martes, 14 de enero de 2020

👉 DEMOCRACIA: ESTRUCTURA Y ONTOLOGÍA: COMO IDEOLOGÍA Y COMO METAFÍSICA 🗽





Pelayo García Sierra
Manual de materialismo filosófico
Una introducción analítica




Las ideologías democráticas podrían pretender mantenerse (es cierto que a duras penas) en un terreno estrictamente político o, al menos, podría intentarse entenderlas siempre en el ámbito de las categorías políticas, e incluso justificarlas en la medida en que colaboran a extirpar cualquier brote orientado hacia la restauración de cualquier tipo de “Estado dual” (como alguno llama a un Estado en el que existen las SS fascistas o la NKVD soviéticas). Pero, de hecho, suelen desembocar, de modo más o menos soterrado, en una auténtica metafísica antropológica que transciende los límites de cualquier terreno político, envolviéndolo con una concepción tal del hombre y de la historia que, desde ella, la democracia puede comenzar a aparecer como la verdadera clase del destino del hombre y de su historia, como la fuente de todos sus valores y como garantía de su “salvación”.

La democracia metafísica será entendida, ante todo, como la fuente de la ética, de la moral, de la sabiduría práctica, de la verdad humana, del sentido de la vida y del fin de la historia humana. Se hablará de la democracia como si desde ella pudieran ser comprendidos, controlados, superados, cualquier otro género de impulsos, ritmos, intereses, que actúan en las sociedades y en la historia humanas. La visión secular que Hegel atribuyó, en su Fenomenología del espíritu, a la “autoconciencia” como fin y objetivo de la evolución humana (tantae molis erat se ipsam cognoscere mentem) se desplazará hacia la democracia: la “autodeterminación” democrática de la humanidad será el fin de la historia. Kojève y Fukuyama se han atrevido a decirlo públicamente. Desde una metafísica semejante se comprende bien que muchas personas, al proclamarse “demócratas”, parezcan sentirse “salvadas”, “justificadas”, “elegidas” –y no sólo en unas elecciones parlamentarias–. Ser demócrata significará para esas personas algo similar a lo que significa para los miembros de algunas sectas religiosas formar parte de su grupo y, a su través, estar tocados de la gracia santificante (algo similar a lo que les ocurre a muchos de los que confiesan “ser de izquierdas de toda la vida”, sobrentendiéndose salvados antes por su fe que por sus obras). Es cierto que ningún demócrata (ni aun el más metafísico) podrá considerarse sectario, aunque experimente sentimientos de exaltación plena similares a los del sectario, porque una democracia es todo lo contrario de una secta: es, por esencia, pública. Pero también hay religiones públicas (como el cristianismo) o movimientos políticos públicos (como el fascismo o el comunismo) cuyos miembros han podido llegar a creer mayoritariamente que estaban colaborando a traer al mundo al “hombre nuevo” (si es que no creían haberlo traído ya). Y, en cualquier caso, habrá siempre que analizar hasta qué punto una sociedad política que basa la “autoconciencia” de su fortaleza en la estructura democrática de sus instituciones, no está siendo víctima de un espejismo ideológico, porque acaso la fortaleza del sistema deriva de estructuras materiales que tienen que ver muy poco con la democracia formal. Por ejemplo, ¿puede asegurarse que la fortaleza de una nación organizada como democracia coronada se asiente antes en su condición de democrática (adornada “accidentalmente” por un revestimiento monárquico) que en la propia corona y en la historia que ella representa?



La distinción democracia formal (o forma de la democracia) / democracia material (o contenido de la forma democrática) puede cruzarse con otra distinción (que también consideramos ineludible cuando hablamos de democracia en general): la distinción entre democracia ideal / democracias realmente existentes. [854]

Cuando oponemos la democracia formal a la democracia material, podemos hacerlo en dos planos muy distintos, aunque susceptibles de ser intersectados: un plano específico (y entonces la forma democrática va referida precisamente a la sociedad política, al Estado) y un plano genérico, y entonces la forma democrática desborda el campo estricto de la sociedad política y corta otras esferas sociales que a veces son de escala menor que la de las sociedades políticas (como pueda serlo un concejo aldeano, una sociedad anónima o un grupo de excursionistas), y otras veces lo son de escala mayor (por ejemplo, una federación de Estados, o la Organización de las Naciones Unidas). […]

Lo que la forma democrática significa desde la perspectiva genérica equivale, prácticamente, a lo que venimos llamando democracia procedimental [880], que no es otra cosa sino un método para acordar o consensuar decisiones siguiendo las reglas de la mayoría […]. [881-882]

La democracia formal (la forma democrática), en su sentido específico de “forma de una sociedad política”, presupone también la distinción entre una forma y una materia.

