; bien lo sabe usted!'". Luego de esto el médico sale al patio y se sienta, agobiado. El sacerdote lo sigue. Cuando se reencuentran allí, el médico le pide perdón (Paneloux no pedirá perdón en ningún momento). Por toda respuesta, el sacerdote le dice al doctor que es posible que debamos amar lo que no podemos comprender. Acto seguido, "Rieux se enderezó de pronto. Miró a Paneloux con toda la fuerza y la pasión de que era capaz y movió la cabeza. 'No, Padre -dijo-. Yo tengo otra idea del amor y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados'".

A partir de aquí, algo se modifica (aunque ligeramente) en Paneloux. Tres aspectos se subrayan de él como consecuencia inmediata de la declaración de Rieux: turbación, titubeo, y el hecho de que parecía emocionado. En el momento en el que el sacerdote hace ademán de retirarse, el médico vuelve a pedirle perdón. Paneloux le ofrece su mano e insiste: "¡Y, sin embargo, no lo he convencido!". Rieux, que ha tomado la mano del sacerdote, dice: "¿Eso qué importa? Lo que yo odio es la muerte y el mal, usted lo sabe bien. Y quiéralo o no estamos juntos para sufrirlo y combatirlo". Rieux retenía la mano de Paneloux. "Ya ve usted -le dijo, evitando mirarlo-, Dios mismo no puede separarnos ahora". El sacerdote, a partir de la asistencia al niño y de este encuentro con el médico, sentirá un cambio, incluso profundo, pero que no será suficiente para sacarlo de su estupidez ilustrada. Esto se reflejará en un segundo sermón en el que, aunque pronunciado "con un tono más dulce", y diciendo "nosotros" en vez de "vosotros", reafirmará los principios del primero, sólo aclarando que "lo había dicho sin caridad". Una vez más, estará ausente lo que sería un verdadero significado cristiano. Hay, en un momento, una mención a Cristo y a su padecimiento, pero es al pasar y nada se concluye de ahí. 

El sermón no surgirá desde la palabra de Jesús, sino desde una especulación teórica que, aunque será más dúctil ante el drama humano que le ha tocado vivir, dejará a Dios distante y sobrevolando ese drama sin que quede allí un lugar real para que pueda protagonizar verdaderamente algo dentro de él. Hacia el final, al igual que en el primer sermón, el discurso vuelve a crecer en un delirio inexplicable. Cuando luego Rieux y Tarrou comentan el sermón, éste le dice al médico que él "conocía a un cura que había perdido la fe durante la guerra al ver la cara de un joven con los ojos saltados. 'Paneloux tiene razón -dijo Tarrou-. Cuando la inocencia puede tener los ojos saltados, un cristiano tiene que perder la fe o aceptar tener los ojos saltados. Paneloux no quiere perder la fe: irá hasta el final. Esto es lo que ha querido decir'". Lo que Paneloux no termina de entender desde su confusión y maraña dogmática (a la que confunde con la fe y con un saber cierto) es que su anterior afirmación, "es posible que debamos amar lo que no podemos comprender", es justamente lo que el médico cumple y vive de manera cabal, aunque lo exprese desde otro universo mental, que el sacerdote, desde el marco de un espíritu más amplio, debería poder traducir en categorías evangélicas. No puede.

Desde este momento las cosas se precipitarán para Paneloux: enferma y se pone muy mal, aunque no todos los síntomas indican la peste. Una vieja feligresa lo asiste y debe escuchar de boca del sacerdote algo que le resulta incomprensible: que el Padre "rehusaba la consulta médica porque no estaba de acuerdo con sus principios". Haciendo caso omiso, la señora llama a Rieux, que se apresura a ir a visitar al sacerdote, y cuya presencia hace que Paneloux, que se ha agravado, parezca reanimarse un poco. Rieux se quedó mirando al Padre. "Yo estaré con usted" -le dijo con dulzura-. Luego hay un breve diálogo en el que, mientras el médico se hace solidario con el sacerdote, éste parece firme en su posición de aislamiento. A la mañana siguiente lo encontraron muerto, medio caído fuera de la cama; sus ojos no expresaban nada. Esta última afirmación resulta penosísima. ¿Hasta dónde ha llegado Paneloux? No a tener "los ojos saltados", como había dicho Tarrou. Rieux había dicho que "hay que ser ciego para resignarse a la ", y también: "yo vivo en la noche y trato de ver claro". Todo retrotrae al comienzo de la novela, a la misteriosa frase: "sus ojos sonrieron detrás de las gafas". La historia de Paneloux en "La Peste" termina así: "Se inscribió en su ficha: 'Caso dudoso'".