La distinción, en la teoría política, entre una forma y una materia fue una distinción común entre los escolásticos, que analizaban la sociedad política por medio de la doctrina de las cuatro causas […]. La clasificación ternaria aristotélica de las sociedades políticas en monarquías, aristocracias y democracias solía interpretarse como una clasificación de la sociedad que atendía más a la forma de la estructura del poder político que a su materia; la democracia quedaba allí concebida como una de las formas del poder político (definida por Aristóteles porque en ella “mandaban todos o los muchos”).

Ahora bien, distinción escolástica, en la sociedad política, entre una forma y una materia podía ser interpretada de muchas maneras. En general, la forma de la sociedad democrática podría decirse que ha de contener el principio de igualdad, en cuanto al voto, de los ciudadanos, es decir, de las personas individuales que constituyen el “cuerpo electoral”. Una igualdad política que abstrae, en principio, otras determinaciones diferenciales entre los ciudadanos (“los votos no se pesan, se cuenta”). Es obvio que la forma de la democracia política, así entendida, no prejuzga con precisión la materia del cuerpo electoral, materia que vendrá delimitada como una parte de la sociedad real. En la democracia ateniense de Pericles [829-830], el cuerpo electoral se constituía como conjunto de ciudadanos individuales libres; pero la sociedad ateniense contenía también a las mujeres, a los metecos y a los esclavos.

Solo a partir de la Revolución Francesa, con la doctrina del sufragio universal, el cuerpo electoral se identifica con el conjunto de los individuos de la sociedad real (teóricamente al menos: las restricciones censitarias, de sexo, de edad, etc., a esta igualdad tardaron en eliminarse casi un siglo).

La teoría del sufragio universal se estableció bajo el supuesto de la igualdad formal [848], por holización [733], de todos los individuos de la sociedad concreta, en cuanto a tales individuos (denominados ciudadanos), sin discriminación de renta, de sexo, etc. Esta forma moderna de igualdad democrática es, por supuesto, ideal, y su correlato real no constituye ningún déficit de la democracia, sino que pertenece a su propia estructura. De hecho, hay que agregar nuevos requisitos, por ejemplo, tener un mínimo de renta, estar en posesión de las “facultades mentales”, saber leer y escribir; requisitos más o menos convencionales (¿qué significa saber leer y escribir, y en qué idioma?). La igualdad democrática, en rigor, es una ficción [833] hipotética cuyo fundamento real tiene que ver, sin duda, con la neutralización estadística, similar a la que se produce, por ejemplo, entre las partículas de un gas encerrado en un recinto, tal como lo estudia la teoría cinética de los gases.

Entre las interpretaciones más influyentes de la distinción entre forma y materia en la democracia, debemos referirnos a la interpretación dada por Hans Kelsen (Esencia y valor de la democracia, 2ª edición, 1929).

La teoría de la democracia de Kelsen podría considerarse, en gran medida, como la presentación de una alternativa a la autocracia totalitaria de la Unión Soviética, y, pocos años después, a la del Tercer Reich.

Por lo demás, la distinción binaria de Kelsen no hacía otra cosa sino “seleccionar” dos de los cuatro componentes causales que los escolásticos distinguían en toda sociedad política, en cuanto proceso temporal –histórico– susceptible de ser analizado según la doctrina aristotélica de las cuatro causas: la causa material (la multitud, el pueblo), la causa formal (la autoridad, el gobierno), la causa eficiente (Dios, según la fórmula de San Pablo, non est potestas nisi a Deo) y la causa final (el bien común). Kelsen, se diría, dejaba de lado, sin duda por su carácter metafísico, a las llamadas causas extrínsecas (eficiente y final) de la sociedad política democrática, y se atenía, con espíritu más positivo, a las causas intrínsecas, la formal y la material.

Kelsen entendió la democracia como una forma o método de creación de orden social según una determinada forma de Estado. Un Estado en el que el pueblo, a través de los partidos políticos, está representado en el Parlamento que se atiene, en la formación de las leyes, a la regla de las mayorías no precisamente absolutas, sino también relativas: minorías mayoritarias, reconocimiento de las minorías no mayoritarias, etc. Y aquí Kelsen aproxima la forma democrática, delimitada ya históricamente en una sociedad dada o Estado, a la forma procedimental, cuidando de subrayar que esta forma no habría que entenderla tanto desde la categoría de la igualdad económica, es decir, de la justicia (propia de una democracia social que puede llevarse a efecto desde una dictadura no democrática, como la dictadura del proletariado), sino desde la categoría de la libertad, que no implica esa igualdad. Ni siquiera la “ley de la mayoría” implica la igualdad, por cuanto se tiene en cuenta la minoría.

Pero, añade, Kelsen, la forma democrática del Estado no da respuesta a la cuestión más importante, que es, según él, la del contenido (o materia) del orden estatal. Quedarse únicamente en la forma democrática constituiría un formalismo que Kelsen denomina “democratismo” (y que rechaza, de modo paralelo a como Max Scheler había rechazado, unos años antes, refiriéndose a la ética más que a la política, el formalismo kantiano) [451].

Desde la perspectiva de la distinción escolástica entre forma y materia de la sociedad política, Kelsen plantea así “la verdadera cuestión”: “¿Qué contenido debe dar el pueblo a las leyes por él creadas?”

Sin duda, dice Kelsen, este contenido tendrá mucho que ver con el bien y con la verdad. Pero, ¿cómo conocerlos y cómo demostrarlos? Kelsen distingue dos tipos de respuestas, que nos permitirán distinguir la autocracia de la democracia.

Si un grupo, una iglesia, un partido político, creer estar en posesión de la verdad y de los valores absolutos (del bien), entonces propiciaría una concepción autocrática de la sociedad política, como la que en el Antiguo Régimen propiciaba el Estado teocrático, o, en el presente, el fascismo, que lleva al límite la forma de gestión mediante un partido único, la sociedad burguesa, o el comunismo soviético, que lleva al límite, bajo la dirección del Partido Comunista, los intereses del proletariado, mediante la dictadura, en una primera fase de toma del poder, y mediante la república popular (Dimitrov) en la fase de asentamiento del poder ya conquistado.

Solo cuando ningún grupo o partido crea estar en posesión de la verdad o del bien absoluto, dice Kelsen, será posible que cada grupo o partido tome en consideración las opiniones ajenas, incluso las contrarias. Y de aquí concluye Kelsen (en una línea muy próxima a la que seguiría Popper) que el relativismo (la actitud crítico-relativista, colindante con el escepticismo) ha de ser considerado como la concepción del mundo que está a la base de la democracia.

En cuanto a las relaciones entre la forma democrática y la materia o contenido de esas formas (de las leyes), nos parece fuera de lugar la disyuntiva, que propone Kelsen, entre el absolutismo (entendido como dogmatismo sobre el bien y la verdad política) y el relativismo (lindante con el escepticismo). Pues no hay tal dicotomía entre una posición absolutista y una posición escéptica en cuanto a decisiones prácticas, por la sencilla razón de que las decisiones prácticas hay que ponerlas a veces en términos absolutos (según la ley del todo o nada), sin perjuicio de que no se tenga la seguridad absoluta en la “verdad” especulativa, respecto de la decisión tomada. La decisión puede ser totalmente dogmática, desde el punto de vista prudencial, aunque ella esté dispuesta a rectificarse en una ocasión futura. El origen de las dificultades que surgen cuando se plantea la cuestión de “determinar la materia o contenido de la forma democrática”, hay que ponerlo en el mismo planteamiento (metafísico, sustantivado) [4] de quienes, como Kelsen, comienzan hablando de una forma democrática previa a la que habría que dotar de una materia o contenido. Pues la situación es la inversa: la materia de la democracia no se agrega a una forma previamente dada, sino que es la forma democrática la que brota de la materia.

El punto de partida es la materia de la democracia, no su forma ideal. Hay que partir de una materia dada, históricamente dada, por tanto, sin fingir que esta materia está dada in illo témpore en la sociedad primitiva de Rousseau o de Rawls [889]. Es decir, de una determinada disposición material de la sociedad política (determinación ofrecida por la Antropología y por la Historia, que rechazan de plano la doctrina del pacto social roussoniano), para poder entender cómo desde ella brota la forma democrática de esa sociedad.

En conclusión: el hecho de que una sociedad política asuma, por motivos internos, y no por motivos de imposición externa (que solo dan lugar a democracias formales), procedimientos democráticos en aspectos esenciales de su curso requiere que lo expliquemos a partir de la evolución de la propia estructura material de esa sociedad política; evolución que no se reduce al resultado de meras decisiones voluntaristas (“España decidió en 1978 darse a sí misma las reglas de juego en una Constitución democrática”) que habría que considerar como una contingencia o formalidad sobreañadida a la estructura material misma. En una sociedad democrática no hay propiamente reglas de juego arbitrarias, sino determinadas por intereses y fuerzas objetivas; el procedimiento ha de poder ser visto como un efecto de su estructura material y no como una formalidad procedimental sobreañadida a esa estructura.

Una democracia material es una sociedad política que, en función de la estructura de su propia materia, es decir, en función de su constitución material (systasis), asume, desde dentro, y en virtud de la codeterminación de sus partes, la estructura democrática; y una de las cuestiones más importantes que tenemos que debatir será la determinación de las circunstancias materiales por las que una sociedad política ya dada evoluciona hacia la estructura democrática […].