Al contrario, el doctor Bernard Rieux sabe que no se trata de no tener dudas, sino de situar las certezas en el mejor lugar del corazón. Tener honestidad y tener un oficio. Lo que mantiene en pie a Paneloux es un arrevesado andamiaje que apenas puede sostener o disimular todas sus limitaciones. Rieux no tiene apoyo; lo que lo mantiene firme es la consciencia de su fragilidad y su compasión, y una fina clarividencia acerca de la condición humana.

En el diálogo que Rieux tiene con el periodista Rambert, con quien dialoga acerca de permanecer en el aislamiento de la ciudad o escaparse para reunirse con los seres queridos, se lee en un momento: "estoy harto de la gente que muere por una idea. Yo no creo en el heroísmo: sé que eso es muy fácil, y he llegado a convencerme de que en el fondo es criminal. Lo que me interesa es que uno viva y muera por lo que ama". 

Rieux había escuchado a Rambert con atención. Sin dejar de mirarlo, le dijo con dulzura: "El hombre no es una idea, Rambert".

"Los hombres de aquellos tiempos tenían convicciones; 
nosotros, los modernos, no tenemos más que opiniones, 
y para elevar una catedral gótica 
se necesita algo más que una opinión". 
(Heinrich Heine)

VER+:

El cardenal Raymond Burke advierte que lo que el Foro Económico Mundial ha dado en llamar como la Agenda 2030 o el "Gran Reinico" tras la pandemia de coronavirus solamente es "un intento de manipular a ciudadanos y naciones a través de la ignorancia y el miedo", al mismo tiempo que el materialismo marxista se está afianzando en Estados Unidos y en el resto de Occidente. Burke, antiguo arzobispo de St. Louis y actualmente uno de los miembros más destacados de la Iglesia Católica en Estados Unidos, realizó este análisis en su homilía sobre la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, que tuvo lugar el pasado 12 de diciembre.
"Al encontrarse con el mundo, la Iglesia falsamente quiere acomodarse al mundo en lugar de llamar al mundo a la conversión en obediencia a la ley divina escrita en cada corazón humano y revelada en su plenitud en la encarnación redentora de Dios Hijo. Sí, es comprensible que nuestro corazón esté apesadumbrado, pero Cristo, por intercesión de su Virgen Madre, eleva nuestro corazón al suyo, renovando nuestra confianza en Él, que nos ha prometido la salvación eterna en la Iglesia. Nunca será infiel a sus promesas. Nunca nos abandonará”.
San Francisco de Sales: "Los enemigos declarados de Dios y de la Iglesia deben ser atacados y censurados con toda la fuerza posible. La caridad obliga a gritar al lobo cuando un lobo se ha deslizado al medio del rebaño y aún en cualquier lugar que se lo encuentre” 
Santo Tomás de Aquino: “Si soportar las injurias que nos alcanzan personalmente (y respetar a las personas que las profieren) es un acto virtuoso, soportar las que atañen a Dios es el colmo de la impiedad”.
Quien No Se Encoleriza Santamente Cuando lo Exige La Razón, Peca: San Juan Crisóstomo: “Sólo aquel que se indigna sin motivo se vuelve culpable; quien se indigna por un motivo justo no tiene culpa alguna. Pues, si faltase la ira la ciencia de Dios no progresaría, los juicios no tendrían consistencia y los crímenes no serían reprimidos. Más aún: aquel que no se indignare cuando la razón lo exige, comete un pecado grave; pues la paciencia no regulada por la razón, propaga los vicios, favorece las negligencias y lleva al mal, no solamente los malos, sino sobre todo los buenos”. (Hom. XI, In Nath.)

LA EPIDEMIA O CORONAVIRUS, LA EXCUSA PERFECTA 
PARA LOS FALSOS Y ASALARIADOS 
PASTORES DE LA ANTI-IGLESIA, 

Termina una pandemia 
que ha devastado la práctica religiosa


Son tantos los factores que explican o tratan de explicar la abrumadora crisis de la práctica religiosa en Occidente en los últimos años, una notable aceleración de un proceso iniciado ya saben ustedes cuándo, que parece ocioso singularizar uno. Sin embargo, no cabe duda de que la actitud de la jerarquía durante la pandemia es uno de los más notables.

La Organización Mundial de la Salud ha decretado que la peste de coronavirus, que ha cambiado el mundo para siempre, ha terminado. Y aunque no creemos que las enfermedades acaten los decretos humanos, nos parece un buen momento para recordar el daño que la cobardía y falta de visión sobrenatural de nuestros pastores hicieron a la práctica religiosa y, probablemente, a la fe de cientos de miles de fieles.

Obispos, conferencias episcopales y la propia Roma se dieron una prisa indecente en interrumpir el culto público totalmente durante meses. Se adelantaron, incluso, en muchas partes -España, por ejemplo- al propio poder político -al que ni soñaron en desafiar en defensa de los fieles-, y en la propia Roma el Papa ordenó a su vicario cerrar físicamente las iglesias en una iniciativa de la que tuvo en seguida que desdecirse ante la indignación generalizada.