En resolución, buscamos las razones por las que una determinada sociedad política ya preexistente (presuponemos, por tanto, que una democracia no brota directamente de las sociedades animales, sino de sociedades humanas no democráticas) evoluciona en su estructura material de tal suerte que se vea determinada a asumir la estructura formal de una democracia.

{ZPA 274-278, 280-281 /
 EC77 / PCDRE 86-87, 91}


La estructura de la sociedad política (encarnada principalmente por el Estado) se representa en el materialismo filosófico mediante un modelo canónico [597], que se basa en la distinción de tres capas del poder político (conjuntivo, basal y cortical) y de tres ramas de este poder (operativa, estructurativa y determinativa). En la capa conjuntiva se engloban los poderes estrictamente políticos (ejecutivo, legislativo y judicial). En cuanto a los contenidos de la capa basal (poder gestor, planificador y redistributivo) y de la cortical (poder militar, federativo y diplomático) baste decir ahora que la capa basal se corresponde con la llamada esfera económico-doméstica (incluyendo la crianza de los hijos) o económico-política (producción, distribución, empresas, instituciones financieras, Bolsa, trabajo, sindicatos). A esta capa pertenece el territorio apropiado por el Pueblo a partir del cual se formaría el Estado (el territorio es el fundamentado de la Patria) [850]. Y la capa cortical engloba a todo lo que tenga que ver con las interacciones entre una sociedad política dada y las otras sociedades políticas (guerra, ejército, diplomacia, comercio internacional) o cuasi políticas, a la vez externas e internas al Estado (como pueda serlo la Iglesia católica, pero también los partidos políticos federados con partidos extranjeros).

La concepción materialista de la sociedad política atribuye a la capa basal del Estado el papel de componente formal interno de la “máquina política”; el idealismo político, en general, y el idealismo democrático [844], en especial, se nos manifiesta como el intento de entender a esta sociedad política abstrayendo o poniendo entre paréntesis la condición de componente formal objetivo suyo de la capa basal, y replegándose a las capas conjuntivas y corticales del Estado, es decir, a las capas en las cuales priman las presiones subjetivas de los sujetos operatorios.

[En efecto], desde las coordenadas del materialismo filosófico, es imposible separar la armadura política reticular [la reunión de sus capas conjuntivas y corticales] de la sociedad política (confundida tantas veces por sinécdoque con la sociedad política a secas) de su armadura basal, lo que no excluye la posibilidad de su disociación [63], en los ritmos de las evoluciones respectivas, entre ambas armaduras. No se trata de reducir desde las coordenadas del economicismo la armadura reticular a la armadura basal, el gabinete del gobierno político a la condición de consejo de administración de la clase capitalista; se trata de establecer los mecanismos de la conjugación entre ambas armaduras políticas.

Supongamos una sociedad patriarcal agrícola y ganadera, latifundista, constituida a partir de la ocupación de amplios territorios por los “pueblos de jinetes” que lograron someter a su orden a las familias de recolectores o pequeños cultivadores que habitaban tales territorios, que utiliza como fuerza del trabajo su mano esclavizada; supongamos, además, que esta sociedad política se encuentra rodeada por otras sociedades, políticas o prepolíticas, que amenazan sus fronteras, o simplemente las hostigan, al mismo tiempo que suministran el renuevo de la mano de obra esclava. Esto supuesto sobre la armadura política basal de la sociedad de referencia, es evidente que sería absurdo esperar encontrarnos, en tal sociedad, con una armadura política reticular de naturaleza democrática. Solo a través de una armadura política de fuerte estructuración jerárquica, solo a través de una uniarquía [572], con el cortejo de una aristocracia bien consolidada, capaz de mantener la disciplina de unas legiones adecuadamente equipadas, que actúan en la capa cortical o reprimen, en ocasiones excepcionales, las revueltas de esclavos, solo entonces esa sociedad civil compuesta de terratenientes, pequeños propietarios, mineros, pescadores, herreros, artesanos, armadores de barcos, maestros, legistas, sacerdotes, hechiceros, matemáticos, etc., podría asegurar su recurrencia; es decir, solo entonces esa sociedad política podrían mantener su eutaxia [563].

La armadura política reticular no es, por tanto, una mera superestructura [410] de la sociedad civil; es la misma estructura política de la sociedad civil según la armadura característica de su capa basal (en nuestro ejemplo constituida por la confluencia de unas clases sociales dominantes y muy repartidas en diferentes círculos, y otras clases dominadas) la que “necesita dotarse”, para mantener su equilibrio, de una armadura política reticular de tipo uniárquico-aristocrático (u oligárquico). Pero bien entendido que la coexistencia pacífica de las clases dominantes y las clases dominadas (pacífica precisamente en la medida en la que los estallidos de sus tensiones quedan sofocados por la armadura reticular) no significa que tales clases hubieran preexistido como tales anteriormente a la constitución del Estado esclavista, ni que ese Estado hubiera surgido como la institución mediante la cual “las clases dominantes hubieran logrado mantener bajo su férula a las clases explotadas”.

Son ambas clases sociales (en realidad, los diferentes grupos reclasificados, en segundo grado, como explotadores y explotados) las que se han configurado, y aun sinalagmáticamente (según contrato bilateral), precisamente en el interior de esa sociedad política y solidariamente frente a los pueblos que se agitan más allá de sus fronteras territoriales. A fin de cuentas, quienes viven dentro del Estado (como esclavos, pero sobre todo como hombres libres pero sometidos férreamente a su puesto de jerarquía social) están apropiándose también de los territorios a cuya explotación y disfrute los pueblos del exterior también aspiran. De este modo, la dialéctica entre las clases que el materialismo histórico de inspiración marxista tradicional considera en abstracto, se nos mostrará como inseparablemente entretejida con la dialéctica entre los Estados [443], en el curso del proceso histórico.

Y esto tiene una consecuencia inmediata: la de retirar el esquematismo de las “dos clases en lucha” (la lucha de las dos clases antagonistas al modo de dualismo maniqueo) para dar cuenta del curso de la historia política. Un esquema que habrá de ser sustituido por esquemas pluralistas, donde no son dos las clases preexistentes, sino múltiples grupos, círculos, estamentos, gremios, etc., intermedios, los que confluyen en la constitución de la sociedad política, y explican su evolución histórica. Una evolución que no tendrá por qué ser ya lineal, como si estuviera predeterminada hacia un estado final ineluctable.

Con todo esto no pretendemos otra cosa sino expresar los fundamentos de una tesis que sitúa en una época muy tardía del decurso histórico la constitución de las democracias. Concretamente en la Edad Contemporánea, que algunos historiadores hacen coincidir con la Revolución francesa, a finales del siglo XVIII; y, por tomar una fecha simbólica, la fecha de 17 de junio de 1789, en la que se refunden los Estados Generales en la Asamblea Nacional Francesa. Sin embargo, el sufragio universal con condiciones restrictivas, no llegará hasta la “Revolución de 1848”, con el gobierno de Lamartine; con todo, muy pronto, la Asamblea francesa transformó el régimen en una especie de dictadura comisarial, constituyendo a Cavaignac como dictador. En 1850 Luis Napoleón fue elegido presidente de la República con cinco millones de votos; y tras restringir, por la ley del 31 de mayo de 1850, el sufragio universal, obtuvo en 1852, por un “senadoconsulto”, la dignidad imperial, ratificada por 8.157.752 votos […].

En realidad, las sociedades democráticas, en el sentido actual, son “producto del siglo XX”, resultantes como reacción a las llamadas Constituciones comunistas o fascistas, surgidas después de la Primera Guerra Mundial, y maduradas después de la Segunda Guerra Mundial (primero, tras la caída del fascismo y del nacionalsocialismo, y después, tras la caída del comunismo soviético).

Según esto, tan inexacto como hablar de la máquina de vapor en la sociedad antigua (salvo en el terreno de la juguetería como variedad de la industria lúdica), en la medieval o en la moderna, sería hablar de “democracia” en la Edad Moderna (a pesar de la monarquía constitucional resultante de la revolución inglesa de 1688), en la Edad Media (a pesar de la llamada “democracia de la República de Florencia”, en realidad una democracia procedimental de doce corporaciones, de diverso volumen pero de voto igual) o en la Edad Antigua.

Y es aquí donde nuestra tesis se enfrenta con “el hecho” de la democracia ateniense [829-830], considerada casi unánimemente como el primer modelo de la sociedad política democrática de la historia humanidad, modelo glorioso del que procede nada menos que el actual nombre de democracia.

[Ahora bien], por nuestra parte, suponemos que el proceso histórico mediante el cual las sociedades políticas han ido conformándose según la forma democrática, es relativamente reciente, y que es un abuso de los términos llamar democracia, en sentido moderno, a la democracia griega, aunque sea la democracia de Pericles […]. La democracia moderna está vinculada a la constitución de la Nación política [731], como nación de los ciudadanos, a la que dio lugar, en su forma republicana, la Revolución francesa.

Pero la democracia moderna, la democracia vinculada a la nación política republicana, procedente de la recomposición del Antiguo Régimen, no surgió, por tanto, de sociedades organizadas como naciones éticas o culturas previas. La nación democrática presuponía el Estado del Antiguo Régimen [733], y surgió tras una lenta transformación de la sociedad civil precursora [734-735], cuya cristalización hubo de “precipitarse” de modo violento a través de la Revolución Francesa.