De repente, todos aceptaron sin un murmullo de protesta -y sí, en algunos casos, de alivio- que la Misa no era, no es, un “servicio esencial”. Animaron a los fieles a seguir la celebración por la televisión o por Internet, y suspendieron la obligación de asistir a Misa o incluso a seguirla online con la mayor tranquilidad. Soportaron en silencio que abrieran muchos otros servicios, mientras los fieles se veían imposibilitados de acceder a los sacramentos. Se negaban confesiones, viáticos, unciones de enfermos, comuniones. Tampoco alzaron mucho la voz cuando la policía interrumpía el Santísimo Sacrificio, en algún caso el de todo un obispo en su catedral.

Cuando abrieron, impusieron medidas propias de la Peste Negra, como si la gente se estuviera muriendo por las calles: aforos, distancia de seguridad, hidrogel a granel entrando en el ritual y sustituyendo al agua bendita (que no ha regresado a todos los templos), mascarillas…

Por caridad, se decía. Lo que nadie se molestó en investigar si todo aquello servía realmente para algo, y ahora que vemos que Suecia, el país disidente que se negó a someterse a todo esta histeria sanitaria, es la nación de Europa con menor exceso de mortalidad, las razones para dudar son abrumadoras.

No, muchos fieles no vieron tanto ‘caridad’ como miedo y mundanidad. Les ha llamado la atención que el alto clero le diera súbitamente tan escasa importancia a los canales habituales de la gracia. También sorprendía que, en un momento en que incluso cardenales como Hollerich o McElroy -ambos elevados por Francisco- pueden cuestionar públicamente la doctrina perenne de la Iglesia sobre cuestiones incuesionadas como la actividad homosexual, lo que emanaba de la corrupta OMS y de las ideologizadas autoridades políticas se aceptase como verdades incuestionables.

Como la presunta vacuna, ese ‘acto de amor’ al que se nos empujaba desde los más altos púlpitos. Porque no era por ti, era por los demás, para no contagiar. No importa que el contagio llevase en la abrumadora mayoría de los casos a algo no peor que una gripe, o que a poco hubiera que reconocerse públicamente que el producto no paraba la transmisión y nunca se pretendió que lo hiciera. Extraño amor.

Pero dicen que la victoria tiene siempre muchos padres mientras que la derrota es huérfana. O, si se prefiere, que cuando los resultados de nuestras prédicas no son los esperados, todo el mundo pretende que nunca se ha dicho lo que se dijo.

Ahora la CEI, nos cuenta el autor del blog Secretum Meum Mihi, la Conferencia Episcopal Italiana quiere que se interrumpan los servicios de Misas en streaming. Dicen:

“Acogiendo la comunicación de la OMS, señalamos que todas las actividades eclesiales, litúrgicas y devociones piadosas pueden volver a ser vividas en las modalidades habituales precedentes a la emergencia sanitaria.

Sin perjuicio de la posibilidad de que los obispos diocesanos dispongan o sugieran algunas normas prudenciales como la higienización de manos antes de la distribución la Comunión o el uso de mascarilla para visitas a enfermos frágiles, ancianos o inmunodeficientes.

También creemos oportuno que las celebraciones retransmitidas vía streaming cesen, o al menos sean disminuidas en su número. Las actividades en los establecimientos sanitarios, sociosanitarias y de asistencia social seguirán las normas propias de los lugares en los que se desarrollen”.

Y es que online no se puede pasar el cepillo.

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En base a esta noticia de INFOVATICANA, conviene matizar algunos detalles. Hay que tener en cuenta que la mayoría de los obispos son masones, pertenecientes a una de la numerosas logias de las sociedades secretas, siendo una de ellas y, por cierto, muy poderosa, es la masonería eclesiástica, cuyo centro está en el Vaticano. 

Todas estas sociedades secretas son de inspiracion satánica, la cual, está ampliamente extendida en todos los niveles y rangos jerárquicos dentro de la Iglesia Católica. Teniendo en cuenta esta noticia, se puede comprender porqué razón la gran mayoría de los obispos en todo el mundo se precipitaron ordenando el cierre de las iglesias. Es cierto que la orden fue dada personalmente por Francisco, pero ese cierre de todas las iglesias, ordenado por los propios obispos, se adelantó incluso a las normas sanitarias previstas por los gobiernos. 

Eso quiere decir que, en el fondo, el cierre arbitrario de las iglesias por parte de los obispos durante la falsa pandemia, tenía el objetivo de apagar, de eliminar la fe en la mayoría de los fieles. Lo que estamos viviendo es el resultado de esa política suicida de la mayoría de la jerarquía actual de la Iglesia, carentes de fe y de carisma y vocación. (Damián Galerón)


VACUNARSE VENENO ES UN ACTO CRIMINAL


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