Esta transformación hacia la democracia podría definirse como una transformación que conduce desde una sociedad autocrática, en la que no existe la libertad política, en el sentido democrático, hasta una sociedad democrática definida por la libertad. Y no somos nosotros los primeros en acudir a esta idea para definir a la democracia. No solo Kelsen (Esencia de la democracia, capítulo 9), sino también Aristóteles (Política, 1317a), dos milenios largos antes, han definido a la democracia por la libertad […].

Kelsen ha disociado, por no decir separado, la democracia formal [827], definida por la ley de las mayorías, de la mal llamada, según él, “democracia social”, definida por la igualdad en la participación económica; lo que constituiría, dice, una tergiversación de la democracia política basada en la libertad, y no en la igualdad económica, que podrían intentar llevarse a cabo a través precisamente de procedimientos muy poco democráticos, a saber, mediante la dictadura del proletariado, que es, añade, la antítesis de la democracia, la negación de la libertad, aunque se presente como la “verdadera democracia”.

Pero esta libertad, por la que se define la democracia, es solo una definición negativa, porque la Idea de libertad [314-335] que tanto Aristóteles como Kelsen y otros utilizan es la Idea de libertad negativa, la libertad-de, o libertad respecto de las ataduras que otros puedan imponernos (en el caso de la sociedad política, los otros son los autócratas).

Por nuestra parte, hemos determinado una Idea ontológica de la sociedad política desde la cual puede decirse cómo tiene lugar la transformación de una sociedad civil no democrática, orientando su desarrollo hacia su constitución (systasis) democrática, proponiendo la Idea de libertad objetiva. Y un “mecanismo basal” de desarrollo de la sociedad política cuya acción pueda comenzar a apreciarse en la historia moderna y contemporánea, un mecanismo que pueda ser identificado, a su vez, con mecanismos de constitución del mismo desarrollo de esa Idea de libertad objetiva que suponemos como fundamento filosófico del proceso hacia la sociedad democrática, a saber: la sociedad de mercado pletórico. [831-833]

La materia de la sociedad democrática es la sociedad de mercado pletórico y de ella brota la idea de libertad objetiva. De este modo, podemos satisfacer la necesidad de establecer una conexión interna entre una evolución tal de la armadura basal y de la armadura reticular de la sociedad política hacia la democracia y la mantenga como tal.

Conclusión: la “democracia”, en abstracto, [846] carece de todo sentido. Ello equivaldría a definirla confinada en una capa conjuntiva abstracta que no estaría referida a ninguna Nación. Pero la democracia conjuntiva es preciso referirla a su capa basal y a su capa cortical. Y este punto es esencial: el formalismo democrático desvincula a la democracia de las naciones políticas. [850]

{FD 402-403, 127 / EC112
PCDRE 168-172 / ZPA 280-283 / 
FD 150, 134 / → BS22}

Constitución (systasis) 
y Evolución de las democracias actuales:
Idea ontológica de 
Libertad objetiva/Sociedad de mercado pletórico

Solo desde la perspectiva del idealismo histórico tendría algún sentido un proyecto de representación del curso de las diversas formas políticas que se suceden en el tiempo (jefaturas, tiranías, oligarquías…) como si fueran “ensayos”, cada vez más perfectos, de la “razón política” en su proceso de prueba de las diferentes alternativas conducentes a la forma política más perfecta y definitiva, al fin de la historia [888].

Sin perjuicio de reconocer la influencia que pueda tener la representación de las formas pretéritas sobre la organización de nuestro futuro (es decir, sin perjuicio del reconocimiento de la “experiencia histórico-política” y, en particular, de la continuidad o encadenamiento de una constitución histórica, junto con las doctrinas de los sistemáticos, siempre que se circunscriban a un orden de systasis homogéneo), el materialismo histórico tenderá a explicar la evolución de las formas políticas hacia la democracia incorporando no solo elementos pertenecientes al contexto estricto de lo que venimos llamando armadura reticular de las sociedades políticas (de sus capas conjuntiva y cortical), sino también tomando en consideración elementos pertinentes de la capa basal [828], en la que se incluyen, desde luego, las técnicas y las tecnologías de una sociedad, el estado de su economía y organizaciones financieras, y la misma estructura específica de la sociedad civil considerada. De hecho, en la mayor parte de los tratados de ciencia política constitucional [835] se hace referencia al “contexto histórico-político-económico” de la Constitución que se analiza (aun cuando esas referencias o bien tienen el sentido de una “ilustración ornamental” o “complementaria”, o bien dan por evidentes los nexos de su “articulación sistemática” con la doctrina; solo que tales evidencias se mantienen en el terreno “mundano” de una filosofía política sin explicitar).

Las leyes (que habrá que defender, como decía Heráclito, tanto o más que las murallas), junto con todas las demás instituciones normalizadas políticas (relativas a la jerarquía, al gobierno) y sociales en general (formas de propiedad, parentesco, técnicas de producción…), y en la medida en que se integran en un cuerpo dotado de una mínima estabilidad eutáxica [563], forman la systasis (constitutio) de la sociedad política.

Bajo este término de systasis incluimos, además de la constitución material escrita de una sociedad política y su “constitución interna” (referida a sus normas o leyes, escritas o no), los componentes basales (sociales, económicos) implicados en aquella Constitución, y recogidos ya de algún modo en el concepto de Politeia, tal como fue utilizado por Aristóteles (y, por cierto, más cuando usa el término que cuando lo define), o en el concepto de Societas civilis de Francisco Suárez, y antes de que explícitamente estos componentes fueran reivindicados, a través del concepto de “constitución real”, propuesto por Fernando Lassalle en su célebre conferencia de 1862, “¿Qué es una Constitución?”.

El concepto de systasis que venimos utilizando no corresponde a lo que en los últimos siglos, y sobre todo a partir de la Primera Guerra Mundial, se llama “Constitución” en el sentido jurídico, por tanto, del “Estado de derecho” [609-638], tal como es entendido en el llamado “Derecho constitucional” (en España, a raíz de la Constitución de 1812, en el llamado trienio liberal que estableció en 1821 la enseñanzas en las Facultades de Derecho, del “Derecho político constitucional”). La relación que media entre la systasis de una sociedad, en su sentido filosófico político, y la constitución en su sentido jurídico, podría compararse con la relación que media entre una lengua hablada y la gramática escrita de esa lengua [834].

[Frente a las concepciones idealistas-voluntaristas [845] sobre la génesis de la sociedad política democrática, el Materialismo filosófico presupone] un esquema histórico, como guía posible para la investigación de la génesis de las democracias actuales, que podría sustanciarse en los tres siguientes puntos:

1. Las democracias políticas realmente existentes [854] son muy recientes (sus inmediatas precursoras se encuentra en el siglo XVIII y en el siglo XIX). No nos referimos, por supuesto, a ciertas ideas, cristalizadas en instituciones o documentos, consideradas como democráticas y que suelen ser citadas por los historiadores como eslabones de una cadena evolutiva que conduce a la democracia actual; documentos a veces incluidos por los compiladores de “constituciones democrático-históricas”, como ejemplos notorios de tales democracias, como la Carta Magna de Enrique III (11 de febrero de 1225), o bien el Bill of Rights (de 13 de febrero de 1689) promulgado por el rey de Inglaterra Guillermo III de Orange. Pero, ¿quién podría considerar hoy como systasis democrática a la Inglaterra de Enrique III o a la de Guillermo II? Quién se decide a hacerlo comete un gravísimo anacronismo de historia política, de parecido calibre al que cometería un biólogo evolucionista que confundiese un reptil terápsido, como el Lycaenops, con un mamífero, a pesar de ser uno de sus precursores inmediatos.

2. Las democracias políticas realmente existentes proceden de la evolución, por transformación y reorganización, de otras sociedades no democráticas (uniarquías, oligarquías, dictaduras) previamente establecidas en su territorio. De otro modo, las sociedades políticas democráticas efectivas no derivan de alguna sociedad política prístina, originaria [889]. Otra cosa es que en la sucesión de las Constituciones de una sociedad dada, por ejemplo, España, no deba advertirse (como observa Enrique Álvarez Conde) una suerte de legalidad común, sobre todo a partir de la Constitución liberal de 1837, una “legalidad común cuyos aspectos conservadores o progresistas serán resultado de los futuros cambios constitucionales que se produzcan”.

3. Las causas o motivos por los que las sociedades con armaduras reticulares no democráticas se transforman en sociedades democráticas (y nunca de modo instantáneo o abrupto, revolucionario, o acaso como consecuencia de una acto decisionista de una sociedad que “acuerda darse a sí misma su propia constitución democrática” –lo que no va más allá de la explicación de la capacidad somnífera del opio por su virtud dormitiva–) habrá que buscarlas en la evolución de las armaduras basales de las sociedades precursoras.

¿Y sería posible determinar, de un modo mínimamente riguroso, una Idea ontológica de la sociedad política desde la que pudiera decirse cómo tiene lugar el desarrollo evolutivo de unas sociedad civil no democrática, orientando su desarrollo hacia su constitución (systasis) democrática? Por nuestra parte damos una respuesta afirmativa a esta pregunta filosófica, proponiendo a la Idea de libertad objetiva como la misma idea que buscamos.

Podríamos formular nuestra tesis mediante la siguiente fórmula: “La Idea que preside la transformación de las sociedades políticas no democráticas en sociedades de constitución (systasis) democrática es la Idea de libertad objetiva, antes que la Idea de igualdad o que la Idea de fraternidad”.

Podemos ahora reexponer el esquema histórico que hemos presentado diciendo que el proceso hacia la conquista de la libertad objetiva, que encuentra su realización en las más recientes sociedades democráticas, es un proceso que, con precedentes indudables en la Edad Media y en la Edad Moderna, comienza a perfilarse en la Edad Contemporánea, y se despliega, con avances y retrocesos señalados, en diferentes fases que atraviesan los siglos XVIII y XIX (desde 1789, fecha de la Asamblea francesa revolucionaria, hasta 1889, en la que el Imperio prusiano y el Imperio Inglés logra su plena consolidación), cubriendo los años restantes del siglo XIX y los del siglo XX, hasta 1989, es decir, los años en los que estallan las dos guerras mundiales y las revoluciones antidemocráticas más importantes (la Revolución de Octubre, la Revolución fascista, la Revolución nacionalsocialista y la Revolución comunista china), terminando con el derrumbamiento de la Unión Soviética, la hegemonía de los Estados Unidos y la constitución de la Unión Europea. A partir de estos últimos años habría tenido lugar, junto con la “globalización”, la consolidación de las “democracias homologadas” [855] más avanzadas, así como también la sistematización de la ideología del fundamentalismo democrático.

[Ahora bien]: solo podemos mantener nuestra metodología materialista si podemos determinar un “mecanismo basal” de desarrollo de la sociedad política cuya acción pueda comenzar a apreciarse en la historia moderna y contemporánea, un mecanismo que pueda ser identificado, a su vez, con mecanismos de constitución del mismo desarrollo de esa Idea de libertad objetiva que estamos suponiendo como fundamento filosófico del proceso hacia la sociedad democrática. Pues solo entonces podremos satisfacer la necesidad de establecer una conexión interna entre una evolución tal de la armadura basal y de la armadura reticular de la sociedad política que conduzca a la sociedad política hacia la democracia y la mantenga como tal.

Por nuestra parte, proponemos como contenido principal de tal mecanismo el desarrollo de la sociedad de mercado, como una idea procedente de la categoría económico política, pero cuyas dimensiones ontológicas es preciso reconstruir filosóficamente.

Comenzamos constatando, a grandes rasgos, cómo los hitos de la evolución macroscópica de la sociedad de mercado se corresponden, proyectados a una escala de magnitudes comparables, con los hitos de la evolución política macroscópica de las sociedades del Antiguo Régimen hacia la democracia [733].

Como punto de arranque podríamos tomar el descubrimiento de América, en cuanto dio lugar a un comercio realmente planetario y a una progresiva inundación de los mercados por esa corriente de bienes, materias primas manufacturadas, etc., que constituyeron las premisas de la revolución tecnológica y científica, tanto en su fase “paleotécnica” (el carbón y el hierro, según Mumford, en auge a partir de 1750 en Inglaterra), como en su fase “neotécnica” (electricidad y aleaciones); fases que encuentran su principal terreno de germinación, además de en la Inglaterra del siglo XVII, en la Francia del siglo XVIII y en la Alemania del siglo XIX.

Ahora bien, los efectos políticos, en cuanto impulsores de la evolución hacia la democracia, de esta revolución continuada, tecnológica y científica, no podrían ser comprendidos como si se tratase de un resultado directo; solo indirectamente, a través de la construcción y ampliación de una sociedad de mercado sui géneris, que conceptualizaremos como mercado pletórico [832], podría surgir la libertad objetiva.

{PCDRE 168-169, 92-93, 185-188 /
BS22 / → TbyD 131-200}

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¿Qué es el fraude?
- Elecciones aseguradas.
¿Qué son las elecciones aseguradas?
- Felicidad de la democracia.
¿Qué es la democracia?
- El reinado de los mercaderes por medio del lucro, soborno y fraude.
¿Qué es un partido?
- Es la liga de los que quieren vivir sin trabajar, comer sin producir, ocupar empleos sin estar preparados y gozar honores sin merecerlos (LA CASTA FEUDAL).
¿Qué es el sufragio universal?
- La manivela del hacer opinar al pueblo de lo que no entiende para no darle mano en lo que no entiende.
¿Qué es el liberalismo¿
- El enemigo de Dios y el amigo interesado del pueblo.
¿Qué es el Estado?
- La burocracia erigida en dios.
¿Qué es la defensa de las instituciones liberales?
- Un judío detrás.



VER+:

Gustavo Bueno, Qué es la democracia

Panfleto contra la democracia realmente existente - Gustavo Bueno

Gustavo Bueno - En torno a la Ideología y Filosofía de la Democracia


Gustavo Bueno, Estructura ontológica de los lenguajes de palabras


Gustavo Bueno y sus ideas sobre la democracia: 
Panfleto contra la democracia realmente existente

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